Psicoanálisis multifamiliar. Ampliando el espectro de la psicoanalizabilidad.

01 marzo 2025 | Artículo del mes

Por Fernando Burguillo Prieto

Para Juan David Nasio, decir que alguien era o no «psicoanalizable» era como decir si era o no «aspirinable». Indudablemente una aspirina puede resultar muy dañina para, por ejemplo, personas con problemas de estómago. Sin embargo, entendemos que forma parte de la buena labor sanitaria buscar la manera de que el paciente con problemas gástricos pueda, de alguna forma, obtener los máximos beneficios posibles de la aspirina, mientras minimizamos sus consecuencias indeseables, como alternativa a «no aspirinarle». Algo similar ocurre con el concepto de psicoanalizabilidad excluyente con los individuos afectos de psicopatología grave, entendiendo como tal a la mayoría de las psicosis y los trastornos narcisistas severos.

Es muy probable que exista un umbral de fragilidad en la estructuración mental de los individuos, que discrimine su capacidad de soportar la práctica psicoanalítica. Es muy probable también que peque de omnipotencia el analista que pretenda que todos los individuos seamos psicoanalizables. Sin embargo, teniendo en cuenta la alternativa, considero que la ilusión de trascender los límites de la psicoanalizabilidad debería ser un horizonte hacia el que caminemos siempre, aunque esto implique tolerar importantes dosis de incertidumbre.

Mi vivencia como psiquiatra, y también como psicoanalista, ha estado marcada por el deseo de llegar más lejos, de salir del pesimismo imperante según el cual tenemos que aceptar que determinados diagnósticos serán prácticamente inamovibles y, por tanto, su curso crónico y su tratamiento —habitualmente más psiquiátrico que propiamente psicoanalítico— prácticamente vitalicio.

Hace casi veinte años que me acerqué y comencé a profundizar en el Psicoanálisis Multifamiliar. Los descubrimientos que había hecho Jorge García Badaracco 50 años atrás, modificaron mi manera de entender y sobre todo de afrontar las dificultades de la práctica psiquiátrica y también psicoanalítica y, quizás de manera especial, me animaron a mejorar la articulación que intentó desempeñar entre ambas disciplinas casi desde el inicio de mi carrera profesional.

Este obstinado intento de articulación de la psiquiatría y el psicoanálisis tiene su origen en la importante desilusión que supuso para mí la llegada a la psiquiatría médica. Yo quería ser psiquiatra para «curar» las enfermedades mentales y pronto tuve claro que mi formación médica no me dotaría de las herramientas idóneas para hacerlo. Esto se debía a que la corriente psiquiátrica predominante consideraba incurables a buena parte de los pacientes que atendíamos. Les pido de antemano disculpas por mi omnipotente condición médica de querer curar, a la vez que les invito a acompañarme en algunas reflexiones.

Lo primero que quisiera señalar es que la consideración de alguna psicopatología  como «irreversible» contrasta con los libros de texto en los que se estudia la psiquiatría. En ellos no he podido encontrar ninguna enfermedad mental que sea considerada como tal. En muchas se habla de su tendencia a la cronicidad, y en casi todas, cuando se ponen difíciles, se puede añadir el apelativo «resistente» pero no hay ninguna enfermedad mental que se considere irreversible. Llama especialmente mi atención en este sentido la esquizofrenia como paradigma de las psicosis. Sobre esta enfermedad compleja, ya se planteaba la psiquiatría clásica la llamada regla de los tercios. Esta regla consideraba que una tercera parte de estos pacientes tendría uno o dos episodios psicóticos y se curaría de manera espontánea. Otro tercio de los pacientes tendría varios episodios y quizás algunas secuelas que limitarían parcialmente su funcionamiento. Sólo el tercio restante evolucionaría mal independientemente de nuestra intervención. Cabe pensar que con el avance del conocimiento a nivel biológico, psicológico y social, cada vez deberíamos ser más capaces de facilitar el tránsito de personas del tercio malo al regular, y del regular al bueno. Casi me conformo con aceptar este planteamiento como basal, y creo que no es mucho pedir.

