A veces, lo más visible, lo que está ahí desde siempre y vemos continuamente, por excesiva familiaridad, suele pasar inadvertido y sólo lo ‘vemos’ cuando dejamos de percibirlo, cuando ya no está y lo echamos en falta. Y entonces nos surge la pregunta acerca de su valor, de su función en la escena.
A fuerza de permanecer sentados contemplando el paso de la niñez a través de esa secuencia de tareas interminables que ocupan al bebé con una mirada que termina siendo más costumbrista que psicoanalítica, acabamos no distinguiendo en ella sino una sucesión sin contenido. Demasiado ocupados generalmente los psicoanalistas con el logos, por el carácter operativo de su descubrimiento en el discurso adulto, descuidamos excesivamente la inteligibilidad del niño, de ese quehacer incesante en el que sólo reparamos cuando una patología severa lo perturba (y lo llamamos psicosis) o aun lo imposibilita (y lo llamamos autismo).
Ciertamente, o ha existido una sobreinvestidura de la clínica del adulto que acaba minimizando la importancia de los hallazgos y del trabajo con niños, o la productividad del psicoanálisis infantil no le ha hecho merecedor de mejor destino del que disfruta. En nuestra propia institución –no es la única- la formación en análisis infantil no existe. En todo caso, nos parece que el psicoanálisis infantil sigue convocando en la actualidad resistencias: unas, relacionadas con la complejidad teórica y técnica que implica la polisemia del lenguaje infantil, el trato y el trabajo analítico con niños en el contexto de una cura que nació para adultos; y otras, a menudo no exentas de cierto desdén con el que muchos psicoanalistas han tratado, cual soberbios hermanos mayores, a esta especie de hermano pequeño condenado a la minoría de edad que es el psicoanálisis infantil, desestimando, quizá, que la espontaneidad del niño cuestiona el saber adulto, de la misma forma que el inconsciente impugna todo saber preestablecido. Pero la psicopatología infantil puede cuestionar algo de ese saber del psicoanálisis ‘adulto’, cuyo creciente arraigo en el estructuralismo no facilita la comprensión de toda su complejidad ni puede dar cuenta de la diversidad de fenómenos clínicos existente en los niños. Ya advirtió Freud en 1.926 (Análisis profano) que en estos análisis de niños confluyen intereses muy varios y es muy posible que en lo futuro adquieran una importancia aún mayor. Su valor para la teoría es indiscutible; proporcionan datos inequívocos sobre cuestiones que los análisis de adultos dejan indecisas y evitan así al analítico errores de graves consecuencias para su teoría. No podría ser de otra forma desde que M. Klein mostró que en el desarrollo emocional más precoz del niño encontramos los mismos fenómenos que en el psicótico, sea cual fuere su edad, las mismas primitivas defensas contra los estados de confusión y de desintegración, que la clave, en definitiva, de la comprensión del fenómeno psicótico estriba en el estudio y comprensión del desarrollo emocional temprano. Desde entonces se acude niño para explicar al adulto, pero no siempre nos asombramos lo suficiente cuando el niño pone en marcha ante nuestros ojos, incansable, aplicadamente, esa suerte de rutinas que trabajosamente le pueblan de subjetividad.
Tras el reinado de un pensamiento endógeno en el que la primacía de la fantasía inconsciente y de los objetos internos del niño relegaba la realidad externa a la irrelevancia (la tesis), el énfasis de una perspectiva exógena en el papel del objeto externo, en mostrar al hijo como el síntoma de los padres, como el reflejo del inconsciente parental (la antítesis). Y entre ambos, Winnicott (¿la síntesis?), que devuelve a la madre la importancia que Klein le restó, priorizando además un objeto que no está ni adentro ni afuera, sino que habita en un topos intermedio, en un espacio de ilusión cuyo potencial lúdico creará el objeto transicional.
Este es el punto de partida de Ricardo Rodulfo, un autor que ha hecho de la clínica infantil un lugar idóneo para repensar la niñez replanteándose conceptos y teorías. Lo que sigue a continuación no pretende ser una exposición ni un análisis exhaustivo de sus teorías, sino una reflexión, demasiado apresurada quizá, de la repercusión de su desarrollo en el psicoanálisis actual (infantil y adulto).
