Mito y sentimiento en el imaginario social.
Rómulo Aguillaume.
Introducción.
Deberíamos empezar por preguntarnos por las posibilidades que tiene el psicoanálisis de intervenir en estas Jornadas. Curiosa pregunta cuando somos los psicoanalistas quienes organizamos este encuentro. De cualquier manera, en este debate sobre la identidad nacional ¿Qué podemos decir desde la teoría psicoanalítica? Me refiero a la contribución del psicoanálisis y no a la de los psicoanalistas como sujetos con opiniones políticas particulares. De paso, o entre paréntesis, diré que es raro encontrar una referencia al psicoanálisis en los trabajos sobre el nacionalismo. El ya clásico libro de Álvarez Junco, Mater dolorosa, aún dedicando largas reflexiones sobre la presencia de lo simbólico en la construcción del imaginario social, no incluye un solo psicoanalista en la bibliografía final.
La tentación psicoanalítica de acercarse a temas de otras disciplinas tiene el peligro de hacer un ejercicio de analogías. El propio Freud lo hizo y se disculpa repetidamente por ello, baste leer El malestar en la cultura. Analogía, que se sustenta en sus comienzos, en esa afirmación que sostiene Freud en el trabajo que da título a estas Jornadas, Psicología de las masas y análisis del yo :
La oposición entre psicología individual y psicología social o colectiva, -nos dice Freud- que a primera vista puede parecernos muy profunda, pierde gran parte de su significación en cuanto la sometemos a un más detenido examen. (…)En la vida anímica individual, aparece integrado siempre, efectivamente, «el otro», como modelo, objeto, auxiliar o adversario, y de este modo, la psicología individual es al mismo tiempo y desde un principio, psicología social, en un sentido amplio, pero plenamente justificado.
Pues no estamos de acuerdo y, sin ánimo de enmendar la plana a nuestro venerado maestro y fundador, creo que es conveniente diferenciar lo individual de lo social.
Los fenómenos que construyen la estructura psíquica se dan en el ámbito de lo privado, el familiarismo del que hablan críticamente algunos. Evidentemente la familia está en lo social y lo social es un factor determinante, pero los fenómenos de una y otro deben ser diferenciados y no precipitadamente confundidos. El considerar que el Estado es como un individuo y por tanto goza de las mismas características es problemático.
Yo, por mi parte, quisiera ceñirme a tres aspectos en los que creo se puede decir algo desde el psicoanálisis al tema del nacionalismo. Primero, la identificación y sus efectos como mecanismo determinante en la posición nacionalista, esto es, en el imaginario social que se instituye, ya sea un mito arcaico o una reivindicación reciente. Segundo, el sentimiento, sentimiento nacional, pues, sobre todo, para muchos, el final legitimador del discurso nacionalista, cuando ya no quedan argumentos fundacionales, terminan en el sentimiento: me siento catalán, no me siento español o a la inversa. Y por último, el discurso político como organizador y legitimador de ambos conceptos. Mito nacional y sentimiento vehiculizados por el discurso político.
Mito e identificación.
Hemos dicho que una de las credenciales del psicoanálisis para tocar el tema del nacionalismo es precisamente la identidad. Para el psicoanálisis la identificación es el proceso por medio del cual un sujeto asume como propia una imagen de otro y cree que es la propia, esto es, su identidad; en el momento del estadio del espejo en el que se produce el fenómeno denominado por Lacan, identificación especular, el niño hace suya su imagen en el espejo, en la mirada y actitud de la madre, siendo esta la matriz fundamental que explica la co
nformación del yo, que nos lo muestra como una instancia esencialmente virtual. «Ese soy yo», el del espejo, el otro que está enfrente, se dirá el niño. Este es el fundamento básico de la afirmación derivada del psicoanálisis en términos de que toda identidad es engañosa cuando se la toma como real. Desde este mecanismo identificatorio que nos determina en nuestros amores y odios, Freud se refiere a la posición que asumimos ante el otro, como expresión del narcisismo de las pequeñas diferencias. A través del otro me amo a mí mismo, amo al que he colocado en el lugar de mi Ideal. Por esto el otro tiene que ser parecido a mí para que sea querible; el diferente, más que mi amor, puede suscitar mi odio. De otra manera, la identificación, como proceso inconsciente se apoya en el rasgo determinado culturalmente como deseable. Ese rasgo excluye a todos aquellos que no lo poseen. Sin exclusión no hay identificación.
