La dimensión temporal y su relación con el proceso analítico.

por | Revista del CPM número 13

INTRODUCCIÓN

“He asaltado naves en llamas más allá de Orión. He visto brillar los rayos C junto a las Puertas de Tanhauser. Todo eso se perderá como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir”.

El autor de esta oración laica, Roy Batty, replicante protagonista de la película “Blade Runner” (Dick 1982/Scott 1999) manifiesta su dolor y su incomprensión ante el final inevitable de su vida. En la historia que narra el film vemos cómo busca a su creador para lograr vencer su destino, una muerte cercana e inexorable. Su Dios le señala la imposibilidad de torcer el destino y Roy le mata; pero sin Dios tampoco hay vida eterna. Roy muere aceptando su final, dolido y asombrado de que su vida no se prolongue, que no deje huella, dolido porque el tiempo no se extienda a su voluntad y se halle fuera de su control.

En otro momento y otro lugar, un personaje real esta vez, Miguel de Unamuno (1907), plasma en un poema dedicado a la ciudad de Salamanca la misma angustia ante el final de su vida y su ansia de permanencia:

“… Y cuando el sol al acostarse encienda/
el oro secular que te recama/
con tu lenguaje, de lo eterno heraldo/
di tú que he sido”.

Unamuno, como Roy Batty, ha aceptado su final, y pone su esperanza en que la ciudad donde ha vivido sea testigo de su existencia. Desea que sus sentimientos, sus ideas, sus sueños, no se pierdan para siempre como lágrimas en la lluvia. Las piedras de Salamanca habrán de gritar a los cuatro vientos que el autor “ha sido”, regalándole una suerte de inmortalidad que consuela la angustia de Unamuno.

Podríamos señalar miles de ejemplos para ilustrar una idea: la relación de los hombres con el Tiempo, en la ficción y en la realidad, ha sido siempre angustiosa y difícil. El Tiempo es una dimensión de nuestra existencia fuera de nuestro control, que nos marca desde el nacimiento y limita nuestros deseos e incluso nuestros sueños. Trascender el tiempo, dominarlo y ponerlo a nuestro servicio ha sido una tarea siempre incumplida de los humanos, desde los egipcios hasta nuestros días. Todas las culturas, enfrentadas ante el hecho de la muerte, la niegan de un modo u otro, negociando caminos diferentes para sortear el factor inexorable de la desaparición de todo lo que nos rodea y de nosotros mismos. Freud señalaba (1915): “es verdaderamente imposible imaginar nuestra propia muerte…en el inconsciente cada uno está convencido de su propia inmortalidad”. El ser humano parece tener una clara necesidad de trascendencia y como Roy Batty y Unamuno busca angustiosamente la manera de ver más allá y encontrar así un sentido a su devenir por el mundo.

Las sociedades humanas han utilizado la memoria grupal como medio de trascender en paralelo a las creencias en el más allá o la reencarnación. Otros recuerdan nuestra vida, nuestros hechos, nuestro nombre, y así sobrevivimos. El recuerdo amoroso de los amigos, el odio y el rencor de nuestros enemigos, son verdaderas máquinas del tiempo, que prolongan de algún modo nuestra existencia. Los monumentos conmemorativos, las tumbas del soldado desconocido con su llama eterna, nos sobrecogen porque pulsan una fibra muy sensible en nuestro interior; nos conectan con la inmortalidad y nos ayudan a mantener viva la memoria de los ausentes y, de algún modo, vencer al tiempo.

NATURALEZA DEL TIEMPO

Definir el concepto de Tiempo ha sobrepasado las capacidades de eminentes físicos y filósofos a los largo de la historia. Cada autor acaba dando una definición personal y sui generis de esta entidad. Ello nos debería mostrar cómo el Tiempo elude nuestros intentos de delimitarlo, clasificarlo y conocerlo.

Podríamos considerar el Tiempo como una tela sobre la que bordamos nuestras experiencias vitales. Una tela que nos envuelve, nos cubre, nos protege y nos ahoga a veces. Una tela que se cierra sobre nosotros al final (¿del tiempo?). Pero este tiempo tan conocido y tan propio de nuestra experiencia diaria, ¿es de verdad una realidad física ajena al hombre?. No observamos el transcurso del tiempo, sólo que los estados más recientes del mundo difieren de los estados previos que todavía recordamos.