Sus elaboraciones surgen del estudio clínico del niño, pero no van únicamente referidas al niño enfermo del setting analítico.
Es cierto que la teoría de la cura psicoanalítica sólo se adecúa a la situación analítica diseñada para adultos y, como nos recuerda Green, no para todos; sólo para aquellos con una determinada evolución de sus estructuras psíquicas. El análisis del niño requiere de ‘algo’ más: el juego es al niño en consulta lo que la asociación libre al adulto y la misma equivalencia se puede establecer entre la hoja para dibujar, la mesa de juegos… y el diván en que tumbamos al adulto. La pareja en psicoanálisis infantil es juego-atención flotante. Pero diván y hoja o mesa de juegos son metáforas del regazo materno que vehiculizan ese tránsito simbólico por el que el paciente, niño o adulto –de nuevo, no todos-, puede jugar desprendiéndose de la mirada del otro, de su corporeidad. Y ni la palabra del adulto es objetiva, como ingenuamente piensan los cognitivistas, ni el jugar del niño es un jugar previsible del que el niño pueda dar razón. Lo inconsciente irrumpe con un potencial lúdico que se abre camino en el niño, pero también en el adulto (los ‘juegos del significante’ de Lacan, los ‘juegos del lenguaje’ de Wittgenstein), configurando lo que Rodulfo ha llamado el ‘juego del pensamiento’. De los trabajos de este autor se desprende que la deuda del psicoanálisis con el niño no se contabiliza únicamente en la aportación que supuso el descubrimiento freudiano de la sexualidad infantil, sino en el valor del juego para el psicoanálisis como pensamiento.
Si el objetivo del análisis en Freud es la sublimación; en Hartmann, la adaptación; en Balint, el ‘nuevo comienzo’; en Klein, el logro de la posición depresiva (la reparación); en Winnicott, el espacio de ilusión y en Lacan, la asunción de la ‘falta’, de la castración; en Rodulfo lo será el jugar, ligar y religar jugando.
El estudio clínico del jugar del niño cuestiona una vez más el mito del bebé pasivizado por los cuidados maternos. A las ya célebres escenas del psicoanálisis: la escena del amamantamiento y del juego del carrete de Freud; la escena del bajalenguas de Winnicott; la escena del espejo de Lacan… como momentos cumbres de elaboración conceptual y teórica, bien se podría añadir la escena del bebé que tironea, araña, agarra, hunde sus dedos en el rostro materno… en Rodulfo, ‘extrayendo’ fragmentos del cuerpo de la madre.
‘Lo corporal’ está presente en todo momento en el desarrollo teórico y en la clínica de este autor, para el que el concepto de ‘sensación’ de Piera Aulagnier es un referente imprescindible: “el cuerpo materno es el cuerpo de la sensación… un conglomerado de impresiones que devienen inscripciones y posibilita que una subjetividad habite el cuerpo”.
El yo, como el yo corporal de Freud, antes que nada, proyección de una superficie. Y la primera función del jugar, la fabricación de superficies por ese niño que deja marcas por todos lados, ‘ser marcante’ que con sus babas, mocos, pegoteando líquidos y sustancias en un collage interminable, con sus gritos, con los objetos que coge, arroja, golpea y rompe… necesita de una superficie de inscripción. Y la primera, el cuerpo de la madre -no cuerpo o
bjeto, sino cuerpo espacio-, que deviene así el ‘espacio de inclusiones recíprocas’ al que se refirió Sami-Alí, durante ese estado de ‘no integración’ que Winnicott denominó en el bebé de ‘amor cruel’ (previo a la aparición del odio).
La subjetividad se construye entonces a partir de ese trabajo de ‘expropiación’ del otro, arrancando, extrayendo, en una situación donde no hay delimitación de fronteras entre un adentro y un afuera todavía. Apropiación de lo ajeno que, en Piera Aulagnier, es apropiación de palabras y sentidos implícitos en esos primeros enunciados identificatorios maternos y que en Rodulfo adquiere una carnalidad literal.
