TRANSFERENCIA Y REPETICIÓN EN EL TRATAMIENTO INSTITUCIONAL DE PACIENTES GRAVES

Revista del CPM número 27

Por Rafael Arroyo Guillamón

INTRODUCCIÓN: ¿PSICOANÁLISIS VS INSTITUCIÓN?

La articulación de pensamiento psicoanalítico y atención a pacientes graves, que en la red pública de salud mental remite casi necesariamente al trabajo institucional, resulta doblemente polémica: por un lado muchos círculos analíticos todavía rechazan el carácter estrictamente “psicoanalítico” del trabajo en instituciones públicas; por otro en dichas instituciones siguen existiendo grandes prejuicios acerca del psicoanálisis, alegando los consabidos (aunque hoy día más que refutados) argumentos de falta de evidencia científica y baja costo-efectividad.

Para mi sorpresa, por el diferente enfoque de mi formación médica “oficial”, en varias experiencias formativas pude observar a colegas que con gran pericia trabajaban en esta conjunción. Más tarde he tenido la suerte de recalar en dispositivos de atención diaria a pacientes graves, por lo que mi curiosidad, interés y lecturas se han centrado en estas áreas. Mi puesto actual, en un hospital de día psiquiátrico inserto en un hospital general, inevitablemente te hace tomar contacto con el trabajo en equipos interdisciplinares, las psicoterapias grupales y la atención a los familiares de los pacientes. Este contexto, fuertemente emocional para cualquier profesional “psi” que lo transite sea cual sea su orientación, resulta una puesta a prueba diaria. Uno se ve intensamente comprometido: en tanto profesional, con ciertos conocimientos a aplicar; y como sujeto, con dinámicas internas y sentimientos no tan distintos a los de las personas que atiende.

En este escenario donde uno convive cinco horas al día con los pacientes durante muchos meses hay algo que me sigue llamando poderosamente la atención, supongo que por el brete emocional en que te coloca como terapeuta. El paciente grave insiste y persiste irreductiblemente en su enfermedad; se aferra a ella, en ocasiones pareciera que vanagloriándose de la misma. En definitiva repite una y otra vez, por más que los intentos del terapeuta o del equipo le insten a disminuir su pensar, percibir o actuar patológicos. Se libra entonces una batalla con gran desgaste para unos y otros, en la que en no pocas ocasiones ambos nos vemos tentados a tirar la toalla. Con el paso del tiempo la escucha del discurso del sujeto y su observación en ese marco relacional revelan lo arcaico de esas manifestaciones que, si bien actualizadas durante el proceso terapéutico, se gestaron en épocas y lugares tempranos. Por tanto uno toma conciencia del complejo y delicado proceso que han de atravesar terapeuta y paciente. Al sujeto se le pide que aguante las condiciones que le “impone” la institución, tarea nada fácil por cuanto le cuestionan una y otra vez su, hasta ahora, salvador sostén narcisista. Del terapeuta se requiere sobre todo paciencia y humildad; no afanarse en expectativas irreales y, muy por el contrario, aprender a valorar los diminutos (pero muy importantes) logros que lentamente el paciente va consiguiendo.

Un analista colocado en esta situación se sentirá cuanto menos incómodo, desprovisto de sus habituales elementos técnicos: el diván, la asistencia regular del paciente, el compromiso de ambos en analizar, la salvaguarda de su vida personal… Se enfrentará aquí a que muchos pacientes, si es que acuden con regularidad, lo hacen sintiéndose obligados, sin querer renunciar (ni pensar sobre ello) a sus modos de vida y atrapados en familias patológicas que, obviamente sin intención consciente de ello, se convierten en objetos, reales e internalizados, reiteradamente desestabilizadores para el sujeto.

¿Puede trabajarse psicoanalíticamente en estas condiciones? Estoy rotundamente convencido de que sí. Y no me refiero a tomar del psicoanálisis elementos superficiales que maquillen nuestra práctica en un “como si”, más al servicio de nuestro propio deseo narcisista de ser reconocidos como analistas. Sino que la metapsicología y la técnica freudianas, aún habiéndose gestado hace más de cien años y para pacientes neuróticos, tienen mucho que aportarnos hoy con estos pacientes y en estas condiciones.

Es por ello que, como he descrito, mi práctica diaria evoca constantemente conceptos como transferencia, resistencia y compulsión de repetición, que me propongo revisar en estas líneas. Desde luego no mediante un análisis exhaustivo, que excedería el objetivo de este trabajo. Más bien entresacando de los orígenes de su conceptualización, eminentemente clínicos, aquellos aspectos que nos sirvan para la tarea que enfrentamos los analistas de hoy, en un contexto sociocultural y con pacientes tan diferentes a los de la Viena victoriana. Me apoyaré para ello en dos de los llamados “escritos técnicos” de Freud: “Sobre la dinámica de la transferencia” (1912) y “Recordar, repetir y reelaborar” (1914).

