NACIONALISMO, SEXUALIDAD, IDENTIDAD.


Miguel Angel Gonzalez Torres1,2,3, Aranzazu Fernandez Rivas2,3

1Centro Psicoanalítico de Madrid

2Departamento de Neurociencias. Universidad del País Vasco. Bilbao

3Servicio de Psiquiatría. Hospital de Basurto, Bilbao


“Una nación… es un grupo de personas unidas por un error compartido acerca de su pasado y un rechazo compartido hacia sus vecinos”

Karl Deutsch


Nacionalismo, sexualidad, Identidad


Uno de los aspectos básicos que constituyen el sujeto y convierten al ser humano en protagonista de su historia es su identidad. Cada humano debe responder a dos preguntas básicas: ¿quién soy? Y ¿qué me distingue de los demás y me hace único?. Las respuestas a esas preguntas, aparentemente simples, son a veces el resultado de toda una vida. Al modo de un árbol con sus ramas viejas y nuevas y su corteza llena de marcas y cicatrices, mostramos nuevos perfiles que nos hacen distintos a nuestra propia figura del pasado.


El nacionalismo es, además de un movimiento político, la fuente de una identidad valiosa. Se trata de una identidad valiosa otorgada y no lograda a través de una tarea, de un quehacer que nos convierte en (buen) padre, en hijo, en amigo, en amante, en profesional. El nacionalismo ofrece una identidad valiosa prácticamente gratuita. El hecho de haber nacido aquí en lugar de allí, de poseer estas características físicas o raciales, de profesar una religión en vez de otra, de hablar un idioma y no otro… se convierte en criterio suficiente para situarse dentro del grupo elegido y no fuera. La mayoría de las características señaladas son fruto del azar o proceden de decisiones de los progenitores y por tanto son ajenas a la voluntad del individuo. En cualquier caso el individuo en esta posición se percibe como dentro de un grupo notable y poseedor de unas características valiosas que quizá antes no creía poseer.


Es fascinante observar cómo el atractivo indudable de ese mensaje nacionalista es capaz de atraer hacia sí incluso a personas que por su educación y experiencia debieran ser inmunes ante las simplificaciones groseras de la historia que acompañan esos movimientos.


Arnold Schoenberg, figura central de la música contemporánea, vienés de ascendencia judía, escribía en una carta a Alma Mahler en agosto de 1914. “… pero ahora llega el desquite; ahora arrojaremos a estos mediocres sembradores de kitsch [Bizet, Stravinsky, Ravel, que el identificaba como representantes de una música francesa decadente] a la esclavitud y habrán de aprender a venerar el espíritu alemán y el Dios alemán.”


Si Schoenberg o más tarde el propio Heidegger cayeron presa por un tiempo de los cantos de sirena nacionalista, ¿quién está libre de dejarse arrullar por este antiguo lamento? ¿Quién tendrá fuerza para atarse al mástil como Ulises y así no ser engullido por esa dulce y envenenada melodía, tan gratificante?


La sexualidad constituye un pilar de la identidad. Tanto la orientación del deseo, como el modo en el que ese deseo se pone en juego y evoluciona hasta convertirnos en sujetos sexuados y sexuales representa uno de los cimientos básicos de nuestra esencia humana. Soy hombre o mujer, me siento atraído por unas u otros y esa atracción da lugar a un modo de construir la relación con rasgos distintivos. El proceso de construcción de la identidad sexual es complejo y ocurre en etapas muy tempranas de la vida, considerando autores contemporáneos que la firme convicción de pertenecer a uno u otro sexo se adquiere en etapas claramente preedípicas (Stoller 1984, 1985).


La nación y el nacionalismo


En este texto entendemos por “nacionalismo” a una posición política y por tanto cultural y social en la que el valor fundamental es la pertenencia a un grupo determinado compuesto por semejantes que comparten territorio, raza, lengua, religión o lugar de nacimiento. De ese modo, el valor máximo que determina la pertenencia de un individuo al colectivo y la identidad de todos no es lo que los individuos crean, comparten e intercambian sino aquellas características que poseen desde la cuna, determinadas por el lugar de nacimiento o la familia.


Por este motivo, en nuestra opinión todos los movimientos nacionalistas, incluidos aquellos que se autodenominan “progresistas” o “de izquierda” comparten con las posiciones políticamente más conservadoras esa consideración de la cuna como elemento determinante, no sólo de la identidad sino del papel político del individuo.


