El tema que propone este congreso es de una magnitud que estremece. Voy a dedicar una parte de mi tiempo a glosar o desglosar sus términos y posicionarme ante ellos, en eco al texto introductorio que proponen los organizadores.
Supongo que la “y” de Identidad y Globalización no indica sólo yuxtaposición o vecindad de términos sino la percepción de un nudo que reformula las relaciones de subjetividad y realidad socio política en la actualidad. El desafío es poder articular ambos términos en una sintaxis significante que aporte alguna luz a los dilemas y catástrofes del mundo de hoy, a los cambios que nos tienen atónitos o perplejos para los que las claves decodificadoras del pasado parecen instrumentos insuficientes para dar cuenta de los hechos, de allí el predicado de Nuevos Desafíos para el psicoanálisis. Advierto que “Nuevos Desafíos” es una expresión que suele desatar posturas confrontativas entre conservadores y renovadores, -la historia nos muestra que ambos son necesarios. Por eso hemos preferido pensar en términos de permanencias y cambios en nuestras prácticas y en nuestra reflexión. Creo que sería prematuro hablar de nuevas teorías o paradigmas, el desafío de hoy es semiotizar con alguna sagacidad los hechos relevantes del mundo actual, de la mutación civilizatoria que transitamos con recursos de la herencia freudiana tradicionales o innovadores, y eso es ya tarea ardua y suficiente. El relevo cultural nunca es de negro a blanco y usar la herencia para renovarnos me parece una postura inteligente que esta hoy amenazada en el desprecio de la tradición y la adhesión hipnótica a modas fulgurantes.
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¿A qué le llamamos identidad humana en la globalización del siglo XXI? ¿Cómo descubrimos o construimos lo que nos es propio y lo que nos es ajeno? ¿Cómo discernimos los factores endógenos, psicógenos y los factores externos culturales o sociogénicos para construir esa entidad – (estable o mutante)- que llamamos identidad? (En verdad el concepto “Identidad” es más un concepto antropológico que psicoanalítico. No existe como concepto en psicoanálisis la noción de identidad, esto lo voy a discutir más adelante).
Y finalmente, ¿qué sentido y finalidad tiene formularse todas estas preguntas? No son cuestiones metafísicas ni académicas: en nombre de formulaciones explícitas o implícitas a cuestiones identitarias se han cometido en el siglo XX y se cometen en el siglo XXI los más crueles genocidios, las mayores empresas de dominación y exterminación de la modernidad. Es este efecto nefasto que nos conmina a la interrogación, porque la utopía de una unidad armoniosa en la especie humana, ha sido hasta hoy un rotundo fracaso. Identidad y globalización son una apuesta a descubrir formas de convivencia solidarias menos destructivas de las que prevalecen en el mundo de hoy y amenazan destruir a la humanidad.
Si nuestra reflexión teórico-clínica va a ser útil o no para modificar este curso trágico de la historia, es una pregunta que desborda mi capacidad de futurólogo. Más modestamente, podemos decir qué es lo poco que podemos y sabemos hacer, y de consiguiente eso ya es suficiente para el imperativo ético de contribuir: el tiempo y la historia son los que juzgarán sobre la eficacia o tontería de nuestro aporte, el que focaliza lo íntimo (el caos salvaje de lo íntimo) y sus efectos o consecuencias en el lazo social, en los vínculos, en la convivencia familiar, micro grupal y societaria.
Volvamos al principio. ¿De qué hablamos cuando hablamos de identidad? ¿De esencias invariantes y fijas como cuando decimos madera, metal, vidrio, agua? Es menester despejar el error radical de ese enfoque, la noción de identidad no es la misma en ciencias de la naturaleza que en la disciplinas del sujeto, las ciencias humanas. La tentación de un tobogán hacia una fijeza parmenidea de cualidades o atributos estables, son caminos más o menos tortuosos de la taxonomía que terminan llevándonos a la xenofobia y por su intermedio al campo de concentración o del manicomio. El xenófobo es un taxonomista, un clasificador. La identidad como punto fijo o invariante lleva al substancialismo de las ciencias naturales… y para explorar ese universo insondable que llamamos identidad, o naturaleza humana o condición humana, hay que despojarse de esa fijeza esencialista.
