La inquietante presencia del Padre

por | Revista del CPM número 34

La inquietante presencia del Padre

Miguel Angel Gonzalez Torres
Centro Psicoanalítico de Madrid
D Neurociencias Universidad del Pais Vasco
S Psiquiatría. Hospital Universitario de Basurto
Bilbao

Escuché una vez, que los dos eventos que influían más poderosamente en la manera en la que percibimos la vida son el nacimiento de un hijo y la muerte del padre. Sin duda ambos sucesos, estrechamente relacionados con la función paterna, ejercen una influencia poderosísima en nuestra psique. Voy a intentar en este trabajo señalar algunos aspectos de esa compleja función paterna, deteniéndome especialmente en lo que me parece menos conocido o me despierta más interrogantes. La función paterna es un proceso complejo dependiente de múltiples factores, de los que solo abordaré algunos. Sin duda hay una perspectiva masculina en mi mirada; no podría evitarla aunque lo deseara. Obviamente esa mirada no es la mirada, sino una de ellas, que aspiro a que contribuya junto a otras a la reflexión sobre este tema. André Green, en su trabajo sobre la construcción del padre perdido (Green, 2009) se pregunta dónde está el padre preedípico y responde señalando que se halla “apartado, excluido y observando la escena madre-hijo lleno de nostalgia y añoranza”. Mi intención es examinar también la pregunta de Green, ¿dónde está el padre? y en especial ¿dónde está el padre preedípico? Puedo avanzar que en mi opinión la situación del padre es más compleja de lo que Green, con un candor sorprendente por lo inhabitual en un pensador áspero como él, señala. Junto a esa nostalgia y añoranza, vamos a encontrar envidia, odio, agresión, celos…y un intenso sentimiento de exclusión.  

Hace largo tiempo defendí mi Tesis Doctoral en torno a “Personalidad y Estructura familiar en las toxicomanías” (Gonzalez Torres 1988). Visto con la distancia de los años, no creo que el trabajo aportara grandes hallazgos pero si me sirvió para encontrarme con un hecho que me ha despertado un constante interés. Una de las variables que se medían era la distancia emocional percibida por el sujeto respecto al Padre. Comenzamos a recoger información de familias de pacientes con conductas adictivas y hallamos una visión del padre repetida una y otra vez: el padre en esas familias estaba ausente, a veces física y siempre emocionalmente. Este hallazgo nos animó enormemente porque suponía un cierto refrendo a la impresión generalizada de la época de que había problemas serios en la estructura familiar en las toxicomanías, con una especialmente señalada ausencia paterna. Sin embargo, al comprobar luego qué ocurría con familias normales que actuaban como grupo control…observamos que también en ellas la figura del Padre ausente era algo habitual. Una primera lectura nos llevó a pensar que la ausencia del Padre podía ser simplemente una característica habitual en nuestra sociedad, y no sólo una característica de las familias de los pacientes toxicómanos.

El sociólogo vasco Javier Elzo, académico estudioso de la estructura familiar, acuñó una frase feliz para describir la situación actual (Elzo 2003): “En la familia actual la madre ha salido de casa, y el padre…todavía no ha vuelto”

Zoja (2001), señala cómo en el mundo moderno el padre está cada vez más ausente y apunta al explorar la historia de la figura paterna cómo ésta hubo de ser inventada. Cree el autor que el padre no es algo naturalmente dado y que no posee una base instintual, afirmación quizá discutible, pero que merece una seria reflexión.