Aunque la narrativa nacionalista tiende siempre a señalar orígenes remotos para sus propuestas, el concepto actual de nación es moderno y no aparece en la cultura occidental hasta el siglo XVIII. En castellano, la acepción moderna del término nación no queda reflejada en el Diccionario de la RAE hasta la edición de 1884; casi ayer, en términos históricos. Un intento de definición, muy utilizado, es el propuesto por Iosif Dzhugasvili (Stalin) en 1912 (cit. En Hobsbawm 1991): “Una nación es una comunidad estable, fruto de la evolución histórica, de lengua, territorio, vida económica y composición psicológica que se manifiesta en una comunidad de cultura”.


La mayoría de intentos de describir lo que es una nación se mueven en las coordenadas marcadas por Stalin, que se tornan muy borrosas cuando desde los libros, las proclamas o los discursos descendemos hacia la realidad. En ella la diversidad, la heterogeneidad y el solapamiento de identidades múltiples, en el sentido de Maalouf (2004) son siempre más relevantes.


El General Franco, sin duda nacionalista, definía durante la dictadura a España como “una unidad de destino en lo universal”. En otras palabras, Franco hablaba de una comunidad de deseos, un ideal del yo grupal que arrastra a los individuos (de ahí el término “movimiento”, tan querido a agrupaciones nacionalistas) hacia un futuro soñado e idílico, en general ligado a un pasado mítico y feliz del que ese grupo humano fue alejado por fuerzas enemigas.


Los criterios que definen a una nación son borrosos y cambiantes. Hobsbaum, uno de los historiadores básicos del nacionalismo (Hobsbaum 2004) considera a esos criterios como siempre ambiguos y en ocasiones radicalmente falsos. Esa falsedad procede de un proceso paulatino de invención de un pasado que justifica un movimiento hacia el futuro, tal como señala el propio Hobsbaum en su obra “The invention of tradition” (1992).


La entidad que conocemos como “nación” no puede ser definida mediante criterios válidos y sólo puede ser reconocida a posteriori. La nación no constituye una entidad social primaria ni invariable. Los grupos sociales establecen lazos de cohesión muy diferentes, a veces construyendo “naciones” y a veces no. Esto ocurre tanto a lo largo de la historia, cuando lanzamos una mirada longitudinal como también en los diferentes lugares del mundo en un momento dado. Hobsbaum nos advierte (1992) cómo la ingeniería social y la pura y simple invención son elementos básicos de la construcción de la nación. Tradiciones que hoy creemos milenarias fueron creadas muchas veces hace décadas, mediante procesos de modificación de identidades sociales que pueden ser detallados a partir de estudios históricos. Naciones muy antiguas, como Francia o España, o muy nuevas como Israel (Sand 2009) recurren a la selección e invención directa de hechos y tradiciones para promover una identidad colectiva determinada.


Por tanto, podemos afirmar que el nacionalismo precede y construye a la nación pues esta surge de aquel. La nación aparecería al responder la sociedad afirmativamente al reto que plantea el nacionalismo. Este ofrece al grupo una nueva identidad, construida como todas en base a visiones fantásticas del pasado y del futuro. Cuando el grupo asume la nueva identidad como propia, surge la nación que es pues, básicamente, un mito (Geary 2002 en Eakin 2009).


La reflexión sobre el nacionalismo en psicoanálisis está muy ligada a la obra de Vamik Volkan. Este autor (Volkan 2006, 2009) examina los procesos psicológicos y sociales que afectan a los “grandes grupos (large-groups)”, representativos de los colectivos nacionales. Los considera compuestos por miles o incluso millones de individuos que comparten una experiencia subjetiva de identidad y pertenencia. En esa identidad ocupan un papel central las “chosen glories”, acontecimientos del pasado seleccionados por el grupo por su capacidad para evocar imágenes ideales del colectivo y, sobre todo, los “chosen traumas”, o eventos representativos de una herida sufrida de especial relevancia. La psicología de los grandes grupos se compone de aquellos procesos dirigidos a mantener, reparar y proteger esa identidad. En situaciones de crisis los grupos grandes realizan movimientos regresivos, adquiriendo mayor intensidad la necesidad de diferenciarse (“non sameness”) de los grupos enemigos y a la vez de f
ortalecer las barreras psicológicas con ellos. En el proceso de construcción de esa identidad de grupo grande (large-group identity) tiene una importancia clave la selección de “suitable targets of externalisation” (Volkan 1988), reservorios permanentes de las imágenes, positivas y negativas, del self y del objeto que no han sido completamente integradas. Esas dianas de externalización se convierten así en los precursores de las representaciones de grupos grandes aliados o enemigos.


