Es corriente hablar de una escuela inglesa y de una escuela francesa de psicoanálisis. La primera abarca diversos nombres: Klein, Bion, Winnicot, Kohut, Kernberg. La segunda está actualmente centrada alrededor de uno: Lacan(l). La expresión «escuela» tiene en estos casos un sentido preciso. No se habla en los mismos términos de una escuela argentina, mexicana o más ampliamente iberoamericana de psicoanálisis. Cierto, tampoco se habla de escuelas que hagan referencia a otras geografías y a otras lenguas; pero el fenómeno es especialmente llamativo en lo que concierne a la nuestra, teniendo en cuenta el elevado número de analistas castellanohablantes.
Existen dos causas que pueden explicar el por qué de esta situación. La primera es la ausencia de una tradición de pensamiento propio que pueda equipararse a las correspondientes en lengua inglesa y francesa. La segunda es el fuerte verticalismo y el prestigio de las estructuras universitarias y parauniversitarias encargadas de la producción y difusión del saber en las áreas anglosajona y francesa~ frente al papel cambiante, confuso y en ciertos períodos simplemente inexistente de las correspondientes instituciones en el área española e iberoamericana. Se trata de un problema político que afecta tanto el psicoanálisis como a cualquier otro campo de la investigación y la cultura.
El resultado de esta situación -especialmente en la Argentina, desde donde irradió el psicoanálisis al resto del mundo hispano- es que funcionamos como caja de resonancia para las ideas producidas en otros lugares, con las ventajas e inconvenientes que ello conlleva. La ventaja es que absorbemos como insaciables esponjas cuanto se produce en las otras áreas. El inconveniente es la dificultad en definir una línea de pensamiento propia o, lo que es lo mismo, de hablar en nuestro propio nombre.
Sin embargo, las causas citadas no son suficientes para explicar el fenómeno. Otras razones ha de haber. Ante todo las relaciones entre teorizaciones fuertes y lenguas en que dichas teorizaciones se expresan y se transmiten. Freud escribió en alemán y sus grandes continuadores lo llevaron al inglés y al francés. No hay en lengua castellana un solo pensador que pueda equipararse a Klein, Winnicot o Bion, entre los ingleses, o a Lacan, en lo que al francés se refiere. Este aspecto es fácil de percibir. Pero hay algo más; y a ese algo, que sólo puede entenderse bajo el concepto o la categoría de imaginario, quiero referirme en este trabajo.
Al emplear el término «imaginario» no estoy pensando en lo que habitualmente se entiende como tal en la tópica lacaniana: un imaginario derivado de lo simbólico, de lo real o de la relación entre ambos. El término en cuestión fue sistematizado y popularizado por Lacan, pero atraviesa todo el pensamiento estructuralista y necoestructuralista. En sentido un poco laxo podríamos decir, con Deleuze, que «lo simbólico, como elemento de la estructura, está al principio de una génesis: la estructura se encarna en las realidades y las imágenes según series determinables; más aún, ella1as constituye encarnándose, pero no deriva de ellas al ser más profunda y al constituir el subsuelo para todos los suelos de lo real y todos los cielos de la imaginación».( 2)
Pero no me propongo emplearlo aquí en ninguno de esos sentidos sino en el que Cornelius Castoriadis(3) define como imaginario radical la capacidad de producir imágenes no derivadas de las determinaciones reales (percepciones) ni de las combinatorias simbólicas (significantes). Imágenes que a su vez componen un campo propio: el de lo imaginario efectivo, que tampoco se confunde o se reduce a los otros registros. Creo que más allá de lo simbólico y lo real de teorías, dispositivos analíticos, instituciones y escuelas existe y funciona en psicoanálisis una dimensión imaginaria que no puede derivarse de ninguna otra y a la que el término imaginario radical define con precisión. Cualquiera sea el plano de nuestro quehacer como analistas una noche nos atraviesa; y debemos atravesarla para hablar en nuestro propio nombre.
Lo imaginario radical es ese espacio donde nacen y se desarrollan las creencias que satisfacen nuestra incurable necesidad de confiar en «dioses tutelares». Como analistas necesitamos de héroes y heroinas con quienes identificarnos; y los/las tenemos: desde los modestos tótems de familia hasta las grandes divinidades que presiden nuestra historia.