Recientemente, un paciente de estructura neurótica, señaló en la sesión cómo le había sorprendido que una amiga le felicitara al enterarse de que su esposa se había quedado embarazada por primera vez. Ella había recibido toda suerte de mensajes, llamadas, correos de amigos y familiares. Él, ninguna hasta ese momento. Este hecho no desvela ninguna psicopatología personal o social sino una realidad muy concreta: la función paterna, que se pone en marcha en el caso de la mujer en el momento de la concepción y en el caso del hombre cuando ésta se le comunica, está estrechamente ligada a dos fenómenos: la exclusión y la ausencia. El desarrollo de esa función supone una lucha constante frente a la separación y la distancia. Separación y distancia propiciada por la propia configuración de las relaciones conyugales y familiares en nuestra sociedad y sin duda, también a veces por la decisión deliberada de mantenerse ajeno a esa burbuja madre-hijo de la que, quiera o no, el padre está apartado.

La exclusión del Padre y por tanto su ausencia, aparece desde el momento cero, o incluso antes. A nivel de nuestro mundo interno, podría hablarse de una pre-función paterna, teniendo en cuenta la disposición inconsciente hacia el hecho de procrear y las fantasías asociadas a ello. Una vez concebido el nuevo ser, el embarazo establece la primera exclusión obligatoria. La madre posee todo el vínculo y se percibe a sí misma en un contacto íntimo, físico y psíquico con el vástago. El Padre se halla inevitablemente separado, aspirando a una presencia futura. La abrumadora certeza de la maternidad y la generación de esa burbuja madre-feto, se desarrolla en paralelo a la incertidumbre del Padre, sumido en fantasías conscientes e inconscientes sobre lo que es y será la relación con esa pareja madre-hijo que le excluye. El padre entonces aspira a ser reconocido, a que la madre, más tarde, abra la puerta de su espacio íntimo con el hijo y distinga al Padre como un elemento protagonista del teatro familiar, posibilitando la triangulación y el proceso edípico. Pero el Padre, también en esto, tiene un papel pasivo pues debe ser escogido y señalado por la madre.

En el largo proceso físico y psíquico del embarazo, el Padre pugna por ser un buen aspirante, observando con atención, asombro y un punto de extrañeza el desarrollo de esa relación madre-hijo en el que, literalmente, no puede intervenir. ¿Habrá espacio para el Padre en esa extraña e inquietante maravilla que supone ese dúo madre-con-el-hijo-en-su-vientre? Y aún más, cuando por fin el niño o niña salga a la luz, desde la íntima oscuridad del útero materno, ¿habrá espacio para él en el lecho familiar? Se espera que un Padre sano mantenga su actitud de buen aspirante y pueda encontrar un lugar en ese triángulo inestable. La puerta nunca se abre del todo y sin duda puede volver a cerrarse. En esa escena llena de incertidumbres para el varón, podemos hallar una certeza inequívoca: el hilo madre-hijo, poderoso, no se rompe nunca y la sensación de presencia y pertenencia del padre es siempre temporal.

Desde el primer momento pues, el desarrollo de una función paterna es algo que debe ser ganado. Ganar la presencia conlleva lograr que tras el parto la madre deje por un momento de mirar a su hijo para encuadrar también, en su mirada, al Padre.

Dicen algunos que es el deseo de la mujer lo que aporta la prueba definitiva de la identidad masculina a un varón. Podemos ver que es la existencia de un feto y sobre todo las palabras de la mujer (“estoy embarazada, es nuestro hijo”), lo que determina la condición de Padre y el comienzo real de la Función Paterna.

La modificación contemporánea de la conducta socialmente aceptable del padre ante el embarazo y el parto podríamos considerarla también como una manera de negar la evidente e insoslayable exclusión. Padres que acompañan a la esposa a los ejercicios de preparación para el parto, padres que llenos de buena voluntad se resisten al síncope en la sala de partos, disfrazando su angustia con una amplia sonrisa entusiasta como si realmente su presencia pudiera apoyar el paso por el canal del parto de ese nuevo ser que va a conmocionar su vida. Y mientras, la parturienta le dirige miradas de agradecimiento y cierta burla condescendiente hacia ese sujeto grande y sudoroso que orbita angustiado alrededor de la mesa de partos. Padres que acompañan a la esposa cuando amamanta, prolongando la idea ingenua de la sala de partos, de que realmente el padre tiene alguna tarea que realizar allí. Digamos que en la costumbre tradicional se asume la ausencia y se da por hecha, aceptando el papel de observador de una realidad bio-psico-social abrumadora. En la nueva costumbre, pugnamos por negar lo evidente y jugamos a mantener una presencia impostada que comporta algunos aspectos saludables, sin duda, pero que no puede lograr borrar una ausencia inevitable y convierte la función paterna en esta etapa en una mera disposición a una presencia futura cuyo acceso guarda siempre la madre. Lacan, en una de sus metáforas más bellas (Lacan, 1987), señala cómo la madre “pronuncia el nombre del padre” posibilitando la entrada del Padre en el lazo familiar y la triangulación.

