¿Merece la pena escribir? ; Relación entre creatividad, enfermedad mental y suicidio

por | Revista del CPM número 30

REVISTA DEL CENTRO PSICOANALÍTICO DE MADRID – Nº 30

¿Merece la pena escribir? ; Relación entre creatividad, enfermedad mental y suicidio.[1]

José Antonio Pérez Rojo

Escribir libros es un oficio suicida.

Gabriel García Márquez

Durante más de diez años, con prolongadas interrupciones, escribí un libro bastante voluminoso llamado “Los escritores suicidas” en el que hablé de muchos escritores que acabaron matándose. Leí sus obras, investigué sus vidas e intenté entender por qué lo hicieron. Después de todo ese tiempo en la vecindad de tantos escritores suicidas tengo muchas dudas en relación con ellos que se pueden resumir en estas tres preguntas: ¿Por qué se suicidan tantos poetas y escritores? ¿Es peligroso escribir? ¿Merece la pena? Creo que estas tres preguntas son las que estaban detrás de mi búsqueda inicial y mi intención es darles una respuesta, aunque sea incompleta, y pasar a otra cosa.

I. ¿Por qué se suicidan tantos poetas y escritores?

El poeta o el escritor que no es un mero redactor a sueldo se enfrenta a diario al vacío creativo, a no saber qué vendrá después. Para poder hacerlo es necesario “un yo fuerte que contenga el proceso creador, sus intensidades, sus exigencias. Un yo capaz de debilitamientos necesarios (en trabajo de autodestrucción subjetiva que se debilita para registrar lo informe, lo caótico, con lo cual deberá temporalmente identificarse” (Fiorini 2013). El escritor es un ser extraño que movido principalmente por motivaciones inconscientes siente la necesidad de poner por escrito ideas, sentimientos, artificios verbales que brotan de él. Lo hace sin que nadie se lo pida, sin que nadie se lo encargue. En realidad no puede vivir sin hacerlo, no quiere vivir sin hacerlo, y por ello garabatea en sus libretas y llena de ficheros inconclusos su ordenador. El escritor escribe porque ésa es su forma de caminar, de respirar. El escritor es un artista en el sentido en que se refería Tadeusz Boy-Zeleński a su amigo Witkiewicz: “Witkiewicz es por nacimiento, por raza, hasta la médula de sus huesos, un artista; vive exclusivamente por y para el arte. Y esta relación con el arte es profundamente dramática; es uno de esos espíritus atormentados que en el arte buscan la solución, no para el problema del éxito, sino para el problema de su propia existencia”. No todos los escritores viven su arte de un modo tan extremo, pero en todos hay un comportamiento que resulta extraño para los no escritores. Como ya resumió Robert Burton en el siglo XVII en su Anatomía de la melancolía: “Todos los poetas están locos” (Burton, 2006), aunque por suerte no suelen estar tan locos como el artista Alberto Greco, que hizo de su suicidio su última obra de arte: se tomó una sobredosis de barbitúricos y antes de morir escribió la palabra “Fin” en su mano izquierda y en la pared el texto “Esta es mi mejor obra”.

Aunque los estudios que existen no son concluyentes, parece claro que los artistas sufren más problemas mentales y durante más tiempo que las personas que se dedican a otros trabajos con un éxito más o menos equivalente. Y esta conclusión no es mía, sino de Arnold M. Ludwig que revisó más de dos mil biografías de hombres y mujeres destacados en diversos campos, en su obra cuyo título podríamos traducir como El precio de la grandeza (Ludwig, 1995). Entre las explicaciones que da Ludwig a este hecho está la de que no hay que ser estable para dedicarse al arte y con esto abre una ventana de oportunidad para las personas que no se quieren plegar a las normas sociales: excéntricos, rebeldes, alienados, con problemas emocionales. A esto se une la insana soledad en la que trabajan muchos artistas, que puede hacer que uno se pregunté qué oreja ha de cortarse para que se le preste atención. Además, el éxito es caprichoso y, si llega, desestabilizador. Quizá todo esto sea el castigo prometeico que hay que pagar por la creatividad, por ir al Olimpo a hurtadillas y traer una llama.

