Mi algoritmo: lo íntimo en la era del cálculo

01 mayo 2025 | Factor Psi

Por Armando Riol Velasco

«Mostrar mi algoritmo es mostrar lo más íntimo que tengo», me dijo un paciente esta semana. Y me quedé pensando en esa frase. Tiene algo de confesión postmoderna, pero también algo de advertencia: hay un cambio en marcha, algo se está desplazando en la forma en que entendemos lo íntimo. Venimos de construir estos territorios en diarios bajo llave, cartas escondidas y silencios no compartidos… Ahora se amplía hacia el historial de búsquedas, hacia lo que aparece en tu personalizada oferta en RR.SS., ¿qué pasa con lo íntimo cuando se vuelve dato? Algo cambia en la manera de encontrarse a uno mismo cuando pasamos del espejo al scroll. En psicoanálisis, tenemos la afamada escena del espejo; pero no basta con verse, se necesita una mirada que sostenga eso que ve. Ahí uno empieza a intuir que eso que ve podría ser él. Una imagen unificada, coherente, ideal… frente a la experiencia caótica del cuerpo. El espejo no muestra lo que el bebé es, sino lo que necesita creer que es para empezar a sostenerse. Y esa ilusión —ojo— no es suya: viene del Otro. El espejo es una escena simbólica, una ficción necesaria, que después buscará toda la vida en múltiples reflejos.

Pero el algoritmo no funciona así. Su lógica no es la del reconocimiento, sino la de la inferencia. No unifica, no idealiza, no espeja. Clasifica. Trocea. Mide. No devuelve una imagen, sino fragmentos: rastros de conducta, gestos mínimos, impulsos convertidos en patrón. Es un espejo roto que no ofrece unidad, sino una lectura funcional: lo que conviene mostrarte. No te mira, te calcula.

Y claro, uno acaba preguntándose: ¿por qué me recomienda esto? Parece que me escucha. Y lo hace, en cierto modo, porque le estoy hablando. Pero el algoritmo no desea. No hay sujeto ahí. Y eso tiene algo inquietante. El espejo del que hablábamos es un dispositivo que sostiene una falta, una distancia, una promesa. Por su lado el algoritmo predice. No hay vacío, hay optimización. No hay error, hay pauta. Lo íntimo se convierte en un mapa de conductas. Esa lógica, que parece inofensiva —incluso útil—, tiene un efecto silencioso: empuja al sujeto fuera de escena.

Antes, uno podía no saber lo que quería. Esa incomodidad tiene algo de libertad. Ahora, tu aparato de confianza lo sabe por ti. Te lo anticipa. Te lo ofrece. Y lo que parecía una ayuda, se vuelve otra cosa. Porque el deseo no se deja atrapar. No es demanda. No es consumo. Es lo que se pierde entre lo que creemos que queremos y eso que —sin saber— nos mueve. Nosotros somos lo que sí queda capturado en el sesgo de un contenido que no termina. Uno que no interroga, sino que confirma. El qué… ya son muchas otras cosas.

No es opaco. Al mirar, también te muestras, es decir, te expones. A eso que incomoda, pero también fascina. No a lo real —eso no se enseña—, sino a un exhibicionismo dosificado: la vida empaquetada en píxeles. Ideología en segundos. Soluciones de terceros. Y en esa lógica, el algoritmo no sólo organiza contenidos, también organiza afectos; enfado, envidia, validación, miedo, humor… No son (a)efectos secundarios, sino formas de estar. Modos de posicionarnos frente al otro y, sobre todo, frente a lo que creemos que el otro tiene. Porque ahí está el punto: no es que me falte algo, es que lo tiene ese otro. Vernos empujados por nosotros mismos a la posición interna donde el dolor tenga más sentido. ¿Qué hay escenificado de nosotros en nuestro algoritmo? ¿Dónde me dejo mirar cuando miro?

Afectos gestionados. El algoritmo te da justo lo necesario para que sigas queriendo lo que falta. Te propone soluciones, pero no hay lazo. Sólo tú, tu pantalla y una promesa siempre renovada de satisfacción.

Byung-Chul Han señala que todo debe verse, medirse, mostrarse. En ese escenario, el algoritmo no interpreta: traduce. No pregunta, rastrea. Lo que antes era deseo o silencio, ahora es dato. Y lo que antes era opaco —el deseo, la vacilación, incluso el silencio— ahora aparece transformado en patrón, en lógica predecible.

Stiegler lo dice claro: el peligro no es que el algoritmo nos conozca demasiado, sino que nos enseñe a no desear por cuenta propia. Que acabemos siendo ejecutores de deseos que no elegimos, pero que se nos presentan como si fueran nuestros.

Si el deseo nos empuja desde atrás y las pantallas nos muestran lo que deberíamos querer delante, el sujeto queda atrapado en la pregunta de si elige o responde. Esto se complica exponencialmente cuando no hablamos de productos, sino de formas de pensar, vivir u operar, incluso, como profesionales.

Y aquí es donde, creo, hay que defender algo. No una esencia pura del sujeto, ni una nostalgia analógica. Sino una cierta opacidad. Un derecho a no ser completamente legible. A no ser interpretado sólo por lo que haces, compras o buscas. A mantener un margen de misterio, incluso para uno mismo.

Porque el algoritmo puede saber mucho. Pero no puede nombrar el deseo. No puede sostener el conflicto, la contradicción, la ambivalencia. No puede ser un espejo, en el sentido en que el psicoanálisis entiende el espejo: como aquello que me permite no sólo verme, sino empezar a separarme de lo que veo.

No se trata de hacer del algoritmo un enemigo. Ni de romantizar el inconsciente como si fuera un refugio seguro. Se trata de preguntarnos qué tipo de subjetividad estamos construyendo cuando cedemos nuestra imagen —nuestro yo, incluso nuestra intimidad— a dispositivos que no saben nada de la falta, a la privatización de lo invisible.

El algoritmo presenta atajos, pero la pregunta por el deseo no los tiene. La clínica, a veces, sólo ofrece compañía para dar vueltas, no soluciones —y en eso reside parte de su valor. Y, sin embargo, eso es lo que habilita un cambio: acompañar la deriva de un sujeto que no puede reducirse a sus elecciones previas. Tal vez uno de los pocos espacios que aún preservan la humanidad de cada quien. Después de todo, sentarse con un paciente no es ofrecer una solución, sino sostener una pregunta. Es la experiencia antagónica a la que oferta un algoritmo.

Referencias:

  • Freud, S. (1915). Lo inconsciente. Obras completas, vol. XIV. Amorrortu Editores.
  • Lacan, J. (1964). Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Paidós.
  • Stiegler, B. (2016). La sociedad automática: Vol. 1. El futuro del trabajo (C. Palomeque, Trad.). Caja Negra Editora.
  • Han, B.-C. (2013). La sociedad de la transparencia. Herder.

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