Existe un debate antiguo sobre si el tiempo es un entidad real o bien una construcción interna de los hombres. Para sorpresa de muchas gentes de letras; este debate no se da únicamente en el campo de los filósofos, sino en el de la física, incluyendo la más contemporánea, habiendo terciado en el debate muchas figuras insignes. Kant consideraba el tiempo como un constructo personal, una representación engañosa que subyace a todas nuestras intenciones, no una concepción empírica. Afirmaba Kant (Ferrater 1991) con rotundidad: “…negamos al tiempo cualquier pretensión de realidad absoluta”. William James (Ferrater 1991) hablaba del presente adjetivándolo de “aparente” o “engañoso” (specious), considerándolo una construcción subjetiva que no responde a la realidad externa. Albert Einstein propuso que no existe un “ahora” universal, válido para todos los fenómenos. El “ahora” para él depende de la posición de cada observador. Lynds (2003), en nuestros días, va todavía más allá afirmando que la percepción de un “ahora” universal responde a un fenómeno neurobiológico propio y no resulta de la percepción por los sentidos de un fenómeno externo y real. Lynds (2003) propone además que la percepción subjetiva del flujo temporal y del momento presente en progresión constituyen la conciencia; de hecho son el mismo fenómeno. Es fascinante que, según relata Marie Bonaparte (1940), Freud señalara que “…when consciousness awakens within us we perceive this internal flow and then project it ito the outside world…”, anticipando de algún modo las reflexiones de algunos físicos actuales.

En la literatura sobre el Tiempo encontramos referencias a tres aspectos diferentes de esta entidad: Tiempo Objetivo o real o externo (exista o no, hablamos de él, intentamos medirlo y lo estudiamos), Tiempo Corporal, generado por nuestro reloj biológico modulado por los diferentes zeitgeber y el Tiempo Mental o intrapsíquico que es el tiempo de nuestra experiencia personal de los sucesos. Los tres tiempos reflejan aspectos diferentes que se solapan solo en parte, En la obra psicoterapéutica tiene cada vez mayor presencia una doble concepción del tiempo que procede de la antigüedad clásica. Se habla de Cronos para designar el tiempo externo y mensurable y de Kairos para referirse al tiempo de la experiencia interna, variable, flexible e independiente de relojes y conteos. El Kairos es ese tiempo que mengua en el amor o se extiende hasta el infinito en el aburrimiento.

El tiempo posee un papel fundamental en la construcción de la identidad, según las aportaciones contemporáneas desde las neurociencias. Antonio Damasio (2000), plantea la existencia de tres niveles de self en paralelo a tres niveles de conciencia. Denomina self extendido al nivel superior de desarrollo del self , clave de la identidad biográfica del individuo. En ese nivel adquirimos una perspectiva biográfica personal; somos quienes éramos, existe una continuidad histórica de nuestra persona. La construcción del self, para Damasio, se basa en la relación con el objeto. La presencia del objeto determina cambios en el individuo y el registro de estos cambios da lugar a un nivel de conciencia denominado nuclear. Cuando hablamos de cambio, nos referimos a diferentes situaciones a lo largo del tiempo, a una sucesión de eventos en esa tela temporal que nos envuelve. Señalar el cambio es señalar el tiempo, que se conforma como la dimensión fundamental de la identidad. Realizamos continuamente un examen del presente a la lu
z del pasado y ello constituye el basamento de nuestra identidad biográfica, la esencia de la continuidad en el tiempo de nuestra persona. De ese modo el tiempo estaría en el núcleo de la identidad y también en la relación de objeto . Siguiendo otras vías de reflexión, este papel nuclear del tiempo en la construcción del self y del objeto ya ha sido también propuesto en el pasado desde el psicoanálisis, por ejemplo por Arlow (1986).