Dentro de todo esto, me interesa mucho la acepción light de la palabra “locura”. Evidentemente no me refiero a la locura que es sinónimo de esquizofrenia, sino a la locura que se refiere al inconformismo, a salirse del camino marcado, aunque hay muchos casos en que los dos significados son inseparables. Esta segunda acepción es la base de muchas campañas publicitarias desde el “Think different” de Steve Jobs y enlaza con un deseo que todos tenemos en las profundidades, aunque esté sepultado. Lo más curioso del caso es que un poco de “locura” de ésta, nos puede proteger y evitar que perdamos el juicio de verdad. En un artículo de John Carlin en el que hablaba de Islandia, “el lugar donde mejor se vive del mundo” (Carlin, 2008), un artista islandés intentaba responder a la siguiente pregunta: ¿Por qué hay tal abundancia de artistas en Islandia? La respuesta de Haraldur Jonsson fue: «Lo hacemos para no volvernos locos.» Y continuó: “…para mantener alejada a la fiera… La fiera es Islandia, esta isla en la que vivimos, con su naturaleza aterradora y su tiempo difícil y siempre cambiante. Es el mundo de las pesadillas de Goya: bello, pero grotesco. Ésa es la fiera taciturna de Islandia. Vivimos con una fiera invisible. Es la isla, y no podemos escapar de ella. Así que encontramos formas de vivir con ella, de domarla. Yo lo hago mediante mi arte». Pero no es necesario irse a Islandia para tener que enfrentarse a la fiera. La fiera está en todas partes porque vive con nosotros. Es el dios salvaje de Al Álvarez (Álvarez, 2003) que lo llevó a las puertas de la muerte cuando intentó suicidarse y que durante su vida le hizo arrimarse al peligro, primero escalando montañas, luego, impedido por las lesiones y la edad, jugando al póker y siempre, buscando y escribiendo.

Después de su intento de suicidio, Álvarez alcanzó una especie de meseta que describe así: “Había tenido casi que morir para poder crecer: Ya no me consideraba infeliz; sólo «tenía problemas». Manera ésta optimista de decirlo, ya que los problemas implican soluciones, mientras que la infelicidad es una condición vital con la cual a veces hay que convivir, como el mal tiempo. Una vez hube aceptado que nunca habría respuestas, ni siquiera en la muerte, descubrí sorprendido que ya no me importaba mucho si era feliz o infeliz; ya no existían «problemas» ni «el problema de los problemas». Y eso en sí ya era el comienzo de la felicidad. Hoy parece ridículo haber aprendido tal perogrullada de una forma tan dura, haber tenido casi que morir para poder crecer.” Por desgracia, hay muchos que no llegan al después de este nudo borromeo en su búsqueda.

La cuestión quizá sea por qué los escritores se plantean con tintes tan trágicos la búsqueda del sentido de la vida. ¿Por qué no se conforman con encontrar un trabajo y vivir más o menos como hace todo el mundo? Tal vez porque no pueden, porque siempre quieren sacar una derivada más y otra hasta llegar al cero, al vacío, porque se hacen demasiadas preguntas. En palabras de la odiosa madre adoptiva de Jeanette Winterson podría definirse la búsqueda con este crudo pragmatismo: “¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?” (Winterson, 2012).

El arte tiene que ver con la búsqueda y con las palabras de Heráclito que milagrosamente han llegado hasta nosotros, para posarse en la primera página de La invención de la soledad, la obra de Paul Auster en la que cuenta cómo su padre distante y su madre hiperprotectora lo convirtieron a él en el escritor Paul Auster: “Si buscas la verdad, prepárate para lo inesperado, pues es difícil de encontrar y sorprendente cuando la encuentras” (Auster, 1994). Hay otra versión de Proust que registra la misma búsqueda: “Es preciso no tener miedo de ir demasiado lejos, porque la verdad siempre se encuentra más allá”. Pero claro, los escritores son humanos, tienen miedo y a la vez quieren ir más allá, incluso cuando intuyen que no van a encontrar la verdad o lo que busquen.