Pareciera que textos posteriores de Freud saldrían más en nuestra ayuda para este propósito; aquellos que descubren y desarrollan el narcisismo, el yo, las pulsiones tanáticas o los textos sociales. Conceptos que muchos autores postfreudianos ampliaron y enriquecieron para el trabajo psicodinámico con trastornos graves. No obstante los trabajos elegidos son parte del origen de esos desarrollos, en tanto constituyen un punto de inflexión en el que se adivinan los importantes cambios que sobrevendrán después en su metapsicología. Además, nos aclaran que el trabajo emprendido entonces con enfermos neuróticos descubrió elementos técnicos que, algunos de idéntica forma y otros modificados, nos permiten acercarnos hoy con el mismo respeto pero sin reparos a las caracteropatías, las toxicomanías, los trastornos narcisistas, las psicosis…; brindándonos una posibilidad de comprensión y ayuda que hasta entonces permanecía cerrada.

 

TRANSFERIR PARA RESISTIR

Se propone Freud, al inicio de “Sobre la dinámica de la transferencia”, recordar cómo ésta se produce necesariamente en el tratamiento y su papel durante el mismo. Alude al origen universal de la transferencia, por efecto tanto de disposiciones innatas como de influencias ambientales; punto que insiste en aclarar a la luz de los muchos reproches que se dirigían entonces, y aún hoy, hacia el psicoanálisis:

 

Nos negamos a estatuir una oposición de principio entre las dos series de factores etiológicos; más bien, suponemos una regular acción conjugada de a
mbas para producir el efecto observado. Disposición y azar determinan el destino de un ser humano; rara vez, quizá nunca, lo hace uno solo de esos poderes”
(Freud, 1912).

 

Freud conceptualiza la transferencia como un subrogado del amor. Dicho amor (las condiciones que impone, las metas que se fija y los deseos de satisfacción) busca expresión cíclicamente, conformando un cliché regular que se inicia con las personas significativas del sujeto, habitualmente sus progenitores y parientes cercanos, y se repetirá en futuras relaciones. El sujeto es consciente sólo de una parte de ese patrón de búsqueda, la vuelta hacia la realidad objetiva, la consciente. Otro sector de esa libido sólo es advertida en la fantasía o bien permanece inconsciente. Tan pronto como la realidad no satisfaga sus necesidades de amor, ambos sectores se movilizarán para volcarse hacia cada nueva persona que aparezca. En el caso de quienes nos consultan, en su mayoría insatisfechos en sus necesidades amorosas, ambos tipos de representaciones, conscientes e inconscientes, se aunarán en la persona del médico o analista, siendo incluido éste en uno de los clichés que el paciente ha formado hasta ese momento. Este proceso tendrá lugar, aclara Freud, “en la medida en que lo consientan las circunstancias exteriores y la naturaleza de los objetos de amor asequibles”.

Freud insiste en que estos fenómenos no son ni más intensos ni exclusivos de la situación psicoanalítica. Aparecen en los institutos de internación donde, a priori, no se trata analíticamente a los enfermos; sólo que es necesaria una sutil observación para apreciarlos. Recalca así el carácter general de la transferencia, ligada a la condición neurótica humana más que a una técnica particular.

En el individuo neurótico disminuye el sector de libido que contacta con la realidad, sector consciente, a expensas de un aumento de la parte inconsciente, que por vía de la regresión queda fijada a afectos y representaciones infantiles. Esa regresión tiene un doble origen: frustraciones de satisfacción en el mundo exterior y fuerzas internas de atracción o desalojo hacia lo inconsciente de partes de la realidad objetiva (represión). Todas estas fuerzas que concluyen con el desarrollo de la neurosis se elevan como potentes resistencias durante el análisis, acompañando cada ocurrencia o acto del paciente. Iniciada la relación con el analista, la inevitable transferencia de partes del material sobre él irá pues siempre anudada a una resistencia. Por tanto la intensidad y tenacidad de la transferencia son efecto y expresión de la resistencia.

Resulta paradójico que la más poderosa palanca de éxito del tratamiento sea a su vez la más potente resistencia. Por eso Freud profundiza: la transferencia en la cura sólo deviene resistencia cuando es una transferencia negativa, o una positiva de sentimientos sexuales reprimidos. La transferencia positiva de sentimientos tiernos o amistosos, que no duda en llamar sugestión, es susceptible de conciencia y favorece el progreso de la cura, que no obstante consistirá en vencer las anteriores resistencias.

La conjunción de transferencia negativa y transferencia tierna, dirigidas hacia la misma persona, lo que Bleuler denominó ambivalencia, es habitual en las formas curables de neurosis. Mientras que grados mayores de esa ambivalencia obstaculizan el tratamiento de neurosis más graves. En algunos estados psicóticos, como la paranoia, la transferencia desplegada es esencialmente negativa de forma que, según apunta Freud, “cesa también la posibilidad de influir y curar”.

