* Jorge Pernia Ramírez
Psicólogo Clínico
Psicoanalista
Miembro del Centro Psicoanalítico de Madrid
Permítanme que comience citando a un santo. Pensando San Agustín acerca del orden de las cosas, llegó a la conclusión de que lo esencial es amar, “ama y haz lo que quieras”, porque si se ama se posee la virtud y no hay peligro de que tal hacer sea injusto. Mucho antes, sin embargo, había pagado ya muy caro Edipo su amor por Yocasta, aun cuando perpetrara su doble crimen con la virtud del enamorado y la inocencia del ignorante; inocencia, puntualizaremos, en el plano de la ética, de la intención, pero culpabilidad en el plano de los hechos, de la Ley. Si se rebatiera, en defensa del desdichado Edipo, que no hubo ánimo de obrar mal, la Ley siempre podría argumentar que pudo evitar la ignorancia, y que, por tanto, hay culpa. Dos crímenes horrendos contra los orígenes de la vida que atentan contra el orden natural de las cosas y testimonian que ni el amor ni la virtud representan garantía suficiente frente a la amenaza, intencionada o no, de la destructividad humana.
El mismo nacimiento del Derecho siempre es un hecho violento, como nos recuerda J.L. Aranguren: “la violencia se halla en el origen mismo del poder del Estado […] En el comienzo, en la implantación de todo Régimen, el poder es pura y simplemente violencia. Pero el régimen, una vez establecido, se autolegitima […] y la autolegitimada violencia de cada día aparece, pura y simplemente, como defensa de la Ley y del orden público”. De ahí en adelante, el Derecho deviene ‘doctrina de lo justo’.
Pero algo más nos muestra el mito de Edipo acerca de la complicada relación del hombre con la ley: el mito confronta lo que debe ser conforme a la Ley, con lo que ocurre por Naturaleza, prescindiendo de que deba o no ocurrir; lo que es de Derecho se opone de esta forma a lo que existe de hecho, confirmando una oposición entre la razón y lo instintivo. Frente al riesgo que entraña ese estado salvaje y amoral en el que parecen transcurrir los hechos siguiendo su ‘curso natural’ y en el que se desarrollan los dos mitos freudianos que recogen el otro gran crimen, el asesinato del padre, el de Edipo y el de la horda primitiva, frente a este riesgo, me parece comprender el alcance de la definición de Hegel del Derecho como “la pura exterioridad negada de la conciencia moral”. Negatividad consecuente de la existencia de un estado de naturaleza anterior a todo estado social y que, si bien justifica la ligadura del hombre a la ley y, por tanto, su condición de ‘sujeto a derecho’, legitima al psicoanálisis para completar su estatuto declarándolo antes que nada, ‘sujeto a pulsión’. El problema es que el sujeto puede desasirse del derecho, y vivir torcidamente, pero no de la pulsión, simplemente porque no hay sujeto sin pulsión.
Lo que es imprescindible es que haya conciencia en el sujeto de su sujeción a la ley moral, que lo coacciona, lo subordina y le exige la renuncia al placer, conciencia de que el proceso civilizador, a fin de cuentas, exige la atrofia de su sexualidad. Una violencia sobre la pulsión sexual que se materializa en una cierta desnaturalización del sujeto, pero que, a la vez, supone la radiografía cabalmente más humana del mismo, como Freud advirtió al erigir al superyó en el único referente válido que distingue al ser humano del animal.
Esta desnaturalización del sujeto, en Nietzsche, que propugnó el primitivismo instintivo, el reino de la pulsión, no significa sino el acabamiento del sujeto, su esclavitud, la decadencia del Superhombre en tanto ‘sujeto con voluntad de dominación’. Claro, que Nietzsche manejaba un concepto de virtud (virtù) muy distinto al de San Agustín, entendiéndola como ‘potencia’ y ‘capacidad’ desde la cual la moral se torna en despreciable ‘moralina’.
En todo caso, en tanto se somete a este proceso de desnaturalización, de parcial desexualización, no le queda más remedio al hombre que buscar otras salidas alternativas a la pulsión sexual a las que la Naturaleza parece ofrecer al resto de especies animales. Y no sólo por esto, sino también para no acabar hablando de un sujeto siempre en precario frente a la pulsión, frente a su posibilidad de brusca agitación que promueva en el sujeto el deseo más desenfrenado, el uso y abuso del objeto, por ejemplo, que Sade preconizó, la inmoralidad misma, la búsqueda del placer sin límite; es decir, de algo que para el psicoanálisis ya no es placer. Y tendremos que admitir, por otra parte, que acaso esta desexualización sea la única manera de tener suficientemente en cuenta al objeto y preservarlo de la propia megalomanía del sujeto en tanto la pulsión se nos revela como verdadera devoradora de objetos. Preservar al objeto, no como el acto piadoso que tanto aborrecería Nietzsche, sino porque el reconocimiento de su existencia y de sus vicisitudes se hace imprescindible para preservar la propia estructura psíquica del sujeto, además de la especie.