Esta cita de Proust la recoge Héctor Fiorini en su obra El psiquismo creador (Fiorini, 2006), cuyo subtítulo es Teoría y clínica de procesos terciarios. En su libro, Fiorini analiza el proceso creativo en paralelo con el trabajo en la clínica, como una especie de descenso a los infiernos de las contradicciones para emerger luego con materiales para construir la terapia o el arte. Algo que resume Fiorini con esta cita de Pico della Mirandola: “Ser nada para poder ser todas las cosas”. Trascender los urgentes mandatos del deseo y no entregar el alma toda a la dura y obtusa realidad, dejando una rendija para inventar algo nuevo, aunque tenga sus raíces en el aterrador vacío; esto serían los procesos terciarios. En la clínica, el objetivo sería desanudar los puntos de fijación de la neurosis y darle un aire creativo al sujeto que le permita superar la inmovilidad de la repetición. El creador, si lo es, no debería repetir las cosas, sino inventar cosas nuevas, a pesar de que no haya, de que no pueda haber, nada nuevo bajo el sol. Fiorini habla totalmente a favor de la pulsión creadora “si la captamos en toda su potencia, si comprendemos su capacidad de ensanchar en nuestro psiquismo espacios de trascendencia y libertad”.

Fiorini cita también a Beckett que resume todo el problema de la creación a su manera siempre críptica y comprimida: “un fuego roe al ser”. Beckett, en su búsqueda montado en el fuego, dejó un trabajo académico prestigioso y probablemente bien remunerado por la carretera. Trabajó de muchas cosas aparentemente intrascendentes en Europa y siguió buscando y escribiendo. Posteriormente fue atendido durante dos años en la Tavistock Clinic por el Dr. Wilfred Bion, quien le animó a asistir a una conferencia de Carl Jung. Después de esto empezó a afirmar que conservaba recuerdos de su vida antes del nacimiento. Pero dejando atrás sus creencias, Beckett es un caso extremo de artista, en el que su yo tuvo que contener un proceso creativo extremo y difícil de captar por sus contemporáneos, y seguir manteniendo al hombre en pie. ¿Pero qué ocurre si el yo es frágil, como lo era el yo de John Kennedy Toole o el de Alejandra Pizarnik, si todo yo que se expone al huracán de la creatividad se vuelve frágil? La verdad es que si se combinan un exceso de sensibilidad y un yo frágil, esta mezcla explosiva si que puede dar lugar a mucho sufrimiento y en algún caso, como los citados, al suicidio. Alejandra Pizarnik dijo que “Escribir un poema es reparar la herida fundamental”, pero no siempre funciona.

O sea, que en una de sus posibles definiciones, ser escritor consistiría en tener la sensibilidad suficiente para percibir los sentimientos y, entre ellos, el sufrimiento, como decía Sylvia Plath: “Desde luego que no tuve una adolescencia feliz y en parte, quizá por ello me volqué especialmente en la escritura”, y también la fortaleza suficiente como para no caer con ellos.

Se matan muchos escritores o al menos muchos sufren porque salirse del camino marcado genera estrés. Ser sensible e inconformista es una mezcla complicada con la que todo el que quiera ser escritor debe aprender a convivir y no se puede mirar para otro lado a menos que uno mutile su deseo. Escribir es brindar con el vacío y esperar un eco que quizá no llegue. Es una actitud arriesgada en un mundo que te mira como si fueras un bicho raro y en el que hay que seguir pagando las facturas. En esta situación es más fácil perder la fe y llegar a deprimirse.

II. Entonces, ¿es peligroso escribir?

Depende de lo ambicioso que sea uno y de cómo se lo monte. Si apuesta sólo a escribir y no tiene con qué ganarse la vida, mal, peligro. En cambio, si busca un trabajo que no sea muy exigente y dedica todos los días una parte de su tiempo para escribir podría hacerlo toda la vida. Esto es, por ejemplo, lo que hizo Jostein Gaarder antes de deslumbrar con El mundo de Sofía, trabajar media jornada como profesor de filosofía en un instituto de Bergen.

