Observaciones previas a una psicopatología de la masculinidad.

por | Revista del CPM número 22

  1. Introducción: La masculinidad a debate.
  2.  

    Comenzaremos nuestra exposición con lo que para algunos pueda ser una obviedad: las normativas de género masculino, los imperativos identitarios de la masculinidad… lo que hay que hacer, decir y sentir para ser un hombre de verdad, son enunciados que actúan en el sujeto, más allá de su coincidencia con tales postulados, más allá de su identificación con tales enunciados. Enunciados que obviamente son en sus raíces, inconscientes; formando parte de ese nudo contradictorio que Freud denomina Superyo. Como señala Judit Butler1, la identidad sexual ni se elige ni se abandona voluntariamente.

    Ningún sistema por injusto, por desequilibrado ó tóxico que pueda ser para el individuo, se sostiene diría yo, si no es con la colaboración consciente e inconsciente de los favorecidos, pero más aún de los desfavorecidos de ese orden social, orden social que para decirlo ya con sus señas de identidad es un orden patriarcal y falogocéntrico2, sostenido por la dominación masculina en frase acuñada por Pierre Bordieu3.

    En ese texto Bordieu, cuya autoridad para hablar de la masculinidad me parece fuera de toda duda, dice a propósito de la dominación masculina:

     

    «el privilegio masculino no deja de ser una trampa y encuentra su contrapartida en la tensión y la contención permanentes, a veces llevadas al absurdo, que impone en cada hombre el deber de afirmar en cualquier circunstancia su virilidad”. (68)

     

    Una opinión semejante sostiene, a nuestro modo de ver Michael Kaufmann4, según el cual la experiencia moderna del hombre es una mezcla de poder y dolor. El hombre, por el hecho de serlo, goza de poder social y de privilegios, sin embargo, la manera como ha organizado el mundo es causa de dolor, aislamiento y alienación, tanto a si mismo como a los demás, principalmente a las mujeres. Notemos rápidamente que la intención de Kaufmann no es, lo dice textualmente en su artículo5: “equiparar el dolor de los hombres con las formas sistemáticas de opresión sobre las mujeres”. En nuestro caso la comprensión, el entendimiento tampoco se propone legitimar los usos y abusos de la masculinidad, por el contrario, se trata de –como dice Bonino –, deconstruir la normalidad masculina6.

    En términos psicoanalíticos la adquisición de la identidad de género, la masculinidad, exige una precoz separación y desidentificación del hijo varón respecto de su madre7, conlleva la renuncia y el rechazo de todo lo que significa ternura, apego y cuidados, comprensión del otro, empatía con el otro… Todo aquello que le une en sus primeras etapas con la madre ha de rechazarlo, resignificarlo, en la carrera identitaria de convertirse en un varón bajo los emblemas de la masculinidad. Esa renuncia precoz no se produce según mi experiencia, sin un alto precio, cuyas manifestaciones en el orden de la psicopatología veremos después.

    Es por eso que hace tiempo que sostengo la siguiente tesis: “el hombre, ese hombre que encarnaría los valores masculinos hegemónicos, no trata mejor algunas de sus necesidades, que las necesidades de los otros que le rodean”.8

    Obviamente me refiero a aquellas necesidades cuya matriz se sitúa en la relación materno infantil antes reseñada, necesidades de apego -según algunos colegas –, que tienen que ver con la ternura, la dependencia emocional o el ser objeto o dador de cuidados, en definitiva necesidades que se sitúan en el origen de la intersubjetividad. Tales necesidades son sistemáticamente rechazadas, renegadas, reprimidas o directamente borradas, según los casos. Su retorno dará lugar a la diferente sintomatología que pensamos que define y aqueja a la masculinidad. En ese sentido la masculinidad no sería más que un síntoma.

    Ese rechazo, esa renegación o ese repudio, convendrán conmigo en que se produce por la identificación de tales conductas o comportamientos con rasgos femeninos y/o de debilidad, rasgos por lo tanto rechazables por mor de la masculinidad en la que el sujeto pretende reivindicarse.

     

  3. Masculino vs femenino.

  4. La masculinidad encuentra su definición en un sistema binario de oposiciones que marca el dualismo en el que se asienta la identidad de género, dualismo por el cual lo masculino no es sino lo que se opone a lo femenino.


    En este orden social, uno de cuyos ejes principales de ordenamiento es la polarización de los sexos como base para la división sexual del trabajo y de los roles sociales, la masculinidad solo se puede pensar en oposición a la feminidad.