Por último Freud aclara la forma en que los impulsos inconscientes se resisten a ser recordados durante el tratamiento. El individuo les atribuye condición presente y realidad objetiva en su relación con el analista, los actúa pasionalmente; en contra de los esfuerzos del mismo por discernir mediante el intelecto su verdadero origen. Así pues, es en el terreno de la transferencia donde se despliega esta lucha que depara al psicoanalista las mayores dificultades, a la vez que le brinda la posibilidad de percibir en lo manifiesto los impulsos más escondidos y olvidados del paciente.

 

Transferencia, institución y trastornos graves

En mi práctica diaria atiendo, fundamentalmente, a pacientes psicóticos y lo que las clasificaciones psiquiátricas actuales denominan trastornos de personalidad. En buena parte son esquizofrenias y caracteropatías graves de perfil histriónico, narcisista y borderline; lo que el psicoanálisis engloba como patologías narcisistas. Freud precisamente etiquetó a estos pacientes (en su época dementia praecox, melancólicos, paranoicos) como “neurosis narcisistas” por su imposibilidad para investir libidinalmente al objeto, puesto que la libido de objeto es retirada hacia el interior del yo. Esto limitaba su accesibilidad al psicoanálisis:

 

No muestran transferencia alguna y por eso son inaccesibles para nuestro empeño; no podemos curarlos” (Freud, 1916-1917).

Sin embargo en varios momentos de su obra demostró que el análisis tiene mucho que decir, por ejemplo, en la comprensión de los delirios, como revela su exhaustivo análisis del presidente Schreber. En otra oportunidad manifiesta:

 

Aun en el caso de estados, que se han distanciado tanto de la realidad efectiva, como ocurre en una confusión alucinatoria (amentia), uno se entera, por la comunicación de los enfermos tras su restablecimiento, de que en un rincón de su alma, según su propia expresión, se escondía en aquel tiempo una persona normal, la cual, como un observador no participante, dejaba pasearse frente a sí al espectro de la enfermedad” (Freud, 1940) [1938]).

En otro punto, profundizando en el mecanismo de la escisión, señala en algunos individuos la coexistencia de dos posturas psíquicas:

La que toma en cuenta la realidad objetiva, y otra, que bajo el influjo de lo pulsional desase al yo de la realidad. Las dos coexisten la una junto a la otra. El desenlace depende de la fuerza relativa de ambas. Si la segunda es o deviene la más poderosa, está dada la condición de la psicosis. Si la proporción se invierte, el resultado es una curación aparente de la realidad” (Freud, (1940) [1938]).

En “Sobre la dinámica de la transferencia” para explicar el origen de este fenómeno afirma que atañe a “todo ser humano”. Y, por si quedaban dudas, la hace coincidir con la universal capacidad del individuo para amar.

Freud demuestra así la existencia, aún en los casos más graves, de una “parte neurótica” y por tanto susceptible de transferencia. De modo que la transferencia es un fenómeno universal que acompaña en su devenir al sujeto sea éste psicótico o neurótico. Da cuenta de sus necesidades en el diván de su psicoanalista, en su círculo íntimo o durante su internamiento en una institución.

Nuestra experiencia clínica corrobora estas aseveraciones. Los miembros del equipo (psiquiatras, psicólogo, terapeuta ocupacional y personal de enfermería) convivimos cada jornada con los pacientes en diferentes espacios grupales, terapéuticos y extraterapéuticos: psicoeducativos, de expresión emocional, ocupacionales, excursiones, comidas… Le ofrecemos al paciente un contexto relacional muy amplio y complejo en el que precozmente, y en muchos casos de forma masiva, nos invisten como personas significativas de su vida. Y a poco que empecemos a conocer su historia personal advertimos que los afectos que depositan en nosotros son repeticiones transferenciales de los dirigidos, allá y entonces, a sus familiares.

Una vez iniciado el vínculo con el centro e inmersos en la dinámica habitual de cada jornada (mismos horarios, normas, personas…) vemos que, por así decirlo, la transferencia central y más intensa es dirigida a la propia institución como conjunto. Es hacia todo el conjunto, en tanto presencia real y más adelante como objeto internalizado, a donde se dirigen las proyecciones del sujeto. En ocasiones mediante una relación positiva, de confianza e incorporación de aspectos sanos, que sienta las bases del avanzar del tratamiento. En otros momentos volcando indiferencia, rabia u hostilidad, directamente o mediante actings regresivos que jalonan el proceso terapéutico. A su vez esta transferencia central, como si de una madeja de lana se tratase, se compone de distintos penachos que representan la relación del paciente con cada uno de los miembros del equipo. Relación muy particularizada por la biografía de cada sujeto (paciente y terapeuta) y por la personalidad y lugar en la institución que ocupa el profesional. Resultan esenciales entonces reuniones diarias de los miembros del equipo, donde cada profesional exprese lo observado-sentido por cada paciente en los diferentes espacios; con el fin ordenar y entender esa madeja transferencial. De forma simultánea el paciente inicia múltiples transferencias laterales con el resto de compañeros, cada una distinta y matizada por la personalidad, edad o tiempo que llevan ambos en la institución.