Identidad


La identidad nunca es estática. Sea a nivel individual o social, está inmersa en un proceso de cambio permanente. Nuestra concepción de nosotros mismos va variando a lo largo del tiempo y con ella oscila también el pasado y el futuro. La historia se halla en cambio constante, no sólo porque lo que sabemos del pasado se modifica (a veces conocemos cosas nuevas, a veces olvidamos lo que sabíamos) sino porque debe existir siempre un equilibrio difícil entre el pasado que justifica nuestro presente, la visión actual de nosotros mismos y la fantasía del futuro que nos arrastra. Pasado y futuro deben ser remaquillados para mostrar los perfiles sintónicos con este presente en mutación permanente. Las famosas fotografías manipuladas de Stalin, en las que los líderes de la revolución de Octubre iban siendo borrados al compás de los juicios farsa que los condenaban, son testigos de este fenómeno. Los héroes de ayer, al convertirse en los traidores de hoy perdían el derecho a ocupar el pasado, su pasado.


El concepto de identidad ha ido adquiriendo mayor complejidad con los años en el pensamiento psicoanalítico. Erik Erikson delineó aspectos fundamentales del concepto que todavía hoy poseen plena actualidad. El describió la identidad como una síntesis de funciones yoicas y de la consolidación de una vivencia de solidaridad con los ideales grupales y la identidad grupal por el otro. Apuntaba además (1980) que “No puede haber identidad que no implique rechazo de roles inaceptables”. Otto Kernberg (2006) recoge y amplia esta visión de la identidad, señalando que el concepto de identidad yoica formulado originalmente por Eriksson, incluye en su definición la integración del concepto de self y que un abordaje desde la teoría de relaciones objetales expande esta definición sumando la integración del concepto de otros significativos. Westen (1985, 1992), al revisar la literatura sobre self e identidad, resumía los componentes fundamentales de la identidad como… “una vivencia de continuidad en el tiempo; compromiso emocional respecto a un conjunto de representaciones del self auto-definitorias, relaciones de roles, valores nucleares y estándares del ideal del self; desarrollo o aceptación de una visión del mundo que da significado a la vida; y algún nivel de reconocimiento del lugar propio en el mundo por los otros significativos.”


La identidad se halla inmersa en un proceso de construcción permanente que da lugar a un desarrollo fluido de percepciones sobre el sí mismo y los ajenos. Es básico comprender el fundamental papel del otro en esa compleja construcción. Lacan, en su famosa metáfora sobre el desarrollo del psiquismo nos habla del “estadio del espejo” (Lacan 2009). El niño se mira en los ojos de la madre y a partir de la imagen que estos le devuelven se construye como suj
eto y con ello su propia identidad. Es así que en ese proceso entran a formar parte los deseos de la madre y los demás y nuestra necesidad de conformar la propia identidad a aquello que otros dibujan sobre nuestra piel. Para acomodarnos a la mirada del otro debemos renunciar, esconder aspectos a veces básicos de nuestro ser. En el mejor de los casos lo escondido permanacerá siempre en la trastienda de nuestra imagen pública y privada, generando ese anhelo constante, muchas veces inadvertido, que nos mueve al encuentro de lo renunciado, con frecuencia por caminos tortuosos. El desarrollo requiere, como Fromm afirmaba, un proceso de “mistificación” que nos procura un disfraz con el que mostrarnos y relacionarnos (Fromm 1989). Y es en esa compleja elaboración del propio vestuario en la que la posición nacionalista extrema aparece en toda su importancia. El ropaje nacionalista es magnífico y se nos ofrece a muy bajo precio; sólo hemos de profundizar un poco más en la mixtificación y aceptar la imagen deformada y grandiosa que el gran Otro nos ofrece al asomarnos a él.


Una de las variables fundamentales en la construcción de la identidad propia es la sexualidad. Muy pronto en la vida, nos sentimos parte de una mitad de la humanidad y no de la otra. A partir de ese intante nos veremos semejantes a unos, y no a otras, o viceversa. La identidad sexual tiene al menos dos matices importantes que proceden de la respuesta a dos preguntas básicas: quién soy y cuál es mi deseo. Las diferentes respuestas configuran aún más la propia identidad y añaden matices claves a nuestra imagen pública y privada.


Una lectura relacional del fenómeno nacionalista


La construcción del estigma adjunto a características como la raza, la lengua, la religión o determinadas enfermedades (entre ellas las mentales) ha recibido una atención creciente en los medios científicos. Algunos autores han analizado el proceso que lleva a la construcción del estigma, de esa marca vergonzante que genera un movimiento final de discriminación de quien la porta y que afecta a individuos y a sociedades enteras. Una de las propuestas más interesantes es la de Link y Phelan (2001). Estos autores nos hablan de una serie de fases:


Etiquetado. Se impone a un individuo o grupo una característica que lo define y lo distingue por encima de cualquier otra. Así, esa persona pasa a ser negro, musulmán, ruso, esquizofrénico, homosexual…

Estereotipado negativo. Se atribuye, de forma automática y generalizada determinadas características (negativas) a quien porta esa etiqueta.