El padre quiere entrar en la cama de la madre y el hijo, envidia a este, que tiene acceso exclusivo a la madre y posee un vínculo eterno y cierto con ella. En un momento dado el padre tiene que asumir que no puede pelear contra el hijo y acepta entonces que el acceso a la madre pasa por aceptar al hijo como un tercero para siempre. El padre debe luchar para no ser lo que es, un tercero excluido. Parece por tanto un proceso edípico antes del proceso edípico, con los mismos protagonistas pero diferente guión. Ese proceso pre-edípico paterno, da lugar a esa ambivalencia eterna del padre hacia los hijos, hacia los que también siente odio y rechazo porque le han apartado para siempre de la propiedad exclusiva de la madre. Este argumento podría bien formar parte del pre-edipo o Edipo temprano, ya propuesta por Melania Klein y retomado por Lacan.

El hijo es también ese otro por antonomasia; ese ser sucio, perezoso y quejica que requiere todos nuestros dones y nada nos devuelve. En el teatro social, podría decirse que el hijo constituye la representación primigenia del otro, del extranjero al que despreciamos y en quien depositamos todo lo que rechazamos en nosotros. Podríamos aventurar que las sociedades fundamentalistas (aquellas ajenas a la duda y la autocrítica, sean de la corriente ideológica que sean) se hallarían en una etapa de pre-Edipo paterno no resuelto. El padre airado que rechaza al hijo que ocupa la atención de la madre separándonos de ella y que debemos apartar para por fin tener a la madre completamente para nosotros. La actitud contemporánea bien pensante refleja unilateralmente esa amistad impostada hacia ese hijo que roba al padre el lugar que este considera suyo por derecho.

El proceso edípico se inicia ya en el embarazo, antes siquiera de que el bebé nazca. Su mera existencia en el vientre materno, genera una fuerza excluyente que pone en marcha los sentimientos encontrados del padre. Antes de que el hijo perciba la competencia del Padre cuando la madre pronuncia su nombre, el padre ha constatado cómo la presencia del hijo le sitúa como tercero excluido. El hijo pues se enfrenta a un padre hostil desde antes de su llegada y podríamos considerar el temor a la castración como derivado de la hostilidad potencial y real del padre ante quien le priva y le aleja, e alguna medida para siempre, de La madre.

En la extraordinaria serie de TV “El Joven Papa” (Sorrentino 2016), el protagonista toma la drástica decisión al ocupar la silla de Pedro de acabar con todo acto público. Opina que la figura del Santo Padre debe estar rodeada de misterio y ocultación, y ello provocará la fantasía y el deseo de los fieles. A su modo, el joven prelado nos indica que la ausencia construye una presencia a través precisamente del anhelo del pueblo, del deseo de lo sagrado que surge del fondo de su alma. La presencia siempre defrauda, limita, obstaculiza. La ausencia sin embargo es una puerta abierta a los sueños. Forzando las palabras de Lacan, podríamos decir que al pronunciar el nombre del padre, la madre le presenta ante la pareja madre-hijo y a la vez le estigmatiza como ausente. Este es tu padre; él no es (uno de nosotros); él no está (aquí entre nosotros). El padre queda así condenado a la exclusión; el hijo cultivará siempre el anhelo que surge del misterio de la ausencia. ¿Quién es ese que no está entre nosotros, que no soy yo y que no es ella?