Salvo que nos refugiemos en los elementos limitados a su fuente biológica: la bipedestación, la oposición del pulgar, el ADN o la morfología del cráneo o los descubrimientos en neurociencia del funcionamiento cerebral. Pero lo que nos interesa aquí es la definición de lo humano desbordando su determinismo biológico, la especificidad de la condición humana que nos convoca aquí es de orden cultural y las invariantes biológicas resultan más irrelevantes.
Lo que nos importa y nos es accesible a la exploración en psicoanálisis y ciencias humanas no son ya las esencias sino los algoritmos de sus variaciones. Hecho que cambia el enfoque o la perspectiva de investigación. Ya pretendemos menos explicar y predecir y lo que le pedimos a la ciencia –a la reflexión – son capacidades para explorar. Reconocemos fraccionariamente cambios o contrastes entre cómo fuimos y cómo seremos… o querremos ser, lo que importa es la variación, como tope de nuestro horizonte de lectura. Es la variación y no la cualidad esencial, el blanco o la meta de la indagatoria. Esta es la revolución más significativa del conocimiento ente la edad clásica y la modernidad, postula Stephen Gould y yo lo comparto.
¿Con qué parámetros entonces definir la Identidad? Estamos lejos del ideal antropocéntrico del Hipokeimenon (un yo conciente de sus cualidades y atributos), de una conciencia capaz de reproducir en el interior, (en la psyche) o Innenwelt las cualidades del Unwelt (el mundo exterior) en una especularidad sin fallas ni distorsiones, ni pérdidas. Buscando una objetividad racional de lo subjetivo, que siguen reivindicando ciertos enfoques empíricos. Más que en la claridad del iluminismo y la tautología de la autoafirmación buscamos un sujeto en el límite de su extinción, en sus crisis de sentido, que lo obligan cada vez a reformularse. Es allí que hurgamos. Un sujeto siempre en devenir, en proceso, nunca acabado, en crisis, no como substrato, inamovible de la contemplación. Y crisis o cambio, no son el accidente, sino la verdad y razón de ser de la función significante. Hoy buscamos el sujeto en la construcción de sentidos, ojalá siempre en movimiento y mutación, nunca en una fijeza inercial y corruptora. Es en esta itinerancia, en este movimiento exploratorio, que se apoyan las ciencias del sujeto en la actualidad, es decisivo no deslumbrarnos con nuestros hallazgos y descubrimientos sino reconocerlos como efímeros y perimibles, inscritos en el movimiento de la historia social y no en la fijeza de la biología.
El término identidad –cuando apunta a definir la condición humana contemporánea- merece ser pensado fuera de la lógica aristotélica donde (A = A’) o en las ciencias de la naturaleza donde el término apunta a la constancia y estabilidad de cualidades y atributos a definir la sustancia: el metal del vidrio o la madera, que se definen sí por la fijeza de sus propiedades. En esa perspectiva que buscó seguir una naturaleza humana donde los criterios biológicos daban el sustrato. Estas definiciones no sólo nos ponen en la falsa ruta de lo accesorio sino que pueden
resultar peligrosas al aportar datos de taxonomía que luego son utilizados con fines xenófobos. Por eso Levi Strauss advierte que toda definición precisa sobre la humanidad inicia el camino hacia los campos de concentración. En contraposición a la postulación de estabilidad y fijeza de referencias en cualidades durables, nosotros optamos por una definición significante donde un sujeto se hace tal cuando toma conciencia de una significación. Y la significación, el trabajo psíquico de apropiación de sentido, de búsqueda y apropiación de sentido, es perpetuo, interminable y fallante. En vez de buscar la fijeza y la estabilidad que sugiere el término identidad, lo que se procura es localizar la producción de sujeto que resulta de los momentos de crisis, de locura, donde el sujeto cambia su régimen significante.