    Es decir que la masculinidad no revela ninguna esencia natural del hombre: tal como la entendemos actualmente la masculinidad es un producto histórico, tiene aproximadamente dos siglos, y aunque este no es el lugar de hacerlo, sería muy interesante emprender una genealogía de lo masculino.

    Por otra parte masculinidad no sería el término más adecuado para expresarnos, habría que decir más bien ‘masculinidades`, no obstante, a riesgo de generalizar y para entendernos lo seguiremos utilizando de modo coloquial, haremos mención después de la pluralidad de prácticas que conforman eso que llamamos masculinidades.

    La masculinidad se ha entendido como universal, eterna y natural, no como un producto histórico, confundiéndose así una práctica histórica – o si se prefiere un conjunto de roles o funciones asignados en función del género –, con la naturaleza del hombre, una naturaleza además dotada de carácter normativo: así es, así ha de ser. La búsqueda en el reino animal de supuestas masculinidades, conductas o comportamientos masculinos, para fijar demostrar ese carácter natural, no deja de ser un antropomorfismo.

    Item más, la feminidad no ha sido el otro de la masculinidad, incluso hoy es problemático que lo sea, siendo esta probablemente una de las fuentes de multitud de conflictos. La polarización de los sexos, o por mejor decir de los géneros como natural es una falacia, pero una falacia moderna, pues hasta hace bien poco la mujer no era ni complementaria del hombre, ya sabemos la crítica a la complementariedad de los sexos por su carácter idealista y discriminatorio de la mujer. Pero la mujer no era ni siquiera eso, era un hombre en menos, castrado, fallido, débil, producto de la costilla de Adán o similares, según las diversas tradiciones.

    Recordemos por tanto que el reconocimiento pleno de la mujer como sujeto de derecho, con personalidad propia, es muy reciente en la historia occidental. Es a partir de ese reconocimiento mínimo inicial que podemos plantear la idea de la complementariedad, la cual pretendía, a cambio de un cierto reconocimiento, la supeditación.

    Volviendo a las definiciones posibles de la masculinidad, la versión positivista trató de resolver el problema por la vía de los hechos, así la masculinidad se define como: “lo que los hombres son”. Craso error porque se olvida el carácter normativo de la masculinidad, señalado entre otros magistralmente por Luis Bonino, la masculinidad no es lo que los hombres son, sino lo que los hombres deben ser, quedando ese ideal fuera del alcance de las capacidades del sujeto por definición e instituyéndose a partir de ahí como un imperativo categórico de imposible cumplimiento.

    Ese deber ser traerá sus consecuencias porque la masculinidad no marca solamente la diferencia del hombre con la mujer, señala también su relación con la norma, que Freud definió en términos dobles, por un lado Superyo, con carácter imperativo, por otro, Ideal del Yo con carácter de aspiración o meta. Freud no logró salir de esa contradicción. Esa relación con la norma ideal en la que obligadamente se define la masculinidad será fuente de malestares diversos en el hombre.

    La masculinidad sirve para diferenciar al hombre de la mujer, pero también – señala Bordieu – para ubicarse en el mundo de los hombres, «la virilidad es un concepto eminentemente relacional, construido ante y para los restantes hombres y contra la feminidad, en una especie de miedo de lo femenino, y en primer lugar de sí mismo”9(71)

     

     

  5. Crisis de la masculinidad vs crisis de las relaciones de género.

 

A propósito de esto dice Connell10 que no nos enfrentamos a una crisis de la masculinidad, porque no hay una única masculinidad, hay varias, y esas varias masculinidades configuran prácticas diferenciadas dentro de un sistema de relaciones de género que les confiere legitimidad o adecuación11. Es ese sistema polarizado de relaciones de género el que en todo caso está en crisis y no la masculinidad. La masculinidad, las masculinidades se están transformando, y no podría ser de otro modo dado el declive de la legitimidad patriarcal y el movimiento de emancipación de la mujer, esa transformación dará lugar a crisis que afecten más a unos modelos que a otros, obviamente, pero la razón última no es una crisis de la masculinidad propiamente, la crisis, las crisis no dejan de ser efecto del cuestionamiento radical de un sistema de organización social fundado en la división del trabajo y la asignación de roles diferenciados en función del género.