Separación. En este movimiento establecemos una ruptura definitiva entre nosotros y ellos, quienes portan la marca y quienes no la llevamos.

Pérdida de estatus y discriminación. Los marcados pierden estatus dentro del grupo social y se ven sometidos a discriminación activa y pasiva, directa e indirecta.


Resulta muy tentador considerar el desarrollo de la identidad nacionalista como una verdadera “estigmatización inversa”, un proceso complejo que pasaría por todas las fases descritas, pero de un modo especular, contrario. El etiquetado se produce del mismo modo: alguien pasa a ser considerado vasco, o español, o tamil, o serbio. Sobre esa etiqueta se depositan entonces características positivas: fortaleza, belleza, inteligencia, honestidad… a través de un estereotipado positivo. A continuación se pone en marcha la etapa de separación; hay un nosotros y un ellos, quienes portamos la marca, esta vez positiva y quienes para su desgracia no la poseen. Esta estrategia de separación es una condición sine qua non para que el proceso progrese. La distancia impide considerar al otro como un ser humano con una vida interior poblada por historias personales que se narra a sí mismo para adquirir una experiencia significativa de la vida, pues esa condición haría imposible verle como enemigo (Zizek 2009) Finalmente se alcanza la última etapa en la que el poseedor de esa marca distintiva eleva su estatus y recibe una serie de privilegios, materiales, de consideración social….


Es especialmente interesante en este esquema, destacar que el edificio nacionalista, requiere siempre la construcción de otro diferente del que nos separamos y cuya imagen distorsionada permite la creación de nuestra propia imagen. No es posible construir un “nosotros” sin a la vez edificar un “otros” que sirva de contrapunto y ayude a distinguirnos. Por tanto, también aquí la perspectiva relacional es obligada. Inspirados por las propuestas de Kernberg (1984) diremos que la identidad personal surge de la acumulación y depositación en nuestro mundo interno de representaciones de configuraciones relacionales emocionalmente significativas a lo largo del tiempo (relaciones objetales internalizadas). En esas representaciones no guardamos solo una imagen del self en relación, sino obligadamente también una imagen del objeto, del otro en relación con nosotros. No parece posible, entonces, hablar de identidad sin definir y precisar los matices del otro. Al tratarse de fenómenos especulares, ciertamente podríamos acercarnos a las características de la identidad nacionalistas examinando en el imaginario social la de los grupos de quienes los nacionalistas se separan, con quienes se comparan y que por tanto construyen en su espejo de feria la identidad ajena.


¿Quién es el “otro”?


No es fácil responder a esta pregunta, sobre todo cuando la identidad es muy multiforme y posee variados matices. Casi, responder a quién es el “otro” supone responder a a quién soy yo y esto es a menudo complejo. Pero si en vez de referirnos a individuos concretos pensamos en grupos sociales e identidades colectivas el trabajo puede simplificarse. Estas identidades grupales ya han pasado por un proceso de simplificación que en consecuencia hace más fácil dar con la imagen del otro en el espejo.


A modo de ejemplos, diremos que para los romanos, los otros eran fundamentalmente los bárbaros, aquellos seres primitivos que vivían más allá de las fronteras del imperio, alejados del conocimiento, de la virtud, de la sabiduría y de todas aquellas cualidades que convierten a la vida en algo que merece la pena ser vivido. ¿Y para los cristianos?. Depende de épocas y lugares, pero posiblemente acertaremos si hablamos de “los infieles” como la quintaesencia de la otredad. Si acudimos a grupos más alejados de nuestra cultura occidental vemos que los Astrot, una tribu de Nueva Guinea, define a sus “otros” con el inquietante calificativo de “los comestibles”. Los Cheyennes se denominaban a sí mismos “los seres humanos” y por tanto es fácil imaginar qué características atribuían al resto de los hombres. Y ya en Europa, los vascos se denominan a sí mismos “euskaldunes”, los que hablan euskera, englobando al resto del mundo, a “los otros” en el sentido más global que cabe en el calificativo de “erdeldunes”, los que hablan otras lenguas, los no-yo.


En general lo que se atribuye al otro en cada grupo social suele poseer características inquietantes:


Dice Anna Conmena, Princesa Bizantina e historiadora (una de las primeras que se conocen), sobre los Cruzados del Papa Urbano II (Commena 2009): “…un enjambre de insectos amenazantes, una tormenta de arena…”


La respetable Encyclopaedia Britannica dice así de los negros en la primera edición norteamericana de 1798 (cit. en Eco, 2010).