El bebé queda bautizado por la culpa desde la aparición del Padre en su vida. Podríamos aventurar que el Pecado Original no es solamente una ficción religiosa, sino que podría sostenerse sobre una realidad psicológica universal. Existe un pecado primigenio que acompaña al recién nacido desde su nacimiento. Es él quien hiere al padre apartándole de la madre, así como en la versión religiosa del concepto se atribuye a los cristianos la culpa de sus antecesores remotos al haber herido a Dios Padre olvidando sus instrucciones y cuestionando su poder. Antes, pequeño tirano, ha llenado su mundo de heces y tomado de ese mundo con su llanto exigente la leche que le mantiene vivo. Luego, el bebé tomará conciencia, aunque vaga de que ese-que-no-está-entre-la madre-y-él no debería entrar en la intimidad de la pareja madre-hijo. Debe permanecer alejado y surge entonces el lógico temor a la retaliación. Ese hombre ausente, quizá poderoso si no en la realidad al menos en la fantasía del hijo, deseará sin duda romper el lazo filial, llenar el hogar con sus propias heces y tomar de la madre su propia leche nutricia.

La culpa estructura la sociedad. La Iglesia, el Marxismo, siempre la Familia o el matrimonio…son instituciones que nacen, en parte, de la culpa y la promueven. La culpa, atributo universal, toma luego un recorrido propio, adaptando su contexto al correr de los momentos vitales. Así nos acomodamos a la estructura social. Hombre y mujer se sitúan en una jaula de culpa y contradicción. Están llenos de anhelo y de culpa. Mientras, el padre siempre ausente, abandona en nuestra sociedad actual hasta los roles más mínimos y tradicionales, como el de proveedor. Las mujeres parecen haber aprendido que el verdadero Gran Proveedor es el Estado, que va asumiendo el rol de Gran Padre que une una presencia ominosa y una ausencia real, apareciendo ante nosotros tan sólo sus productos: la Ley, el salario, el castigo.

Zoja (2001) nos señala que en los años 30 y con el fascismo en alza, los miembros de la Escuela de Frankfort percibieron en su entorno una fuerza regresiva empujando hacia la violencia y la tiranía, considerando que una de sus fuentes era la pérdida del padre real y su sustitución por un padre representado por las instituciones burocráticas. Existe una permanente necesidad de un padre real que permita templar y dirigir la agresión al servicio de la bondad y la justicia y para protegernos de la barbarie. Sin duda, es tentador volver a utilizar este análisis sobre lo que ocurre hoy en nuestro mundo, 80 años después.

Sólo un Padre ausente puede mantener su autoridad incólume pues el examen detallado y cercano del otro le reduce indefectiblemente a un pequeño avatar o una caricatura. Las cualidades intangibles que acompañan y construyen la autoridad del hombre son de una extrema fragilidad. La fama y el prestigio del caudillo más bárbaro penden de una breve sonrisa seductora o una fugaz mirada cómplice de su esposa. No hay crueldad, ni batallas ni triunfos que puedan sostener la autoridad de un tirano con una esposa sonriente. Por ello la ausencia del Padre se convierte en una necesidad imperiosa. El Joven Papa tiene razón: no hay respeto, ni autoridad, ni anhelo, sin distancia, sin misterio, sin ocultación.

Podemos reflexionar también que algo tan masculino como el nacionalismo que nos rodea (Gonzalez Torres & Fernandez Rivas 2015), supone en cierto modo un intento, patético pero humano al fin, de superar esta permanente angustia de la exclusión. No os necesito, grita el airado nacionalista, me despreciáis, me maltratáis, yo solo, junto a otros solitarios como yo, seré más feliz, aislado, pero envuelto en el gozo de esa nueva independencia que me aleja de ese dúo feliz que me rechaza. Mi presencia no es tolerable, mi cercanía no soporta la crítica ni la comparación. Yo me basto, soy bueno y orgulloso, y lleno de virtudes que no habéis querido reconocer.