Es un trabajoso hacer-se el que nos muestra Rodulfo, en el que, a fuerza de extraer del otro, el camino hacia la subjetividad se perfila trazo a trazo, a golpe de repeticiones (‘operaciones de subjetivación’), en una ardua labor psíquica de ligazón de lo corporal y a través de múltiples ‘operaciones de escritura’ generadoras de subjetividad. Bien es cierto, añadiríamos nosotros, que un camino hollado por el deseo del otro, que ya ha previsto un despliegue previamente planificado y en el que la alteridad pueda terminar imponiéndose aun a riesgo de conllevar lo peor: la persecución.
Winnicott ya nos mostró un bebé activo al plantear la fusión como un trabajo y no como un estado, normal o patológico. De hecho, este ‘extraer’ del bebé de Rodulfo nos recuerda también el concepto de ‘movilidad’ del bebé de Winnicott y su relación con la agresividad necesaria para existir (“la suma de las experiencias de movilidad contribuye a la capacidad individual para comenzar a existir”); una movilidad previa incluso a la primera acción nutritiva que bien podría ser insertada en los desarrollos de Rodulfo como una protoescritura del cuerpo.
Winnicott diferenció entre un ‘estado de no integración’, propio de la fusión, un ‘estado de desintegración’, cuando la separación no es tolerada y fracasa, y un ‘estado de integración’, siempre parcial e incompleta que dará lugar por este motivo a disociaciones. Ese primer ‘estado de no integración’, de ‘amor cruel’, se correspondería con el narcisismo primario más arcaico postulado por Green (de mezcla de investiduras) y el ‘estado de integración’, cuando la pérdida del objeto –al representarse ya el bebé el pecho como parte de la madre, que deviene así objeto total- instaura el principio de realidad mediado por el odio provocado por la independencia del objeto, se correspondería con el narcisismo primario posterior de Green (momento de diferenciación de las investiduras).
La pérdida del objeto deja un yo ‘a solas’ para el que la madre ya es un objeto que puede ser ignorado, pero cuya presencia es necesaria para que se ponga en juego la indiferencia, que no es sino el comienzo de la tolerancia a la diferencia. Este suceso crucial, teorizado por Green a través del fructífero concepto de ‘la alucinación negativa de la madre’, es el que recoloca el objeto de la investidura narcisista en objeto potencial del espacio transicional. De un alter ego, a un alter sin ego, dirá Green.
Pero en Rodulfo, la engorrosa problemática entre narcisismo y objetalidad no parece adquirir tal relevancia. De hecho, cuestiona el valor dominante del narcisismo primario como mero proceso unificador del yo que marca tradicionalmente la diferencia entre individuos unificados (neuróticos) y no unificados (autistas y psicóticos), “puesto que nadie puede vivir en la desintegración, sin unificarse de alguna manera, la cuestión es cómo se produce la integración”. De la misma forma, rechaza una idea del acontecer psíquico sujeta a criterios cronológicos, en su opinión, excesivamente lineales y rígidos. Esto conlleva cuestionamientos metapsicológicos, no sólo por el desdibujamiento de las fronteras que delimitan estados hasta ahora claramente definidos como lo pregenital y lo preedípico, sino también por la crítica implícita a la hipostatización del après-coup, consecuencia de cierta idealización del ‘a posteriori’ freudiano como concepto que termina saturando la comprensión de los cambios en la subjetividad del individuo, toda vez que, de entrada, en los procesos psíquicos del niño preverbal, el après-coup todavía no ha podido surgir como mecanismo generador de sentido, subrayándose precisamente la magnitud y la trascendencia de esa subjetividad descentrada de lo verbal que Lacan no llegó siquiera a atisbar.
Sin embargo, rescata de la escena del amamantamiento –interpretada hasta ahora bajo la égida de ‘lo oral’- la primacía del abrazo por el que la madre se constituye en lugar habitable por el hijo, reproduciendo en la fusión esa idea de ‘Dos en Uno’ que recrea Green que, tras la pérdida del objeto, da nacimiento a lo Uno, “lo Uno del Otro que precede al Uno Mismo”, pero primando su valor como condición indispensable para que operen los procesos de extracción (lo arrancado por Uno del cuerpo del Otro), sobre cuya trama se hacen pensables posteriormente las separaciones y los cortes: la castración, entendida como la ‘castración simbolígena’ de Dolto.