“…Los vicios más conocidos parecen ser el destino de esta raza infeliz: se dice que vagancia, traición, venganza, crueldad, impudicia, robo, mentira, lenguaje soez, corrupción mezquindad e intemperancia han extinguido los principios de la ley natural y han acallado los reproches de la conciencia…”


León Degrelle, oficial belga voluntario en las SS describe así al Ejército Rojo (La campaña de Rusia, 1949; en Littell 2009): “[Los rojos avanzan] como una auténtica invasión de batracios que salen de los pantanos del Pripet.(…) los mujik surgían a cientos de los barrizales, como nubes de batracios que croaban, pardos y de color violeta.(…) esos mogoles orejudos (…) que nos se lavan nunca, andrajosos,(…) parecían monstruos prehistóricos (…) semejantes a gorilas.”


Sabino Arana, fundador del nacionalismo vasco decía hacia 1900: «El bizkaino es inteligente y hábil para toda clase de trabajos; el español es corto de inteligencia y carece de maña para los trabajos más sencillos (…) El bizkaino es laborioso(…); el español, perezoso y vago. El bizkaino es emprendedor (…) ; el español nada emprende, a nada se atreve, para nada vale. El bizkaino no vale para servir, ha nacido para ser señor; el español no ha nacido más que para ser vasallo y siervo (…) (Arana S, 1980).


Hay naciones y grupos que adquieren un papel de espejo para otras culturas especialmente importante. Si hablamos de una identidad tan global como la europea u occidental, hay que señalar a quienes constituyen nuestro espejo fundamental, nuestros “otros”. Para los europeos, el oriente ocupa el lugar del otro por antonomasia. En su extraordinaria obra “Orientalismo” (1979), Eduard Said examina en profundidad cómo los europeos, a través de un movimiento que él denomina “orientalismo” han construido una civilización y una cultura en espejo que facilita la construcción de nuestra propia identidad y que tiene poco que ver con la cultura real que ocupa de verdad el oriente. El oriente de los occidentales es en buena medida una creación de los europeos, una ficción que permite sostener una serie de atribuciones que ayudan a matizar en contraste nuestra identidad y que son meras proyecciones de aspectos propios que rechazamos.


Atribuciones habituales: ¿cómo es visto el otro?


Existe una fascinante semejanza en las descripciones que cada grupo social hace de los “otros”. Podría afirmarse que con enorme frecuencia las atribuciones que cada grupo concreto hace de aquellos a quienes rechaza son muy similares. Cuando leemos comentarios sobre los grupos a los que se asigna el papel de “otros” solemos encontrar una serie de características repetidas: Deshonestidad, Pereza, Suciedad, Falta de palabra y honor, Falta de contención emocional…


Lo curioso es que, sobre todo cuando hablamos de grupos o movimientos nacionalistas, ese otro despreciable al que atribuimos toda suerte de características negativas como las descritas, nos oprime. Es así que ante los nacionalistas es el otro inferior y despreciable quien tiene el poder. ¿Cómo puede explicarse esto?. ¿Cómo entender que nosotros – cargados de cualidades…- hayamos sido dominados por otros que son deshonestos, sucios, emocionalmente débiles, sin honor, vagos…?. ¿Poseen estos “otros” algo importante que nosotros no poseamos?, ¿algo que les otorgue ese poder que de hecho tienen para mantenernos sometidos?


La respuesta es sin duda afirmativa. Los otros siempre poseen algo vital de lo que carecemos y que nos hace inferiores. Algo muy profundo y clave, q
ue pocas veces se menciona, o ninguna y que igual que las atribuciones negativas reseñadas, aparece una y otra vez en todos los relatos que describen al otro a lo largo del tiempo y en todos los lugares. Nos referimos a la sexualidad. El otro es siempre sexualmente superior a nosotros o, dicho con mayor precisión, proyectamos siempre en el otro un vigor sexual y una energía libidinal que le sitúa por encima de nuestro propio grupo. De hecho es la única característica relevante y positiva que persistentemente atribuimos a los otros.