Se convierte en objetivo prioritario, cuando el tratamiento echa a andar, que el paciente alcance un vínculo suficiente y confiable para que inicie esas tentativas de investidura. Que despliegue y actúe los personajes de su mundo interno con los miembros de la institución. Como afirmaba Freud, recrear unas circunstancias en las que nos ofrezcamos como “objetos de amor asequibles”. Se inicia entonces una ardua tarea en la que ahora, de forma clara, comprobamos el carácter resistencial de la transferencia. Los individuos, cada uno a su ritmo y manera, comienzan a impedir inconscientemente el avance del tratamiento. Aparecen frente a todo lo que representa la institución (personas, recomendaciones,…) comportamientos regresivos, demandas infantiles, oscilaciones anímicas o actuaciones impulsivas, que se suceden entre sí o alternan con halagos y elementos de dependencia; siendo difícil a veces advertir los motivos sobre los que pivotan esos cambios. En ocasiones dependencia y hostilidad se aúnan al tiempo y hacia las mismas personas en una ambivalencia desconcertante. Y todo esto en los casos de un yo más conservado. En individuos psicóticos no son infrecuentes actitudes esquizoides de retirada, indiferencia emocional o sumisión y culpa superyoicas.

Los pacientes necesitan que consintamos ser depositarios de esas intensas proyecciones, a la par que figuras de ayuda de las que depende su mejoría. Quedamos así colocados en una posición tremendamente incómoda en la que muy probablemente se movilizarán aspectos personales en cada profesional. Y con ellos fuertes emociones que, en la medida en que puedan ser compartidas y pensadas por el equipo, no buscarán expresión mediante contractuaciones (intervenciones inadecuadas en un grupo, decisiones dudosas sobre la aplicación de una norma, cambios en el tratamiento farmacológico, altas precipitadas…).

En esta complicada prueba de calma, constancia y paciencia es donde apreciamos que la transferencia resulta paradójicamente resistencia al avance y elemento de cambio. Y es que, aunque conflictiva, nuestra posición se torna privilegiada para entender las interacciones patológicas que establecen estos pacientes con su entorno. Un entorno con presencia real, constante y, frecuentemente, patogénica en el sujeto, al que regresa cada tarde tras la jornada en la institución. Se hace muy necesario por tanto el trabajo, no sólo con los personajes internalizados (y deformados por su realidad psíquica) que relata el paciente; sino con los miembros de la familia físicamente presentes. Lo cual realizamos mediante contacto telefónico, entrevistas familiares y en un grupo multifamiliar mensual.

 

Un ejemplo clínicoii

Después de dos intentos fallidos de incorporación, finalmente X, un adulto joven, comenzó a acudir con frecuencia a nuestro centro. Llevaba meses en una situación preocupante. Convivía junto a sus padres y una hermana, con quienes apenas hablaba salvo para
mostrarse irascible y provocador cuando tenía que acatar algún límite o norma. No estudiaba, no trabajaba, ni expresaba ningún plan u objetivo en su vida. No disfrutaba de ninguna afición ni mantenía contacto social alguno, excepto con personas marginales que le proporcionaban cannabis; sustancia que fumaba a diario en grandes cantidades. Para conseguirla no dudaba en vender objetos o joyas de su domicilio, o robar fuera de él, lo que provocó duros enfrentamientos con sus padres y diversos problemas sociolegales. En los momentos de mayor conflictividad y consumo comunicó vivencias psicóticas centradas en rechazar a sus padres como verdaderos progenitores, acusándolos de drogadictos y mentirosos por ocultarles la verdad de su historia. Aseguraba pertenecer a colectivos mafiosos e influyentes que le ayudarían a vengarse de ellos.

X había precisado ayuda profesional desde la infancia; a raíz de dificultades escolares y después por su comportamiento disruptivo. Además de varios terapeutas, hospitalizaciones y dispositivos sanitarios fracasados, precisó vivir alejado de su familia en pisos tutelados o centros para menores con medidas legales; resultando expulsado de la mayoría por su comportamiento psicopático.