Ese ‘Dos en Uno’ de Green, podríamos decir, en Rodulfo será representado por el niño mediante esas masas de garabatos redondeadas que configurarán su primer dibujar. Pero antes, el propio cuerpo del niño debe ser ‘trazado’ por el gesto acariciador del otro. La caricia, que no es un concepto psicoanalítico, constituye en Rodulfo la materia prima del narcisismo primario. De este modo, el acariciar no es una simple expresión de afecto, sino una manifestación del jugar, de ese juego amoroso del otro con el bebé que deviene experiencia de subjetivación: “la caricia subjetiva crea subjetividad”. Acariciar que, con el trabajo psíquico de la adolescencia, conducirá al orgasmo, un nuevo tipo de fusión con el otro. Y caricias que también pueden estar presentes en las palabras del analista, en esa miríada de impresiones que atraviesan al paciente a través de su voz, sus inflexiones, ritmo, timbre… en contraste con el logocentrismo lacaniano, siempre despectivo con ese ‘sordo’ soporte material que es la voz; “la voz es la palabra con cuerpo”. Nos parece fructífera además la presencia en Rodulfo de la caricia paterna. Se rescata al padre, previamente encerrado por el psicoanálisis en la estructura edípica, sin necesidad de apelar a una presencia simbólica en esa función de terceridad (Green) mediatizada por la psique materna; un padre bien físico y carnal que toca y acaricia al hijo, que juega en un cuerpo a cuerpo con él de una manera que en ningún caso podría hacer una mujer, con un pulsar lúdico, impregnado de masculinidad y que permite, también literalmente, la puesta en juego de lo incestuoso y lo masculino.
Pero la caricia subjetiva de Rodulfo es, en Silvia Bleichmar, la intrusión sexual precoz del inconsciente del otro, cargada de significantes enigmáticos que se inscriben en el psiquismo del bebé y que, mediante la represión originaria, devienen lo inconsciente. Acariciamiento traumático en la medida en que desborda y no angustia, pero que encierra a la vez significaciones inaccesibles. Caricia subjetiva entonces que, en tanto seductora, conlleva una dimensión traumática indispensable para la génesis de lo inconsciente y el surgimiento de la pulsión en Laplanche, para quien esta ‘seducción originaria’ constituye “la única verdad” de la teoría del apuntalamiento.
No obstante, a diferencia del bebé de S. Bleichmar, el niño de Rodulfo no sólo es acariciado -y en esa medida ‘pasivizado’-, sino también acariciador y autoacariciante. Aunque, finalmen
te, la sexualidad infantil no tendría una génesis propia ya que, podríamos decir, la caricia ‘funda’ lo inconsciente en la medida en que funda el cuerpo, hace cuerpo, en una concepción de la constitución psíquica que termina siendo exógena, pero concibiendo, como sugiere Green, la acción del otro, del objeto, como condición de posibilidad para que la actividad pulsional pueda existir.
Sin embargo, el componente energético y el mismo estatuto del placer parecen un tanto desdibujados en la teorización de Rodulfo. Y es que no concibe el placer como el fin de los procesos psíquicos, sino como un medio para la subjetivación. Aunque nosotros no entendemos como tal esta disyuntiva planteada en base a la jerarquía del placer, en la medida en que se nos hace poco verosímil que la necesidad de subjetividad se constituya en sí misma en la finalidad del aparato psíquico. Nos preguntamos si esta idea no cuestionaría la teoría del apuntalamiento que, en definitiva, nos proporciona una explicación más verosímil acerca de cómo se hace indispensable la separación del placer sexual del placer funcional sobre el que se apoyaba, para posibilitar una plasticidad libidinal crucial, no sólo en cuanto a la elección de objeto, sino también en cuanto al fin de la pulsión, que nos permitirá entender ese desplazamiento que, movilizado ya por la actividad fantasmática, se hará vital en la sexualidad infantil. En P. Aulagnier, la capacidad del objeto primario de aportar al bebé una experiencia de placer, que la psique del niño representará como ‘autoengendrado’, no sólo es condición del ligamen entre sujeto y objeto, sino que además conjuraría la contingencia de un estado de sufrimiento que no sería compatible con la supervivencia psíquica al no ser todavía erotizable ligándolo al deseo de otro. Creemos que el potencial seductor del otro reside en su cualidad de ser objeto de placer y, si falta, objeto de deseo. Por eso, una firme esperanza de placer puede trastocar nuestra subjetividad. Pensamos, finalmente, como Green, que “la constitución del aparato para pensar es consecutiva a la determinación por los objetos, que impulsa a la subjetivación”.