Se han dado fenómenos identificatorios a lo largo de la historia: la cohesión social ha existido siempre, existe identificación entre los griegos que luchaban contra Jerjes, tanto como entre los españoles que luchaban contra los franceses o los japoneses que luchaban contra los americanos pero, lo específico del nacionalismo es que surge en un momento histórico – el comienzo de la época industrial – y supone un avance social en comparación con la cohesión social que se sustentaba en el antiguo régimen, en las monarquías. En las Cortes de Cádiz se da ese salto identificatorio, de ser súbdito del rey a ser ciudadano de una nación.
Pero la identificación describe un mecanismo psíquico no un contenido temático. La identificación no es la imitación, es un mecanismo inevitable que construye amigos y enemigos, esto es, ideales a compartir y enemigos a los que excluir. Luego, cómo son los ideales y que hacer con los enemigos es asunto de sociólogos y politólogos no de psicoanalistas. ¿Por qué digo que es un mecanismo inevitable? Pues porque considero que los mecanismos psíquicos son de la misma naturaleza que las causalidades físicas. La ley de la gravedad describe algo al margen de la subjetividad humana. La identificación exactamente igual. Otra cosa es el manejo que podamos hacer para que los aviones no se caigan y los nacionalismos no nos aplasten. En este sentido es interesante como trata Carl Schmitt el manejo de la destructividad hacia el otro que se da en el nacionalismo y que este autor extiende a lo político en general:
Para este autor lo político no existiría sin la figura del enemigo y sin la posibilidad de su destrucción, esto es, de la guerra. La desaparición del enemigo marcaría el comienzo de la despolitización, el fin de lo político. Perder al enemigo no significaría reconciliación o progreso y mucho menos recuperación de la paz o de la fraternidad humana, sino por el contrario, traería consigo la violencia desterritorializada y ubicua. El enemigo permite la identificación de la violencia, el reconocimiento del peligro y por lo tanto la posibilidad de la defensa, de la protección y de la tranquilidad. El reconocimiento del otro, del extranjero, del enemigo, permite la construcción de la identidad política.
Pongo el ejemplo extremo de un discurso político, el de este autor, que fue adalid del Nacional socialismo en el que el efecto inevitable de exclusión que vemos en la identificación es manejado de una manera salvaje.
Continuemos pues con las analogías y las simplificaciones. El nacionalismo es la forma social en que se encarna el narcisismo individual. En el nacionalista se producen los dos efectos de la identificación: la creencia en una completud que construye un ideal encarnado en un mito y el descubrimiento de un enemigo. Las dos cosas al mismo tiempo.
Eso le ocurre al nacionalista, sujeto individual, pero el nacionalismo no es el nacionalista, el nacionalismo es un fenómeno social que se origina en un mito y se actualiza en un momento histórico. ¿Por qué en estos momentos, cuando la integración Europea parece el proyecto inmediato, surge nuevamente el discurso nacionalista?
La presencia del mito la encontramos en el sujeto y en la sociedad pero con una diferencia: el mito, como fenómeno individual, se construye tras el rito que hunde sus raíces en la vida pulsional. En lo social el mito, sobre todo se comparte y se transmite. Se comparte o no – amigos y enemigos, como dice C. Schmitt – dando lugar a lo político y se transmite, dando lugar a las instituciones, al arte, la cultura. La biografía nos mostrará el devenir de esos mitos fundadores del sujeto; la historia, de los mitos fundadores de lo social. Ambos se relacionan pero desde ámbitos diferentes.