Desde el inicio X acudía irregularmente al centro, sin completar el horario, con actitud pasiva y evitando relacionarse. Apreciamos en él una importante vivencia de rechazo y falta de confianza, que en origen atribuía a sus padres y que se había repetido en casi todos los dispositivos y centros que visitó. Se le había “echado” de todos los lugares. Centramos el trabajo con él en que el nuestro se convirtiera en un lugar de seguridad y confianza en sus posibilidades, a través de una presencia accesible y constante; una experiencia emocional distinta a las previas que no viviese como rechazante. Nuestra actitud tuvo que ser flexible respecto a la aplicación en él de determinadas normas y muy paciente, ya que repetía transferencialmente con nosotros lo que acostumbraba en casa o en otros lugares de convivencia: consumir, aislarse, eludir las normas…

X despertaba en los miembros del equipo los mismos sentimientos que alternaban cíclicamente en sus padres: rechazo, desesperación y tendencias expulsivas; pero también lástima ante su fragilidad y desamparo, lo que había causado que sus progenitores lo readmitieran en el domicilio después de varios intentos de expulsión. La lentitud de sus progresos nos decidió a añadir al trabajo grupal una psicoterapia individual en la que sorprendentemente se comprometió bien. En dichas sesiones semanales, además de intervenciones de apoyo y estrategias de manejo de las situaciones conflictivas, el trabajo se centró en afianzar el vínculo y favorecer la expresión emocional. Y, en la medida en que fue posible, en intentar buscar significado a sus síntomas en su historia biográfica, para lo que precisamos también algunas entrevistas familiares.

Entre la información recogida descubrimos un deseo ambivalente en sus padres cuando supieron del embarazo de X, ya que la primera gestación de la madre, su hermana, puso en grave riesgo la salud materna. Tras valorar la interrupción de la gestación finalmente la madre decidió continuar “a pesar de que sabía que arriesgaba mi vida”. La fantasía de que la presencia del bebé podría acarrear enfermedad o muerte se asentó aún más cuando, siendo un embarazo gemelar, uno de los fetos murió. Y, más aún, cuando al poco de nacer X la madre padeció una enfermedad que limitó mucho su contacto físico con él en los primeros meses de crianza. X pareció captar que para que él viviera tuvieron que morir o enfermar otros; y trató de eliminar esa culpa proyectándola en sus padres, de quienes se “vengaba” inconscientemente mediante su comportamiento trasgresor y en las acusaciones delirantes. Tanto sus padres como X en algún momento habían querido “desembarazarse” del otro.

Sin duda estas sesiones aportaron luz y significados pero también movilizaron aspectos muy arcaicos que, ante el miedo a una mayor fragmentación psicótica, elevaron con más fuerza sus defensas: se agravó de nuevo el consumo de droga que, al igual que en su domicilio, ahora se producía en el interior del hospital, provocando disturbios con el personal de otros servicios. Como en casa empezó a robar dentro del hospital (lo que hasta cierto punto interpretábamos como “querer llevarse algo” de ese lugar); pero que irremediablemente nos obligó a finalizar el tratamiento. Dada la gran interferencia que suponía el consumo fue derivado a un dispositivo específico para abordar este aspecto. Como apoyo pudimos prolongar el contacto con sus padres mediante el teléfono y algunas sesiones de grupo multifamiliar.

A pesar de este desenlace dimos por bueno el trabajo realizado con X, en tanto logramos que durante seis meses nos invistiera libidinalmente y nos ubicara como un lugar de apoyo incondicional donde, como casi nunca en su vida, pudo expresarse con libertad y repensar su historia. Tras varios meses de evolución similar a la previa sus padres contactaron para explicarnos que X llevaba varias semanas sin consumir y mejorado en su comportamiento. Se había comprometido con una asociación para drogodependientes donde se relacionaba con chicos de su edad con problemas similares.

 

REPETIR PARA RECORDAR

En 1914, año de publicación de “Recordad, repetir y reelaborar”, Freud describe las profundas modificaciones que la técnica psicoanalítica ha experimentado desde sus comienzos. Si bien siempre se buscó el devenir consciente de las representaciones reprimidas que originaron el síntoma, el modo de intentarlo fue adaptándose a necesidades clínicas. Al principio se intentaba una catarsis y abreacción mediante la hipnosis. Después, abandonada esta técnica, se pesquisaba el origen del síntoma interpretando las ocurrencias libres del analizado sobre su génesis. Finalmente el médico renunció a enfocar la cura hacia un momento o problema determinados, analizando las ocurrencias que el paciente presentaba cada vez e interpretándolas para discernir y hacer consciente sus resistencias.

Respecto al olvido de impresiones, escenas y vivencias, explica Freud que en muchas ocasiones no se trata más que de un “bloqueo” de las mismas; siendo frecuente que cuando el paciente se refiere al olvido comunique la sensación de que siempre lo supo, sólo que no se le pasaba por la cabeza. En otros pacientes, como en las histerias de conversión, el olvido se manifiesta mediante recuerdos encubridores. En la neurosis obsesiva suele limitarse a la disolución de nexos, desconocimiento de consecuencias y aislamiento de recuerdos. Y en el caso de vivencias sobrevenidas en épocas muy tempranas de la infancia, para las que es imposible despertar un recuerdo, se puede llegar a una interpretación reta
rdada de las mismas a través de los sueños.