RENUNCIA COMO PASO HACIA LA MADUREZ PSÍQUICA

Desde distintas perspectivas psicoanalíticas se considera una renuncia como algo fundamental en el acceso a la madurez psíquica del individuo. Esta renuncia toma diversas formas según los autores. Freud (1924 ) presenta la renuncia a la madre como paso imprescindible para atravesar la fase edípica y alcanzar la madurez. La amenaza de castración empuja al niño a abandonar a la madre como objeto sexual preferente e iniciar una identificación con el padre que fijará su rol sexual a lo largo de la vida. Melania Klein (1940) considera que la madurez se relaciona con la llegada del individuo a la llamada fase depresiva, que supone la superación de la fase esquizo-paranoide y por tanto la capacidad para albergar una representación integrada de los objetos, sin la visión maniquea que caracteriza a esa primera etapa del desarrollo primitivo del ser humano. Esa fase depresiva implica también una renuncia a la omnipotencia, e incluso a la posibilidad de la omnipotencia. También implica una renuncia lo absoluto, a la belleza perfecta o a la perfección total, para asumir la realidad como una combinación de tonos grises. Lacan (1977) postula también una renuncia como paso necesario hacia la salud. Es la renuncia a ser o incluso poseer el Falo, la renuncia a la posibilidad incluso de ser Todo para el otro.

Podríamos seguir enumerando teorías sobre el acceso a la madurez y la salud desde las distintas perspectivas psicoanalíticas, pero siempre encontraremos lo mismo; hay una renuncia inevitable que debe ser realizada por la persona en un momento de su desarrollo. Esa renuncia tiene que ver con dejar atrás algo, con aceptar el paso del tiempo, con abandonar un sueño o una ilusión. Hay un cambio en la mirada, que pasa de dirigirse hacia el pasado a girar hacia el futuro. Lo que pasó, ya no volverá. Los poetas, como tantas veces, expresan esta idea con mayor riqueza. Margerite Yourcenar (1982) nos regala este pensamiento: “Sólo no se posee lo que no se posee. Lo que se posee, ya no se posee”.

Es interesante que el planteamiento de una renuncia como paso imprescindible hacia la madurez, que podemos encontrar en el psicoanálisis, se halla también en tradiciones religiosas como la cristiana, budista o islámica. Parecería que la idea de renuncia se encuentra muy grabada en el pensamiento de los hombres y que la reflexión sobre ello, desde la ciencia o la religión encuentran respuestas similares en el fondo, aunque diferentes en la forma. Los cristianos hablan del Paraíso Terrenal del que fueron expulsados por no seguir las instrucciones del Señor y querer “ser como Dios”. El Hombre fue expulsado del Paraíso y con el de la seguridad, la Felicidad y la Vida Eterna. Su destino fue el trabajo, la enfermedad y la muerte, con la única compensación de la libertad para errar y para adquirir conocimiento. La renuncia al Paraíso, la aceptación del Pecado Original y la sumisión al Señor y a su Poder constituyen el paso hacia la madurez moral y nos hace candidatos al Reino de los Cielos. En la tradición budista el planteamiento es que la base del sufrimiento es el deseo y por tanto la renuncia al deseo es la clave para alcanzar la paz interior. En la tradición islámica la sumisión a la voluntad de Dios y con ella la renuncia al control del propio destino son aspectos básicos de la actitud religiosa madura.

No es aventurado señalar que la renuncia tiene en todos estos casos un matiz temporal. Se trata de algún modo de una renuncia al pasado; a un pasado soñado o mítico. Además, se acompaña necesariamente de una renuncia al control del tiempo: el retorno al pasado es imposible, el control del futuro, también. Fuimos expulsados del Paraíso para siempre y no hay garantías sobre nuestro futuro. Pero en esa renuncia al control del tiempo y a la certidumbre sobre lo que ha de suceder, aparece una única certeza; la certeza del fin, de nuestra desaparición, de nuestra muerte. También hemos de asumir esa finitud para escapar a la locura y alcanzar la madurez personal. Esa renuncia a la persistencia constituiría el último paso, imprescindible, para el contacto con la realidad. No controlamos el tiempo, pero sabemos que habrá un final.