Ciceron en las Catilinarias (2005) describe así a sus enemigos de Cartago:


(…) Individuos que están recostados lánguidamente en sus orgías, abrazando mujeres impúdicas, debilitados por la embriaguez…Estos mozalbetes tan pulidos y delicados no solo saben enamorar y ser amados, cantar y bailar, sino también clavar un puñal y verter un veneno


Dice así Sabino Arana, siempre particularmente expresivo al describir a sus “otros”:


“(…) al norte de Marruecos hay un pueblo cuyos bailes peculiares son indecentes hasta la fetidez (…) bailar al uso maketo (español) como es el hacerlo abrazado asquerosamente a la pareja. Ved un baile bizkaino (…) y sentiréis regocijarse el ánimo (…) al ver unidos en admirable consorcio el más sencillo candor y la más loca alegría; presenciad


un baile español y si no os causa náuseas el liviano, asqueroso y cínico abrazo de los dos sexos queda acreditada la robustez de vuestro estómago (…) El bizkaino es amante de su familia y su hogar (…); entre los españoles, el adulterio es frecuente (…)”


Comenta a su vez Adolf Hitler (Mi Lucha 1924-26)


“…En los jóvenes el vestir debe ponerse al servicio de la educación […] Si hoy en día la perfección corporal no estuviera relegada a un segundo plano por nuestra moda descuidada, no sería posible que miles de chicas fuesen seducidas por repugnantes bastardos judíos con las piernas torcidas”.


O, de nuevo, León Degrelle en su “Campaña de Rusia”


“[Los rojos] (…) gigantes hirsutos, (…) asiáticos felinos (…) junto a nuestros jóvenes soldados de cuerpo frágil, cintura esbelta y vientre de lebrel, de cutis fino.”


Podemos interpretar la superioridad sexual del otro como señal de una profunda herida, una pérdida narcisista que en general se representa no a través del reconocimiento abierto de esta ficción sexual sino mediante lo que Vamik Volkan (1997) denomina “trauma escogido”, un acontecimiento traumático del pasado, a veces muy lejano, que representa el momento en el que el propio grupo abandona el paraíso, una situación idílica pretérita a la que todo grupo nacionalista desea retornar. Por ello en tantas ocasiones los movimientos nacionalistas rememoran no grandes victoria o logros del pasado, sino derrotas cruentas que les llevaron al sometimiento actual. Es el famoso lema “Je me souviens” (recuerdo) de la provincia canadiense de Quebec. ¿Y que recuerdan los ricos quebecois?: la derrota de las tropas imperiales francesas a manos de las inglesas a finales del siglo XVIII, y que llevó a la “Belle province” a depender de un rey en Londres, en vez de en París. Es la derrota de Kosovo, que aún hoy, quinientos años después (1389) rememoran los nacionalistas serbios. O la derrota de los catalanes en 1714, que apoyaban al Archiduque Carlos durante la Guerra de Sucesión, etcétera, etcétera. Tras cada nacionalismo hay una derrota, un paraíso y una herida.


El nacionalismo y el cuerpo de la mujer


Esa minusvalía sexual que otorga a la diferencia entre unos y otros grupos un carácter físico tiene sin lugar a dudas de una visión masculina. La posición de la mujer en los movimientos nacionalistas viene enmarcada por una estructura de pensamiento y organización social construida desde una visión patriarcal del grupo. El papel que la mujer ha de jugar en el teatro social es complementario a las fantasías, primordialmente masculinas del grupo. Por esto, la posición de la mujer en los diferentes movimientos nacionalistas, en especial en relación con ese otro que cada uno de estos movimientos construye, ofrece muchas oportunidades de reflexión y ayuda a entender mejor la estructura social resultante.


En la mentalidad patriarcal la mujer y su cuerpo constituyen el objeto más valioso del grupo y el acceso a este objeto debe ser regulado. Una de las primeras leyes diseñadas por los nazis fueron las relativas al matrimonio, limitando o prohibiendo los llamados matrimonios mixtos, compuestos por un ario y otra persona de otra “raza”. Una propuesta legal de este tipo tiene una lógica evidente si partimos de la vivencia de insuficiencia sexual que antes hemos señalado: si los “otros” son más poderosos sexualmente que nosotros, debemos impedir su acceso a las mujeres de nuestro grupo, a nuestras mujeres. El acceso de los hombres a las mujeres de grupos ajenos se vive de otro modo, el rechazo que también despierta esta unión es mucho más intelectualizado y menos visceral; parece más una cuestión de falta de decoro que algo que nos abra herida alguna. Es la sexualidad de la mujer lo peligroso para el grupo, no la de los varones. Y el deseo de la mujer atemoriza al grupo, al suponer que ella escapa a nuestro control y que es capaz a de elegir por tanto el objeto de su deseo que quizá está en otro lugar, en otro grupo, en los “otros”. Este planteamiento es a nuestro modo de ver congruente con la visión de Kernberg (2011), que señala cómo en las sociedades “paternalísticas” los dos grandes tabúes son la homosexualidad masculina y la infidelidad femenina, partiendo de los dos temores masculinos fundamentales: la propia identidad sexual y el abandono de la madre.


