Seminario: Violencia y agresividad, fundamentos para la intervención psicosocial.
“No existen de entrada seres humanos constitucionalmente violentos”
Gutiérrez Terrazas. Aperturas 10.
I. Introducción
Decíamos en nuestra anterior intervención que no se puede pensar la violencia sin tomar en cuenta la dimensión de género. Este es nuestro punto de partida hoy.
Hay varias razones por las que creo imprescindible la perspectiva de género para entender la violencia, pero la fundamental es que posibilita superar una vieja dicotomía que paralizaba el análisis: la atribución excluyente de las causas de la violencia, o bien a los instintos del hombre, o bien a la sociedad y sus injusticias. La vieja polémica entre biologicistas y ambientalistas reducida a su expresión más vulgar: el hombre es bueno y la sociedad lo malea, o bien, la sociedad es buena y el hombre es malo por naturaleza.
Los estudios de género están contribuyendo a identificar una cierta violencia que se manifiesta en lo cotidiano de las relaciones, y que, por lo tanto, permanece o ha permanecido invisible.
La emergencia de esta disciplina surge de la confluencia de corrientes tan importantes como el pensamiento feminista, el psicoanálisis y el pensamiento posmoderno.
Otro elemento importante a destacar es que la categoría de género, no se propone como explicación única, ni última, del fenómeno de la violencia. No pretende ser el único determinante, aunque a veces pueda ser el más influyente de los condicionamientos, como podemos ver en la que se ha dado en llamar violencia doméstica o familiar.
Los estudios de género suelen citar a John Money como el primer autor que utiliza el concepto género, en el sentido que le damos actualmente. En 1955 habla de un “gender role”: un papel de género, unas funciones atribuidas al género. Money es un psicoanalista norteamericano que trabajó sobre la identidad de género y los patrones sexuales de conducta tras la II Guerra Mundial.
Pero a todos los efectos, el primer impulsor real de los estudios de género es Robert Stoller, psicoanalista también, que en los años 70 se dedica a estudiar los problemas de sujetos que tienen un sexo anatómico con el que no se sienten identificados, es decir, que han adquirido una identidad sexual diferente de su sexo anatómico.
Stoller es profesor de psiquiatría en California y psicoanalista, enseña desde 1954, y se le conoce sobre todo por su dedicación a estudiar y desarrollar la patología de la identidad de género y los problemas del erotismo, sobre todo en las perversiones.
II. Los estudios de género.
Según Mabel Burin, una estudiosa del tema cuya labor pionera en Argentina es de difícil parangón: “Los estudios de género aspiran a ofrecer nuevas construcciones de sentido para que hombres y mujeres perciban su masculinidad y su feminidad, y reconstruyan los vínculos entre ambos en términos que no sean los tradicionales opresivos y discriminatorios”.
Los estudios de género abordan un campo de la realidad complejo, sobre el que influyen muchos factores, campo que, además, sufre una fuerte mixtificación al dedicarse a investigar un asunto tan complejo, y de tanta trascendencia social, como son las relaciones de pareja y las relaciones filiales. En ambos casos parecería que el amor es el elemento clave para definir las relaciones, dentro de la moral occidental en que vivimos, con sus componentes tanto religiosos como laicos. El amor filial, el amor fraternal, de la pareja… De hecho una autora tan prestigiosa como Jessica Benjamin sostiene esa tesis: los vínculos originales entre los seres humanos, son vínculos amorosos, sin embargo, han sido usurpados fundamentalmente por el ansia de poder, sea en términos de dominación o de sometimiento, abogando la autora por la necesidad de recuperar esos vínculos originales, ahora secuestrados en beneficio de prácticas ligadas al poder.
Benjamin emprende, junto con otras autoras, un análisis de las relaciones de dominación, lo cual produce es un choque para la conciencia. Este análisis de las relaciones genera resistencias en muchos sectores, porque no trata de establecer una psicopatología del maltratador, no se busca una historia infantil de violencia, abandono y malos tratos a la cual atribuir la responsabilidad de esta lacra social. Se trata de pensar la violencia, la dominación, el abuso, y la negación de la dignidad del otro –la mujer por lo general –, como parte insoslayable de las relaciones sociales, pero no como un efecto indeseado o imponderable, sino como un eje articulador de las mismas.