Pero volviendo a la pregunta inicial: ¿es peligroso escribir? Tal vez sí, tal vez los escritores estén expuestos a más peligros y ojalá que también a más vida. ¿Por qué si no, hemos dado por hecho desde siempre que los escritores son más propensos al alcoholismo y que a la vez esta adicción les ha permitido hacer mejor su trabajo? ¿Por qué no nos alarma que tantos y tantos beban: Hemingway, Roth, London, Capote, Bierce, Bukowski, Carver, Poe, Lowry, Ferrater, Onetti, Rulfo y mil más? ¿A dónde les permitía viajar el alcohol? ¿De qué les anestesiaba? El alcohol y las drogas acercan al abismo, y todos sabemos que esto es buen material para un escritor, si sobrevive (Dardis 1989). Aunque no estemos seguros, hay personas que opinan que con las drogas crean mejor, pero hay que tener mucho cuidado con esto y recordar aquella frase atribuida a Hemingway: “Escribe borracho, corrige sobrio”.

Si tomamos un poco de perspectiva y dejamos de pensar en el plácido aquí y ahora de este Occidente que, a pesar de la crisis, es el mejor sitio de la historia para vivir, salta a la vista una verdad fundamental: escribir es peligroso. De hecho, en regímenes no democráticos, el que piensa libremente y encima escribe sobre ello tiene muchas papeletas de sufrir represión. Como comentaba Primo Levi, en Auschwitz, el solo hecho de escribir era considerado espionaje. La imprudencia de escribir en tiempos oscuros guillotinó el futuro de muchos de los escritores de los que hablo en Los escritores suicidas. Sirvan como ejemplo los trágicos finales de Walter Benjamin o de Marina Tsvietáieva o también la agonía diaria de Roberto Saviano.

Y luego está la posición en la que uno se coloca cuando da el paso al frente de empezar a escribir, cuando decide salir del armario y declarar muchas veces con vergüenza ante el mundo: “¡Escribo y quiero escribir!”. Esta posición podemos llamarla “Función autor”, según el término acuñado por Lola López Mondéjar, y podemos analizar si es una posición cómoda o peligrosa (López Mondéjar, 2009). Una aproximación muy sencilla al tema sería pensar en todas las emociones que surgen de nosotros y que no tienen una representación. Ante este caudal, la creación sería una conducta de búsqueda inconsciente de formas de expresarlas. Pero para que se dé en las personas este proceso de la creación, es necesario un excedente de energía que escape al mecanismo básico de la represión y pueda sublimarse. Si existe un déficit de energía, entonces no habrá proceso creativo.

No obstante, ¿por qué habrían de canalizar los escritores esta energía hacia la literatura? Según Lola López Mondéjar, autores muy diversos como Paul Auster o Sylvie le Poulichet coinciden en que no hay creación sino a partir de la falta. Auster dice “En el fondo, creo que mi obra procede de una intensa desesperación personal” (Auster, 2001). Le Poulichet, en su libro El arte de vivir en peligro. Del desamparo a la creación (Le Poulichet, 1998) argumenta que la pulsión creadora nace en la infancia en unas condiciones muy concretas. Según resume Lola López Mondéjar: “ante una experiencia de puro desamparo, el psiquismo infantil siente amenazas de desintegración de la imagen del yo, que no llega a constituirse como superficie corporal. Frente a esta amenaza el psiquismo genera la obra, mediante sublimación, como un sucedáneo de una superficie corporal que produce un nuevo lugar psíquico que desplaza la relación del sujeto con el peligro de desintegración”.

