La persona del terapeuta como herramienta central de su praxis

Revista del CPM número 30

Por Antón Del Olmo

REVISTA DEL CENTRO PSICOANALÍTICO DE MADRID – Nº 30

 

La persona del terapeuta como herramienta central de su praxis[1]

Antón Del Olmo[2]

Si uno desea ver en serio a los demás,

no le queda más remedio que observarse en profundidad,

de frente,

a sí mismo.

Haruki Murakami

La mayor provocación es

ser tu mismo.

Anónimo

Ocupado en su autoanálisis, Freud escribía a Fliess que el paciente que más trabajo le daba era él mismo.

Lo que hoy quiero plantear aquí no tiene nada de novedoso pero sí es de plena actualidad. El tema tratará sobre las herramientas del terapeuta psicoanalítico. Concretamente de una de ellas que suscita gran polémica: la propia persona del terapeuta como herramienta central de su praxis.

Ha pasado ya mucho tiempo desde aquel “falso enlace” que los pacientes establecían con el médico y que Freud llamó la transferencia. Primero fue un incordio y posteriormente una ayuda inestimable e ineludible para el cambio psíquico. Más tarde, se encontró, con horror, con la reacción por parte del analista a aquel falso enlace, la contratransferencia. La forma en que fue puesta en evidencia entre sus seguidores le causó una enorme preocupación, lo cual, unido a su estricta formación científica, le hizo coincidir con Einstein en que “la subjetividad es veneno para la ciencia”. Fueron los seguidores de otro gran pionero, Sandor Ferenczi, los que rescataron esta parte del encuentro psicoanalítico que es la implicación de la persona del analista. La ciencia de aquel momento abrió la puerta a aquellas ideas que los psicoanalistas de entonces encontraban en su práctica clínica, “la presencia del observador modifica lo observado” (W. Heisenberg[3], Principio de incertidumbre). En los años 50’, Winnicott, Paula Heimann y Racker desarrollaron otra visión de la contratransferencia y abrieron el campo a los avances que hoy día contemplamos en la comprensión de los diferentes niveles de implicación del analista o terapeuta en el proceso.

Hay una enorme bibliografía de trabajos que ponen de manifiesto esta implicación. Conceptos como la “función alfa” o “capacidad de rêverie” de Bion, pasando por la propuesta de Winnicott de permitir el uso del analista por parte del paciente, la “teoría de campo” de los Baranger, el concepto de “quimera” de De M’ Uzan, el “trabajo en doble”, el trabajo de figurabilidad y el trabajo en regrediencia de los Botella, el “tercero analítico” de Hodgen, etc. se ha acumulado una gran cantidad de experiencia en este sentido. Podría decirse que frente a la importancia capital que siempre se ha dado a la metapsicología en psicoanálisis nos encontramos que la praxis clínica, a la que ella ha dado lugar, es la parte de nuestra disciplina que más ha revolucionado y estimulado la cultura del siglo XX. Este es un punto polémico, en la actualidad, entre diferentes corrientes del pensamiento psicoanalítico.

En lo que a nosotros respecta, profesionales de la psicoterapia, uno de los aportes más significativos del psicoanálisis ha sido la ampliación de los niveles de escucha. Lo que empezó siendo tan revolucionario como la escucha del inconsciente freudiano lo sigue siendo, ya en el siglo XXI, la escucha de lo no reprimido, la escucha del tercero analítico o de los recuerdos sin memoria que nos permiten una reconstrucción de los impactos en el proceso de simbolización y de subjetivación producidos por traumatismos precoces. Estos traumatismos precoces suelen formar parte de las patologías más frecuentes en nuestros días. En estos tratamientos, a mayor deterioro psíquico en el paciente mayor implicación del profesional en el proceso. O si lo prefieren, cuanto más regresivo sea el proceso analítico en marcha, más determinantes van a ser los aspectos personales del analista o psicoterapeuta. Lo sepa este o no.