No se nos escapa, por otro lado, la trampa que, como reza el dicho, contiene la ley, cuyo cumplimiento, como el de todo imperativo al que se liga el sujeto, acarrea cierto bienestar en relación directa con el sacrificio exigido; un bienestar proporcionado, más que por el placer, tendríamos que decir siguiendo a Lacan, por el goce, por un sentimiento de elevación que se acerca más a cierto sentido virtuoso de la vida, al ‘santombre’ de A. Juranville. Lo que la ley ordena es esta división dolorosa: un sujeto en alguna medida desnaturalizado, desexualizado al precio de una inevitable enajenación en el goce, que termina anudando libido y pulsión de muerte. Venga por donde venga la desmesura entonces, por el polo de la sexualidad o por el de la ley, la pulsión de muerte acecha al sujeto imprimiendo su sello, tanto en el exceso de renuncia como en el desenfreno dionisiaco, porque en ambos se disimula el verdadero peligro: la falta de un verdadero objeto de deseo.
Si lo importante, en efecto, es preservar el deseo, la vida, en tanto movimiento libidinal constante que busca y se desplaza de un objeto a otro, es porque sosteniendo el deseo, a pesar de esa cierta renuncia a la satisfacción completa de las metas pulsionales, a pesar del malestar freudiano, sosteniendo el deseo, mantenemos vivo el objeto, sin pagarlo demasiado caro, como decía Piera Aulagnier, sin que ese resto ineludible de sufrimiento sea excesivo, y quizá, de paso, estemos más cerca de reconocer las propias pulsiones del objeto e intentemos satisfacerlas, también parcialmente.
Como decía Freud, la evolución exige, no que la pulsión acabe domesticada por el yo, sino que éste consiga ligarla. Me parece que todo esto coloca al Derecho en una encrucijada e
n la que debe intentar preservar las posibilidades de encuentro entre la naturaleza humana y las exigencias socio-culturales, su imbricación, o al menos, evitar su dramático desencuentro para que ese constante trabajo de ligazón del yo no se vea trabado. Y en este punto, surge un descorazonamiento, quizá para la mayoría inevitable, al ver tan achatados los horizontes del Derecho en lo que a limitar la destructividad humana se refiere; descorazonamiento también aplicable al Derecho Internacional, frente al temor a que la humanidad, como Edipo, en la creencia de hacer el bien o en la ignorancia de hacer el mal, cometa acciones sin remedio, sin apelación, y sólo a posteriori pueda reflexionar acerca de hasta qué punto la violencia fue justificable y de si hay o no una ‘violencia justa’ como se ha dicho que hay o puede haber una ‘guerra justa’.
Si en este caso lo que se pone en juego de forma dramática es la dualidad pulsiones de vida-pulsión de muerte, hay otra dualidad de por medio que actualmente me parece no menos comprometida por esa aspiración omnipotente a la satisfacción pulsional completa de la que venimos hablando: la oposición masculino-femenino. Cabe preguntarse hasta qué punto sus límites no se están desdibujando peligrosamente en todo este asunto de la adopción de niños por parejas homosexuales, si no estamos ante un intento que pretende borrar diferencias destinadas a permanecer que terminará violentando el orden natural de las cosas; si no cabe esperar algo más también aquí del Derecho.
De forma similar a lo ocurrido con la homosexualidad a lo largo de la historia, pero en sentido inverso, el debate social en torno a la violencia doméstica ha creado un clima de polémica que ha adquirido en los últimos años un tono muy apasionado que afecta de nuevo a la oposición masculino-femenino. Lo que durante mucho tiempo pudo ser considerado con ligereza y superficialidad como un mal inevitable, con el paso del tiempo, la evolución socio-cultural, la llegada de nuevas generaciones y la formación de una nueva sensibilidad, adquiere ahora el tinte de ‘lacra social machista’.