Puesto que una parte considerable de nuestro trabajo cotidiano consiste en desmontar ese género de creencias no resulta nada halagüeño pensar que las alimentamos constantemente en el trato con precursores, colegas y discípulos. En cambio, no lo hacemos con nuestros pacientes. Sin embargo, cuando esos pacientes son también analistas (o futuros analistas) la situación se vuelve particularmente espinosa: la transferencia es una herramienta poderosa en cualquier ámbito, y si ese ámbito está diseñado especialmente para su despliegue la tentación aguarda a la vuelta de cada esquina. En este sentido, el furor sanandi me parece menos peligroso queel furor instituendi.
En cuanto a la posibilidad de que algún día tal necesidad de «dioses tutelares» desaparezca soy completamente escéptico. Tenemos que aprender a convivir con ella. Sólo la la ironía, creo, es el instrumento idóneo para hacer esa convivencia fructífera. En términos generales ironizar supone tomar distancias. Por consiguiente, un buen punto de partida consiste en explorar lo imaginario radical de aquellos que precisamente habitan nuestro propio imaginario.
Empecemos por Freud y por1acan,’ya que el impacto del imaginario de Freud en el de Lacan y el de éste en el de sus sucesores produjo una historia subterránea que modela gran parte del psicoanálisis actual. Y conviene que reconstruyamos esa historia, porque cuanto menos consciencia tengamos de ella más cosas se nos escaparán y menos control podremos ejercer sobre aquello que en gran medida determina nuestra producción.
II
En plena madurez Freud elige la figura de un héroe: Edipo; en análogas circunstancias Lacan se inclina por una heroina: Antígona. Lo explícito del movimiento no debe ocultar la complejidad de los motivos. Al ser figuras unidas por la trangresión de la prohibición del incesto pueden ordenarse en dos series: padrelhija; hermano/hermana. Además, la elección pone en juego una de las diferencias centrales en psicoanálisis: la del género.
Esta elección se complica tan pronto tomamos en cuenta otras figuras, las que ellos escogen en su vejez como emblemas del final de sus respectivas obras. Freud comenzó a redactar Moisés y la religión monoteísta en 1934, a los 78 años, los mismos que tenía Lacan aproximadamente cuando dictó su vigésimosegundo seminario, Le sinthome. Freud eligió a Moisés: un padre que crea a sus hijos absolutamente solo, partenogenéticamente. Lacan escogió a Joyce: un hijo que solo también construye su nombre propio y con él sostiene su ascendencia.
A partir de esos modelos de heroicidad Lacan se convierte para nosotros en el autor de una suerte de narración épica, que aceptamos casi espontáneamente porque forma parte de nuestro folklore, y que abarca cinco momentos o cinco etapas. Primero, el momento de las histéricas, enfermas de reminiscencias(4), que mostraban lo que no podían decir a la espera de que algo o alguien les devolviera la palabra perdida; es el tiempo de la prehistoria. Luego o
bviamente viene Freud y con él comienza la historia del psicoanálisis. Tras su muerte sobreviene un tiempo de confusión y de desorden (que es también, vale la pena recordarlo, el tiempo de «las madres»). Después, con Lacan y su retorno a Freud se produce la restauración del orden perdido; es el tiempo del advenimiento y de la rencarnación (el retorno a Freud es, también, un retorno de Freud). Y nosotros, por fin, somos los herederos forzosos de toda esa enrevesada sucesión de acontecimientos.
Acorde con esta narración, puede decirse que Freud existe (revive) porque Lacan insiste en él. Y lo mismo podemos afirmar, salvando las distancias, de Lacan y de nosotros con respecto a él: Lacan existe (no muere) porque nosotros insistimos en él. Un sentimiento de esta naturaleza no puede sino desembocar en una actitud de heroicidad vicaria: debemos mantener esa vida a cualquier precio y esto nos permite, aunque sea de modo vicario también, participar en la gesta (5). Aquí entra el problema de las lenguas. En apariencia
narramos esa gesta en nuestra propia lengua. Pero en realidad, más allá de sintaxis y semántica, el plano connotativo de nuestro discurso se formula con la lengua prestada por los verdaderos herederos, por los dueños de la lengua del autor de la gesta.
Es un problema muy complicado; sospecho que si alguna vez llegamos a hablar verdaderamente en nuestro propio nombre eso sonará como algo a la vez familiar y extraño. De hecho es lo que Lacan hizo con respecto a Freud; ¿y no hay en eso algo levemente siniestro?, ¿no se presenta así, en definitiva, un Freud convertido en un Lacan avant la lettre? (valga como ejemplo esa socorrida frase que se escucha tan a menudo: «este es uno de los más lacanianos de los textos de Freud»).