Tales resistencias a entender la violencia como elemento clave de las relaciones humanas, confluyen principalmente en dos discursos:
El primero trata de psiquiatrizar el problema, no tanto para tratarlo, de hecho la psiquiatría ortodoxa no ofrece ninguna alternativa de tratamiento, a partir del abandono en el siglo XIX del denominado Tratamiento Moral de la Locura. Más bien responde a un intento de excluir el problema a los márgenes de la sociedad, con su consiguiente efecto tranquilizador, dejando claro que eso le ocurre a otros. Aquellos que emplean la violencia, los malos tratos, las vejaciones, los abusos, la dominación en sus relaciones, son otros, están afectados por una enfermedad mental.
Los beneficios que se obtienen con esa operación son diversos: de un lado se tranquiliza la conciencia, del otro se aleja el problema; serán necesarios diagnósticos específicos, unidades de tratamiento, instituciones que se ocupen de esos alienados. El auge actual de los estudios y los expertos en psicopatías tiene que llamarnos poderosamente la atención. La medicina legal y forense, la criminología adquieren un protagonismo social impensado hace pocos años. Proliferan los estudios sobre la personalidad y el perfil del psicópata, y eso parece que nos tranquiliza, que reduce la “alarma social”.
En segundo lugar, la indignación y la descalificación moral de los sujetos violentos, de los maltratadores, de los violadores, el rechazo social, y el castigo a través de los mecanismos de la justicia. Indignación y descalificación que plantean una contradicción con la anterior consideración del sujeto como un enfermo. Sin embargo, esa contradicción no parece ser un problema, más bien parece una contradicción interesada. Similares ambigüedades se producen en torno al estudio de las drogodependencias. En cualquier caso, el rechazo moral, la legítima defensa de la sociedad frente a las transgresiones, no debería nunca impedirnos el estudio, el análisis de la violencia de género, esa violencia invisible pero constante y diseminada en las relaciones sociales. Debería ser obvio que necesitamos de esa investigación para poder encarar con mejores esperanzas que hasta hoy, cualquier propuesta de prevención de la violencia.
Plantear el problema en todas sus dimensiones implica decir que la violencia de género infiltra los intercambios humanos, está instalada en el corazón de la vida social. Des
de la perspectiva de género, la dominación, la descalificación del otro, su control, su sometimiento, es una necesidad implícita para mantener un statu quo, un sistema de relaciones, un orden social. La violencia no pone en peligro nuestro sistema social, porque forma parte del mismo. Este orden social al que aludimos se ha dado en llamar cultura patriarcalo falocentrismo.
El análisis de la cultura patriarcal o del falocentrismo realizado por pensadoras feministas, psicoanalistas o estudios@s de género, le debe mucho al pensamiento de Jacques Derrida(3). Este filósofo francés proporciona elementos fundamentales para el análisis, al mostrar como el pensamiento occidental funciona de modo binario, de modo polarizado, de manera que cuando aborda cualquier realidad social, lo hace privilegiando un elemento del sistema, en detrimento del otro, que suele ser descalificado o minusvalorado. Nuestra cultura es falocéntrica porque privilegia los elementos masculinos sobre los femeninos. Es importante precisar que Derrida no dice, privilegia al hombre sobre la mujer, la tesis derridiana, que compartimos, es que lo privilegiado es la masculinidad, por lo tanto el hombre también lo es, pero no de un modo absoluto, sino solamente en tanto que represente y defienda los valores masculinos. Del mismo modo, algunas mujeres pueden verse beneficiarse a título personal, siempre y cuando asuman los valores masculinos del orden social. El acceso de la mujer a determinadas parcelas institucionales y sociales no supone una subversión del sistema, como mucho tiempo se pensó, porque su incorporación pasa necesariamente por la asunción de valores, costumbres y estilos propios a la masculinidad, pasa por la renuncia a determinados elementos de la feminidad. No nos referimos aquí a la belleza, o al atractivo sexual, muy por el contrario, hablamos de aquellos rasgos diferenciados característicos y tradicionales de la feminidad, como puede ser la capacidad de cuidar, la tolerancia, la comprensión del otro, la falta de agresividad… rasgos incompatibles con el desempeño de ciertas responsabilidades sociales en el campo de la política, de la dirección de empresas, de la judicatura, etc(4).