Frente a esto, en la práctica clínica, cuando un joven tiene un episodio psicótico agudo, lo habitual es que la maquinaria psiquiátrica se ponga al servicio de eliminar cuanto antes sus alucinaciones y delirios mediante fármacos. Este planteamiento se justifica en la evitación de los trastornos de conducta derivados de la psicosis que, aunque sólo rara vez sean peligrosos, suelen generar bastante alarma en el entorno. Simultáneamente se intenta «desarrollar» en el paciente y en su familia la «conciencia de enfermedad» para que cumpla lo mejor posible con su tratamiento, de nuevo principalmente biológico mediante antipsicóticos y otros psicofármacos. No es raro que se intente evitar o al menos retrasar el diagnóstico de la casi innombrable esquizofrenia, mientras a los pacientes se les trata de entrada como si la tuvieran, y se les insiste a él y a sus familiares en la importancia de mantener el tratamiento psicofarmacológico durante largos periodos de tiempo o incluso de por vida.

Desde este abordaje se refuerza, quizás involuntariamente, una sinergia pesimista en la que casi nadie —a veces ni siquiera el propio paciente— ampara la posibilidad de curación de manera realista. Todo esto a pesar de que no podemos saber «a priori» en qué tercio podría quedar encuadrado cada paciente concreto cuando tiene su primer brote. Frente a la omnipotencia implícita que confesaba anteriormente asociada a mi deseo de curar, intento evitar la tentación —creo que más omnipotente aún— de hacer un «triaje» a los pacientes y clasificarlos como candidatos o no a recibir un tratamiento curativo frente a otro que no lo sea.

Simultáneamente, las intervenciones psicoeducativas suelen poner más el foco en los síntomas a erradicar que en las causas que les hicieron aparecer y/o mantenerse en el tiempo. En mi opinión, colaboramos así —de nuevo involuntariamente— en la construcción y persistencia de una identidad en torno a la enfermedad mental de la que puede resultar muy difícil salir. Como psiquiatra, debo confesar que no me gustan los diagnósticos, sobre todo en la interacción con los pacientes. Les concedo el valor que tienen en la comunicación entre profesionales en términos de pensamiento categorial y economía del lenguaje, pero en la relación médico-paciente los diagnósticos suelen recibirse —estigma mediante— más cercanos al insulto que a la definición que representan. Y cuando no es así, puede ser incluso peor porque resulten difíciles de retirar en el paciente al que le sientan bien… Pero vuelvo a las reflexiones iniciales.

A día de hoy, desde un punto de vista físico, con el arsenal terapéutico actual, y la inestimable ayuda del sistema inmunitario de nuestros pacientes, sabemos bien qué enfermedades son potencialmente curables y cuáles no lo son. Subrayo aquí la expresión «arsenal terapéutico actual» porque este arsenal está en continuo desarrollo logrando añadir cada vez mejores intervenciones a fin de resolver hoy lo que hasta ayer mismo resultaba irresoluble. Si me centro de nuevo en el campo de la psiquiatría, me temo que no estará entre las espacialidades que destaquen por este planteamiento —de nuevo no exento de omnipotencia— que está permitiendo a la ciencia avanzar en su estrategia de curar lo incurable.

Intentando no perder la línea de tierra señalo que, evidentemente, una enfermedad curable no siempre se cura. Sin embargo, mientras sea potencialmente reversible, especialmente si es grave, creo que lo adecuado sería, en líneas generales, intentar resolverla. De hecho, no intervenir nos resultaría raro. En otras especialidades, para intentar curar, a menudo se aplican tratamientos de elevado coste económico y con importantes efectos secundarios, como en el caso de las enfermedades oncológicas o los trasplantes de órganos. Sólo cuando entendemos que la enfermedad, en su progresión, se ha vuelto irreversible, dejamos de hacer intervenciones terapéuticas y ofrecemos al paciente cuidados paliativos, siempre tratando de evitar encarnizamientos terapéuticos y con la vista puesta en aquel primum non nocere que nos enseñaron en la facultad de Medicina. Está fuera de toda duda que las enfermedades mentales graves son, en muchos casos, verdaderamente invalidantes y potencialmente mortales. Hablo, por tanto, de que, en la psicopatología severa, pudiera parecer que hacemos con frecuencia, intervenciones más cercanas a lo paliativo que a lo curativo y, si lo pensamos despacio, este planteamiento podría carecer de justificación.

En mi opinión, la posibilidad de curarse, no se la suelen ofrecer al paciente grave, ni la psiquiatría biológica ni el psicoanálisis ortodoxo. Los motivos son distintos. La psiquiatría biológica, porque se centra en silenciar los síntomas y, como pocas veces lo consigue del todo, termina facilitando demasiadas veces la cronificación del paciente aproximándole a la dependencia indefinida de fármacos y profesionales. Y el psicoanálisis ortodoxo tampoco, porque entiende que aquellos pacientes incapaces de disociar un yo experimentador de un yo observador y, con esto, establecer una transferencia trabajable, no son psicoanalizables. La falta de esa capacidad yoica deja fuera del psicoanálisis a todos aquellos que no han conseguido «neurotizarse» suficientemente —si es que se puede decir así. Tengo que decir que, afortunadamente, tanto el psicoanálisis como la psiquiatría en su avanzar parecen ir tendiendo a posiciones cada vez más aperturistas.