De hecho, Rodulfo, en su concepto de ‘la experiencia de la vivencia de satisfacción’ -que a diferencia de ‘la caricia’, sí tiene un estatuto relevante en el campo de la metapsicología psicoanalítica-, en tanto que inscripción psíquica que inaugura el proceso de subjetivación subjetivando el cuerpo, no puede soslayarse el placer. Placer que por su ausencia provoca el rotundo fracaso de la experiencia de satisfacción en el autista, tan ajeno a esa subjetividad del otro que acaricia, y cuyos manierismos vienen a ilustrar precisamente el negativo de la caricia, grotescas desfiguraciones que mediante esa desesperada búsqueda de sensorialidad logran un mínimo de unificación como para seguir aferrándose a la vida. ¿No es la caricia para el autista desubjetivada, un pulsar del otro deslibidinizado por no haberse constituido en objeto de placer?.
Si la experiencia de satisfacción fracasa, acaba por horadar, por ‘agujerear’ lo corporal, provocando una ‘desatisfacción’ que acarrea desubjetivación. Aquí el concepto de ‘agujero’ cobra especial relevancia al igual que en otros autores que han intentado dar cuenta de las vicisitudes más dramáticas en el desarrollo psíquico temprano. El ‘agujero’ de Rodulfo no es la ‘falta’ de Lacan, está más cerca de la ‘falla’ de Winnicott: las fallas fundamentales de soporte de Winnicott son las desubjetivaciones de Rodulfo. Falla fundamental de ‘la madre muerta’ que, en la teorización de los estados de vacío de Green, provoca también un ‘agujereamiento psíquico’ que horada lo inconsciente trastocando irremediablemente en el individuo la constitución del narcisismo primario y avocándole a una experiencia de vacuidad, y ‘agujero en la capacidad representacional’ del sujeto, en P. Aulagnier, provocado por una desinvestidura traumática del objeto que deja al yo a merced de la pulsión de muerte. Finalmente, ‘agujero en lo corporal’ en Rodulfo que, a modo de un tumor en expansión, provoca una desubjetivación crítica que aborta los procesos de fundación del narcisismo en un individuo condenado entonces a un movimiento libidinal mecánico y que, privado de esa experiencia de habitar el cuerpo de la madre, determinará un existir en el que el vacío y el aburrimiento adquirirán una dimensión tanática.
Para estos tres teóricos del ‘agujero’, no sólo está presente la idea de un daño traumático que, por acción u omisión graves del objeto primario en una etapa muy temprana, provoca un vaciamiento; también la pulsión de muerte, concepto muy trabajado por P. Aulagnier, desarrollado hasta la extenuación por Green y, de nuevo, con un estatuto confuso a nuestro parecer en la obra de Rodulfo, siempre reacio a adoptar formulaciones teóricas susceptibles de coagular la clínica en lo que él entiende una lógica binaria, más limitadora y empobrecedora que generadora de sentido. Nos preguntamos cuál es el papel que Rodulfo atribuye a la pulsión de muerte en este enfermar severo.
Pero, si la experiencia de la vivencia de satisfacción es exitosa y posibilita que, de entrada, el niño pueda comenzar a habitar un cuerpo, conjurando esa negatividad de la ligazón en la que permanecerá atrapado el autista, luego podrá, con posterioridad, reconocerse jubilosamente en la escena del espejo, culminando así otra vivencia de satisfacción.