La violencia de género, como ya hemos avanzado, tiene una dimensión pública, visible, pero tiene también otra, de la cual la anterior es sólo la punta del iceberg. Esta segunda dimensión es menos visible pero más insidiosa, opera como pivote sobre el cual se articulan las relaciones humanas. Podríamos llamarla microviolencia o violencia latente, es una violencia que no produce rechazo porque no se percibe, y generalmente se camufla, se pretexta, como necesidad de establecer diferencias sexuales claras. Como ya hemos afirmado, la introducción de esas diferencias conlleva un ejercicio decisivo para la identidad de género, que consiste en subrayar la preponderancia de la masculinidad, de determinados valores masculinos, sobre la feminidad, y esto se transmite de modo insidioso y sibilino para ambos sexos.
III. Perspectivas psicoanalíticas sobre la violencia.
Volvamos sobre la violencia para decir que, desde una perspectiva psicoanalítica clásica, la violencia es el fracaso del pensar. “La violencia es el fracaso del pensar”, dice Thierry Hentsch(5), en un texto en que hace hincapié en la violencia, ya sea buena o mala, apropiada o excesiva, dice este autor canadiense, que contribuye desde el origen a la formación de nuestra identidad. Es una violencia que recibimos del otro, y que posteriormente interiorizamos. Vaya esto para relativizar ese mecanismo repetido hasta la saciedad, de que todo sujeto violento ha sido violentado en su infancia, como si eso lo explicara todo. Para este autor canadiense la violencia está al servicio de la identidad, y opera por exclusión, lo que no incorporamos lo rechazamos. En definitiva se trataría de negar la alteridad dentro de mí, lo queme es extraño, lo que no puedo soportar de mí mismo. Es una doble negación: interna que rechaza parte de nuestra propia personalidad, por ejemplo rechazo en el hombre de lo pasivo, de lo débil, de lo femenino. Y externa: rechazo del que es diferente, del que no se somete.
Estas tesis tienen su origen en los desarrollos de la relación madre hijo de la primera infancia, llevados a cabo por una psicoanalista francesa de enorme prestigio, Piera Aulagnier, la cual subraya la violencia inevitable que se da en las primeras relaciones madre – hijo. Esta violencia estructurante del psiquismo infantil, es una violenciasimbólica, que la autora distingue de la violencia secundaria, excesiva, que en lugar de construir un ser en desarrollo, lo perturba, lo somete o lo intoxica. Son tesis imprescindibles en la comprensión de la psicología del recién nacido, que no podemos desarrollar aquí, y remitimos al texto fundamental de Aulagnier(6)
Otros autores como Jeammet(7) denuncian que la violencia surge porque a menudo cuando el sujeto considera amenazada su identidad, responde violentamente. Esto ocurre en sujetos que no tienen capacidad para soportar internamente los conflictos, lo que provoca que el conflicto interno se plantee con otro exterior, tomado como enemigo. Dice Jeammet: “el sujeto potencialmente violento siente su necesidad del otro como una dependencia intolerable. Se siente disminuido y amenazado frente a esa necesidad que le confronta con una pasividad temible”(8).
Si hay un pero que oponer a estas tesis es que se olvidan de un factor esencial, el género al que pertenece el sujeto. Porque resulta evidente que, si bien esa percepción de la necesidad del otro, de la pasividad y la dependencia, es percibida como intolerable, también lo es el hecho de que se observan diferencias cualitativas insoslayables entre hombres y mujeres. Esa percepción de la dependencia es intolerable, y germen de la violencia, para el sujeto varón fundamentalmente. Por el contrario, la mujer ha sido educada precisamente en el fomento de la pasividad, de la dependencia y de la necesidad del otro. Y se convierte en parte de su identidad como mujer, cuando se identifica a sí misma como objeto de deseo, o cuando se enorgullece de su capacidad de sacrificio para cuidar de los otros.
La necesidad del otro provoca por lo tanto violencia en el varón. Para la mujer educada en los patrones de género occidentales, sentir la necesidad del otro no tiene por qué desencadenar la violencia, ni el deseo de eliminar o reducir a ese otro, por el contrario, a menudo la reafirma en su seguridad, y en una identidad sexual conforme a lo que se espera de ella.(9) Ello no obsta para que, cada vez más, se produzcan conflictos intrapsíquicos importantes en mujeres que rechazan esos rasgos identificatorios, y buscan una nueva configuración de su identidad, en la cual convivan sus capacidades de cuidar o comprender al otro, con las legítimas aspiraciones de ser sujetos a la búsqueda de otros logros sociales, materiales o intelectuales.
