La idea ya de que una depresión o una anorexia es diferente en cada sujeto, es algo anacrónico y casposo, pero, sobre todo, poco práctico. Se homogeniza un mismo procedimiento «basado en la evidencia», como se hace con una jaqueca, un cólico renal o una hepatitis; el protocolo nos facilita las cosas. Y el tiempo que antes se empleaba en ese preguntar desorientado del psiquiatra al enfermo y en esa observación minuciosa y entretenida que llamamos «ojo clínico», ahora nos lo podemos ahorrar entregándole unos cuestionarios con preguntas a las que él mismo o, en el caso de los niños, los adultos de su entorno responden con un simple «sí» o un «no» o un «poco», «nada» o «mucho» o marcando en una escala del 1 al 10… Después, es fácil, el recuento de marcas revela el grado de afectación del sujeto trastornado.
El objetivo es hoy economizar tiempo e ir al grano, clasificar a todos los sujetos catalogándolos en casilleros taxonómicos: las identidades se distribuyen en forma de acrónimos. A cada uno la suya: TB, TP, TLP, TEA, TDAH… Pero, es en los niños en los que más repercute este abusivo sobrediagnóstico que todo lo patologiza. Esta frívola pasión clasificatoria promovida por el delirio cientificista ha envilecido a la psiquiatría corrompiendo, muy especialmente, la clínica infantil. Y el niño ya no es examinado psíquica, sino cerebralmente, buscándose infructuosamente de nuevo en el cuerpo —regreso al XIX prepsicoanalítico—, las taras y disfunciones responsables de que el niño «trastorne» la norma. Y, como «lo biológico» excluye «lo mental», esta manera de hacer confunde a los padres que, a menudo, aliviados, eluden su responsabilidad en todo ello.
En tiempos tan propicios para el gesto sobreafectado, para el «te queremos» y «deja que te cuidemos», proliferan, además, los manuales sobre cómo ser feliz y los psicólogos pueblan las televisiones y medios de comunicación con mensajes más paternalistas que nunca —retórica pospatriarcal edulcorada— para decirnos cómo vivir, educar a los hijos, querernos más, ser más felices, volver de vacaciones, hacer un duelo, jubilarse, copular y hasta masturbarse. Los padres, siempre desorientados, constituyen una clientela especialmente propensa a engullir estos discursos para aprender definitivamente a ser padres y hacer que los niños obedezcan, estudien, saber con qué deben jugar y durante cuánto tiempo, etc. Siempre aparece el «experto» de turno para instruirnos de manera conveniente sobre la forma correcta de hacer todo eso.
Los niños, antaño dóciles y obedientes, se han vuelto hostiles, y las cifras de autismo han crecido exponencialmente; una asombrosa mutación genética ha afectado a nuestra especie cebándose especialmente con los más pequeños.
Cada vez más padres y adolescentes reclaman su identidad como hiperactivos o Asperger y llegan a las consultas con su autodiagnóstico buscado en Internet. Las listas de espera se agigantan por la creciente demanda de padres, médicos y profesores que creen haber hallado por fin la causa de las dificultades que el niño les plantea en casa o en el aula.
Jorge Pernía
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