Repensando el concepto de especularidad, que ha llegado a ser uno de los más fructíferos y versátiles en la teorización psicoanalítica, inaugurado por Lacan, en Rodulfo cobra renovado interés. En Lacan representa un momento fundamental que proporciona el primer esboza del yo, constituyéndose, por tanto, en matriz de futuras identificaciones secundarias; una experiencia primordial que se correspondería con el surgimiento del narcisismo primario. Pero Rodulfo reivindica la omnipresencia del papel del espejo en el devenir de la subjetividad del individuo, desprendiéndolo así del criterio genético que marcaría su aparición, su entrada en la escena por mediación de lo escópico, y enfatiza su polimorfismo: “el perverso polimorfo necesita de un espejo polimorfo para subjetivarse”, metaforizando las distintas tramas, los distintos espacios y texturas en las que se llevarán a cabo esas múltiples ‘operaciones de escritura’ cuando el niño desaloje el cuerpo materno para habitar el propio en pos de una identidad subjetiva.
El cuerpo materno, el espejo y, finalmente, la hoja configuran hitos imprescindibles en el trayecto hacia la subjetivación, los tres espacios de actividad simbólica que, aunque suponen, de menos a más, una ganancia cualitativa en subjetividad, no deben entenderse, en opinión del autor, como etapas linealmente cronologizadas en el sentido de estadios de maduración psicobiológica ni espacios jerarquizados, sino más bien como espacios que pueden superponerse y sucederse con cierta continuidad en un contexto siempre conflictual, concibiendo las modalidades de conflicto como los modos de ocupar, de habitar subjetivamente ese espacio.
De la caricia (cuerpo materno) al rasgo (espejo); y del rasgo, al trazo (hoja). El estudio clínico del niño se basará entonces en la investigación de lo que ocurre en cada uno de esos tres espacios a través de su jugar, qué cuantía de materia subjetiva y en qué condiciones ha sido capaz de ‘apropiarse’ el niño para posibilitarle el tránsito de un espacio a otro, o qué procesos de subjetivación han fracasado y en qué espacio como para impedirle transitar a otro o alcanzarlo con un bagaje de subjetividad tan precario que irremediablemente se verá obligado
a volver de continuo al anterior en nuevos intentos de apropiación. Y aquí la noción de ‘síntoma’ en patologías severas parece ir indefectiblemente ligada a la contingencia de esos infructuosos aprovisionamientos que obligarían al niño a volver y volver, como un sujeto detenido en el tiempo. Pero será en esa expropiación fallida, en esa carnalidad que no subjetiviza y que queda como ‘resto’ no metabolizable (no traducible, podríamos decir, en el sentido de Derrida) donde se justifica la cura: “el psicoanálisis comienza allí donde termina o fracasa o no alcanza la sola consideración ‘simbólica’ del símbolo, allí donde a éste le cuelga un pedazo de carne”.
¿Podría articularse esto con la teoría de las fases libidinales? En todo caso, parece razonable suponer que en Rodulfo perdería su carácter hegemónico en tanto teoría de la evolución del yo ligada a modos de satisfacción pulsional por erogeneidad. Además, aunque está presente la idea de ‘regresión’, el concepto de ‘fijación’, pensamos, perdería también ese matiz resistencial por el que el sujeto tendería a la repetibilidad de un determinado modo de satisfacción, entendiéndose quizá mejor como ‘fijación al trauma’, acepción que en Freud implica la existencia de una compulsión de repetición que le llevará a postular la pulsión de muerte en un más allá del principio del placer, y que en Rodulfo, liberado relativamente de la tiranía del placer, parece adoptar más bien el significado de un intento de curación que espontaneamente llevará a cabo el sujeto en búsqueda de sentido o de subjetividad. Pero, ¿puede aquí soslayarse la presencia desobjetalizadora de la pulsión de muerte sin merma del valor explicativo?
Al igual que ‘lo corporal’, en todo el desarrollo teórico de Rodulfo está implícito el concepto de ‘lo originario’, anterior al surgimiento del proceso primario freudiano en la teorización de P. Aulagnier, donde afecto es igual a representación y la actividad pictográfica se constituye en la primera actividad psíquica, consistente en metabolizar las ‘sensaciones’, configurando lo que Thomas Ogden denominó ‘piso sensorial’.