Lo primero que queda claro a la vista de toda esa sucesión, de toda esa genealogía a la que me he referido más arriba, es que en lo imaginario del postlacanismo el retorno «viril» (6) a Freud vino de Francia y está constantemente amenazado por las diversas corrientes del pensamiento anglosajón. Pero ese retorno exigió una «feminización» del propio Lacan. Siguiendo esta lógica, para que Lacan recobre su posición viril alguien ha de asumir el otro género.
Sin embargo, todavía faltan piezas para encontrar nuestra posición en este rompecabezas. Y cuando digo nuestra me estoy refiriendo a aquella parte del postlacanismo de lengua castellana que explora sus territorios privados y busca allí los escenarios de Freud, de Lacan y de los sucesores de ambos. Nosotros que estamos en medio de las dos escuelas somos, pues, coraza y campo de batalla. Pero algo más debemos ser; y ese algo que nos determina profundamente, que guía y gobierna nuestra producción porque fija nuestro lugar, no puede verse aún con claridad. Hace falta calar más hondo en la historia subterránea, en la noche que atraviesa el psicoanálisis.
III
Cuando alguien se decide a hacer historia tiene que jugar sus cartas cuidadosamente. Freud escogió la de la soledad y el aislamiento. Algunos historiadores del psicoanálisis destacan que en términos estrictos las cosas no fueron exactamente así, que el aislamiento no era tan total ni la soledad tan absoluta. Pero la tradición hizo de ambos elementos rasgos destacados del nacimiento del psicoanálisis; y la tradición pesa. Así, la imagen perduró y perdurará seguramente.
Por otra parte, es cierto que, durante algunos años, Freud fue el único analista, por la muy sencilla razón de que no había otros. Cuando los hubo, Freud renunció a esa condición: imaginariamente se convirtió en el hombre que, no siendo analista, hacía posible que los analistas fueran. Los otros podían habitar la tierra prometida, él los contemplaba desde lejos. Lo afirmó incluso por escrito cuando escribió Moisés y la religión monoteísta. En este texto, Freud no sólo es Moisés, sino que Moisés es como él quiere que sea: un extranjero noble que crea su propia descendencia y la dota de identidad, de ley y de futuro (7)
En este punto se enlaza una cuestión interesante y que merece al menos una digresión, aunque me resulta imposible darle el desarrollo completo que le correspondería. Freud expuso consideraciones acerca del origen y del desarrollo de la cultura en general y de nuestra cultura en particular. Esas consideraciones -que están en Totem y tabú, en El malestar en la cultura y en Moisés y la religión monoteista-^interesaron a historiadores, sociólogos, antropólogos y filósofos y dieron lugar a apasionadas controversias acerca del valor de las tesis freudianas. Pero al menos hasta donde yo sé no se ha destacado la existencia de un proceso inverso. Al desarrollar sus reflexiones acerca de la Historia (la de la horda y el padre o la del judaísmo y el cristianismo) los aspectos que Freud exploró se introdujeron, por mecanismos difíciles de definir, en la historia misma del psicoanálisis y contribuyeron a modelar su imaginario (8). La operación en realidad es aún más complicada: los fragmentos de esa historia (9) que Freud somete al análisis reaccionan sobre éste al que fragmentan a su vez, componiendo una suerte de geografía fantástica cuyos paisajes, como escenas oníricas, se despliegan en la noche de aquel imaginario.
IV
Vuelvo ahora al hilo central de mi exposición. Tanto Peter Gay como Michel de Certeau y Harold Bloom ofrecen una visión heroica del fundador del psicoanálisis. Estoy de acuerdo con ellos; en parte porque creo que efectivamente tiene razón y en parte porque Freud es mi héroe favorito. En todo caso, que yo escoja una figura como heroica y que esa figura tenga un comportamiento realmente heroico (el término tomado en su sentido más amplio) no son hechos necesariamente implicados ni necesariamente excluyentes. Puedo elegir un personaje excepcional o uno anodino; eso es indiferente para mis escenarios privados. La diferencia aparece, como es natural, cuando tales escenarios se hacen públicos.
Intentar repetir el acto fundacional freudiano parecía prima facie algo condenado al fracaso, peor aún, al ridículo. Pero Lacan lo hizo. Y a la vista de las actuales circunstancias del mundo psicoanalítico tuvo éxito; aunque debamos esperar todavía unos cuantos años para establecer un balance definitivo. En todo caso Lacan precisó, como era lógico, de mayor cantidad de figuras que Freud para cumplir su cometido. Éste había recurrido a Moisés, a Ikhnatón y a poca cosa más (IO). Lacan comenzó por recurrir a la figura de Spinoza y terminó (a sabiendas o no) identificado con Jesús y con Josué. Pero debemos ir más lentamente.