A lo largo del desarrollo, va apareciendo en el ser humano una progresiva conciencia de la finitud, de la certeza de la muerte. Hacia los 10 años, el niño adquiere esa visión del futuro con un final irremediable. A partir de ese momento, el individuo lleva a cabo la última gran renuncia de su vida; la renuncia a la vida eterna, a la persistencia. Sólo queda esperar el final, que no sabemos cuñando habrá de llegar pero sí que llegará en un momento. Nada permanecerá, ni nuestros seres queridos, ni siquiera los objetos que nos rodean y en los que ponemos afectos y significados. Todo se perderá y desaparecerá para siempre. En un momento dado, además, la muerte de una persona cercana nos colocará ante la realidad de una pérdida asumida hasta entonces en la imaginación pero no vivida. Dice la sabiduría popular que el nacimiento de un hijo y la muerte del padre son los acontecimientos que cambian al hombre para siempre. Son dos caras de la misma moneda: nacimiento y muerte, vida y desaparición. En otras palabras: tiempo y su control o más bien, tiempo y aceptación de su independencia de nuestros deseos.

La muerte cierta se constituye como la última castración. A diferencia de la castración de la etapa edípica, no se trata solo de una amenaza, sino de una realidad que sólo necesita de un tiempo indeterminado para hacerse realidad. La realidad de la muerte y su aceptación por el ser humano ha recibido en nuestra opinión una atención escasa en la literatura psicoanalítica, quizá por la tendencia tradicional a poner la mirada en el pasado y no en el futuro que aqueja a nuestra disciplina. La certidumbre del final es la mayor herida narcisista que puede recibir el individuo. Arlow (1986) señala: “…la uerte es el epítome de la mortificación narcisista..”. Freud en su obra “Sobre el narcisismo” (1914) llama a la inmortalidad del yo “…el punto más sensible en el sistema narcisista”. Nuestra vida, nuestros sueños y deseos, nuestros afectos… todo eso se perderá como lágrimas en la lluvia. Podemos afirmar que la aceptación de la muerte cierta y las consecuencias de todo ello supone la verdadera madurez o al menos constituye un requisito fundamental para la misma.

También en este campo la Mitología Clásica acude en nuestra ayuda, como tantas veces en Psicoanálisis. Cronos, el Dios griego del Tiempo, es hijo de Urano y Gea. Incitado por su Madre, castra a su padre armado con una hoz y tras ello, se aparea con su hermana Rhea, que le dará varios hijos. Cronos los devora pero su esposa logra ocultar a uno de sus hijos, Zeus, cambiándolo por una roca que Cronos se aviene a tragar. Más tarde, Zeus vence a su padre, obligándole a regurgitar a sus hermanos y arrebatándole el poder. Cronos es pues, también en la mitología, el castrador por antonomasia, el que emascula a su padre para fundar una nueva dinastía.

Cómo hacemos frente a esta imposibilidad de persistencia supone una faceta clave en nuestra personalidad y modulará la actitud vital general del individuo. La renuncia a la vida eterna sería pues la renuncia, final y definitiva, el cierre de las experiencias de pérdida, la última herida narcisist
a que debe asumir el sujeto. De algún modo, la muerte es una sentencia que se aplaza durante la vida, una sentencia con la estamos obligados a convivir, pero que podemos aceptar o negar.

EXPERIENCIAS VITALES CLAVES Y TIEMPO

A lo largo de la vida experimentamos diferentes situaciones que parecen situarse fuera de los marcos temporales habituales, como si se hallaran de algún modo fuera del tiempo o manifestaran una cualidad temporal más relacionada con la temporalidad subjetiva del kairos que con la científico-natural del cronos. La relación con la persona amada puede servirnos de ejemplo en este sentido. El contacto con el ser amado, sobre todo en esos primeros momentos en los que el amor parece ocupar toda nuestra mente, parece estar fuera del tiempo normal. Los instantes se nos hacen siglos o al revés, los días en presencia del otro se alargan hasta el infinito. Cada momento de encuentro parece un desvío en el devenir temporal normal, parece situarse fuera de ese tiempo. El sexo comparte o puede compartir también esta característica. La atención se centra en el placer, propio o ajeno, y el fondo de la acción se difumina hasta casi desaparecer. En ese instante, en el que el espacio se diluye, lo hace también el tiempo y todo discurre en un presente mantenido en el que no hay pasado ni futuro, no hay recueros ni sueños, solo sensación y presente y goce. En la literatura francesa se refieren al orgasmo como “la pequeña muerte” señalando quizá como el orgasmo culmina el placer y con ello mata el deseo, dejando al individuo, por un instante, fuera del presente total de la experiencia sexual y con ello fuera del tiempo. Digamos de paso que el orgasmo ha sido poco estudiado desde una perspectiva psicoanalítica, salvo excepciones contadas (Abraham, 2002).