Igual que el psicoterapeuta nace en muchas ocasiones de una experiencia de cuidar a una madre o a alguien muy cercano mentalmente enfermo (Olinick y cols., 1973) y es natural que sea hijo de una madre somatizadora, o igual que el internista puede ser hijo de una madre con artritis o con una hepatopatía, el artista nace de una falta en su zona de contacto con el mundo e intenta tapar este vacío con la creación. Todas estas conductas ponen a sus protagonistas en contacto íntimo con su falta y es por eso que todos ellos en general y el escritor en particular vivirán en el filo de una navaja. Si resbala puede caer al vacío de la nada, pero sólo en esa posición puede intentar expresar lo inexpresable que a la vez se muere por ser expresado dentro de él. En este trabalenguas vive el escritor y si no tiene la suficiente cintura como para esquivar esto a diario e irse a tomar una cerveza con los amigos o ponerse a jugar con sus hijos, puede peligrar su salud mental. El autor funciona como herramienta de expresión de sí mismo. Según el título de la obra de Lola López Mondéjar, El factor Munchausen, el sujeto creador se animaría a sí mismo agarrándose de los pelos desde el vacío de su desvalimiento y tiraría de su maltrecha cabellera para salir de él, al menos temporalmente.

Lola López Mondejar acude a Boris Cyrulnik para cerrar todo lo que engloba la función autor. Cyrulnik dice que existen dos factores indispensables para que el nacimiento psíquico se produzca tras la catástrofe traumática: el vínculo y el sentido (Cyrulnik, 2005). Así, el creador con su obra, anhelaría producir ambos efectos: crear un vínculo con los espectadores/lectores, con el mundo que la contempla, y dar un sentido a este mundo, al vacío inexpresable. En esta lucha, el autor debe tener mucha resiliencia o un narcisismo muy sano, porque los embates que tendrá se soportar harán que se tambalee. Aquí hay que aclarar que, a pesar de que el término “narcisismo” pueda considerarse de primeras como una forma no deseable de estar en el mundo, caracterizada por una relativa falta de preocupación por los demás y por una utilización de ellos para aumentar al propia autoestima, también puede plantearse como una función necesaria del yo que puede ser sana, por ejemplo, tal como la define Judit F. Chused: “para mí, el narcisismo sano es tener la sensación de que nuestro yo puede resistir los golpes del fracaso y el rechazo, sin recurrir a la grandiosidad, la paranoia o la proyección… El narcisismo sano es lo que nos permite “haber perdido algo”, y después recuperarnos y avanzar… Nos permite acudir a nuestros iguales en busca de ayuda en situaciones difíciles, exponer nuestra falta de comprensión y así poder seguir creciendo. Es similar a lo que queremos para nuestros pacientes; es decir, que tengan la capacidad para tolerar la herida narcisista, y la capacidad para volver a una autoestima positiva, al tiempo que aceptan las limitaciones que hay en ellos y en la vida.» (Chused, 2012)

Si nuestro narcisismo es sano y soporta la lucha con el vacío, la recompensa será una vida con más sentido de la que el autor no querrá prescindir. La verdad es que si uno es escritor, lo verdaderamente peligroso puede ser no escribir.

Pero no hay que olvidar que todos somos casos especiales. Anne Sexton decía: «Mis admiradores creen que me he curado; pero no, sólo me he hecho poeta». Según su definición, “un escritor es alguien que con unos muebles hace un árbol». El malestar de Sexton con la vida no se curó escribiendo, es cierto, y la tarea hercúlea de hacer árboles con muebles viejos no la sostuvo con vida (Sexton, 2013).

Dedicar la vida a escribir conlleva un problema muy complejo si no consigues ganarte la vida. Por esto, para algunos escribir puede resultar peligroso, pero también puede tener sus ventajas si te sabes organizar, por ejemplo como Cormac McCarthy con su aparentemente despreocupada anarquía. Por lo que se cuenta de él vivió años y años en la pobreza y sin preocuparse por el dinero y dedicándose a lo que le gustaba. En la disyuntiva de elegir dónde estaba la vida auténtica, la vida que él quería, le pasó lo mismo que a su personaje Suttree. Éste hablaba así de las opciones que no había elegido: “Mi padre decía en su última carta que el mundo está gobernado por los que aceptan la responsabilidad de gobernarlo. Si es la vida lo que crees que se te escapa yo puedo decirte donde encontrarla. En los tribunales, en los negocios, en el gobierno. Nada ocurre en las calles. Nada salvo una pantomima representada por desvalidos e impotentes.” (McCarthy 2008). McCarthy y Suttree eligieron apartarse del “mundo de los que gobiernan” para poder vivir tranquilos y, en el caso de McCarthy, escribir. Claro que toda esa libertad implicaba ser pobre, pero si eres capaz de tomártelo como parte del trato, a lo mejor lo puedes llevar bien.