La interiorización de la masculinidad, como ya hemos avanzado, implica el distanciamiento y la separación respecto del objeto, respecto del otro. Se trata de rechazar la fusión inicial que habría tenido lugar en los estadíos más precoces de la experiencia humana, en la convicción de que tal fusión sería perniciosa para el desarrollo del sujeto. Distanciamiento y separación del objeto caracterizan el mundo masculino y permiten el alejamiento y la negación del universo materno, un universo acusado de infantilizador y potencialmente peligroso por lo tanto, para el logro de una identidad masculina. Como dice Kaufmann, esa relación infantil con la madre se pierde, se abandona, se rechaza, se olvida12 pero con ella y su rechazo se pierde todo un mundo de relaciones caracterizado, no por la separación y objetivación del otro, sino por el intercambio, la intersubjetividad y el reconocimiento mutuo13. Todo eso es lo que hay que reprimir, escindir o borrar para acceder a la identidad de género masculino14.

La introducción de la categoría de género ha sido fundamental para disolver la ecuación planteada por Freud: la anatomía es el destino. Por el contrario, el género no es historia, tampoco es anatomía, y menos aún es destino. Ya Laplanche había advertido de la deriva de Freud, la llamó fourvoiement biologisant15 (desvío biologicista). Laplanche nos obliga a una relectura de la diferencia sexual como base de la constitución del sujeto.

Podríamos pensar si en realidad la diferenciación sexual no funciona como una coartada para la dominación masculina, véase si no cuál es el destino psicosexual de la niña en los estudios psicoanalíticos clásicos acerca del Edipo en la mujer16. Empero, ello no implica la negación de una diferencia sexual, ni siquiera supone la negación de sus importantes consecuencias, lo que discuto es el hecho de que la constitución subjetiva del individuo se asiente única y principalmente en el descubrimiento de esa diferencia sexual, más aún cuando ese descubrimiento, según la teoría psicoanalítica clásica, supone la atribución de una falta de órganos sexuales en la niña a cuenta de una supuesta equiparación entre lo visible y lo existente. El descubrimiento de la diferencia sexual supondría en este orden de cosas, del lado de la niña, el descubrimiento de su inferioridad respecto del varón, de su falta de pene, y con ello las consecuencias en torno a su futuro papel de ser en menos, marcado por la envidia fálica, en la relación con un hombre.

Es por todo esto que consideramos hace falta una redefinición de la subjetividad, pero ya no en función ni de la anatomía, ni del reconocimiento de la diferencia sexual, ni de la primacía del falo. La constitución de la subjetividad desde los estadios más precoces excede con mucho la problemática edípica, como han contribuido a demostrar desde Melanie Klein hasta Daniel Stern, pasando por Winnicott, Jessica Benjamin, o más cerca de nosotros Emilce Dío Bleichmar.

Del origen de la subjetividad y de sus avatares renunciamos a dar cuenta en este breve escrito, pero para sentar unas bases mínimas de nuestro modo de entender el asunto, diríamos que la subjetividad se asienta en la renuncia a la omnipotencia subjetiva que permita un cierto acceso a la realidad, en la construcción de un yo narrativo e integrador y finalmente en el reconocimiento del otro en su alteridad.

Volviendo sobre una posible definición de la masculinidad que nos oriente acerca del pathos que la aqueja, dice Kaufmann17 que ésta – la masculinidad – se ha convertido en una especie de alienación, pues bien, más que una alienación, yo diría que se ha convertido en un síntoma. Hoy más que nunca la masculinidad es un síntoma, en el sentido de que depende de la represión de la dependencia infantil que nos vincula con el otro primordial, ya se trate de la madre, o como propone Rodulfo, del padre anterior al Edipo, ese padre del acercamiento que el autor denomina segundo adulto18en la vida del niño.

Obviamente que sólo en cierto sentido la masculinidad es un síntoma, si introduzco la idea de síntoma, es para resaltar la debilidad intrínseca en la que se asienta esta identidad, habida cuenta que su principal soporte es la negación de cualquier rasgo que pudiera considerarse como femenino, así como la negación de toda una parte de la experiencia constituyente de su subjetividad, en definitiva todo lo que configuró el vínculo primordial con la madre, pero también aunque secundariamente con el padre, con ese padre segundo adulto de Rodulfo, que no encarna la ley, ni se propone en función de corte, sino que meramente se acerca a su hijo con la propuesta de un espacio transicional, un espacio de juegos, un espacio de intersubjetividad y reconocimiento mutuo, que para nada impide ni obstaculiza sino todo lo contrario, la eventual ocupación por parte de ese mismo padre de la mal llamada función paterna, cuando esto sea necesario. Y digo mal llamada porque creo que ya estamos en condiciones de aceptar que las funciones son múltiples, de una parte, y por otra, que si aceptamos con Rodulfo que el psicoanálisis corre el riesgo de reducir el niño a la categoría de hijo, también en paralelo parece constreñir el adulto a la categoría de padre.