Cuando fundó la Ecole freudienne de Paris (EFP) Lacan pronunció palabras de todos conocidas: «Fundo tan solo como he estado siempre en mi relación con la causa psicoanalítica … »(11). Lacan, por supuesto, nunca estuvo solo. Cuando ascendió al gran teatro del mundo psicoanalítico había ya demasiados personajes en escena. Antes de fundar su escuela Lacan estaba sólidamente anclado en la International Psychoanalytical Association (IPA) (12); y cuando fundó la EFP estaba rodeado de un buen puñado de seguidores que eran en su mayoría analistas. Sin embargo Lacan seguramente se sentía muy solo en su relación particular con Freud; y si alguien se siente así de algún modo está así. De manera que, con ciertas precauciones, podemos aceptar «la soledad lacaniana» como producto de lo que él mismo llamó «excomunión» (13). El asunto merece ser examinado con cierto detalle.
La historia oficial del psicoanálisis está plagada de «excomuni
ones» o, menos novedosamente, de expulsiones. Registra también de vez en cuando algunas deserciones. Nunca había habido en cambio una verdadera escisión en el campo del psicoanálisis. Los expulsados, los desertores podían fundar escuelas o corrientes de pensamiento; pero en relación con ese campo estaban fuera (y lo aceptaban). Con el fenómeno Lacan, por el contrario, se produce una verdadera escisión; y el hecho es asumido por todos: Lacan está dentro y el campo del psicoanálisis está dividido.
Ahora bien, Lacan no se identificó con ninguno de quienes lo habían precedido en esa historia. Para caracterizar su situación escogió la figura de Spinoza, ni más ni menos, y comparó su expulsión con el Herem de 1656. Sin embargo, cotejando las parsimoniosas circulares de la IPA con el inflamado texto en el cual se formalizó la expulsión de Spinoza ‑y que comienza diciendo: «Según la decisión de los ángeles y de acuerdo con el fallo de los santos y de nuestra sagrada comunidad, excomulgamos, execramos y maldecimos a Baruch D’Espinoza … »‑ a mí me parece que la comparación no se sostiene y que Lacan cargó las tintas. Pero también comprendo que él no podía rebajarse a equiparar su expulsión con la de aquellos que lo habían precedido en ese camino. Como quiera que sea, la comparación se impuso y con ella las consecuencias para la historia del psicoanálisis.
De hecho, con su elección Lacan situaba a la IPA en el lugar de la sinagoga. Una «sinagoga vacía» (para jugar con el título del libro de Gabriel Albiac) puesto que él, convertido en un nuevo Spinoza, se llevaba al «verdadero» Freud. Y, según se desprende de sus propias palabras, lo hacía para darle los cuidados de una honrosa sepultura, ya que Freud en la IPA era un muerto viviente como el Valdemar de Poe( 14).
Si la IPA ocupaba el lugar de la sinagoga, ¿qué lugar le estaba reservado a la escuela fundada por Lacan? La respuesta no es dificil, ya que el solemne acto lacaniano suponía la inclusión de partes crecientes de la historia del judaísmo y del cristianismo en la historia del psicoanálisis. Y esa inclusión iba a producir, como veremos en seguida, efectos de largo alcance en lo imaginario de Lacan y del postlacanismo.
Lo cierto es que la preocupación lacaniana por las dos grandes corrientes religiosas de Occidente ya era patente en 1960; buena muestra de ello es el siguiente pasaje de sus Escritos: «La tumba de Moisés está tan vacía para Freud como la de Cristo para Hegel. Abraham no ha entregado su misterio a ninguno de los dos»(15). Aquí Lacan permanece entre bambalinas. Abraham ocupa la escena como Gran Otro, padre de multitudes que pone límites (y no los hay más firmes que los de un misterio bien guardado) tanto a Freud como a Hegel, tanto a Moisés como a Cristo.
Cuatro años después, con la excomunión, viene Spinoza; pero su figura no es suficiente para la lógica del proyecto lacaniano a medida que tal proyecto se despliega. Inevitablemente Lacan encuentra un viejo episodio de la historia del psicoanálisis y queriéndolo o no aumenta sus proporciones (16). En 1907 Freud, ya firme en su papel de Moisés, le ofrece a Jung el de Josué (l7). Cierto, se trataba simplemente de la psiquiatría como «tierra prometida»; pero el asunto iba más lejos porque ponía en juego el espacio imaginario de ambos interlocutores. Como se sabe, Jung no aceptó el envite; se situó fuera del Psicoanálisis y fundó su propia escuela. Al hacerlo se transformó en una réplica de Jesús. Pero, aunque Jung se situó fuera, los efectos de su polémica con Freud perduraron como parte de la historia del psicoanálisis e incidieron en lo imaginario de Lacan cuando éste avanzó en su proyecto.