El mismo Freud (1912) nos advierte de la importancia de los aspectos personales del analista en su técnica: “(…) si la técnica aquí aconsejada ha demostrado ser la única adecuada a mi personalidad individual, no es imposible que otra personalidad médica, distintamente constituida, se vea impulsada a adoptar una actitud diferente ante los enfermos y ante la labor que los mismos plantean”.

Todo ello nos lleva a repensar nuestra formación. Gabbard y Odgen, en su libro “Sobre volverse psicoanalista”(2010) consideran que el factor más importante de maduración, como analistas, para ellos, ha sido poder desplegar la capacidad de hacer uso de lo que es único e idiosincrásico de cada uno, así como poder desarrollar una manera propia de trabajar y supervisar. También conceden mucha importancia al autoanálisis al que nos lleva el trabajar con nuestros pacientes, porque eso permite encontrarse y crear lo que uno piensa al escribir su experiencia.

Por mi parte, he de confesarles que durante años, me he esforzado en ser un “comprendedor”, en parte por cuestiones personales pero sobre todo llevado por la creencia de que comprender es lo más importante en nuestra profesión. Ser comprensivos, no me cabe duda, produce un importante alivio en el sufrimiento mental. Probablemente, sentirse entendido sea una de las experiencias más tranquilizantes para cualquier ser humano. A pesar de lo cual, el poseer una poderosa herramienta de comprensión, el psicoanálisis, con ser necesario, no es suficiente para que se instalen cambios perdurables en nuestros pacientes. Esa comprensión ha de ser el resultado de una implicación, si no, como dice Ferenczi (1932), “… serán intelecciones de la génesis del padecer” (Diario clínico).

Por otro lado, en nuestra práctica clínica, la situación analítica promueve el surgimiento de fenómenos interpersonales, intersubjetivos e interpsíquicos (Bolognini, 2014) con las que pocas situaciones experimentales pueden rivalizar o intentar reproducir sin caer en problemas éticos de difícil solución y de enormes dificultades de observación. Estos fenómenos se nos imponen, cada vez más por fuera de la metapsicología clásica, como le ocurrió al propio Freud, permanentemente confrontado con una clínica que le mostraba la necesidad de seguir ampliando sus conocimientos sobre el funcionamiento del psiquismo humano.

La función clásica de un terapeuta de orientación psicoanalítica ha sido la de encontrar significado a las conductas y poder ponerlo de manifiesto fundamentalmente en el contexto de los fenómenos de transferencia. Pero ¿qué pasa cuando la construcción de significados, el modo en que la mente construye significados para las excitaciones que la habitan, fracasa o ha fracasado desde sus inicios fundacionales? ¿qué pasa con las transferencias no neuróticas, cómo nos implican?

Freud abrió caminos para encontrar respuestas con sus escritos sobre el trabajo del sueño, construcciones en análisis y muchos otros a partir del giro de los años 20’. Todos esos momentos supusieron encuentros con la clínica que le obligaron a replantearse su “modelo” al constatar las diferencias clínicas entre la “solución neurótica” y la “solución melancólica”. En efecto, “al caer la sombra del objeto sobre el Yo” es la relación del Yo con sí mismo y con el objeto la que sufre el trastorno. Aparecen procesos psíquicos que operan “más allá del principio de placer”.

Otros autores (Winnicott, Fairbairn, Bowlby, Spitz, Sandler, Pichon-Rivière, Aulagnier, Laplanche, de M´Uzan, S. Bleichmar, Anzieu, entre otros) ampliaron esta investigción y se adentraron más profundamente en los tiempos de constitución del psiquismo así como en los territorios de la relación y de la creación de la subjetividad. Hoy, parece más que probado que estos procesos de simbolización y su implantación están directa e ineludiblemente vinculados a la calidad de las relaciones primarias de todos los sujetos. Desde el inicio de la vida psíquica, se va instalando, o no, tanto la representación del propio sujeto y la del objeto significativo como la representación de la relación que los vincula. Como bien propone recientemente Roussillon recogiendo trabajos previos (Anzieu, Aulagnier y otros) para que el sujeto pueda apropiarse de los procesos de transformación, que llevan de las excitaciones al significado, deben apoyarse tanto en lo sensorial como estar inscritos y ser reconocidos y validados en la relación con un objeto significativo de la primera infancia.