Cuando intento explicar a los estudiantes de medicina las estructuras psíquicas desde la perspectiva del ideal del yo, suelo utilizar una imagen en la que el yo ideal de un determinado individuo sería «ser Napoleón». Destaco que, en quien predomine una estructura psicótica, la intolerancia a «no ser Napoleón» le hará creer que lo es, al menos mientras esté delirando, y así el delirio podría funcionar como un mecanismo de defensa esquivando el insoportable sufrimiento de «no ser Napoleón». Cuando predominan los elementos narcisistas, la persona sabe que no es Napoleón, pero no sabe que ser Napoleón es imposible y, además, se sentirá inaceptable mientras no sienta que lo es. Sólo quien consigue aceptarlo, aun sufriendo mucho, contará en su estructura con predominios neuróticos y, de entre estos últimos, sólo quien logra sufrir menos por eso, quien consigue realmente aceptarse a sí mismo, respetarse y quererse tal y como es, podrá manejar identidad, sus vivencias y sus relaciones de forma madura. Sobra decir que un yo ideal menos caricaturizado que Napoleón complica más el diagnóstico y el manejo de la situación clínica.

Desde mi perspectiva, en este espectro, las estructuras psicóticas forman un continuum con las narcisistas, pero de mayores proporciones. Representarían un falso self en el que «identificarnos» masivamente con Napoleón, con todos los mecanismos de defensa al servicio de la negación del sufrimiento, incluso los más primitivos hasta perder la noción de la realidad. Proceder ahí con una técnica psicoanalítica clásica, per vía di levare, haciendo lo posible por que se desmonte el falso self, genera en el paciente una vivencia de desintegración que activará las defensas que sean necesarias para mantener el statu quo. Cueste lo que cueste.

De la misma forma, en el sujeto borderline, la intervención clásica, especialmente la interpretación, suele rebotar tras golpear con defensas muy primitivas. Pero si, por lo que fuera, el mensaje llegase a entrar, lo habitual es que precipite una crisis en la que no es raro que empiece a cortarse la piel. Ante la imposibilidad de aceptar lo inaceptable, cortarse la piel produce calma, y resulta difícil explicar por qué… Quizás el dolor sirva de garantía de que la piel existe, de que servirá de contención y evitará el splitting… Al igual que a nivel físico, si se despega prematuramente una costra de la piel, la sangre brota de nuevo y forma otra costra igual o mayor que la anterior… Si había delirio, habrá más delirio. Si había inaceptación, esta sensación crecerá. Creo que es por esto que un psicoanalista en sus cabales evitaría intervenir de este modo ante situaciones tan duras.

Fuera del entorno psicoanalítico, este «querer arrancar las costras/desmontar el falso self/confrontar el delirio» es una práctica habitual en las familias que tiende a perpetuar el conflicto, muchas veces con la colaboración involuntaria de instituciones y profesionales de la salud mental.

Una alternativa a la intervención puede ser la parálisis del miedo. Para evitar las alteraciones de conducta, a veces, a quien padece una enfermedad mental grave apenas se le habla. Casi ni se le mira. Y si se le habla o se le mira, se hace como quien camina por un campo de minas, reforzando involuntariamente y con la mejor intención la identidad del «loco peligroso».

Sólo el individuo con un predominio neurótico podrá soportar la intervención psicoanalítica clásica. Y lo hará si tenemos paciencia. Mucha paciencia. Hay que ir trabajando pausadamente, esperando a que surja piel nueva bajo la piel herida y así, poquito a poco, la costra se podrá ir retirando o, con suerte, se caerá sola. Ese será el momento en el que la interpretación habrá sido oportuna y, por tanto, bien recibida y se producirá el insight y con él, el cambio psíquico. Habrá que cuidar esa piel herida durante un tiempo y es probable que deje alguna cicatriz. No será en ningún caso una piel ideal, pero será real. Se sentirá suficientemente bien y permitirá un contacto seguro, sin grandes riesgos de contagio ni, por supuesto, de fusión con el objeto… Pero, ¿cómo hacemos con quién no ha conseguido neurotizarse suficientemente?