Para evaluar esa incidencia basta con comparar las palabras de Lacan al fundar la EFI? (,Écolefreudienne de Paris) con las pronunciadas trece años después: «Es necesario que lo diga: el inconsciente no es de Freud, es de Lacan. Eso no impide que el campo sea [siga siendo] freudiano» (18) . Es fácil ver que en esta frase «el campo» equivale al Sinaí y «lo inconsciente» a la tierra prometida. Lacan obviamente no se está refiriendo al tópico de que hay tantos modos de entender el término «inconsciente» como grandes teorías hay en psicoanálisis. De ninguna manera; para Lacan hay un solo modo de existencia y de conocimiento de lo inconsciente: el suyo. Ni la primera ni la segunda de las tópicas freudianas son suficientes, sólo su tópica ‑real, simbólico, imaginario‑ y los nudos borromeos (cuya función es mostrar lo indecible) pueden dar cuenta de esa tierra prometida que así él es el primero en hollar.
De este modo Lacan repite el gesto fundacional freudiano y se convierte en héroe conforme a la línea clásica. él es el verdadero fundador, el hijo que ha vencido al padre. Semejante hazaña le exigía estar dentro y fuera a la vez del dominio psicoanalista (en una especie de «interioridad exterior», para utilizar su propia terminología). En tales condiciones tenía que adoptar, a diferencia de Jung, una doble identidad: la de Josué y la de Jesús.
V
Resumiré ahora los rasgos principales de lo imaginario lacaniano, aquellos con los que dio forma a su propia figura dentro del psicoanálisis y a su relación con Freud y con las figuras señeras de éste. Tomando en primer lugar la tradición griega, Antígona es para Lacan lo que Edipo fue para Freud; tanto por su lugar de hija y hermana como por el hecho de que a partir de Antígona e identificado con ella Lacan formula lo que bien podríamos llamar su nuevo mandamiento: «la única cosa de la que se puede ser culpable es de haber cedido en su deseo»(19).
En cuento a Joyce, le sirve a Lacan para buscar su independencia, ya que dentro de la historia de lo imaginario psicoanalítico su posición, como la de todo sucesor de Freud, es la de hijo. ¿Y no es acaso Joyce, según la interpretación lacaniana, la réplica invertida de Moisés: un hijo que crea su ascendencia y se convierte así en padre de su padre? Pero esto ya había sido previsto por la astucia de Freud al invocar a Wordsworth: el niño es padre del hombre( 20). Era preciso dar un paso más. Con ese paso llegamos al último estrato de lo imaginario lacaniano: a la figura de Josué y sobre todo a la figura de Jesús.
Para Lacan sólo Jesús podía igualarse al Moisés de Freud. En relación con esto es interesante reparar que en la producción freudiana lo escrito es central, mientras que en la producción lacaniana lo dominante es la enseñanza oral. La oposición es hasta cierto punto equiparable a la la visión cristiana de las tradiciones vetero y neotestamentaria; en esta línea, los escritos de Freud corresponderían a la Torá (que según la tradición fue redactada por Moisés), mientras los seminarios de Lacan son una réplica de la enseñanza de jesús. Así como hay Evangelios canónicos y Evangelios apócrifos, así también hay versiones «canónicas» y versiones «apócrifas» del Seminario de Lacan(21).
Un examen de la historia del lacanismo después de la muerte de Lacan muestra la importancia de este último estrato. Piénsese por ejemplo en la voluntad ecuménica del catolicismo y en la voluntad no menos ecuménica de quienes crean, para la «reconquista» del campo freudiano, una Association mondiale de psychanalyse (AMP)(22). Y los diversos grupos que, sin perder su profesión de fe lacaniana, se mantienen fuera de la que se proclama institución oficial del lacanismo, ¿no recuerdan las diversas confesiones surgidas de la Reforma? Más aún, si algunos de estos gr
upos hubieran vuelto al seno de La Escuela (extremo que ignoro), ¿no estaríamos en presencia de algo análogo al movimiento de la Contrarreforma? En estos casos, pregunta cuya respuesta dejo a cargo del lector, ¿quién sería Lutero y quién Ignacio de Loyola? Hay lugar incluso para situar una corriente «gnóstica»(23), dado que ciertas tesis básicas de tal corriente, en especial aquellas referentes a la verdad y al Dios oculto, son afines al pensamiento lacaniano: este lugar sería ocupado por los analistas agrupados alrededor de las revistasLittoral y L’unebévue».(24)
Pero dado que la AMP (Association mondiale de psychanalyse) y la IPA (International Psychoanalytical
Asociation) son las instituciones hegemónicas, me ocuparé con más detalle de ellas.