Conforme se va aplicando la nueva técnica, muchos pacientes se comportan de modo diferente a los sometidos a hipnosis. Ahora el paciente no reproduce lo olvidado y reprimido como un recuerdo, sino como acción; lo repite ante el analista sin ser consciente de ello. Esta repetición es la transferencia del pasado olvidado y sustituye al impulso de recordar. El médico debe estar preparado para que el paciente se entregue a esta compulsión de repetición, en su relación con él y en otras áreas de su vida. Una transferencia suave y positiva permitirá profundizar en el recuerdo y acallar los síntomas. Pero si la transferencia se vuelve hiperintensa u hostil se incrementa la resistencia y, con ella, la tendencia a actuar (repetir) en lugar de recordar.

Repetir es su forma de recordar. Repitiendo todo aquello que concierne a su enfermedad (inhibiciones, rasgos patológicos de carácter, síntomas), el paciente evidencia que ya ha abierto paso desde lo reprimido a lo manifiesto, y a su vez convoca un fragmento de su vida real. El trabajo del analista consistirá en la reconducción al pasado de aquello que el enfermo vivencia como real y presente.

Iniciar el tratamiento conlleva que el paciente cambie su actitud consciente frente a la enfermedad. Si hasta ahora la ha menospreciado como algo sin sentido, es preciso que ahora ocupe su atención en ella, en sus motivos e incluso que espere de este análisis algo valioso para su vida posterior. Una reconciliación con lo reprimido de forma distinta a la obtenida mediante la exteriorización de los síntomas. Pero Freud advierte que este proceso, sobre todo en sus comienzos, a menudo produce un empeoramiento: se agudizan conflictos y resaltan al primer plano síntomas antes casi imperceptibles. Al progresar la cura pueden también aparecer impulsos nuevos, situados a mayor profundidad y que aún no se habían movilizado. En muchos casos uno podrá aducir al paciente que son cambios necesarios pero pasajeros. Pero con frecuencia se pondrá en grave riesgo el progreso de la cura, regodeándose el paciente en su condición de enfermo o, fuera de la transferencia, procurándose graves perjuicios para su vida.

El médico deberá librar una permanente lucha con el paciente a fin de retener en un ámbito psíquico todos los impulsos que este querría guiar hacia la acción (recordar en lugar de repetir/actuar). Freud nos da una idea de lo complicado de este trabajo cuando refiere que incluso pequeños logros en este sentido deben ser celebrados como un triunfo. Aún así hay enfermos a los que, durante el tratamiento, es imposible disuadir de embarcarse en empresas inadecuadas y sólo tras el fracaso de su ejecución se vuelven accesibles a la cura. En otras ocasiones uno no puede evitar que se rompa su compromiso con el tratamiento.

El principal recurso para doblegar la compulsión a repetir de un paciente y transformarla en un motivo para recordar, es el manejo de la transferencia. Debemos, en cierta medida, tolerar dicha compulsión y permitir que se despliegue con libertad; que el paciente escenifique para nosotros todo aquello que permanecía oculto en su vida anímica. En definitiva sustituir su neurosis ordinaria por una neurosis de transferencia, zona intermedia entre la enfermedad y la vida; artificial pero transitoria, en tanto que resulta accesible a nuestra intervención.

En la parte final de este trabajo Freud recalca que discernir la resistencia y comunicársela al paciente a menudo no produce su cese inmediato. Es más, en ocasiones la resistencia cobra más fuerza y la situación se complica. Es necesario dar tiempo al enfermo para reelaborar esta resistencia, hasta entonces desconocida para él. Esperar y proseguir el trabajo obedeciendo a la regla analítica fundamental; lo que se convertirá en una dura prueba de paciencia para analista y analizado. No obstante es la pieza promotora de cambios en el paciente y que distingue el tratamiento analítico de la sugestión.

 

La clínica del actuar

Las modificaciones técnicas que acompañaron al psicoanálisis a lo largo de su desarrollo fueron de la mano de una evolución en su modelo teórico. Necesarios cambios ante la realidad de unos pacientes que se resistían a la mejoría procurada por los primeros métodos. Podríamos decir, pacientes psicopatológicamente cada vez más alejados de la neurosis fetén. El salto psicoanalítico de la neurosis a los trastornos narcisistas o las psicosis, iniciado con Freud pero asentado tras su muerte, requirió un cambio en el modelo de trabajo, incluyendo más la psicofarmacología o los encuadres institucionales. Quienes trabajamos hoy diariamente con pacientes graves somos conscientes de las diferencias de nuestra práctica diaria con el modelo clásico freudiano: la flexibilización de los conceptos de abstinencia y neutralidad, el uso de la sugestión o de elementos educativos, el mayor compromiso del terapeuta como persona…, por nombrar algunas. Pero también de que esas modificaciones no restan valor al trabajo psicoanalítico si el terapeuta, en su deseo, tiene incorporados los conceptos fundamentales: inconsciente, repetición, transferencia, pulsión… En un tiempo donde los encuadres analíticos difieren tanto de las seis sesiones por semana planteadas por Freud ¿qué mejor lugar para el trabajo de esos conceptos que un tratamiento donde observamos al paciente durante cinco horas cada día, cinco días por semana?