La masculinidad tradicional se asienta en una doble operación, por un lado implica la identificación con el padre, “como yo has de ser, como yo no has de ser”, la identificación y no la identidad, de ahí la doble cara de este mandato –como yo …, como yo NO…–, es cierto que tienes que ser como yo, tan cierto como que no podrás. Por otro lado el rechazo de la madre, a la que se atribuye un deseo cuasi utilitario del hijo como sustituto del pene, un deseo compensatorio de la castración que la aqueja.

Ese deseo devorador de la madre del que hay que separarse para ser un hombre, ha dado lugar al mito de las madres patógenas19, pero también al mito del padre como tercero, como representante de la ley de la prohibición del incesto, como aquel que se interpone frente a ese deseo materno de engullir al hijo, de absorberlo o de colonizarlo20. De nada vale el subterfugio de denominarlo función, ya sea función o rol, ya lo desempeñe uno u otro, el objetivo no cambia, la polarización de lo humano en función de los géneros, con la consiguiente sobrevaloración de uno –el varón en función paterna de tercero que representa la ley –, en desmedro de la otra –la mujer en función materna-.

Este sistema de relaciones polarizadas de género es el que entra en crisis al depender por una parte del rechazo de experiencias primordiales del sujeto para acceder a la identidad masculina, pero también de la negación del otro materno como sujeto. La madre, como vimos ayer21 es una función idealizada desprovista de sexualidad y de ambivalencia.

 

Como paradigma de la crisis en las relaciones de género remitimos al análisis que realiza Jessica Benjamin en su texto “Los lazos de amor…”22. En el capítulo II titulado “El amo y el esclavo” la autora analiza un clásico del erotismo, L’histoire d’O, para deconstruir el mito de la dependencia femenina, del masoquismo femenino. En este texto extraordinario postula que bajo ese deseo de sumisión llevado al límite en el relato erótico, late no otra cosa que el deseo de reconocimiento, un deseo que es ¿logrado? al precio de la renuncia a la propia subjetividad. Es decir que, el deseo de dependencia en realidad sería un constructo histórico al servicio de la necesidad de reconocimiento por parte del otro23.

La escisión que constituye la polaridad de los géneros es la responsable de esa imposibilidad del reconocimiento mutuo. Esta polaridad de los géneros sirve para ordenar el mundo, y para mantener un sistema hegemónico masculino denominado patriarcado, patriarcado que legitima un sistema racional propio de la masculinidad, en el cual dicha racionalidad funciona al servicio de una objetividad sin sujeto, es decir, al servicio de negar la subjetividad del otro, ante todo definiéndolo como objeto. La racionalidad, lejos de ser la garantía de una ciencia a-histórica, objetiva y neutral, es un argumento al servicio de un sistema de legitimación y ordenación del mundo.

Todo el modelo patrocéntrico, patriarcal, se sustancia en esa fractura que provoca la negación del otro como condición de la propia existencia. El otro es negado, pero como no puede desaparecer (salvo en situaciones extremas) es reducido a la categoría de objeto, es despojado de su subjetividad. Ello sin embargo, devuelve el problema al sujeto masculino ya que justamente aquella a la que ha de negar para ser, es aquella de la que buscará el reconocimiento porque es aquella precisamente de cuyo reconocimiento depende para ser.

Aquí radica gran parte del fundamento de la crisis de las relaciones de género, que en realidad no solo es una crisis de la masculinidad. Si solo fuera una crisis de la masculinidad nos encontraríamos en una situación que se podría resolver, por ejemplo, mediante el retorno a las prácticas clásicas de la masculinidad, por cierto que hay movimientos “de hombres” que impulsan esa solución. O también mediante la redefinición de las prácticas que definen la masculinidad, o incluso mediante la transformación de la masculinidad o masculinidades. Hay una crisis de un modelo de la masculinidad, de ahí que se pueda recuperar el término masculinidades, y que ese término de cuenta de la existencia de modos alternativos de plantear las relaciones.

Aunque tales cosas ocurran, y están ocurriendo unas y otras, eso no basta, eso no es suficiente, es preciso redefinir el propio sistema de división y ordenación del mundo, de lo contrario nos quedaremos atrapados en el razonamiento del gatopardo: que cambie todo para que no cambie nada.

 

 

Esteban Ferrández Miralles.

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1 Butler, J.: Lenguaje, poder e identidad. Ed. Síntesis, Madrid. 2004.

2 El término falogocéntrico es introducido por Derrida para explicar que el orden social gira en torno a dos ejes, el falo como lugar de representación sexual por excelencia, y el logos como medio privilegiado.