Según cuenta Mller (25), en cierta ocasión Lacan lo llamó «su fiel Acates»(26). De este modo Lacan se situaba en el lugar de Eneas, el héroe troyano de cuya descendencia nació Roma (y ya se sabe lo que Roma representa para Lacan y para el lacanismo). Supongo que todo esto debió haber impresionado al «fiel Acates». Pero estoy razonablemente seguro de que fue el estrato profundo de lo imaginario lacaniano el que dejó huellas más firmes en Miller. Porque habida cuenta de derechos sucesorios, transmisión de verdades y preservación de doctrinas, la figura de Jesús daba paso a otras muchas. Escojo al azar de mi memoria tres.
La del Espíritu Santo, con su toque de feminidad, que une el amor del inconsciente (donde habita el Hijo) con el amor del campo (feudo reservado al Padre). La del pescador de Galilea, príncipe de los apóstoles: «Tu eres Pedro (Pierre) y sobre esta piedra (pierre) edificaré mi iglesia». Y la de Pablo de Tarso, que puso a punto la doctrina para transmitirla después a Roma y por su intermedio al mundo: Urbi et Orbí.
En cuanto a la IPA, de acuerdo con la posición que el propio Lacan le asignó, conformaba su espacio imaginario sobre el modelo del judaísmo tradicional. Quedaba pues a la espera del Mesías y opuesta así a cualquiera de los grupos que se declaran lacanianos, ya que para ellos el Mesías efectivamente había llegado. Pero sospecho que en este punto Lacan se equivocó. La IPA, después del largo reinado de Jones, había optado por un modelo dual. En el plano de la teoría se decantó por las viejas religiones paganas, dejando que cada cual escogiera sus manes y sus lares. En el plano de la técnica en cambio elaboró un complicado ritual, tal vez inspirado en el Levítico, del que nadie podía apartarse.
A la vista del panorama actual del psicoanálisis la conclusión es evidente: la religiosidad de la IPA es mucho menos exaltada que la de las corrientes lacanianas. Porque un Mesías es diferente de un ritual: éste tiende a generar un modelo burocrático, aquél un modelo fundamentalista.
VI
A estas alturas el lector podría preguntarse: «¿pero no se trataba aquí, en estos apuntes, del problema de los analistas de lengua castellana?» Exactamente de eso se trata. Estar en medio de corrientes diversas y con frecuencia adversas nos coloca ante una clara disyuntiva: o recibir con unción el cáliz o jugar con los fragmentos de una vasija cuyos contornos ignoramos y ni siquiera sabemos si alguna vez estuvo entera. Si optamos por este último camino, nuestra condición de estar en medio, de recibirlo todo, nos brinda una ventaja inapreciable, la de poder hablar de aquello que los otros, por su propia fuerza, sólo pueden exhibir: esa noche que atraviesa el psicoanálisis y que tiene incidencias muy precisas en la clínica.
Una de esas incidencias, tal vez la más acuciante y que motivó el traumático enfrentamiento entre Freud y Ferenczi, es la siguiente: ¿cómo concluir un análisis ‑es decir, cómo deshacer el nudo transferencial‑ cuando el que está en el diván es un colega? Toda relación importante deja huellas y la relación analítica no es una excepción. Sólo que en nuestra disciplina hay una clara diferencia según se trate de un paciente cualquiera o de un analista en formación. En el primer caso las huellas serán una cicatriz, en el segundo una herida y, por añadidura, una herida que no cierra.
Pongamos el problema en términos más estrictos: ¿cómo deshacer el tejido de identificaciones e idealizaciones que está en el corazón del vínculo transferencia¡ si más allá del espacio clínico ese tejido se prolonga en la tupida red de relaciones que ligan a los analistas entre sí en instituciones, en grupos y en escuelas? Todo final de análisis debería hacer surgir en el analista que lo conduce una pregunta muy precisa: ¿qué hacer con la tentación burocrática, qué hacer con la vocación mesiánica? La respuesta no es fácil.
De vez en cuando, muy de vez en cuando, alguien dentro del psicoanálisis inventa un nuevo juego de metáforas que permite ver la realidad de un modo diferente. Pero fuera de eso el resto es trabajo cotidiano: no somos héroes y, sobre todo, no somos heroinas. No tenemos que defender al «rey de Francia» de «la barbarie anglosajona»; sólo tenemos que llevar adelante una tarea paralela de investigación histórica y cultural junto al trabajo clínico. Y llegado el momento darle a éste un cierre adecuado.