Por supuesto, otra gran experiencia clave en nuestra vida que se sitúa por entero fuera del tiempo es la muerte, en especial la propia. Es un por una lado un acontecimiento principal en nuestra vida; el suceso que la cierra y delimita. No hay forma de concebir el tiempo de un algo que está fuera de nuestra vida y de la vida del hombre y por tanto la muerte y con ella el más allá, se sitúan fuera del tiempo. Utilizando la metáfora que empleábamos al principio del texto, la muerte es una puntada final que abrocha todas las otras puntadas del bordado de la vida. La muerte está en el pasado, en el presente y por supuesto en el futuro. Los humanos buscamos un sentido a la existencia propia, breve e insatisfactoria tantas veces, imaginando paraísos futuros más allá de la muerte; lugares donde la vida ya sí será eterna, donde la felicidad nos acompañará siempre, donde los seres queridos estarán junto a nosotros para siempre.

¿RENUNCIA ÚNICO REQUISITO PARA LA MADUREZ?

Según señalábamos antes, la renuncia es un paso fundamental para el acceso a la madurez y la salud psíquica, tanto desde el punto de vista del psicoanálisis como incluso desde el punto de vista de diversas tradiciones religiosas. Esa renuncia tiene además un matiz temporal pues implica decir no a un pasado lleno de potencialidades y posibilidades. Pero cabe preguntarse si esa renuncia será suficiente o bien es necesario algo más.

En algunas órdenes religiosas católicas que practican la clausura, existía la tradición de que el recién llegado cavara su propia tumba en el cementerio de la comunidad como medio de mostrar su certidumbre respecto al final que le espera. ¿Es esa una imagen de salud y madurez para nosotros?. Podemos plantearlo de otra manera: si consideramos que el reflejo de una vida saludable es el “lieben und arbeiten” freudiano, el amar y trabajar, el construir relaciones afectivas siginificativas y duraderas y a la vez desarrollar una tarea útil para uno mismo y para los demás, ¿basta con estar cierto del propio final para acercarnos a esas metas?. ¿Podemos amar de verdad si la convicción del final propio y ajeno está constantemente en nuestro pensamiento?. ¿podemos ver la belleza en el otro y desearla si como San Francisco de Borja tras su conversión decimos que no hemos de servir a nadie que haya de morir?(Atwatter 2005). La respuesta es no; no es posible, es necesario algo más.

Ese algo más necesario, sin lo cual no es posible dotar a la vida de un mínimo sentido, es reconocido por todos de modo explícito o implícito. Toma diferentes formas que podemos explorar brevemente.

Desde la religión cristiana, ese algo más toma la forma de la creencia en el más allá que dota de sentido a nuestra existencia. “El Señor es mi pastor, nada me falta…”, dice el Salmo XXIII. Hay una realidad más allá de esta realidad. Hay un tiempo más allá del tiempo, una vida más allá de la muerte. Esta vida no tendrá sentido si no fuera por la otra. Esta vida es, según Sta Teresa de Ávila (1987) “…una mala noche en una mala posada…”, pero más tarde vendrá otro lugar y una vida, esta vez ya plena y eterna.

Desde la política, o más bien desde algunos movimientos políticos ahora de nuevo en auge, el algo más toma una forma diferente, aunque no demasiado distante de los planteamientos religiosos. Podríamos sintetizar estos planteamientos con el tristemente famoso lema “ein Volk, ein Führer” que proclamaban los nazis. El caudillo habrá de dar sentido a esta realidad breve y miserable trasportando al pueblo a un futuro de felicidad y realización plenas (el imperio de los mil años…) en el que los sacrificios actuales ya cobrarán sentido. Es interesante que en este caso, al contrario que en el planteamiento religioso, la tierra prometida del futuro será alcanzada por el colectivo y no por el individuo, cuya segura desaparición le impedirá degustar las mieles de la felicidad. La propuesta religiosa es de algún modo más pragmática: cada uno de los justos disfrutará del paraíso celestial, y no solo sus hijos o el pueblo al que pertenecen.