Recordemos por un momento el caso de David Foster Wallace, probablemente el escritor norteamericano más influyente de las últimas décadas y otro más de la lista de los suicidas. Se ahorcó en su casa en 2008 y él también se creía especial, pero era consciente de la pequeñez de ese sentimiento cuando le escribió a un amigo en 1999: “Eres especial –eso OK–, pero también lo es el tío que tienes enfrente de ti en la mesa, que está sobrio, sacando adelante a dos niños y reconstruyendo un Mustang del 73. El algo mágico que tienen 4.000.000.000 de formas. Te corta la respiración”. Si le preguntásemos si merece la pena escribir podría mirar hacia La broma infinita, su novela más famosa, un tocho de más de mil páginas, y tal vez diría, como dice su biógrafo, que la verdadera preocupación no es escribir sino saber cómo llevar en el presente una vida significativa. En La broma infinita se cruzan dos historias, la de una escuela de tenis que es el polo pijo de la novela y en la que anida su frustración infantil de no ser campeón de tenis; y el centro de rehabilitación, el polo marginal, basado en sus adicciones y su tratamiento que se prolongó toda la vida. El problema para Wallace era que para llevar una vida significativa él necesitaba escribir, él quería escribir, pero eso le dolía mucho. En una entrevista dijo: “parece que la gran diferencia entre el buen arte y el arte que es sólo regular radica en estar dispuesto en cierto modo a morir para emocionar al lector de alguna manera.” (Max 2013). Si escribir supone un esfuerzo tan titánico como el que describe Wallace, a lo mejor no merece la pena por peligroso, pero no a todo el mundo le pasa esto. Si tu alma es tan sensible, a lo mejor da igual que te hagas escritor o leñador, porque esta sociedad humana es dura. Como dijo Foster Wallace, contar una historia puede sanar, aunque no siempre sea así.

Por concluir, sí, es peligroso escribir, es peligroso ser psicoterapeuta, es peligroso estar vivo. Claro, estás en sitios en los que pasan cosas y las cosas nos afectan. No hay ningún psicoterapeuta al que toda esta explicación le sea ajena. Ellos también viven en el filo. Todos vivimos en el filo, aunque intentemos darle la espalda a este hecho.

III. ¿Merece la pena escribir?

Después de lo último que he dicho, parece que la respuesta a la pregunta de si merece la pena escribir está clara, pero esta pregunta es tramposa. Si te gusta escalar montañas, ¿merece la pena gastar tu energía y exponerte a lesiones y accidentes por hacerlo?

El recientemente fallecido García Márquez no prestaba mucha atención a las consecuencias de su elección vital y sí a su deseo en un documental titulado “La escritura embrujada” en el que se le escucha decir: «Yo, desde que nací, sabía que iba ser escritor, quería ser escritor. Tenía la voluntad, la disposición, el ánimo y la aptitud para ser escritor. Siempre escribí. Nunca pensé que pudiera ser otra cosa, nunca pensé que de eso pudiera vivir. Estaba dispuesto a morirme de hambre, pero sería escritor.» (Billon, 1999).