Destituciones subjetivas, atravesamientos de fantasmas, pases y caídas; son todas luces institucionales demasiado fuertes para alumbrar el final de un análisis. Ninguna de ellas resuelve el problema de transformar la herida en cicatriz. Lo mejor entonces es brindar a quien concluye un análisis el margen de maniobra necesario para que intente esa transformación donde puede hacerse: en una práctica que se mantenga relativamente libre de instituciones, de grupos y de escuelas. Porque es necesario que un analista participe de diversos espacios, que hable, que escuche, que discuta y se apasione. Sólo se trata de no comprometer en esa participación las transferencias de las que es depositario y responsable.
NOTAS A PIE DE PAGINA
1. Naturalmente, se trata de un efecto en gran parte imaginario, ya que dentro del psicoanálisis francés hay otros nombres importantes, entre los que cabe destacar, por el valor de sus aportes teóricos y clínicos, los de Piera Aulagnier y André Grenn.
2. Gilles Deleuze, «¿En qué se reconoce el estructuralismo?», en François Chatelet (1973), Historia de la filosofia, traducción de F. J. Aguirre Gónzalez (Madrid, Espasa-Calpe, 1976), tomo IV, página 570.
3. Cornelius Castoriadis, Vinstitution imaginaire de la societé (París, Ed. du Scuil, 1975), en especial págs. 1591230. Hay traducción castellana de Antoni Vicens y Marcos Galmarini: La institución imaginaria de la sociedad, (Barcelona, T,usquets Editores), 1983, volumen 1, págs. 1971285
4. Y nosotros, ¿no estamos igualmente presos de la nostalgia de esos otros tiempos heroicos?
5. Conviene precisar que en esta gesta hay algo que surge desde los orígenes mismos del psicoanálisis: la vocación mesiánica. Probablemente cierta dosis de mesianismo era inevitable al descubrir‑ inventar un nuevo universo. Atemperado en Freud por su talante racional y su prudencia en los fines de la cura, toma una fuerza decisiva en Lacan a causa del contexto antirracionalista en el cual se inscribe su obra.
6. Conviene recordar aquí algunas cosas que el propio Lacan dijo acerca del género, porque mucho de la cuestión del género está en juego en t
odo esto. Para Lacan la mujer es el síntoma del hombre y el síntoma, a su vez, es lo que confiere al sujeto su verdadera consistencia ontológica. De ahí se puede deducir fácilmente que el hombre existe solamente a través de la mujer porque ella es su síntoma; en este sentido, el hombre literalmente ex‑siste, ya que su ser entero yace fuera de él en la mujer. En el otro extremo, en cambio, la mujer no ex‑iste en el hombre sino que insiste más allá de él; y esto significa que su goce ‑desde la pespectiva lacaniana, muy clásica en este puntoparticipa del exceso y se emparenta con la infinitud.
7. La «novela freudiana» hizo fortuna; basta con recordar los nombres de Michel de Certeau, de Peter Gay o de Harold Bloom.
8. Probablemente este proceso se repite cada vez que el psicoanálisis incursiona en «territorios extranjeros».
9. Una historia plural compuesta por elementos de naturaleza muy diversa: religiosos, mitológicos, antropológicos, sociales e incluso geológicos, a tenor de un manuscrito inédito de Freud hallado recientemente: Sigmund Freud, Sinopsis de las neurosis de transferencia (1985), traducción de Antoni Vicens (Barcelona, Editorial Ariel, 1989).
10. Dado que he escogido las figuras de Freud y de Lacan me refiero en lo esencial a la línea del judeo-cristianismo. La tradición griega me hubiese permitido un mejor desarrollo de algo que sólo he rozado en este artículo: la cuestión de las madres fundadoras y las divinidades femeninas del psicoanálisis.
11.l´excommunication. La communauté psychanalytique en France II, suplemento al número 8 de Ornicar? (París, Ed. Lyse, 1977), página 149 (mi traducción).
12. Y según sus biógrafos no tenía interés alguno en abandonarla. Véase por ejemplo, Elisabeth Roudinesco, lacques Lacan (Fayad, París, 1993), págs. 324/342.
13. Excomulgar, del latín excomunicatio, significa apartar a alguien de su comunidad y del uso de los sacramentos. Conforme a esta definición Lacan nunca fue verdaderamente «excomulgado» de manera oficial; aunque es cierto que se le prohibió el uso de «los sacramentos» si por tal se entiende el ejercicio del análisis didáctico.