Los fracasos de los procesos de transformación y de integración de las experiencias tempranas obligan al psiquismo a encontrar otras formas, verbales y no verbales, de expresión. Así podemos encontrarlo, en la clínica, a través de patologías del afecto, del acto y de la relación. Estos fracasos además conllevan un insuficiente desarrollo de la función de la autorreflexividad con su consecuente, y actualmente famoso, déficit de atención. Así pues, dentro del contexto de la relación terapéutica y dadas las fallas mencionadas en el psiquismo del paciente, el psiquismo del terapeuta es el otro polo con capacidad para “reconocer y validar” las experiencias compartidas.

La ampliación de los niveles de escucha por parte del terapeuta implica aceptar, en su modelo conceptual de referencia, el formar parte de la experiencia clínica aunque sea en un modo asimétrico respecto al paciente. El saberse receptor de estímulos insuficientemente elaborados por parte de aquel nos obliga a una especial disponibilidad y a una discriminación del otro en nosotros mismos. Hemos de recordar el polimorfismo de la capacidad de asociación psíquica.

En líneas generales, esto no supone nada novedoso para quien ha criado bebés o tratan niños o adolescentes. Pero quienes en su práctica se han encontrado con pacientes que bloquean su producción de sentido o que dirigen su excedente de excitación hacia el funcionamiento mental de su terapeuta o al suyo propio o que tienen afectadas sus capacidades de simbolización habrán sentido en sí mismos la imposibilidad de poder pensar a sus pacientes y las dificultades para poder salir de tales momentos de impasse.

En tales momentos, se vuelve necesario un modelo y un adiestramiento que permita la ampliación de los niveles de escucha del trabajo psíquico del terapeuta en sesión o fuera de ella. Son ejemplo de ello, actualmente, el modelo propuesto por los Botella (2003) del trabajo de figurabilidad en regrediencia y el trabajo en doble, o el de Odgen (2014) en el contexto del tercero analítico o el modelo de Sapisochin (2011, 2014) sobre la escucha de los enactments, siendo precursor de todos ellos el muy conocido modelo de los Baranger (1969), la situación analítica como campo dinámico.

En todos ellos, el analista a través de su implicación en el encuentro con su paciente se torna instrumento de captación de material psíquico inalcanzable, por si solo, para el paciente. Además permite al terapeuta repensar sus nociones psicoanalíticas generales a la luz de su propia praxis. Por otro lado, además de necesitarse un modelo operativo se requerirán buenas dosis de intuición, empatía y humor (Ferenczi, 1932). Y aunque resulte obvio decirlo, para resolver estas situaciones por parte del analista será imprescindible su análisis personal, el uso de sus capacidades de auto-análisis y de transmisión de su experiencia e incluso recurrir en ocasiones a otros puntos de vista o a otros modelos distintos al propio.

Como decía un humorista, la mente es como un paracaídas, solo funciona si está abierto.

Estas coincidencias entre autores tan dispares, sobre la importancia de la implicación del terapeuta en las situaciones de impasse, hacen pensar en los trabajos de Fonagy y Roth (2005) en los que se encontraba que la variable más constante y significativa de cara a los efectos de la terapia era la personalidad del terapeuta.

Atendiendo a las limitaciones de tiempo, paso por alto planteos en los que me apoyo para proponer que es en la disponibilidad del propio encuadre del terapeuta donde se dirimen los resultados de la experiencia psicoterapéutica junto con el despliegue, por identificación dentro del proceso, de las capacidades de apropiación subjetiva de la experiencia por parte del paciente.