Es un contexto donde rápidamente la repetición se hace presente, como una forma tenaz de evitar siempre del mismo modo lo traumático, reprimido o ni siquiera inscrito. Repetición que, como apuntaba Freud, se opone al recuerdo de vivencias o a su re-construcción histórica. En estos pacientes es difícil que, al modo clásico, lo olvidado retorne mediante recuerdos o sueños que supongan un insight revelador, cesando la repetición de inmediato. Observamos más bien que mejoran mediante minúsculas y lentas modificaciones de su vivencia de la repetición. De sentirla al inicio como una “maldición” de la que no pueden desasirse, a que progresivamente aporte un conocimiento valioso sobre su vida, con el que puedan predecir futuras situaciones de conflicto.

Es bien cierto que, como dijimos al hablar de transferencia, hemos de construir y reforzar una relación positiva y moderada, alianza terapéutica que permita un trabajo posterior más ambicioso. También que intensificaciones de esa transferencia o su vuelta hostil incrementan la tendencia a actuar, que clínicamente cobra las más diversas formas: inasistencias durante días, somatizaciones, consumo de tóxicos, reagudizaciones psicóticas, intentos de suicidio… Diverso y complejo escenario, nunca mejor empleado el término si consideramos el doble significado de “actuar”, tanto “poner en acción” como “interpretar un papel”, en
este caso escrito y dirigido por el inconsciente. Para el trabajo con estos pacientes es importante tener presente esta cualidad de “interpretación”, de inautenticidad del síntoma; al decir de Winnicott un
falso self que recubre el verdadero interior, este sí, al que generalmente van dirigidos nuestros señalamientos. Por dos motivos: cuando el paciente en su actuar te coloca en tan difícil posición, apreciar su parte necesitada por encima de la boicoteadora nos permite seguir trabajando sin que los vericuetos contratransferenciales, tan presentes e intensos, hagan fracasar el tratamiento. En segundo lugar, es el empeño en mirar esa virtualidad sana, como la ha denominado Badaracco, lo que permite desvelar la petición de ayuda que esconde el síntoma. Freud descubrió en el Caso Schreber un intento de restablecimiento tras la manifestación del síntoma. En “Recordar, repetir y reelaborar” vuelve sobre ello indicando que la repetición es un intento de recuerdo y que se repite aquello que ya ha empezado a abrirse paso hacia lo consciente. Esta mirada es crucial en el trabajo con personas gravemente comprometidas. Supone una experiencia emocional reconfortante y reparadora, muy distinta a la que captaron de las figuras significativas de su infancia.

Estos pacientes no nos lo ponen fácil para reconducir al pasado lo que viven como real y presente. Sin embargo, como concluye Freud, permitiendo que el paciente despliegue su actuar en la transferencia (con paciencia, sin contractuaciones, aportando esa nueva mirada) conseguimos acercarnos a nuestro objetivo: trasladar sus impulsos inconscientes del ámbito de lo motor a la elaboración psíquica. Para ello, en los diferentes espacios terapéuticos que atraviesa el paciente, nuestra práctica incide en reforzar la “conciencia-de-enfermedad”. Es decir, una reconciliación del sujeto con lo reprimido/escindido, mediante la integración de lo olvidado o, más frecuentemente, a través de un “vivenciar afectos” y “nombrar representaciones” con los que co-construyamos su historia, de la que fue violentamente expulsado.

 

Un ejemplo clínico

Z es una mujer de mediana edad que provenía de una familia donde varios miembros recibían tratamiento por patologías graves y consumo de sustancias. Era conocida por lo irreductible de su carácter y los continuos disturbios que protagonizaba. Dinamitaba los grupos con inundaciones de rabia, enfrentamientos con compañeros y confrontaciones a los terapeutas, creando un clima de incertidumbre y miedo a sus reacciones. Meses atrás había sido expulsada de un dispositivo similar por incumplimiento de las normas de convivencia.

Era muy susceptible a los cambios en general, y en concreto, a las vicisitudes de la relación con los terapeutas del equipo. Sobre todo de quienes dependía directamente su medicación y psicoterapia individual, tarea que se me asignó cuando recalé en el centro. En ese momento la paciente llevaba año y medio acudiendo diariamente y mi llegada coincidía con la marcha de su terapeuta principal, con quien había establecido un fuerte vínculo.