Hoy el dilema de la identidad del sujeto contemporáneo es descubrir y describir cómo se sumerge en un cambio civilizatorio vertiginoso y cómo se produce la interiorización en un tiempo vivencial interiorizado de ese acontecer social vertiginoso. Velocidad con pérdida de espesor y consistencia del fuero interior, crisis de la introspección y la plegaria, dice Julia Kristeva, pérdida de la capacidad interrogativa y autoteorizante propia de la condición humana como creíamos en la modernidad. Derrumbe de los relatos colectivos y de sus formas organizacionales para dar paso a un sujeto autoengendrado.
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¿Qué es lo propio, qué es lo ajeno, en la aldea planetaria?
Siguiendo un linaje freudiano sabemos de la primacía o prioridad del otro. No hay la autarquía de un sujeto aislado, el nosotros precede al Yo en una extensión y jerarquía que sería difícil de exagerar. La singularidad de un sujeto –siendo crucial- no es más que una parcela en el inmenso territorio de sus almas colectivas, tanto impuesto por sus genes como por el mandato de la cultura y de la lengua. El otro siempre está, como socio, adversario, modelo o rival, ya lo advertía Freud hace 90 años, toda psicología es social. La identidad de un sujeto, su individuación, su singularidad ineludible, se recorta en ese cúmulo de determinaciones.
El itinerario que voy trazando es para condenar la noción de identidad, como perfil autorreferido y autosuficiente del taxonomista. La mismidad de los hombres, propone H.Arendt, sólo se dibuja en el relieve y el contraste con la identidad de otros hombres… y el consiguiente corolario: la diversidad es el rasgo que da mayor riqueza a la condición humana.
Discriminar es allí una palabra clave porque vale tanto para celebrar la sagacidad del semiólogo o del poeta cuando pautan y marcan la riqueza de las diferencias, el descubrimiento de los meandros de la diversidad, como fuente de creación de poiesis así como también usamos el mismo término (discriminar) como el arma criminal del xenófobo para denostar, denigrar o asesinar al diferente como inferior.
Reitero: el sujeto es obra y es autor, es el agente y el producto, siempre en proceso, nunca concluido, evitando siempre la tautología de una identidad consigo mismo.
Le robo a mi amigo Vicente Galli una cita de Juan Gelman: “La poesía habla al ser humano no como ser hecho, sino por hacer, le descubre espacios interiores que ignoraba tener y que por eso no tenía. Va a la realidad y la devuelve otra. Nombra lo que la esperaba oculto en el fondo de los tiempos y es memoria de lo no sucedido todavía. Sólo en lo desconocido canta la poesía. Ella acepta el espesor de la tragedia humana, pero no obedece al principio de realidad sino al orden del deseo. Se instala en la lengua como cuerpo y no la deja dormir”. Este es un texto de Juan Gelman que Vicente Galli recoge en un notable trabajo que llama Humildad Poiética psicoanalítica, presentado en el último Congreso de FEPAL.
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Desde el comienzo de la vida psíquica solo podemos concebir al sujeto humano como una conciencia operante en la búsqueda de sentido, de una significación del mundo y de si mismo, en estrecha correlación. Y cuando decimos mundo pensamos sobre todo en los otros humanos que nos envuelven y modelan, y en cuyo espejo nos construimos. Pero quizás debamos también pensar en la naturaleza, en la querencia (o geografía patética), la montaña o la pampa, la selva o el desierto, el trópico o el hielo de la estepa, la luz y la transparencia del cielo, o las nieblas grises de la atmósfera. Aunque hoy en tiempos de globalización y luz eléctrica, esta geografía ancestral esta opacada y reemplazada por el monopolio uniformizante de las moles de cemento, las luces de la publicidad y el ruido, y el olor monocorde de los automóviles. El cielo ha desaparecido, la ciudad se homogeniza. ¿Es este el mentado progreso de la globalización? ¿Cómo se construye hoy -con el lenguaje- la relación a la querencia y la cultura? Yo pienso que esta operación de construcción identitaria (orilla conciente de lo que los freudianos llamamos estructuración psíquica), es una faceta, una operación decisiva, una configuración de la humanidad del sujeto.