¿Cuál podría ser el planteamiento desde una ciencia laica como el Psicoanálisis a este algo más?. ¿Qué precisa el individuo, además de la renuncia irrevocable al pasado, para alcanzar la madurez y estar a la altura de los retos freudianos de amar y trabajar?. Mahatma Ghandi nos ofrece una sugerencia: “Vive como si fueras a morir mañana; aprende como si fueras a vivir por siempre”. En esta línea, podríamos conceptualizar ese algo más como posibilitar una espacio de ilusión o de juego en la vida propia. Un espacio en el que podamos jugar a que la bondad y la belleza perfectas existen, en el que podamos jugar a que competimos con el Padre y le vencemos, en el que juguemos a poseer e incluso a ser el Falo, en el que juguemos a que la Madre nos pertenece, en el que el Futuro existe y está bajo nuestro control, en el que el deseo es posible. Es el juego de la vida eterna, que unido a la renuncia nos permite entrar en la órbita de la posibilidad de vida, del amar y trabajar en el sentido más pleno. Aceptar la realidad de la muerte y a la vez jugar a negarla.

La literatura viene de nuevo en nuestra ayuda. Albert Cohen (2005), en una preciosa novela titulada “Bella del Señor”, nos muestra como protagonistas a dos amantes que se esfuerzan denodadamente en mantener vivo el fuego de su pasión. Recurren a un truco infantil pero efectivo: tras hacer el amor, cada uno se retira a su propia habitación cada noche. Así, ninguno de los dos verá al otro con el rostro cansado por la mañana, despeinado, sin afeitar…cuando se encuentren de nuevo al desayunar ambos estarán radiantes, habiéndose preparado con mimo para el otro. Cada uno volverá a estar perfecto, sin que el paso del tiempo les desgaste. Cada encuentro significará empezar de nuevo. Con este juego deliberado, quizá tosco, los amantes llevan a cabo lo que planteamos aquí: realizan un “como sí” en el que el tiempo, la m
uerte, el final, no tiene lugar, logrando así prolongar la pasión en una relación condenada como todas al paso del tiempo, al cambio y a la evolución hacia algo diferente.

TIEMPO Y ANÁLISIS

Freud in his paper (1915) “The unconscious” wrote: “The processes of the system Ucs are timeless; i.e. they are not ordered temporally, are not altered by the passage of time, in fact bear no relation to time at all…”. Esta es una de las escasas referencias directas al tiempo en la obra de Freud. De algún modo, esta reflexión ya venía anticipándose desde 1897 (Abraham 1976), y también en la Interpretación de los Sueños (1900). Se da una paradoja importante en la obra freudiana. Sus referencias explícitas al tiempo no son numerosas y sin embargo, podríamos preguntarnos, con André Green (2002) si hubo algún momento en la obra de Freud en el que no estuviera ocupado con el tema del tiempo. Siguiendo a este autor, podemos apreciar una evolución en la visión freudiana del tiempo, desde su concepto de “Nachträglichkeit” o “deferred action” propuesto en el “Project” (1895/1950), hasta la reflexión en torno a la “verdad histórica” desarrollada en el trabajo sobre “Moisés” (1939)

En el mundo de las psicoterapias derivadas del psicoanálisis se está produciendo un cambio que señala la aparición de una perspectiva diferente . Hasta no hace mucho, la mirada del terapeuta se dirigía básicamente hacia el pasado. El ayer es el prólogo del presente y en parte su causa. Para entender lo que ocurre ahora necesitamos conocer sus antecedentes, las experiencias del ayer. Esto se basa en una tradición psicoanalítica que se remonta a la primera época de nuestra disciplina. Sin embargo, en los últimos años se ha producido un cambio importante. La mirada del terapeuta y del paciente se dirige más hacia el futuro. Se considera que las expectativas del paciente determinan de forma importante lo que está ocurriendo. En este cambio han tenido un papel importante autores como Wachtel (1997), Ryle (1993), Luborsky (1984), Horowitz (1998). Ello propicia que, cada vez con mayor frecuencia, paciente y terapeuta se embarcan en una exploración del futuro. No es el apres-coup o nachtraglichkeit lo que de repente da un nuevo sentido al pasado y lo convierte en traumático, sino que lo que aún no ha ocurrido pero es deseado o temido determina en parte lo que hoy vivimos.