En los movimientos nacionalistas, debido a la concepción paranoide del mundo que mantienen, la sexualidad de la mujer adopta un papel todavía más revelador que en otros grupos. Jonathan Little, en su obra “Lo seco y lo húmedo” (2009) analiza en detalle la sexualidad nazi dedicando atención especial a la posición de la mujer en esa sociedad. Parte de la memoria de Leon Degrelle sobre la Campaña de Rusia examinando el texto siguiendo la línea de Theweleit (Männerphantasien; 1987). Este autor analizó el psiquismo de los pre-nazis explorando la visión de la mujer en los escritos de los freikorps alemanes después de la 1a Guerra Mundial. Tanto para Little como para su inspirador Theweleit importaría más lo corporal que lo puramente ideológico. El nazi busca para ellos lo seco, lo erguido… frente a lo húmedo, lo viscoso y curvo… Su cuerpo se convierte en una cáscara para protegerle de ese magma viscoso y maloliente que guarda en su interior y que proyecta sobre los rechazados (judíos y otros en general…)


En el imaginario nazi, como en otros grupos nacionalistas radicales, la sexualidad posee un tinte muy conservador. La mujer tiende a ocupar dos posiciones antagónicas: enfermera o prostituta; la madre abnegada y asexuada que dedica su vida y su cuerpo a criar y cuidar o la mujer degenerada que vende su cuerpo a quien se acerque. La sexualidad, como el deseo de la mujer, está manchada, sucia. No es posible imaginar una mujer adulta que desea, escoge un objeto sexual y goza con él. Esa mujer deseante intimida al grupo local y le hace temer la derrota ante la sexualidad superior de esos “otros”.


El mundo nacionalista paranoide, en el que la proyección sobre otros de lo rechazado en nosotros es constante, es un mundo violento. Pero es un mundo violento ordenado al lanzar toda la agresión hacia el exterior que se convierte en fuente de todas las desgracias. Y cuando el componente agresivo es muy potente, la sexualidad, teñida de violencia, se convierte en algo difícil de expresar. Sólo es posible entonces poner en pie una sexualidad deslibidinizada en la que bajo el disfraz de la civilización, la igualdad o el respeto encontramos una sexualidad mortecina y empobrecida, desprovista de energía y en la que por encima de todo queda prohibida la expresión del deseo de la mujer. En grupos nacionalistas más tradicionales cabe una mínima expresión del deseo femenino a través del papel de madre o prostituta que la sociedad les permite, es posible una libidinización del cuidado maternal y por supuesto del encuentro sexual comercial en el que el posible deseo de la mujer encuentra un castigo compensatorio con la exclusión social y al marginalidad. En otros grupos en los que la violencia juega un papel más importante, el control sobre el deseo de la mujer es aún mayor y ya no se permite ni siquiera esa expresión parcial a través de la maternidad o del comercio sexual. Esa prohibición del d
eseo de la mujer se manifiesta a través de una negación de la diferencia entre los sexos, que pasan a ser equivalentes. Los atuendos, los gestos, el lenguaje, minimizan deliberadamente cualquier connotación sexual pues manifestar la diferencia llevaría a expresar el deseo y a que la mujer aceptara convertirse en objeto deseado y deseante sacudiendo así la frágil seguridad de los hombres del grupo. En el grupo, podemos observar que la pareja sexual despierta sentimientos contradictorios (Kernberg 2011). La pareja representa a la vez un ideal y una amenaza. La envidia hacia los que han conseguido escapar de la masa anónima del gran grupo pone en peligro la estabilidad de la pareja. En los grupos nacionalistas más radicales la agresión flotante da lugar a una envidia más potente y destructora que apaga la vitalidad de la pareja. De ese modo el papel protector de la sexualidad de la pareja que un grupo más sano también desarrolla queda aquí reducido o anulado.


Nacionalismo como respuesta a una herida


Los movimientos nacionalistas constituirían de algún modo la respuesta a una herida profunda que se revela a través de varias señales.


La primera señal procede de la realidad política y social, de claro tinte paranoide. Todo lo negativo propio es proyectado hacia el exterior donde se sitúan unos “otros” causantes de todos los problemas y origen del sufrimiento actual del propio grupo. Esos otros exteriores muestran una paradoja fascinante: por una lado son poderosos y llevan sometiendo largo tiempo al propio grupo; por otro son débiles, cargados de defectos y vicios. En consecuencia se produce lógicamente una actitud ambivalente hacia esos “otros”, con admiración y envidia negada y un desprecio patente y público.