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Globalización y diversidad pugnan en direcciones opuestas. Si uno visita Guatemala, cuyo territorio es de apenas cien mil kilómetros cuadrados, cada etnia tiene sus dialectos propios y las ropas que visten, en la diversidad de sus colores y diseños indican la especificidad de su origen y pertenencia. En las antípodas los supermodernos que estamos presentes en esta sala, la raza transnacional de los Psicoanalistas universitarios y académicos, que buscamos en el inglés el esperanto de la época y en nuestras ropas y modas las grifas que nos distinguen en la homogénea estupidez de la elegancia, resultan un contraste a pensar en estos tiempos de globalización.
Yo no busco reivindicar un arcaísmo fundamentalista, pero tomo de Hannah Arendt la noción de que la diversidad singularizante es la mayor riqueza de nuestra especie, promotora de progreso de cultura y civilización, me rehúso a suscribir a una globalización como sometimiento a una hegemonía imperial, veneno de la historia, y propongo reivindicar por sus relieves a nuestra propia singularidad, a inventar, a construir en la multiplicidad. La globalización puede ser entendida como la consecuencia fatal de la expansión tecnológica que conduce a la homogeneización productiva, solo regulada por el mercado, por la renta, y el beneficio mercantil. Dice Viviane Forrester en su libro el Horror Económico que es falso subsumir la mundialización al neoliberalismo y las leyes de mercado, fusionar ambos términos en la misma ecuación. Postula que hay que inventar otras formas de globalización no solo subordinadas al mercado y al lucro, sino al servicio del valor arendtiano de la diversidad. Dice Clifford Geertz: “Nuestra próxima necesidad (…) no es la construcción de una cultura universal a semejanza del idioma esperanto, ni la invención de una vasta tecnología de organización humana, sino aumentar las posibilidades de un discurso inteligible entre gentes que difieren mucho en intereses, aspecto, riqueza y poder, y que sin embargo se encuentran en un mismo mundo donde permanecen en conexión constante, y donde al mismo tiempo es cada vez más difícil apartarse del camino de los demás” (1)
Esta me parece ser una tarea prioritaria de los psicoanalistas para este siglo como
fue el descubrimiento de la sexualidad infantil en el siglo XIX.
¿A qué llamamos, entonces, identidad en el mundo de hoy?
De la filiación a la afiliación
El hombre se define en la conjunción de su cuerpo y de su nombre. El ciudadano se define por una filiación, una inscripción en una genealogía. La familia, luego la escuela y el trabajo, le otorgan un lugar y un rol social. Lo insertan en una pertenencia. Su documento de identidad hace cuerpo con su persona, el exiliado y el migrante saben hasta qué punto este resulta un órgano esencial. La lengua y la querencia marcan una pertenencia, una afiliación, donde el sí mismo se dibuja reflejándose en una multitud de espejos con sus semejantes, en sus similitudes y contrastes. Son referentes sociales que proveen el andamiaje para la estructuración psíquica y organizan la mente en una diversidad de estilos.
Seguramente la morfología biológica hará su aporte, el color de la piel, la variedad de biotipos y facciones, la talla, el color de los ojos, facilitan el reconocimiento de similitudes y diferencias. Es con esta diversidad de ingredientes crudos que se cocina o se amasa la silueta de esa construcción imaginaria, ficcional, que llamamos nuestra identidad. Es en ese proceso donde el material bruto y el resultante –por alguna razón que se ha podido describir pero no explicar- se va sacralizando lo que se conoce como propio y diabolizando lo ajeno. Lo que en antropología se ha llamado etnocentrismo, proceso por el cual el yo y el nosotros se torna excelso y admirable, y el otro o los otros, abominables o amenazantes. La pasión deportiva es el ejemplo accesible y el más elocuente en un nivel lúdico y el componente étnico de guerras y genocidios, la expresión más cruel y abyecta para evacuar esa rivalidad originaria e imaginaria que atiza el fuego de nuestras pasiones, ese narcisismo primitivo y criminal de nuestros comienzos.