14. «Situación del psicoanálisis en 1956», en Jacques Lacan, Escritos (1966), traducción de Tomás Segovia (México, Siglo XXI, 1989), vol. 1.
15. «Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente feudiano», Escritos, vol. 2, pág. 799.
16- Los encuentros que registra la historia del psicoanálisis son muchos y su destino diverso. Quisiera señalar en esta nota un aspecto del complicado encuentro entre Lacan y Ferenczi, porque sospecho que de allí nacen gran parte de las discusiones acerca de la viabilidad de una clínica específicamente lacaniana. Con ciertas precauciones se puede decir que Ferenczi, en el más audaz de sus intentos (el «análisis n1utuo»), introdujo el nuevo mandamiento – «amarás a tu prójimo como a ti mismo, en la clínica psicoanalítica. Previsiblemente el intento desembocó en un callejón sin salida. pero creo que Lacan se dio cuenta de que había un núcleo de verdad en la propuesta de Ferenczi y comportándose como buen hegebano conservó y anuló a la vez lo obrado por éste. Por una parte, mostró que el mandamiento debía escribirse en voz pasiva: «serás amado (idealizado) Por tu prójimo tanto como por ti mismo»; de ahí que en el análisis de orientación lacaniana el papel activo corresponda al analizante, no al analista. Por la otra, destacó que, más allá de lo activo y lo pasivo, era el odio, no el amor, lo que guiaba el proceso; esto explica que para Lacan no haya más que una clase de análisis (el «análisis puro») y, al mismo tiempo, permite captar las peculiares relaciones de la clínica lacaniana con la transferencia negativa.
17. Siginund Freud/Carl G. Jung, Correspondencia (1974), versión castellana de Alfredo Guéra Miralles (Madrid, Editorial Taurus. 1978), pág- 242
18‑ «Ouverture de la section clinique», en Ornicar?, nº 9, Pág. 10 (mi traducción).
19. Jacques Lacan (1986), El seminario, libro 7, La ética del psicoanalisis traducción de Diana Ravinovich (Paidós, Buenos Aires, 1988), pág. 382. «La seule chose dont on puisse etre coupable, cestdavoircédésurson desir.» (Jacques Lacan, LeSéminaire, Livre VII, Uthique de la psychanalyse, (Éditions du Seuil, París, 1986, página 370). Las páginas finales del texto dejan claro, me parece, que el nuevo mandamiento es un mensaje de salvación dirigido a la comunidad psicoanalítica: el verdadero analista, como Antígona, no cede en su deseo y así se purifica de la culpa.
20. «The Child is Father of the Man», «Ode: Intirnations oflnmortalityfrom Pecollections of EariyChildhood», en WilliamWordsworth, Thepoems, ed. de John 0. Hayden (Penguin Books, London, 1977), vol. 1, pág. 523.
21. Véase por ejemplo Gérome Taillander, «Algunos problemas del establecimiento del seminario de Jacques Lacan» y Daniéle Arnoux, «Sobre la transcripción», ambos incluidos en Jean Allouch y otros, Littoral, textos de psicoanálisis (Editorial La Torre Abolida, Córdoba, Argentina, 1986), págs 75/96. Asimismo, Jacques‑Alain Miller, Entretien sur le Sérninaíre avec Fran~ois Ansermet, (Navarin, París, 1985). Por último, Elisabeth Roudinesco, lacques Lacan. Esquisse d’une vie, histoire d’un syst¿me de penseé (Fayard, París, 1993), págs. 5311549.
22. Véase Revista Uno por Uno. Boletín de la Escuela Europea de Psicoanálisis, Barcelona,
número 28, páginas 1 y 8; y número 32, páginas 32138.
23. Dado que la bibliografla acerca del gnosticismo es muy extensa, cito tan sólo el excelente estudio de Hans lonas: The Gnostic Religion (London, Routledge, 1992).
24. Littoral Touluse, Érés; L’unebévue, París, E.P.E.L.
25. Jacques-Alain Miller, Entretien sur le Séminaire, op. cit. en nota 20, pág. 66.
26. Acates era un troyano, fiel amigo de Eneas, hasta el punto de consustanciarse con lo que éste pensaba: «Eneas con los ojos bajos y el rostro afligido echa a andar la gruta dejando, y a los «oscuros sucesos da vueltas en su corazón. Su fiel Acates le acompaña y marcha con iguales pensamientos.» (Eneida, VI, 156). Era también su escudero: «Se detiene entonces [Eneas] y empuña al punto el arco y las veloces flechas que el fiel Acates le llevaba.» (Eneidí4 1, 187).