Decididamente esto no es cosa de mujeres. Ellas poseen certidumbres que nosotros los hombres envidiamos. El retaliativo desdén de los hombres ante los logros de las mujeres es solo una torpe reacción ante la exclusión, la separación y el rechazo (ver Paglia 2006 para una reflexión en profundidad sobre este punto)

En la obra Lisístrata de Aristófanes (Aristófanes, 2015), escrita hace casi 2500 años, las mujeres de atenienses y laoconios, impulsadas por la protagonista, organizan una huelga sexual para acabar con la larguísima guerra que enfrentaba a sus maridos. Queda claro en la obra que los ideales masculinos y sus aspiraciones no conmueven demasiado a las esposas que consideran la guerra como un trágico y mortal divertimento ajeno a las cuestiones realmente importantes.

En un texto todavía más antiguo (siglo VIII a.C.), la Iliada (Homero, 1982), percibimos una pista sobre qué mueve a los hombres desde siempre. Los seres humanos y posiblemente en especial los hombres, no persiguen como ingenuamente dicen los evolucionistas (Dawkins 2014 [1976]), la transmisión de sus genes sino algo mucho más volátil: la transmisión de la memoria, ser recordado.

Aquiles el Héroe acude a su madre Tetis tras la petición del Rey Agamenón de que acuda a luchar junto a él a Troya. Ella le responde:

“Si te quedas en Larisa tendrás paz y una mujer maravillosa. Tendrás hijos e hijas que a su vez tendrán descendencia, te amarán y cuando ya no estés te recordarán. Cuando tus hijos y los hijos de tus hijos hayan muerto, tu nombre se perderá. Si acudes a Troya, tuya será la Gloria. Escribirán epopeyas de tus victorias durante miles de años, el mundo recordará tu nombre. Pero si acudes a Troya, no volverás a casa pues tu Gloria y tu Maldición caminan juntas de la mano y yo no volveré a verte”

¡Pobres hombres! Buscamos con la espalda, la pluma, la garganta o las manos esa huella que nos sobreviva y que pronuncie el “di tu que he sido” unamuniano, que una mujer consigue con tan solo mirar a lo lejos el caminar de su hijo.

Bibliografía

 

Aristofanes. Lisístrata. En Comedias III. Biblioteca Clásica Gredos. RBA. Barcelona 2015.

Dawkins, R. El gen egoísta. Las bases biológicas de nuestra conducta. Salvat Editores. Barcelona. 2014

Elzo, J. (2003). Tipología y modelos de relación familiar. In Congreso La familia en la sociedad del siglo, 21, pp. 17–18. Madrid: Fundación de Ayuda Contra la Drogadicción

Gonzalez Torres MA. Personalidad y estructura familiar en las toxicomanías. Tesis Doctoral. Universidad de Salamanca. 1988.

Gonzalez Torres MA, Fernández Rivas A. Nacionalismo, sexualidad, identidad. Revista del Centro Psicoanalítico de Madrid. N 29. 2015

Green, A. The construction of the lost father. En The dead father. A psychoanalytic inquiry. Kalinich LJ & Taylor SW, Editores. Routledge. London. 2009.

Lacan J. De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de las psicosis. En Escritos 2. Siglo XXI. Buenos Aires. 1987.

Homero. Ilíada. Biblioteca Clásica Gredos. RBA. Barcelona 2015.

Paglia C. Sexual Personae. Arte y decadencia desde Nefertiti a Emily Dickinson. Madrid: Valdemar Intempestivas. 2006.

Sorrentino, P. The young Pope (El joven Papa). Sky Atlantic, HBO, Canal+. 2016.

Zoja, L. The Father: Historical, Psychological and Cultural Perspectives. Hove, East Sussex, UK: Brunner-Routledge, 2001