3 Bordieu, P.: La dominación masculina. Anagrama. Barcelona, 2000.

4 Kaufmann es ensayista, conduce talleres grupales y fue fundador de la White Ribbon Campaign (la campaña del lazo blanco).

5 Kaufmann, M.: Los hombres, el feminismo y las experiencias contradictorias del poder
entre los hombres. Internet

6 Bonino, L.: “Deconstruyendo la normalidad masculina. Apuntes para una ‘psicopatología’ del género masculino”. Actualidad Psicológica, año XXIII, nº 253.

7 Siguiendo los postulados que Margaret Mahler y sus seguidores han establecido sobre el desarrollo del individuo en términos de separación e individuación. Para una síntesis de las ideas de Mahler y seguidores vease: El nacimiento psicológico del infante humano. Simbiosis e individuación. Enlace Editorial. México, 2002.

8 Curso de Responsabilidades compartidas. Escuela de Trabajo Social. Murcia. 2001.

9 Bordieu, P.: op. cit.

10 Connell, R.W., 1995, Masculinities, Cambridge Un. Press. London.

11 Podríamos hablar de una crisis de la masculinidad, pero no hay una masculinidad, decíamos, hay varias, Connell describe al menos cuatro. La hegemónica, la subordinada, la cómplice y la marginada. Ninguna se refiere a patrones o a características fijas, sino a los lugares que ocupan y a los discursos que detentan.

La masculinidad hegemónica es simplemente la que ocupa el lugar disputado de la hegemonía en un modelo de relaciones de género. La masculinidad gay es la subordinada más evidente, aunque no la única, puesto que la subordinación viene de su asimilación o acercamiento a lo femenino.

La masculinidad cómplice representaría probablemente al grueso de la población masculina, que probablemente ni se acerca ni se identifica plenamente con los valores hegemónicos de la masculinidad, pero obtiene sus dividendos de la misma.

Por último la masculinidad marginada, en la que el autor (Robert W. Connell) sitúa por ejemplo a la población negra de Estados Unidos o la población aborigen en Australia.

Hay que concluir que, de todos modos, como queda evidenciado en la distribución descrita, los patrones hegemónicos de la masculinidad nos afectan a todos, y no podía ser de otro modo cuando en gran medida son inconscientes.

 

12 Una de las formas que toma este distanciamiento, común en muchos hombres, es la idealización de la mamá. Esa idealización supone un grave obstáculo, a menudo, en su relación con una mujer en tanto que otro semejante.

13 Esta es la tesis principal de la obra de Jessica Benjamin, como se puede comprobar en sus textos. El rechazo, le renegación de las experiencias primeras tiene consecuencias para ambos partenaires: la madre y el hijo varón.

14 Michael Kaufmann señala que la masculinidad hegemónica se asienta sobre ilusiones infantiles de omnipotencia (control de lo interno y de lo externo), un control imposible de lograr y que por tanto es fuente de dolor para el hombre. Un dolor ligado por cierto a la imposibilidad de lograr la identidad.

15 Seminario del D.E.A. de Censier, Paris VII, 199….

16 Para un resumen mínimo de los planteamientos psicoanalíticos véase el texto de Chasseguet Smirguel « La sexualidad femenina”, Biblioteca Nueva. Madrid, 1999.

17 Op. cit.

18 Rodulfo, R.: El psicoanálisis de nuevo. Elementos para la deconstrucción del psicoanálisis tradicional. Eudeba. Buenos Aires, 2004.

19 Obviamente no discuto la existencia de la madre patógena, lo que cuestiono es el carácter estructural que se ha pretendido otorgar a esta realidad, convirtiendo lo particular en universal, lo existente en normativo.

20 Un mito que ha de tenerse muy en cuenta para entender algunas de las patologías masculinas actuales.

21 Nos referimos a la conferencia pronunciada en las mismas jornadas el día anterior a cargo de Rossana López Sabater.

22 Benjamin, J.: Los lazos de amor. Psicoanálisis, feminismo y el problema de la dominación”. Paidós, 1996. Buenos Aires.

23 La autora hace mucho hincapié en su relectura de Hegel para comprender el problema de la dominación y lo hace de modo brillante. Hegel el primero en mostrar, junto con Freud, el conflicto que atraviesa al sujeto, entre su deseo de afirmarse y su necesidad de reconocimiento por parte del otro. Ahora bien, la concepción, la rectificación que la autora opera sobre Hegel es la siguiente: si bien para Hegel el conflicto es irresoluble, la fractura no es evitable, dando lugar a la dialéctica del amo y del esclavo, sin embargo para la autora, precisamente es la fractura de ambos deseos la que conduce al problema de la dominación característico de la hegemonía masculina.