Entiendo que esta disponibilidad del encuadre interno del terapeuta ha de estar directamente relacionada con la función de auto-reflexividad del terapeuta que le permitirá captar inconscientemente el afecto del paciente, ofreciendo así a este la oportunidad de verse así mismo a través de la visión que el terapeuta ha sentido en sí del paciente en un determinado momento de sesión (Botella, 2001) . El terapeuta pone a disposición del paciente su figurabilidad, sus capacidades simbólicas y su auto-reflexividad y este puede unir una representación a un afecto propios en un contexto relacional. El terapeuta habla por el paciente en primera persona y este puede verse y sentirse en otro. Al colocarse en el centro de la experiencia afectiva del paciente, en el contexto de su encuadre interno, las palabras del terapeuta permiten al paciente sentir y dar sentido dentro de sí a lo que antes no podía. Este tipo de intervenciones no siempre coincide con lo “correcto” desde la teoría. En estas situaciones el “modelo” del terapeuta toma el mando frente a las teorías propias de su modelo de referencia y en una segunda mirada (Baranger, 1969) podrá pensar su articulación “teórica” con aquellas.

A mi modo de ver, es un modelo, más que las teorías, lo que contiene en sí mismo lo fundamental que todo ser humano, que viene al mundo o a una terapia, tendrá que experimentar dentro de una estructura que le precede (el modelo de referencia y el modelo personal) y que funciona como una matriz psíquica previa al encuentro. Planteo esto debido a que, a mi entender, una teoría intenta dar una visión objetiva de procesos psíquicos que así utilizados se ven convertidos en algo ajeno a la experiencia subjetiva relacional faltante.

El modelo, en el contexto interno del terapeuta, se sitúa entre la abstracción teórica y la metáfora. En la confluencia, en permanente construcción, entre el encuadre interno y la subjetividad del analista.

El modelo recuerda al objeto transicional (Winnicott, 1971) ya que es una herramienta efímera que puede ser desechada una vez haya cumplido su tarea o haya fracasado en ella. El terapeuta puede construir modelos adecuados al material proporcionado por los pacientes y cumplen una función muy valiosa siempre y cuando no se confundan con teorías. También sirven para no necesitar crear nuevas teorías cada vez que nos encontramos con dificultades serias en nuestra praxis.

El modelo presenta similitudes con los procesos terciarios de A. Green que unirían los procesos primario y secundario de un modo original para cada individuo.

El modelo permite ampliaciones de los niveles de escucha que las teorías pueden impedir.

El modelo permite la búsqueda de entendimiento incluso en otras fuentes distintas a las propias, en otros modos de ver o entender aquello psíquico que no se calma en nosotros mientras trabajamos con nuestros pacientes.

En este sentido, un trabajo de Lynn y Vaillant (1994) muestra que el modo de trabajar de Freud con sus pacientes era muy diferente del método transmitido como “oficial”. Estos autores contrastan, en 43 casos atendidos por Freud entre 1907 y 1939, las desviaciones del trato dado a sus pacientes y los consejos que publicaba para el ejercicio del psicoanálisis. Los resultados expresan una muy alta discrepancia entre sus recomendaciones públicas y la relación con sus pacientes. Si tienen interés pueden encontrar referencias de múltiples trabajos[4] de Liberman (1970), Bleger (1973), Sandler (1983), Pichon-Rivière (1998) o Fonagy (2006), por citar solo a algunos de los más conocidos, que ponen a la vista las diferencias entre las teorías usadas en el ámbito de la práctica privada y las expuestas en el intercambio científico con colegas. Quizás por eso A. Green decía: “En lugar de que se nos diga lo que correspondería y lo que no correspondería hacer, sería más provechoso saber qué es en realidad lo que hacemos” (2011a)

Al escribir “…dentro de una estructura que le precede” he caído en la cuenta de que, en el fondo, quizás no esté tan de acuerdo, como creía, con las conclusiones del aludido trabajo de Fonagy. Pienso que más que la personalidad del terapeuta es el manejo que este tenga de su encuadre interno, por la influencia que esto tendrá en las características del vínculo co-creado entre paciente y terapeuta así como también en las características del vínculo co-creado entre el terapeuta y sus teorías. Pienso que esto es lo que va a determinar las transformaciones que pueden advenir en un tratamiento.