Para algunos autores el carácter nacional se construye en torno a la lucha por la subsistencia, aspecto que no debe ser desdeñado pero que está lejos del pensamiento psicoanalítico, donde los fundamentos simbólicos y en especial el legado del lenguaje son sus referentes básicos. Ese legado tiene que ver con un momento primordial en que algo se pierde por incumplimiento de un orden natural idílico – el paraíso en la mitología cristiana, o el asesinato del padre poseedor de todos los goces en el mito freudiano. Esta pérdida generadora de una deuda, de una culpa imposible de resolver es lo que obliga al paso a la siguiente generación con la esperanza de tal resolución. Las instituciones sociales solo pueden llegar a constituirse en la medida en que algo es colocado en el lugar de ese Padre o de ese Paraíso, esto es, el lugar de un ideal.
Los sentimientos
El referente último de la identidad, dicen algunos, está en el sentimiento. Hay quien se siente español o catalán frente a lo cual no hay argumento posible.
Precisamente esta imposibilidad es la que estudia Freud en El malestar en la cultura cuando contesta a R. Rolland sobre el sentimiento oceánico que, según este autor es el fundamento de lo religioso. Freud se sentía extraño frente a tal sentimiento y reconocía que no lo encontraba en si mismo: “La idea de que el hombre podría intuir su relación con el mundo exterior a través de un sentimiento directo, orientado desde un principio a este fin, parece tan extraña y es tan incongruente con la estructura de nuestra psicología…” Igual podríamos decir nosotros ante ese sentimiento nacional como referente último de nuestra identidad. ¿Qué es sentirse español o catalán?
No son los sentimientos los que fundamentan una realidad sino una idea trasmitida en un discurso. Los sentimientos son ciegos, necesitan de la palabra para ser iluminados. Por eso la batalla se puede dar en el campo de las ideas siendo los sentimientos acompañantes ineludibles y necesarios. Sin embargo, los autores siguen señalando, de forma indiscriminada al sentimiento como un elemento básico en la constitución de una identidad. Así el citado Álvarez Junco se define como historiador “que parte de la base de que las naciones y los nacionalismos son identidades y sentimientos construidos históricamente…”
Cuando el sentimiento se independiza de la idea nos encontramos en el campo de la convicción alejándonos de la racionalidad.
La relación afectiva se establece con un semejante y es a través del semejante que se ama todo lo demás. Detrás del amor a la patria nos encontramos con la identificación de los semejantes, presentes en el momento actual o a lo largo de la historia: somos una amalgama de identificaciones que concentran creencias. Por eso el entorno familiar es el lugar privilegiado para la trasmisión de afectos. Pero la transmisión del imaginario social parece encontrar en la escuela el otro lugar donde realizarse. Así familia y escuela construyen afectos e ideas como ladrillos de la futura identidad.
En la actualidad la educación escolar ha sustituido, pero no anulado, lo que la religión y la familia significaron en el pasado en la constitución de la identidad.
¿Qué papel juega la educación? Transmite ideales a los que identificarse, con su inevitable carga afectiva, que puede ser tanto de aceptación como de rechazo. Igualmente transmite conocimientos y sus formas operativas determinadas por el contexto cultural.
No estaríamos negando el valor de los sentimientos que arrastra el propio proceso de la identificación y que hemos sintetizado anteriormente. El niño se regocija felizmente cuando se identifica con esa imagen de completud que le devuelve el espejo o la mirada de la madre.
Igualmente los afectos se transmiten en el seno de un grupo humano. La contaminación afectiva es descrita por Freud cuando el grupo de escolares se identifica con la situación emocional de una de ellas. Pero en cualquier caso el afecto acompaña una situación de engaño que solo puede ser corregida a nivel de la palabra.