El Doctor Jorge García Badaracco, creador del Psicoanálisis Multifamiliar —o descubridor, como prefería definirse él—, decía que, en la enfermedad mental grave, el trauma psíquico no es algo que ocurrió y condicionó el desarrollo de quién lo sufrió. Es algo que ocurrió y también algo que desde entonces no deja de ocurrir. A quien le cae un diagnóstico así le espera una relación alterada con su entorno quizás de por vida, y una agresión repetida en su herida narcisista que le recordará siempre que es un loco, que debe tener cuidado y que no es muy de fiar en sus apreciaciones… De ahí la importancia de considerar esto como un estado y no como una identidad. Como algo temporal y no como una estructura inamovible e inmodificable. Si consideramos la enfermedad mental como algo estructural es como si entendiésemos que todos estamos formados por átomos de carbono, pero el que tiene estructura de diamante siempre será diamante y el que tiene estructura de grafito, siempre será grafito. El grafito, por supuesto, debe cumplir su función de ir desgastándose dibujando líneas en un papel, normalmente al dictado de otros y no pocas veces por fuera de los márgenes.

En esta tragedia, los profesionales jugamos un papel muy importante. Afrontar la tarea creyendo que puede haber salida es radicalmente diferente de afrontarla creyendo que no la hay. Cuando pensamos que no hay solución abandonamos la posición psicoanalítica y procedemos per vía di porre. Ponemos color donde no vemos color y quizás no lo veremos nunca porque, si lo llegase a haber, será difícil de apreciar bajo las capas añadidas de pintura.

El psicoanálisis multifamiliar de García Badaracco comparte con el psicoanálisis el corpus teórico pero no su técnica. De entrada, el encuadre es grupal, heterogéneo y preferentemente multitudinario. En él coincidimos pacientes, familiares de pacientes y los miembros del equipo terapéutico. En nuestro grupo multifamiliar de Madrid nos reunimos semanalmente durante una hora y cuarto, aunque en Argentina suelen manejar tiempos más largos. Posteriormente, el equipo terapéutico continúa trabajando un rato más en el postgrupo. El encuadre es abierto y sin normas. Nosotros explicitamos dos recomendaciones. Una de ellas es proveniente de Badaracco —aunque él no encuadraba de forma explícita— e implica hablar en primera persona, compartir una vivencia personal mientras los demás escuchamos con respeto… La otra es de cosecha propia y tiene que ver con la dificultad legal asociada a la confidencialidad en los grupos.

Desde este encuadre, el psicoanálisis multifamiliar permite el abordaje de aspectos de la personalidad muy difícilmente alcanzables mediante el psicoanálisis bipersonal. La técnica psicoanalítica clásica, quizás especialmente mediante el uso de la interpretación hace que las personas en quienes predominan los fallos preedípicos no puedan casi ni escuchar. Duele demasiado y los mecanismos de defensa primitivos se disparan. Nuestras intervenciones simplemente no se toleran. En este contexto multitudinario puede ocurrir lo mismo, pero de otra manera. Algunas veces uno cuenta una vivencia y alguien mientras escucha —casi sin darse cuenta— resuena. Esto no suele tener mucho que ver con la intervención de ningún profesional. Lamentablemente, la asimetría de la relación terapéutica, suele dañar el narcisismo frágil en el paciente grave pero aquí uno ve lo que pasa, normalmente en el espejo de un otro y, a partir de ahí, puede empezar a desarrollar la capacidad de intuir algo parecido en sí mismo… Al final, darse cuenta, hacer consciente lo inconsciente, sigue siendo el objeto del psicoanálisis, también el multifamiliar. Cuando se consigue «inocular la duda» se produce un punto de inflexión en el tratamiento del paciente grave que puede abrir paso incluso a la intervención psicoanalítica clásica. Destacados autores en el abordaje psicoterapéutico de las psicosis como Michael Garrett pasan de la intervención cognitivo conductual a la psicoanalítica en este punto.

Al Dr. García Badaracco no le gustaban los conceptos. Creo que los entendía de forma dinámica, en constante evolución y desde ahí entendía que la conceptualización podría cerrar el camino a seguir aprendiendo. Sin ánimo de traicionar este planteamiento ni de limitar la posible evolución del mismo, quisiera plantear uno de los conceptos clave de la obra de García Badaracco: la «trama enfermante» o «interdependencias patógenas». 

Quien ha trabajado con psicopatología grave, aún sin conocer la obra de Badaracco, probablemente sabe ya de forma intuitiva qué es aquello a lo que hace referencia esta expresión. Puede traer a la mente la peculiaridad de las relaciones de un paciente toxicómano, o de una chica con un trastorno de la conducta alimentaria, o de un esquizofrénico con sus madres. Las historias clínicas, especialmente cuando hablamos de psicopatología grave, están repletas de relaciones difíciles con las madres y ausentes con los padres. 