Pero recurrir, como se ha hecho en tantas ocasiones, a explicaciones basadas en factores generales que inciden en el proceso de socialización de los varones y concluir que indefectiblemente se trata de un problema de la llamada cultura masculina, de las ideas y normas a las que los varones están expuestos desde el nacimiento (los juguetes violentos, el cine, la publicidad y los medios que enaltecen la función del macho mediante modelos masculinos de acción, transmitiendo el mensaje de que el hombre fuerte debe ser agresivo, heterosexual y competitivo), supone enfocar la cuestión desde un punto de vista muy limitado y perderse más bien en un pensamiento operatorio y estéril porque acaba cristalizando en forma de certeza indiscutible e impide ir más allá. Pero lo incuestionable es lo que el psicoanálisis trabaja como resistencia y quizá esta violencia, que no es sino violencia y destrucción que provienen del objeto familiar, del objeto de apego, entraña, precisamente por esa inquietante familiaridad de la agresión, suficiente desasosiego como para encontrar una explicación más tranquilizadora en factores externos sociales, al fin y al cabo susceptibles de modificación, quizá reeducables, que reconocer que el objeto familiar esconde aspectos no tan familiares. Y con esto me estoy refiriendo al papel que a veces juega la escisión en la patología de muchos de estos individuos.
Tendría que empezar por reconocer que el difícil acceso de estos sujetos a un tratamiento en profundidad supone un desafío teórico para el clínico y una obligada renuncia, al menos por nuestra parte, a cualquier pretensión de exhaustividad en este intento de desentrañar la realidad psíquica inconsciente de estos sujetos desde afuera de la transferencia. Me parece también que habría que distinguir en esta categoría de violencia familiar la especificidad de diferentes perfiles clínicos, pues algunos de estos sujetos cuentan además con un perfil criminológico con antecedentes penales por delitos menores, pero que implican ya cierto grado de violencia e impulsividad, por abuso o tráfico de drogas, etc., ya que los individuos a los que quiero referirme no son psicóticos, pero tampoco se prestan bien al diagnóstico de psicópatas, aun cuando la mayoría de ellos acaben lógicamente en el medio penitenciario, que es donde yo he tenido oportunidad de conocerlos.
Pero, sea cual fuere el diagnóstico que finalmente se adecue a estos sujetos, partiremos de la existencia de un conflicto demasiado violento, demasiado tempestuoso como para ser retenido en el interior. El trabajo psíquico exigible para poder representarse la separación del objeto, el odio, la soledad… se hace inviable y provoca una explosión en lo real. ¿Qué tipo de angustia está en juego cuya única salida es el asesinato? Mientras el objeto permanezca, el sujeto no siente correr ningún riesgo; si el objeto se separa o desaparece, el sujeto parece enfrentarse a un hundimiento que desencadena la destrucción del objeto.
El objeto le es necesario de manera imperiosa, quizá para intentar amarlo y sentirse amado, y a continuación aborrecerlo, odiarlo, maltratarlo, despreciarlo… y volver a intentar amarlo. Es cuando esta relación de objeto tan tortuosa, pero tan sobreinvestida, corre el riesgo de quebrarse por un movimiento de emancipación del objeto, por el riesgo de separación o por una separación ya consumada, cuando el riesgo de destrucción del objeto es mayor a partir de una violencia extrema. Antes, probablemente no, porque, como hemos dicho, es necesario que permanezca, es necesaria la constancia objetal en lo real. Algo que el sujeto sólo puede asegurarse en muchas ocasiones mediante el apoderamiento del objeto.
En este punto me parecía que podía aportar alguna claridad el concepto de ‘pulsión de dominio’. Laplanche y Pontalis nos informan que fue un término relativamente impreciso utilizado por Freud por primera vez en los Tres ensayos sobre la teoría sexual: una pulsión no sexual que sólo secundariamente se une a la sexualidad y cuyo fin consiste en dominar al objeto por la fuerza. Freud considera la musculatura como el soporte de esta pulsión y acuña dicho concepto para explicar el origen de la crueldad infantil; crueldad que no persigue el sufrimiento del objeto, sino que simplemente no lo tendría en cuenta; fase previa entonces, tanto a la compasión como al sadismo. De hecho, en Las pulsiones y sus destinos, donde Freud expone su primera tesis acerca del sadomasoquismo, se define el primer fin del sadismo como la humillación y el dominio del objeto por la violencia. El hacer sufrir no forma parte del fin originario. Finalmente, con la introducción del concepto de ‘pulsión de muerte’ en Más allá del principio del placer, la tendencia a asegurarse el apoderamiento del objeto aparece como una forma que puede adoptar la pulsión de muerte cuando ésta entra al servicio de la pulsión sexual, y el acento ya no recae en el dominio, sino en la destrucción.