En estas primeras semanas manifestó reiteradamente su deseo de que otro terapeuta fuera responsable de su medicación, evitó relacionarse conmigo y se jactaba de ello frente a sus compañeros. Insistía en negarse a reunirse a solas conmigo y sólo pude dirigirme a ella en grupo, donde intenté mostrar comprensión por su comportamiento y le ofrecí mi disponibilidad. Pero Z identificaba falsedad en mis palabras, rechazaba mi apoyo y me ridiculizaba. A sus ausencias, retrasos y protestas, en las que criticaba mi aspecto y juventud, prosiguió un gesto autolesivo que afortunadamente no tuvo consecuencias graves.

Gracias a la actitud firme de todo el equipo, no mostrándonos dañados a la vez que garantizándole apoyo si nos necesitaba, pude progresivamente iniciar una relación con Z. Admitió una breve charla conmigo en presencia de otra terapeuta en la que, si bien mostrándose díscola, pudimos hablar brevemente de las recetas que necesitaba. Escasos días después consintió tener la primera entrevista a solas en mi despacho. Entró enfadada, como si hubiera perdido la batalla. No quiso sentarse. Permaneció de pie paseando nerviosamente de un lado a otro del despacho, deteniéndose para mirar con desprecio mis libros y objetos personales. Me insistió en que le dijese mi edad y exclamó “¡¡No tienes ni idea de cómo soy yo, date por contento con que estoy aquí, hablándote, cualquier otro hubiese necesitado meses, te habría lanzado un libro a la cabeza…!!”

Con el paso del tiempo apreciamos una ambivalente separación emocional de su ex psiquiatra: por momentos la mencionaba para devaluarla, en otros nos pedía encarecidamente que le transmitiéramos su afecto, e incluso llegó a abandonar el centro para ir a saludarla al lugar del hospital donde ahora trabajaba. De forma paralela se producía un acercamiento progresivo pero igual de ambivalente hacia mí: sus descalificaciones en los grupos alternaban, a veces en un lapso de pocos minutos, con cierto interés hacia mi vida personal; lo que me trasladaba en breves contactos de pasillo y con tono de crítica o burla. Más adelante se permitió hablar distendidamente conmigo, bromear e incluso se mostró agradecida por mis llamadas telefónicas cuando se ausentaba. Me brindó nuevas oportunidades de hablar en el despacho. Al inicio permanecía siempre de pie y cerca de la puerta, “ni dentro ni fuera”, simbolizando lo que otros muchos comportamientos nos revelaron: una brutal dependencia del otro que, en tanto asomaba su conciencia, era negada y proyectada masivamente en forma de descalificación. Transcurridos unos meses se sentaba en las sesiones y daba muestras de confianza, como aquella ocasión en que pidió utilizar durante la charla una de mis batas, colgada en un perchero, porque tenía frío.

Durante el proceso terapéutico de Z, que rondó los tres años, casi todo el trabajo tuvo que realizarse en este terreno transferencial. Relató muy poco de su historia pasada. Salvo detalles que evidenciaban que era una historia absolutamente marcada y desde muy temprano por traumáticas e inesperadas pérdidas (muertes, enfermedades y rupturas) de las figuras más significativas de su vida.

Entendimos así mucho mejor las actuaciones que repetía cada vez que se producía una separación de algo o alguien que, aunque fuese mínima, vivía como un tremendo abandono. Como los estudiantes que rotaban en el centro, a quienes recibía hostilmente y sin querer vincularse demasiado. O las ausencias de personal (ahora incluso la mía) en los períodos vacacionales. Se asustaba ante cualquier señalamiento sobre su mejoría, que solía vivir como un paso más hacia el gran abandono que supondría el alta. Se sucedieron hasta el final de su trat
amiento actings puntuales, en forma de consumos de alcohol, ausencias del centro o gestos autolesivos. Pero disminuyeron mucho su frecuencia, gravedad y, en muchas ocasiones, la paciente pudo dar un sentido a dichas regresiones, que se repetían ahora como oportunidades de esclarecimiento al servicio de la cura.

 

BIBLIOGRAFÍA

Freud, S. Obras Completas. Buenos Aires: Amorrortu, 2007.

  • (1912): “Sobre la dinámica de la transferencia”. Vol. XII.

  • (1914): “Recordar, repetir y reelaborar”. Vol. XII.

  • (1916-1917): “La transferencia”. En: “Conferencias de introducción al psicoanálisis”: parte 3, 27ª conferencia. Vol. XVI.

  • (1940 [1938]): “Esquema del psicoanálisis”. Vol. XXIII.

 

i Rafael Arroyo Guillamón

Médico Psiquiatra. Hospital Universitario Infanta Sofía. Madrid.

arroyoguillamon@gmail.com