La obra reciente de Daniel Stern (2004) “The present moment” ilustra de modo claro esta nueva mirada del psicoanálisis contemporáneo. El autor sitúa el foco en el instante, en micromomentos de la terapia en los que, según él, ya podemos apreciar en toda su extensión cualquiera de los conflictos fundamentales del individuo. Podríamos decir que Stern propone situarnos “más allá del aquí y ahora”. Stern otorga prevalencia a lo experiencial sobre el significado y junto a ello mantiene una perspectiva eminentemente relacional de la terapia. La postura es intersubjetiva, haciendo énfasis en el conocimiento implícito y en la conciencia como conceptos clave. Es importante resaltar que esos conceptos están vinculados de un modo u otro al tiempo. Stern concibe la terapia como una oscilación entre los llamados momentos de ahora (“now moments”), en los que se manifiesta una crisis en la relación terapeuta paciente, y los denominados “momentos de Kairós” , en los que se produce un cambio, una ampliación del campo intersubjetivo y, eventualmente, una resolución de la crisis. En esta visión el “Kairós”, tiempo subjetivo o mental, adquiere prevalencia sobre el “Cronos”, el tiempo objetivo, externo o real. Podemos hallar en el trabajo de Ramberg (2006) una extensa crítica al texto de Stern, proponiendo una visión intermedia entre la experiencia narrativa y la fenomenológica.

Como hemos señalado previamente, cada individuo debe situarse ante el tiempo y la imposibilidad para controlarlo como una etapa más –fundamental- de la maduración psíquica. La terapia psicoanalítica no deja de ser una pequeña, aunque intensa, vida de laboratorio y es lógico que se reproduzca también en ella los condicionantes temporales de la vida común. En la entrada del Infierno Dante (2004) observa unas palabras escritas: “Lasciate ogni speranza voi ch’entrate” (“abandone toda esperanza aquel que entrare”). . Este lema podía figurar sobre la puerta de cada despacho de psicoanalista. El analizando debe realizar una renuncia nada más comenzar el tratamiento, y se trata de una renuncia en la que el paciente debe asumir que el retorno al pasado es imposible y el control del futuro también. En la vida, el individuo debe asumir la certidumbre de la muerte, inevitable, aunque de fecha desconocida. En el análisis asumimos desde el principio la inevitabilidad del final, también sin fecha prefijada, como si se tratara de un divorcio prepactado. En medio del azar y de ese final inevitable, auxiliamos al paciente a construir su propio mundo; ese paso dará lugar a la salida y al final de la terapia. Junto a ello y ligado a esa resignación ante el final seguro, el analizando lleva a cabo otra importante renuncia: no es posible conocer al terapeuta, su mundo interno quedará vedado y nuca se producirá ese toma y daca, ese intercambio abierto y simétrico con que cada paciente sueña en algún momento. A partir de esta renuncia clave a conocer ya a conocerse por completo, el paciente habrá de aceptar la realidad del misterio del otro, de cualquier otro en cualquier lugar. Podemos acercarnos, podemos atisbar el interior de nuestros semejantes, pero nunca le conoceremos por completo, en ningún caso.

Si dejamos a un lado los planteamientos técnicos de la escuela lacaniana con duraciones de las sesiones variables y siempre muy breves, nos encontramos con el encuadre tradicional de 45 o 50 minutos por sesión y duración el tratamiento no limitada. Sin embargo, como antes señalábamos, el paciente sabe desde el principio que hay un final cierto, solo que con una fecha aún desconocida. Sin embargo, el analizando tiene en mente una duración, generada por sus expectativas, sus deseos, sus temores, la experiencia previa de gente que conoce…. También el analista puede tener un tiempo en mente, en base a aspectos clínicos y técnicos y también quizá influido por su propia contratransferencia inicial. Ambos, terapeuta y paciente, constituyen una pareja con un divorcio “prepactado”. La terapia sería en cierto modo una metáfora de la vida; hay un final, pero el momento de éste es desconocido. Es inevitable que ese límite temporal imaginado influya en la entrega y el compromiso de ambos participantes en el juego analítico. Las constelaciones personales de uno y otro decidirán si la influencia es positiva o no. Podemos considerar el encuadre y específicamente la frecuencia y duración de las sesiones como una representación de la realidad y de la Ley. Constituye un marco que protege y limita a la vez..