Al igual que el encuentro entre la madre y el bebé comienza siendo fundamentalmente corporal pero atravesado por la psicosexualidad inconsciente de la madre, el encuentro entre paciente y terapeuta es esencialmente intersubjetivo e interpsíquico por lo cual es de capital importancia un “tercero” tanto en la madre como en el terapeuta. Me refiero, en el caso de la madre, tanto al tercero en su mente como al padre “real” del bebé y en el terapeuta tanto a su modelo de escuela de referencia como al modelo personal de praxis que emane de su encuadre interno.

Pienso que tanto el bebé como el paciente han de sentir que hay algo más que un encuentro intersubjetivo, algo que conecta y toma referencia con el afuera de la experiencia inmediata (Fain y Braunschweig, 1975). Pienso que, en cierto modo, en el terapeuta, en su encuadre interno está presente ese “tercero”. La solidez y coherencia de este encuadre interno es lo que le permite un genuino encuentro interpersonal, intersubjetivo e interpsíquico al servicio de la relación psicoterapéutica. El encuadre interno determina una escucha analítica que está influida por lo idiosincrásico y creativo de cada uno, desarrollado mediante la praxis, la supervisión, el análisis y el autoanálisis, incluso a través del esfuerzo por la transmisión de nuestra experiencia a nuestros compañeros. Instaura una escucha de lo psíquico tanto hacia lo íntimo como hacia lo ajeno, tanto hacia el funcionamiento del inconsciente en el encuentro (escucha analítica) como hacia el sufrimiento del paciente resonando en nosotros (escucha terapéutica). Su adquisición tiene mucho, como diría Jaime Spilzka, de un proceso de re-subjetivación ética.

La función mediante la cual nos hacemos conscientes de nuestros procesos psíquicos internos, la auto-reflexividad, en el ejercicio del autoanálisis de estas situaciones, es capital del lado del terapeuta que se encuentra ahora en posición de paciente desbordado por el exceso de excitación que se juega entre ambos en el encuentro. En muchos sentidos ello va a ser repetición o de una relación a la que ha quedado fijado el paciente o la repetición del efecto traumático. Esto puede resonar de diferentes modos en el terapeuta. No olvidemos que el terapeuta, en contratransferencia, también trabaja “en contra” del descubrimiento de su propio inconsciente, en contra suyo, en contra del tratamiento para no encontrarse con sus propias heridas, en contra del exceso. En cualquier caso, es en relación a esta situación analítica precedente a ambos, el encuadre interno del analista, como lo es la cultura para el bebé, que el terapeuta va a poder juzgar sus reacciones a su propia implicación captada en los estados de sesión (Odgen, 2014). Es su encuadre interno lo que va a permitirle una “segunda mirada” (Baranger) y elaborar sus momentos de descentramiento en sus enactements (Sapisochin, 2011-2014) y formas de interacción inconsciente establecidas (ContraTransferencia).

Siguiendo con esta idea de la propia persona del terapeuta como herramienta central de su praxis, también es importante que nos planteemos, en los tratamientos que emprendemos, la influencia de nuestra presencia en el encuentro analítico, la influencia de nuestras patologías, de nuestros puntos ciegos. Oliver Sacks, recientemente fallecido, decía que entendía bien a sus pacientes porque estaba igual de loco que ellos.