El ser de un cierto modo y no de otro domestica y sujeta al sujeto, lo ubica en ese espacio ilimitado de ser todo y no ser nada. Operación que Jacques Lacan ha descrito con sagacidad mostrando como el mismo gesto que lo constituye y configura como alguien simultáneamente lo captura y aliena en el universo simbólico de su lengua y su cultura. El yo y el otro, identificación a lo humano, en un espejo de signos y miradas, configura una génesis del sujeto diferente a la teoría de las relaciones objetales ya que esta lo piensa como la expansión o fortalecimiento de un yo débil del comienzo. Son ficciones teóricas diferentes, tal vez opuestas, que inspiran concepciones diferentes de la constitución del sujeto, del origen del síntoma y de las estrategias de interpretación.
La identidad – (lo propio) no es la autorreferencia de determinadas cualidades o atributos, sino la confrontación conflictual perpetua de quienes coinciden con mis gustos y apetencias o de quienes lo rechazan. Por consiguiente, el trabajo con la alteridad comienza muy temprano y dura para siempre, nunca concluye. Se requiere un arduo y largo trabajo con el narciso primitivo que todos albergamos, monstruo autoreferente que sólo se quiere a sí mismo y no tolera la alteridad. El trabajo psíquico de aceptación, lo que Derrida llama “desasosiego identitario”, ese trabajo interminable con uno mismo, que surge de la imposibilidad de concluir quién soy o quiénes somos (siempre hay un péndulo entre lo singular y plural). Trabajo inconcluso o perennidad… gloria o desgracia de la condición humana.
Este es el desafío, el trabajo psíquico de construcción identitaria que lo seres humanos llevamos a cabo cuando las necesidades básicas están colmadas. Es el mundo de los incluidos que constituye la mitad pensante de la humanidad. Pero solo la mitad. No quiero concluir un texto sobre Identidad y Globalización sin un párrafo que hable de la exclusión.
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EXCLUSIÓN EN EL MUNDO DE HOY
Usando como referente el excelente libro de Silvia Duschatzky y Cristina Merea (“Chicos en banda”), voy a caracterizar la exclusión no sólo como una sustracción, un estado carencial (en el plano material y cultural), sino como un proceso activo y constante que se define por el ataque a los procesos de filiación y de pertenencia, y a la pérdida de horizontes e imaginarios de futuro. No es la falta de algo sino la inyección de un veneno des-socializante.
La expulsión del marco productivo – material y simbólico- es un proceso activo, constante y renovado que tiende a producir lo que las autoras llaman un des-existente: Seres superfluos o descartables que son eliminables del tejido urbano, como en el trabajo de tintorería se hace con las manchas de la ropa después de una comida pantagruélica. Lo visible de los datos de exclusión es la falta de trabajo y de escolarización, la vagancia, la rapiña, el consumo de drogas psicoactivas, la disolución de vínculos familiares. Pero estos hechos propician las condiciones para la creación de nuevas subjetividades, de nuevos códigos de convivencia, modos de significación inéditos a nuestra comprensión y construcción de valores propios o adecuados a esas condiciones de vida. La vocación gregaria del ser humano, su necesidad de construir lo social para vivir lleva a que los excluidos de la sociedad de los hombres se reagrupen en pertenencias grupales vicariantes, pandillas, tribus, que reconfiguran un gran Otro Protésico.