Antes de intentar dar otra respuesta hay que recordar de nuevo que la vida del artista es dura. Expresado desde el realismo sucio de Pedro Juan Gutiérrez queda así: “A veces es terrible. La materia prima del artista es su propia vida. Eso es tremendo. Un escritor, por ejemplo, tiene que revolver su propia mierda. Y saca cosas de ahí… una persona normal deja que la mierda se seque. Y la olvida. Una persona normal se olvida de todas las mierdas de su vida. De las que le hicieron y de las que hizo. Deja que toda esa mierda sedimente y se seque y ya no apesta más. Pero un artista convierte esa mierda en materia prima. Material de construcción. Hace esculturas, cuadros, canciones, novelas, poemas, cuentos. Todo apestando a mierda fresca.” (Gutiérrez 2000).

Y si llega un día en el que la vida del artista se te hace insoportable, siempre está la opción de suicidar a tu yo literato. Hacer como hizo Gil de Biedma, que apenas escribió ya a partir de 1973 y que no dejó en su obra Poemas póstumos de 1968 la explicación de su desencanto (Gil de Biedma, 1968). Hacer como Rimbaud o como Rulfo. La vida es muy amplia y muy sorprendente como para dejarla sólo por un arrebato, por muy artístico que sea. A veces la bohemia puede ser desquiciante y es sano apartarse de ella. A veces vivir con tanto suicida alrededor no es buena idea, y hoy sábado 3 de mayo de 2014 he bajado a reciclar todos los papeles, notas y recortes acumulados durante años en las carpetas llamadas “Escritores suicidas”.

Insisto. ¿Merece la pena escribir? La respuesta es “sí”, siempre que te apetezca escribir. Vivir es arriesgado, pero más arriesgado aún resulta vegetar por no asumir los riesgos de hacer lo que a uno le apetece. Escribir, por tanto, es una forma de vivir que aúna la necesidad de expresar, aunque sea desde las vísceras, como acabamos de ver, y también la necesidad de no conformarse. Una mezcla explosiva, pero es que, como hemos dicho ya, mucha gente no tiene elección. Como cuenta José Luis Sampedro en su obra póstuma, él estaba perdido hasta que vio escrito en un muro del Odeón en París una pintada de mayo del 68: “¡QUE PAREN EL MUNDO, QUE ME APEO!”. Él lo adoptó y empezó a caminar y a escribir desde ahí: “Me convertí en el acto a ese programa. No podía yo parar el mundo, pero sí apearme con mi resistencia pasiva de la sociedad asfixiante. Así es que dejé, abandoné la columna humana en su marcha histórica hacia el desarrollo inaceptable y me quedé sentado en la cuneta, viéndoles pasar con sus chirimbolos y sus ilusorias banderitas” (Sampedro, 2014).

¿Merece la pena escribir? Esta pregunta sólo la puede responder el deseo y la falta de cada uno. Si el deseo es fuerte encontrará la vía para enfrentarse al vacío con el que nos pone en contacto la creatividad.

¿Merece la pena escribir? ¿Merecería la pena aunque aumentara el riesgo de suicidio al doble, lo mismo que supone vivir en Francia en vez de en España? ¿Aunque lo aumentara al triple, lo mismo que supone ser hombre en vez de ser mujer? (Wikipedia) En el fondo las estadísticas no sirven para predecir nada, porque el riesgo es tan bajo, del 8 o del 17 por cien mil que no sirve para calcular lo que le va a pasar a un individuo concreto. Sería como llevar dos décimos de lotería en vez de uno y pensar que así te va a tocar el gordo. Esto de que no se puede predecir el suicidio no sólo es un argumento que utilizan los psiquiatras para defenderse de posibles demandas judiciales (26th ECNP Congress), sino también una razonable defensa contra la dictadura del determinismo. Por mucho que tengamos la fantasía de que podemos predecir el suicidio, no podemos. Consumir drogas, llevar una vida desordenada, tener todo tipo de conductas de riesgo, pueden ser variables que aumenten el riesgo, pero en un caso concreto no nos servirán de nada. De nada sirve que hagamos una predicción a posteriori como un buen economista, de nada sirve que pensemos que el suicidio de Foster Wallace se estaba fraguando.