Pensemos que hay muchos aspectos de nuestra tarea que pocas veces nos planteamos. Tal es el caso de la influencia o relevancia de la superposición, condensación o interferencias que el conjunto, como tal, de nuestro pacientes ejercen sobre nosotros en el día a día de nuestra praxis. Y la no menos importante influencia o relevancia, en nuestro trabajo, de la superposición, condensación o interferencias que supone el conjunto de teorías, creencias o incluso modelos que pululan en nuestra mente. Recordemos que “El yo no es dueño siquiera de su propio hogar” (Freud, S)

Así pues, las vicisitudes vinculadas a la constitución de la subjetividad del terapeuta y de su identidad como tal determinarán la calidad de su encuadre interno y su intrínseca capacidad de cambio.

Con todo ello, se podría abrir un muy interesante debate sobre la formación de psicoterapeutas tanto en sus inicios como sobre la muy necesaria formación continuada de cualquier profesional.

A modo de conclusión.

Son cada vez más los trabajos de prestigiados colegas, con muchos años de experiencia y preparación, que en sus comunicaciones clínicas describen momentos en que se ven diciendo cosas a sus pacientes que les coge por sorpresa a ellos mismos. Por supuesto son momentos muy particulares, “estados de sesión” para los Botella (2001), que suelen coincidir con “acercamientos” a zonas de dolor psíquico o, si lo prefieren, zonas de acúmulo de excitación mal elaborada, falta de simbolización o significación que afectan al analista sin que este se haya percatado hasta ese momento. Ahora es este quien tiene “la pelota en su tejado”. De cómo se comporte su encuadre interno respecto a este exceso va a depender el mantenimiento del campo analítico, del mantenimiento del proceso y por tanto del resultado final del tratamiento.

Cada vez es más frecuente encontrarnos en la clínica con material psíquico que no ha alcanzado el estatuto del proceso primario o lo ha hecho de modo insuficiente. Tal es el caso del dolor producido por el desvalimiento en los primeros tiempos, los traumas precoces. En esos casos, nos encontramos con la necesidad de pasar del trabajo en el paradigma de las afecciones neuróticas al paradigma de las afecciones narcisistas, del modelo de la histeria al modelo de la melancolía, territorio del dolor y del no-duelo, territorio de fuertes investiduras narcisistas y débiles investiduras objetales. La atenuación del dolor que pueda darse en estos momentos abrirá la puerta al encuentro con el desvalimiento. Es ahí donde podrá “construirse relación” y con ello darse las condiciones de posibilidad de crear significación entre ambos donde antes no la había, suficientemente para ese material, en ambos.

En general, el proceso terapéutico es una andadura que permanece oculta, inconsciente, para ambos partícipes, también para el terapeuta que ignora lo que se está gestando en su psiquismo. A veces, durante estos estados de sesión, el terapeuta entra en contacto con algo en él que le anuncia eso que se estaba gestando silenciosamente. Son sintonías, en regrediencia, que hacen posible que lo que el analista capta y expresa en un registro llegue a tener otro significado en otro registro, tanto para el paciente como para el terapeuta. Aparecen estados de extrañeza, incluso de sí mismo, impresiones desagradables, estados confusionales, sensaciones en nosotros mismos que nos conectan, como diría J. Cournut (2015) “…(con) lo delicado y difícil de decir, de pensar, de representar, aquello que se siente con la punta de los dedos y en el borde del alma (…) aquello hacia donde nos acercamos solo a través de una desafortunada y poco hábil andadura intelectual”.

De ahí la necesidad de ampliar nuestros niveles de escucha.

Bibliografía

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[1] Trabajo presentado en el Simposiun de la Sección de psicoterapia psicoanalítica de FEAP, Zaragoza 2015.

[2] Médico, psicoterapeuta, psicoanalista IPA. antondelolmo@hotmail.com

[3] Premio Nobel de Física 1932, a los 30 años y Premio Sigmund Freud de prosa académica 1970

[4] (Ver: Modelos en la mente del analista, Rev de Psicoanal de la APM, n74, 2015 p. 190 y p. 191 pie de página. Ver Psicoanálisis y psicoterapia, Rev de Psicoanal de la APM, n68, 2013, p. 188)