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Las autoras invocan la noción de Nuda Vida (que Agamben toma de Benjamín), quien a su vez se apoya en la diferencia que los griegos hacían entre Bios –el hombre en sus necesidades y dimensiones biológicas- y el Zoon –el sujeto resultante de la vida social, como producto determinado de lo propio y singular de cada comunidad humana. Desde esta distinción podemos discernir cuanto de nuestros procesos identitarios se fundan en la filiación, en las adhesiones pertenencias, en el reconocernos y ser reconocidos por nuestras afiliaciones, espejo grupal que nos humaniza y dibuja el perfil propio de nuestra singularidad. De eso carecen los excluidos, los no integrados del espejo humano para construirse e instituirse como sujetos únicos. Cuando la cohesión del lazo social humano se fragiliza o rompe y se reemplaza por un otro protésico a menudo siniestro, el de la pandilla sociopática. Las maras centroamericanas parecen ser una expresión visible de esta lógica.
Apoyándome en las reflexiones de esta herencia cultural, entiendo que el contraste entre la Nuda Vida (sujetos humanos superfluos, descartables) y los inscriptos en un universo simbólico compartido, es la diferencia decisiva para marcar el intervalo entre incluidos y excluidos, poniendo acento en la subjetividad (en la sustancia psíquica), sin recurrir al rodeo de su definición por factores sociológicos. No son lecturas opuestas sino complementarias, pero distinguirlas y no subsumir la perspectiva endopsíquica de la transpersonal me parece imprescindible para emprender acciones que se pretendan reparadoras.
La evolución de la carencia de cohesión grupal no es fatalmente siniestra. También existen prácticas de subjetividad solidaria qu
e se despliegan cuando las gentes son destituidas del orden hegemónico vigente, nuevas formas de habitar la pobreza y construir nuevos referentes de convivencia. Se trata de que la academia y las políticas gubernamentales sepan distinguir una cosa de otra, lo sano de lo enfermo. Intervenir en los márgenes no es sólo un asunto de voluntarismo generoso sino de sagacidad y sudor.
¿En qué medida las instituciones rehabilitadoras u ortopédicas que podemos inventar y crear son aptas y capaces de revertir ese proceso des-socializante?
¿De qué modo la escuela o el hogar sustituto pueden reconocer los efectos y consecuencias de ese proceso de des-estructuración subjetiva y promover la construcción de nuevos códigos de convivencia que reintegre los márgenes al tejido social. Coincido con Dufour que el neoliberalismo no es sólo la mundialización de un sistema productivo sino un ataque a la subjetividad. Por eso los narcotraficantes o las iglesias sincréticas, pueden configurar un núcleo de parentesco a veces más sólido que nuestras instituciones ortopédicas. La potencia soberana del mercado está transformando la noción histórica del ciudadano, en la figura administrativa del consumidor y el contribuyente. El conciudadano es un prójimo personalizado, la red de consumidores es anónima. El conciudadano es un referente y un espejo de un prójimo o semejante, el consumidor es una presa, un rival o un competidor y la violencia competitiva es el modo pregnante de estar con los otros. Los valores republicanos de la modernidad, igualdad y fraternidad, están disponibles pero carecen de la vigencia y el prestigio para constituirse en referentes de autoridad y regular la relación entre integrados y excluidos (cuya expresión guerrera son las maras y otras pandillas sociopáticas). Eso que consumimos a diario en el mercado mediático de la crónica roja y de los índices crecientes de inseguridad ciudadana. Hasta financieramente –(y no sólo desde el punto de vista ético)- el sistema carcelario es más costoso que los dispositivos de rehabilitación. En la urbe anónima del presente, y su cultura de consumo, ya no hay un sujeto sujetado (constituido sobre un sistema referencial de valores compartidos) sino un sujeto autoengendrado que se define a partir de si mismo y de la invención de sus propios códigos. La condición del semejante (piensen en los Irakíes y los soldados yanquis ocupantes) no es una construcción espontánea entre dos o varios sujetos, solo la ley –como tercero de apelación: sólo la ley habilita la construcción de un semejante, sujeto a los mismos derechos y deberes, a las mismas exigencias que el si mismos.
Marcelo N. Viñar
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