Hablamos de vinculaciones simbióticas que permanecen en la edad adulta, de situaciones preedípicas insuficientemente resueltas… Estas vinculaciones, quizás en alguna medida universales, y predominantes en la psicopatología pesada, son el objeto de trabajo en el psicoanálisis multifamiliar y no tanto el individuo en sí. En este encuadre se trabaja para que el cambio psíquico sea complementario en sujetos y en depositarios de objeto, y permita así la evolución de estas vinculaciones simbióticas —interdependencias patógenas— hacia interdependencias constructivas y reparadoras. Es decir, lo mismo que en el psicoanálisis, pero incidiendo simultáneamente en diadas sujeto/objeto y con muchos más agentes de cambio que en el espacio bipersonal. 

Resulta así mucho más fácil respetar la fragilidad narcisista de quien la padece, lo que permite que no se disparen las defensas primitivas para que cada uno pueda ir, a su ritmo, dándose cuenta de todo aquello que le conviene saber pero le cuesta escuchar sin que se disparen las resistencias y se precipiten los acting. El narcisismo patológico es como un cristal, rígido y frágil, y el mensaje debe atravesarlo —como decía San Pío X refiriéndose a la Inmaculada Concepción— como un rayo de sol, sin romperlo ni mancharlo. Claro está que no es tarea fácil. 

En el contexto multifamiliar a veces tenemos la ocasión de vernos a nosotros mismos mientras otro se anima a compartir su historia. Visto nuestro reflejo en otros, el narcisismo no se compromete tanto, y es más difícil que se disparen las alarmas. Al mismo tiempo, en este proceso de des-identificación/re-identificación podremos ir poco a poco perfilando nuestra forma. También, gracias al componente familiar real, las identificaciones pueden no ser sólo directas, de sujeto a sujeto, sino también complementarias, de sujeto a objeto (o mejor dicho a depositario de objeto en la relación) pudiendo ver poco a poco en el igual lo diferente, y en el diferente lo común. Este proceso, además de ayudar a reestructurar la identidad, desidealiza, abre paso a la ambivalencia, pone en la realidad…

La función terapéutica en este punto, está más cerca de acompañar durante este proceso y facilitar el encuadre y el clima de seguridad en la que puedan darse estos cambios, que de hacer señalamientos, confrontaciones o interpretaciones, especialmente violentas en un espacio multitudinario, pero difícilmente soportables en cualquier contexto. Esta actitud abstinente, poco intervencionista en el quehacer psicoanalítico, requiere tolerar altas dosis de incertidumbre, especialmente con el paciente grave. En este sentido, cuando las cosas se ponen difíciles y nos agarra el miedo, aunque no sea fácil, conviene evitar las medidas de control externo por mucho que, algunas veces, sintamos que no queda más remedio que hacerlo y lo hagamos, e incluso evitemos con ello males mayores. Estoy hablando de utilizar medidas de contención verbal, farmacológicas, mecánicas e incluso ingresos involuntarios cuando tenemos miedo de que el paciente cometa alguna atrocidad. Intervenir ahí puede evitar males mayores, pero refuerza en el paciente la idea de incapacidad e impide que se desarrolle en él la capacidad de frenar a tiempo. Pienso también que el coste de esta intervención sobre el paciente se multiplica si no le reconocemos que, cuando intentamos controlarle, actuamos desde nuestro propio miedo a que ocurra un desastre porque perdemos de vista su virtualidad sana. Considero que ese es el inconveniente que el psicoanálisis multifamiliar permite salvar frente a la psiquiatría, abriendo paso a una intervención psicoanalítica (no necesariamente neutral) en quien no podía, en un encuadre clásico, psicoanalizarse.Se me antoja que el verdadero self es como un bonsai que creció lo que pudo en un entorno que, quizás con la mejor intención, iba podando sus ramitas y restando espacio a las raíces… Considero que el psicoanálisis multifamiliar consigue devolver al bonsai la capacidad de ser un árbol grande, para lo que tendrá que ir cambiándose a macetas cada vez mayores, evitando —en lo posible— las tijeras de podar. Es por eso que considero terapéutico cualquier clima que favorezca la expresión y no así las intervenciones que la dificultan. El psicoanálisis multifamiliar ofrece ese encuadre facilitador en el que la expresión —quizás todavía inadecuada— tiene la posibilidad de ser compartida y convertirse en oportunidad de cambio para quien la expresa y para quien la escucha.