Pero el afecto del que nos habla el político es el que es capaz de producir el orador, la propaganda y arrastrar a sujetos hipnotizados emocionalmente. Es solo la racionalidad del discurso quien consigue acabar con tal engaño y hoy, afortunadamente, estamos lejos de esas escenificaciones políticas, donde oradores apasionados, caudillos iluminados, arrastraban masas desde una impronta emocional y un discurso vacío.
El discurso (político)
El discurso político navega entre la justificación del mito o su detracción desde la razón. En la actualidad y desde lo que nos ocupa, la confrontación política tiene cierta originalidad: desde el nacionalismo catalán, el discurso recoge el mito envuelto en un ropaje reivindicativo, que no tiene porqué tener en cuenta la ley. Desde el otro lado, la ley que expresa “el proyecto sugestivo de vida en común” que decía Ortega, y que no tiene porqué tener en cuenta el discurso político. Esto es, discurso que se centra en la descalificación del mito-nacional desde una posición de racionalidad fundada en la legalidad. No hay una oposición desde otro mito, como algunos querrían. Al discurso nacionalista oponerle otro igual pero de distinto signo. En cualquier caso al discurso nacionalista catalán, fundado en la historia y en la lengua se le añade ahora un sinfín de agravios económico – sociales que completan el inevitable efecto de una posición nacionalista. Los procesos identitarios se fundamentan en la singularidad histórica y en el enemigo que los boicotea.
El nacionalismo español brilla por su ausencia. La refundación del Estado español, refrendada en la Constitución de 1978 no necesita un recorrido histórico excesivo por lo cual, el argumento legal, frente al nacionalismo catalán, no es una elección de nuestros actuales gobernantes – tan parcos en casi todo – sino la consecuencia inevitable de la conjura al nacionalismo que la Constitución proclama.
Un artículo, de los miles que aparecen estos meses en los periódicos presenta, en mi opinión, el más arcaico de los proyectos posibles. Se trata del artículo de Tomás Pérez Viejo, titulado, Un proyecto para España donde podemos leer:
“El fracaso del Estado-nación español, suponiendo que finalmente se convierta en un proyecto abortado, no tiene que ver con la organización del Estado (centralista, federal, confederal, de las autonomías, monarquía, república, etcétera), sino con la incapacidad para conseguir que sus ciudadanos se sientan parte de una misma comunidad nacional. Las naciones no son realidades objetivas, sino mitos de pertenencia que se construyen y renuevan en el tiempo. Sin embargo —consecuencia de las dificultades objetivas o de la indigencia intelectual respecto al hecho nacional de las élites que hicieron la Transición, poco importa—, el régimen político nacido de la Constitución de 1978 abandonó casi por completo cualquier proyecto de construcción nacional e hizo suyo el relato de una nación española a la defensiva, laminada entre proyectos de tipo centrífugo y un horizonte europeo que se ofrecía como solución pero no como proyecto nacional propio. El resultado: un acelerado proceso de desnacionalización de España y de nacionalización de sujetos políticos alternativos”.
(El País. Tomas Pérez Viejo. 30 Septiembre 2014)
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Entenderíamos esto como una llamada a la reconstrucción de un discurso nacionalista español y la refundación del correspondiente mito.
En cualquier caso la identidad es una preocupación de nuestra época como el fenómeno del nacionalismo expresa y que ha permitido dos posiciones contrapuestas: una esencialista y otra constructivista. La primera considera la nación fundamentada en orígenes espirituales, religiosos incluso biológicos, posición, ante la cual es difícil dialogar. La segunda mantiene un relativismo fundado en la idea de que la identidad es una ficción posible de cambiar caprichosamente.
Pero aun aceptando esta estructura de ficción, la presencia del azar y la, por tanto, contingencia de los hechos, en el pensamiento freudiano se detecta una preocupación por diferenciar lo real de la ficción. Hay algo que se repite y que Freud, considera como real, como inmodificable, como lo que insiste y no es modificable desde la significación. La compulsión a la repetición, así lo denomina, expresa algo duro, una condición estructural que se repite a lo largo de la historia.