Quien nos pone sobre la pista para entender estas paradojas, es Jessica Benjamin cuando se pregunta por el análisis de la sumisión, es decir, cómo los oprimidos, en este caso la mujer, ha contribuido a sostener la legitimidad de una dominación de género, de lo contrario no podremos entender la realidad, y sobre todo la permanencia de un orden social esencialmente injusto para con ella. Para ello nos conmina a ir más allá de la indignación para realizar un análisis de la lógica de la identificación y de la filiación de la mujer en la sociedad, es decir, cómo su representación mental la ubica en ese lugar como mujer, y en la cadena de las generaciones.
El espacio privilegiado a estudiar es el de las relaciones madre – hijo, el lugar de transmisión de las representaciones mentales y afectivas primario y básico. La crítica del pensamiento feminista de la igualdad, que floreció alrededor de los años 70, se resume en la propuesta de la coeducación, como medio y manera de ir resolviendo los problemas de la sumisión de la mujer. La insuficiencia de este planteamiento estriba en que sin no analizamos los estilos y contenidos que se transmiten en esas primeras relaciones, relaciones de tanta trascendencia en la vida ulterior del sujeto, poco importa que estén a cargo de unos o de otras.
Benjamin sostiene que lo que se transmite es un modo de pensar, de sentir y de hacer masculino, un modelo que por ejemplo, propende a apropiarse del mundo externo y utilizarlo en servicio propio, pero considera insuficientemente, cuando no desprecia, los cuidados necesarios para preservar y sostener ese mundo, ya se trate de personas o cosas. Los deterioros medioambientales en beneficio del progreso material son una prueba palpable de ese modo de funcionamiento típicamente masculino.
La critica de la autora va más allá de lo que hagan hombres y mujeres porque sostiene que la discriminación afecta, aunque no por igual, a todos, pues la división del mundo que opera en este orden patriarcal y falocéntrico, es la división entre lo que es masculino y lo que es femenino. No importa demasiado lo que unos y otros hagan, siempre y cuando quede claro que hay unas cosas que son masculinas y, por tanto, principales, y otras que son femeninas y, debido a eso, secundarias. A partir de ahí, que las mujeres se ocupen de las cosas clásicamente masculinas, antes que la transformación de las relaciones sociales, lo que implica es su masculinización, su pérdida de identidad. Este malestar omnipresente en las mujeres se puede constatar en cualquier estudio mínimamente serio sobre las dificultades de la mujer emancipada.
Si la oferta identificatoria para la mujer hasta ahora giraba en torno a dos ejes: el de ser un objeto sexual privilegiado, o el de ser una santa, las cosas aparentemente están cambiando a ritmo vertiginoso, la presencia masiva de la mujer en todos los territorios sociales lo atestigua. Los resultados de las políticas de la igualdad, de la discriminación positiva, pasan por su incorporación a todos los órdenes sociales, ahora bien, y aquí estoy de acuerdo con las tesis de Benjamin, a cambio de no subvertir los valores que los identifican, estos valores son consustanciales al funcionamiento social, y coinciden plenamente con lo que denominamos masculinidad. Así por ejemplo podemos citar la existencia de mujeres en la medicina, la judicatura, o en cualquier esfera de poder, o de la empresa privada, eso sí, siempre que sea lo bastante firme, arrojada, fría e inteligente, capaz de tomar decisiones arriesgadas en tiempo récord… premisas todas ellas del quehacer clásico masculino. Como en la maravillosa novela de Lampedusa – “El gatopardo” –, vamos a cambiar todo lo que sea necesario, para que no cambie nada. De hecho se habla de la incorporación de la mujer al mundo del trabajo, pero no se habla de la transformación de las relaciones que eso debiera suponer.