Más que un placer sádico, entonces, crueldad sobre la que se asienta ese apoderamiento del objeto para inmovilizarlo, minando su pulsionalidad misma para dejarlo inactivo y fijarlo en el seno del narcisismo del sujeto. Objeto pasivizado, convertido en mera proyección narcisista del sujeto que, embriagado así de omnipotencia, no
dispondría de mejor recurso para desmentir su propia tendencia y temor a la pasivización. Y aquí nos topamos con otro par antitético freudiano que se nos hace fundamental para comprender esta conexión entre crueldad, pulsión de dominio y temor a la pasivización: la oposición actividad-pasividad; se trata, dice Green al hablar del temor a la pasivización, de repudiar la feminidad de la madre; es decir, su acción pasivizante, vivida como un ataque insoportable a la identidad del sujeto. No habría por qué rechazar la feminidad de no hacerse imprescindible la desmentida del deseo de fusión con el objeto primario a causa de la pasivización que implica. Fusión primitiva con la madre que el hombre, a diferencia de la mujer, no puede en modo alguno revivir, al estar naturalmente impedido para la experiencia de la maternidad.
Y, en base a esto, querría cuestionar la pretendida ‘normalidad’ con la que suele presentarse a estos individuos que acaban cometiendo lo que siempre se conoció como ‘crimen pasional’, sobre todo en lo que se refiere al contacto emocional con ellos, a su capacidad para la intimidad, porque creo que tan solo con escuchar la historia vincular del sujeto con la familia, descubriremos, cuanto menos, una cierta aprensión a la proximidad emocional con el objeto (con el objeto externo, no con el interno). Valdría la pena constatar si esta dificultad para la intimidad no está relacionada con ese terror sordo a la fusión, no obstante deseada, a la dependencia del objeto primario y si así, la ternura no se ve muy limitada si no impedida, rechazada también en tanto pulsión pasivizada en su meta, y con ella, la posibilidad de establecer verdaderas investiduras de objeto duraderas.
Una excesiva cercanía del objeto puede despertar angustia de intrusión al dejar al sujeto frente a esa zona borrosa donde el yo se preste a confusión con el objeto en los límites de lo identitario. Porque a estas alturas ya estamos alertados de que el sujeto se vincula con un objeto ligado al narcisismo y cuya pérdida se significa como un daño irreparable por no poder representarse su sustitución, su reemplazo, y deje al sujeto en precario con riesgo de que se paralice definitivamente el circuito del deseo, y ¿no habíamos pensado anteriormente que el deseo es precisamente lo que preserva al objeto por ese descentramiento que promueve en el sujeto la búsqueda de la satisfacción en el objeto de la falta? No obstante, ¿hasta qué punto es pertinente hablar de deseos en sujetos cuyos actos son expresión de semejantes exigencias imperativas pulsionales?
Por otro lado, si la investidura objetal ya implica una inevitable distorsión del objeto desde la perspectiva del sujeto, la investidura narcisista, al insinuar su confusión con él, nos incita a considerar el objeto como un doble del yo.
Si pensamos que la destrucción violenta, explosiva, para aniquilar al objeto debe entrañar algún tipo de angustia, un temor a algún tipo de desmoronamiento total como el que estamos intentando esbozar, el asesinato en sí aparecerá como la forma de obtener un cierto sosiego en la destrucción. Destrucción que a menudo también es autodestrucción; eso es lo que parece sugerir el final de muchas de estas historias cuando, tras el asesinato, a menudo sigue el suicidio del sujeto o bien, una entrega voluntaria a la policía. No es extraño ver luego a estos individuos en prisión como sombras vivientes, con una sobreadaptación al medio carcelario, que se convierte en el marco de un yo mortecino, desvitalizado. ¿A quién mata entonces el sujeto? A un objeto depositario, quizá, de algo más que una investidura narcisista; no es una sombra la que cae sobre el yo, parece el yo mismo destruido en el acto del asesinato, como si el objeto encarnara, efectivamente, un doble indispensable para el sujeto.
En otras ocasiones, incluso, no hay indicios que nos permitan hablar de la dominación sobre el objeto, sino más bien del sometimiento del propio sujeto en forma de sobreadaptación a la ley, siendo capaces de llevar una vida perfectamente adaptada en sociedad, en el medio laboral, en su vecindario, con una convivencia familiar aparentemente armoniosa y sin indicio alguno que haga presagiar el drama que repentinamente se desencadenará. Y en esto nos pueden recordar a los ‘normópatas’ descritos por J. McDougall, individuos cuya hipermadurez social oculta una enorme pobreza mental y, por ello, inanalizables. Ya advirtió Green que ‘madurez social’ no es lo mismo que ‘madurez psíquica’.