La segunda señal procede del “trauma elegido” que aparece machaconamente en el relato grupal de cualquier movimiento nacionalista. Hay un episodio del pasado remoto que simboliza la herida todavía abierta y justifica la situación de duelo perpetuo y no resuelto que vive el grupo. El episodio traumático se mantiene vivo en el recuerdo grupal a través de todo tipo de ceremonias y rituales públicos que avivan su memoria. Es el “je me souviens” que nos señala que si fallara la memoria desaparecería nuestra identidad. Somos porque recordamos nuestra desgracia. Los mensajes maduramente optimistas son siempre matizados para que el grupo no olvide su sufrimiento básico. El gozo franco de la vida y de las posibilidades que sí existen debe quedar siempre filtrado por el recuerdo persistente de la tragedia, a veces ficticia, de cada grupo.


La tercera señal proviene de esa sexualidad propia –masculina- siempre deficitaria y envidiosa de una sexualidad ajena enérgica, vital y confiada que se imagina existe en los “otros” confiriéndoles un poder magnético sobre las mujeres del grupo a las que debemos mantener apartadas de su deseo, ayer colocándoles en la disyuntiva de ser madres o prostitutas, hoy quizá negándoles incluso eso y empujándoles a convertirse en sujetos asexuados que solo aspiran a ser
unos hombrecitos más de la tribu, convirtiendo el grupo en una suma de pequeños varoncitos que juegan a ser mayores escapando de la genitalidad y del deseo.


La construcción de la identidad grupal es un proceso complejo y con frecuencia doloroso que requiere una paso hacia la madurez de los individuos que componen el grupo y de éste en su conjunto. Recurrir, como es frecuente, a mecanismos psicosociales primitivos en los que la pulsión agresiva ocupa un lugar destacado y la proyección es ubicua nos ofrece una respuesta fácil al problema. A través de una mirada infantil y escindida colocamos todo aquello que odiamos en el exterior, sobre unos “otros” que constituyen así el espejo que refleja lo que no deseamos. La adhesión a esta identidad ficticia pero grandiosa nos reporta una gratificación importante; sólo por ser poseemos valor, no es necesario hacer, construir, cuidar, lograr, basta con estar para así ser.


Obviamente este proceso de construcción identitaria afecta en alguna medida a todos los grupos humanos. No hay sociedad ni nación que se libre de un cierto grado de ficción a la hora de construir la imagen ideal con la que se identifican y la imagen temida de la que huyen. Sería también alejarnos de la realidad afirmar que hay unas sociedades maduras y otras inmaduras y que podemos trazar con claridad una línea de demarcación entre ambas. Lo cierto es que los mecanismo primitivos señalados aparecen en alguna medida en todos los colectivos y que la única comparación posible consiste en valorar la mayor o menor presencia de estos mecanismos en la construcción de las diferentes identidades grupales. Todas las identidades se basan en alguna medida en invenciones del pasado y precisan de algunos “otros” que contienen lo que rechazamos.


Uno de los fenómenos que revelan en nuestra opinión la universalidad de estos mecanismos es el de los “círculos morales” y su extensión. Podemos denominar “circulo moral” al área social en la que viven aquellos que consideramos miembros de nuestro grupo y por tanto poseedores de nuestros mismos derechos y que comparten nuestra misma identidad. Es el área del “nosotros”. Dentro de ese área existe una cierta comunidad de intereses y la heridas sufridas por unos individuos son vividas en alguna medida por el resto. Países con democracias avanzadas y largos años de soberanía popular organizada que en casa son escrupulosos en la aplicación de la ley no tienen inconveniente en practicar la detención ilegal o la tortura a pocos kilómetros –espaciales, psicológicos y sociales- de la frontera de su círculo. Quienes sufren la agresión son “otros”, que habitan más allá del “círculo moral” del grupo.


Para terminar, podemos señalar que la ampliación del “círculo moral” constituye en nuestra opinión la tarea más noble de cualquier líder político o social. Ir movilizando a los individuos del grupo para transformarlos desde hermanos ligados por identificaciones primitivas a ciudadanos que escogen y construyen su camino ampliando cada vez el siempre estrecho círculo moral del grupo integrando más y más “otros” dentro del mismo. Eso implica construir una identidad mucho más basada en la realidad y en el presente y por tanto abandonando ficciones confortables que de paso nos obligan a –hombres y mujeres- renunciar a un papel de sujetos sexuados, deseantes y que gozan con el intercambio. El espejo de los otros muestra nuestra propia imagen y reconocer ésta es el paso hacia una identidad real y una relación interpersonal verdadera. Puede que quizá así un día lleguemos a esa fantasía de H. G. Wells reflejada en su famosa frase: “nuestra verdadera nacionalidad es la humanidad”.


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