III. La masculinidad a debate.
Al solaparse los valores sociales con los ideales normativos propios de la masculinidad, el aspecto más invisible de este orden falocéntrico es precisamente éste, todo aquello que acaece principalmente sobre la masculinidad. Si la masculinidad es la norma, evidentemente el hombre sale favorecido de este supuesto. Y si aceptamos que la masculinidad se sostiene por el rechazo de la feminidad, eso produce consecuencias que nos interesa analizar.
En la adquisición de su identidad sexual de hombre, de su masculinidad, el varón tiene que rechazar y desprenderse de sus vínculos infantiles con la madre. Con su estilo característico, Lacan lo pone de manifiesto en lo que sigue:
“La función paterna, la Metáfora del Nombre-del-Padre ha de desplegarse sobre la base de la represión originaria del deseo de la madre. Se trata de la división del sujeto en el orden simbólico”.
(De una cuestión preliminar… Jacques Lacan)(10)
Ahora bien, este rechazo arrastra consigo el rechazo de toda una serie de experiencias de vinculación con el otro, en lo cual el sujeto percibe su necesidad del otro, su dependencia del otro para proveer sus necesidades básicas, incluyendo sus necesidades afectivas.
Para crecer, para madurar, para hacerse un hombre, el niño tiene que desprenderse de la madre, del mundo materno – infantil, y asumir valores ligados al padre en los cuales se sustituye una relación con otro – la madre –, por una relación con los objetos. La madre tiene que dejar de ser el otro principal en su vida, para pasar a ser un objeto – eso sí, idealizado –, que le provee de todo lo necesario. Pero que no deja de ser un objeto, y todo lo que se asimila a la madre, todo lo materno, se asimila a convertirse en un objeto, como ella. Por eso la identidad masculina tiene, como se decía de los imperios antiguos – el persa, el romano… –, los pies de barro.
Ser un hombre es necesario para ser un sujeto y no un mero objeto, para no sentirse un objeto en las relaciones, sin embargo, su necesidad afectiva o sexual de una mujer contradice sus ideales masculinos de independencia, de dominio y de control del mundo. Ese es el drama del hombre moderno: entre sus ideales de autonomía, de independencia, de ser un sujeto agente, y sus necesidades del otro que lo confrontan con lo más rechazado.
Este mismo análisis es realizado por P. Bruckner a propósito del hombre posmoderno, sin caer en la cuenta que está describiendo hombres. Que sus planteamientos son extremadamente ajustados, si hablamos de lo que le pasa a los hombres.
Los ideales de la masculinidad enfrentan al hombre con una situación paradojal, porque le impiden el acceso a una parte no desdeñable de su propio malestar: el conflicto entre sus ideales y sus necesidades. Tal contradicción tiene como consecuencia hipotecar de modo gravoso las posibilidades de análisis de los conflictos subyacentes a la masculinidad. De ahí que la solución sea a menudo sintomática, en general ubicable dentro de los comportamientos límite, de las conductas de riesgo, de las adicciones o del ejercicio ciego de la dominación. En la dramática coyuntura de necesitar el reconocimiento de aquel que – en tanto mujer –, es negado como sujeto el hombre posmoderno encuentra su propia…
NOTAS
[1] Aunque aludimos a hechos que a menudo sacuden nuestra conciencia, no podemos sustraernos a la perplejidad de llamar violencia doméstica a la violencia más salvaje, o familiar a la violencia más extraña y terrorífica.
2 Burin, M.. Género y familia. Paidós….
3 Derrida, J.: De la gramatología. Siglo XXI. Buenos Aires, 1971.
4 Un desarrollo brillante y exhaustivo de estos argumentos se encuentra en el texto de Jessica Benjamin: Los lazos de amor. Paidós, Buenos Aires, 1996.
5 Hentsch, T.: “Penser la violence: violence identitaire et violence instrumentale” en Penser la violence, Table_Ronde Julien Bigras, Société Psychanalytique de Montreal, 10 fevrier 1995.
6 Aulagnier, P.: “La violencia fundamental”. Amorrortu, Buenos Aires, 1977.
7 Jeammet, P.: La violence comme réponse à une menace sur l’identité. SPP. Inédito.
8 Jeammet, P.: Op. cit.
9 Esa necesidad del otro tiene como contrapartida compensatoria la oferta de identificarse con un lugar de objeto preciado y precioso: sea como objeto sexual, sea como objeto de devoción.
10 Lacan, J.: Escritos I. Siglo XXI..