Claude Balier, en su análisis de los comportamientos sexuales violentos, destaca el papel de la escisión del yo en este tipo de patologías. Se trata de individuos que pueden sostenerse en un mundo objetal ordinario, hasta la sobreadaptación como hemos dicho, en contraste con otra parte de sí seriamente perturbada oculta en su psiquismo, pero que puede activarse en un momento determinado ante una ‘llamada’ inesperada.
Si el tipo de relación objetal tan trabada que estamos describiendo permite encubrir le dependencia mediante esa relación de apoderamiento, de dominio sobre el objeto, ¿esa ‘llamada’ no sería la amenaza de separación, de pérdida del objeto primario omnipotente?, ¿quiere esto decir que todo podría ocurrir sobre el trasfondo de una depresión primaria? Si fuera así, la relación objetal representaría para estos sujetos un verdadero callejón sin salida entre la angustia de intrusión y la angustia de separación, tan propio de los estados límites. Estaríamos no ya ante una dificultad para elaborar la pérdida, sino ante la incapacidad para soportarla, para aceptarla. El sujeto es insolvente ante una pérdida que cuestiona su mismo estatuto de sujeto.
Era necesario hablar de la insidiosa problemática que para el varón supone el temor a la pasivización y a la dependencia cuando está conectado al rechazo de su deseo de fusión primitiva, pero sería un error excluir a la mujer; ella también puede llegar a matar desbordada por un imperativo pulsional cuando se halla entre la angustia de intrusión y la angustia de separación ante la amenaza de pérdida del objeto. Desde luego, se verá obligada a desarrollar formas de dominación más sutiles, no derivadas necesariamente de la musculatura, de un acto de fuerza. Me vino a la cabeza en el momento de redactar este informe el caso reciente de una mujer detenida por envenenar paulatinamente, día a día, al marido tras comunicarle éste su decisión de separarse de ella. El crimen pasional se puede cometer en frío o en caliente, sobre él o sobre ella, a veces incluyendo a los hijos también como prolongaciones de uno u otra, aniquilando en todo caso cualquier vestigio o fragmento de identidad perdida, que es como acabar por partes con uno mismo.
Privada ya de su primera infancia, el único momento del ciclo vital en el que la vida le brinda a la mujer en exclusiva la oportunidad de revivir por segunda vez ese estado fusional es en la maternidad, momento en el que precisamente lo que se pone a prueba es su capacidad para abandonarse a la indiferenciación con un objeto, el hijo, que inicialmente no es sino una mera emanación de la madre, fruto de un trasvase narcisista de tal calibre que más adelante permitirá que el fantasm
a dé lugar al nacimiento del objeto en lo real. No es otra cosa lo que originariamente necesita el hijo ni la preservación de la especie, sino ese estado de ‘locura transitoria’ en el que debe imbuirse la mujer durante su embarazo y maternidad, vivenvias que Green calificó de ‘experiencias psicóticas normales’ –otorgándole así una acepción no patológica a la psicosis- por los anhelos de omnipotencia que entrañan y el sentimiento de acabamiento narcisista logrado mediante la fusión con el objeto primario; esta vez desde el otro lado de la diada.
Sería interesante constatar hasta qué punto, mujeres que asesinaron o agredieron brutalmente a sus parejas ante la amenaza de separación o incluso a sus hijos, no experimentaron una maternidad fallida; bien debido a una vivencia persecutoria del hijo por angustia de intrusión, bien porque cuando el hijo deviene objeto total, se hace inaceptable a su narcisismo, truncándose bruscamente ese estado de completud al promover una separación para la que el yo no está capacitado. Porque esta vía regia femenina al estado de satisfacción pulsional completa, está necesariamente sujeta a temporalidad y, a lo que hoy se le brinda, en breve plazo se verá obligada la mujer a renunciar, aunque no del todo, pues podrá salvaguardar un resto de exaltación narcisista que continúe catectizando al objeto-hijo de por vida y que le servirá de recordatorio imborrable, de prueba incontestable de su poder supremo: la creación de la vida. Y con ello, que no es poco, deberá consolarse, poniendo cuidado de ahí en adelante en no volver a confundirse con el objeto y acomodarse a otras salidas creativas, lo que ya es otorgarle un destino representacional a la pulsión y no dejarla atrapada en el marco pre-representacional del paso al acto que daría entrada al drama