Recordemos el consejo de Bion (1959) de que el analista se sitúe ante el paciente “sin memoria ni deseo…”. Basta un examen breve para darnos cuenta de que se trata de una recomendación dirigida a la posición del analista ante el tiempo; el tiempo de la cura y su propio tiempo. El terapeuta sin memoria ha de situarse como si el pasado no existiera, no sólo el pasado histórico del paciente y así liberarnos de pre-juicios sobre él, sino incluso el pasado del tratamiento. Todo lo dicho, sentido, imaginado puede quedar en el olvido. No es preciso ser consecuente, no es necesario mantener una actitud lógica ante la secuencia de acontecimientos dentro y fuera de la sesión. El terapeuta sin deseo actuará como si el futuro no existiera; lo que decimos, sentimos o imaginamos hoy no tiene porqué tener consecuencias mañana. Siento hoy; lo que sienta mañana, si es diferente, no es relevante. De este m
odo, la terapia, como tantas experiencias claves en la vida, se configura como una isla en el tiempo. Un espacio fuera de la corriente temporal de la vida “normal”. Podríamos aplicar aquí la Oda de Horacio : “…mientras hablamos, huye el envidioso tiempo. Aprovecha el día –carpe diem- y no confíes lo más mínimo en el mañana.” (Odas I, 11, 7-8). Bion prescribe abandonar el tiempo, construir una isla en medio del río de la vida donde el pasado pierde su poder y el futuro no tira de nosotros. Fuera del tiempo, se produce ese encuentro anómalo que es el análisis.

Hay una tarea del paciente en la terapia básicamente relacionada con el tiempo, que en mi opinión constituye el núcleo del trabajo analítico. El paciente debe recordar el pasado para abandonarlo y renunciar a él. Además debe renunciar al control del futuro: el terapeuta no estará, la terapia habrá finalizado. Obviamente esta renuncia se traslada al exterior del tratamiento donde el analizando habrá de renunciar a poseer el futuro y al otro. Pero también en la terapia esa renuncia doble no bastará para una verdadera madurez que posibilite la creatividad y permita, por qué no decirlo, un cierto grado de felicidad. También en la terapia, como en la vida, se necesita un algo más, se requiere un espacio de ilusión que nos empuje más allá de la mera renuncia. Podríamos considerar ese espacio como un lugar de juego, de juego y por tanto de encuentro. Jugaremos a que todo es posible, al menos en la imaginación y la palabra. Cualquier cosa puede ser nombrada, cualquier palabra puede ser dicha. .Pasado y futuro se desvanecen en el trasfondo y ello permite el encuentro analítico igual que en el sexo permite el orgasmo. En ambas situaciones nos enfrentamos al problema de cómo afrontar el retorno del tiempo. Este tirano poderoso sólo permite un breve alejamiento de su poder. Tras la “pequeña muerte” y al final del tratamiento o incluso cuando el paciente cruza la puerta y sale de la consulta, analista y analizando vuelven a sus vidas y el tiempo irrumpe cubriéndolo todo de nuevo y anegando hasta la última porción del paisaje. El peso del pasado y del futuro se deja sentir de nuevo y el otro aparece con nueva intensidad.

El analizando juega a que la vida y la terapia pueden ser eternas, a que el analista siempre estará presente, a que puede poseerle por entero, a que puede ser todo para él. Es un espacio de “como si”, que lejos de representar un alejamiento de la realidad, supone, cuando se lleva a cabo con plenitud, un acto de entrega y compromiso por parte de ambos participantes en el análisis. Un compromiso profundo acompañado por la meridiana percepción de que hay un final inevitable, una entrega al encuentro sabiendo que el desencuentro es al final inexorable. Un participar en el proceso analítico como si en verdad fuéramos dueños del tiempo, teniendo a la vez la certeza de que no lo somos. ¿No es esto una relación de amor?.

MIGUEL ANGEL GONZALEZ TORRES Centro Psicoanalítico de Madrid Departamento de Neurociencias.
Universidad del País Vasco Servicio de Psiquiatría. Hospital de Basurto. Bilbao. España

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