En vista de esto y de nuestra aparente necesidad de dar significado a los suicidios, podríamos conceptualizar el suicidio como un evento tipo Cisne Negro según la teoría de Nassim Nicholas Taleb, aunque él incluye en su teoría principalmente grandes logros científicos y artísticos, y hechos históricos (Taleb, 2010). Taleb dice que estos Cisnes Negros tienen tres características: “En primer lugar, es un caso atípico, ya que se encuentra fuera del ámbito de las expectativas regulares, porque no hay nada en el pasado que puede apuntar de manera convincente a su posibilidad. En segundo lugar, conlleva a un impacto extremo. En tercer lugar, a pesar de su condición de rareza, la naturaleza humana nos hace inventar explicaciones de su presencia después de los hechos, por lo que es explicable y predecible.” Nuestro problema con el suicidio tiene que ver son esto: el suicidio siempre es una sorpresa que produce un gran impacto y tendemos a racionalizarlo, pero se nos escurre. No obstante, el que nos pille por sorpresa no quiere decir que no pueda ser estadísticamente intuido, pero esto nos lleva a consideraciones de prevención y de salud que trascienden los objetivos de este escrito.

Creo que es el momento de que cuente por qué escribí el libro que precede a este texto. Me empecé a interesar por los escritores suicidas por una casualidad. Eva, una amiga, me pidió que diera una conferencia en su biblioteca sobre el oficio de escritor. Esto ocurrió hace poco más de diez años y yo, que por entonces era un chico muy responsable y trabajador, leí todo lo que cayó en mis manos acerca de este extraño oficio. En unos pocos meses tenía tanto material que cuando llegó el día de la conferencia conté sólo una pequeña parte de mi viaje. Para entonces tenía un cuaderno lleno de historias de escritores y una lista interminable de escritores que se suicidaron.

Durante meses recopilé información de unos y otros pero a partir de un punto me quedé sólo con los suicidas o posibles suicidas, los que más me intrigaban. Empecé a dibujar con ellos una nube de relaciones que me permitía ir de un lado a otro de la lista recorriendo encuentros o curiosas coincidencias que los terminaban uniendo a todos. En esa sopa de artistas enérgicos se gestó el libro.

La pregunta que me hago ahora es: ¿Por qué te interesaste en los escritores suicidas? Otra cuestión que me planteo es por qué el libro avanzó tan rápido al principio y luego se detuvo del todo durante años. Antes del capítulo de Plath estuvo parado un año hasta que un documental de Celan me despertó una madrugada que me quedé dormido delante de la tele. En aquella ocasión avancé un capítulo y terminé el de Plath, pero me quedé mudo durante un lustro a la espera de escribir el final, el capítulo de Mario de Sa-Carneiro, y de cerrar todo esto. Es verdad que durante todos esos años trabajé mucho, demasiado, y que me dedique a criar a mis hijos, pero puede que no pudiera terminarlo porque seguía en pie una pregunta que no sabía responder: ¿Qué te interesa de esta gente?

No sé si puedo responder con exactitud a esta cuestión, pero sí sé que ahora puedo darle una respuesta. La pregunta que había detrás de mi interés era: ¿Merece la pena ser escritor? ¿Merece la pena que yo escriba?, y la respuesta breve es sí. Merece la pena hacer con pasión las cosas y sobre todo las cosas que te gusta hacer en la vida. Si lo que te gusta es escribir o pintar o cocinar o cuidar de tus hijos o lo que sea, debes hacerlo. Es verdad que ser escritor tiene algunas zonas oscuras y eso es lo que he revisado en este texto para despedirme por fin de este libro, de todos estos suicidas, y seguir mi camino entre los vivos. Si alguien me pidiera una respuesta más general, válida para otros, le diría que no la tengo, pero si vuelvo a decir en voz alta la pregunta, ¿merece la pena escribir?, sí que se me ocurre algo, otra pregunta: ¿tenemos algo mejor que hacer hoy?


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[1] Epílogo del libro Los escritores suicidas cuya presentación se realizará el viernes 23 de octubre de 2015 en el XX Congreso del Centro Psicoanalítico de Madrid en Granada.