Para ambos autores, esta actividad pictográfica persistirá a lo largo de toda la vida al constituir una parte vinculante del componente somático que acompaña a toda emoción, desarrollando Rodulfo lo que podríamos denominar como la clínica de lo originario; presente, activa y detectable tanto en el psicoanálisis de adultos como en el trabajo con niños: en los trastornos narcisistas no psicóticos, en todos aquellos encuentros que reproducen lo fusional en los que fracasa la experiencia de satisfacción, en la llamada ‘clínica del rostro’ del ataque depresivo, en el embarazo que a una mujer le hace ingresar en una nueva dimensión pictogramática, en las adicciones, en las patologías fóbicas severas en las que el individuo, al no conseguir metaforizar con éxito el cuerpo materno, no puede perderse de la mirada del otro y apela sin remedio a una relación metonímica en la que el aferramiento a la corporeidad del otro se hace crucial para evitar un mayor grado de desorganización mental…
Por eso, hablará de ‘repeticiones pictogramáticas’ para referirse a la repetición, no como simple mecanismo automático ni como manifestación compulsiva que emana de una pulsión tanática, sino como apertura libidinal, como expresión de ese incansable trabajo del psiquismo por escribir la ligazón, por un hacer-se y re-hacer-se continuo que, mediante esa mano que se hace trazo en el niño, posibilitará su primer dibujar: el garabato; marca de subjetividad irrepetible, verdadero ‘gesto espontaneo’ del cuerpo que se escribe de manera inesperada y diferente en su singularidad, poniendo de manifiesto que hay una ‘representación cosa de mano’ en cada trazo, continuidad informe que evolucionará con el tiempo hacia la firma en la que el niño se ve, espejándose en ese trazo abstracto que seguirá exigiendo la constancia de la repetibilidad y en el que el ‘Nombre del Padre’ dará paso al ‘Apellido del Padre’, cargado ya de fantasmas transgeneracionales.
La repetición en Rodulfo es condición indispensable para la constitución de cualquier identidad, de la misma forma, podríamos decir, en que la autenticidad de la firma del sujeto no deriva sino de su condición de reproductibilidad, de la posibilidad de ser repetida siguiendo la huella de ese trazo que siempre remite al Otro, a lo otro de Uno Mismo. Y cada huella, cada trazo de esa firma , en su repetibilidad, se constituye en una re-afirmación de sí, del Uno Mismo. La identidad se gestaría de este modo como reafirmación de la repetición de lo Uno que permanece y resiste para permitir finalmente el salto a la alteridad, hacia el otro al que también va dirigida la firma. La repetición de lo que viene del Otro para crear el Uno Mismo y volver al otro, posibilitando la alteridad. Se trataría entonces de un concepto de ‘repetición’ como reafirmación de lo propio, pero que daría apertura también a lo ajeno, a lo otro, a la alteridad; si bien, a esto ‘otro’, a lo ajeno, cabe dificultarle el acceso, expulsarlo, soslayarlo, reprimirlo, violentarlo, recreando lo que nos parece que Derrida expresa con el término ‘hostipitalidad’, una mezcla indisociable entre lo hospitalario y una cierta hostilidad.
Derridiano es, desde luego, el planteamiento filosófico que impulsa las ideas de Rodulfo, su ‘juego del pensamiento’ y su intento de ‘deconstrucción’ del psicoanálisis a través de un prolífico trabajo de ‘reescritura’ de la clínica que violenta la genealogía de cualquier pensamiento asentado sobre certidumbres.
Rodulfo se mueve en los inestables bordes de los límites de la metapsicología, tratando de hacerla desbordar en un intento de devolver al psicoanálisis una complejidad de pensamiento que tiende a esquematizarse en el océano estructuralista. Y este desbordamiento es la consecuencia de experimentar en la clínica infantil la imposibilidad que supone no poder hacernos cargo de un sentido preestablecido y predefinido que dé respuestas a la sutileza de los procesos psíquicos en ‘juego’ y que terminaría por extenuar el discurrir psicoanalítico.
Si afirmamos la interminabilidad e incompletud del análisis, conjurando la ilusión de un horizonte de interpretación acabada, completa, sobre todo del de la verdad como sentido único, y no clausuramos el propio discurso psicoanalítico, no perderemos al menos la capacidad de investir –de asombrarnos como el niño- un pensamiento fecundo en tanto en cuanto no se limita a reproducir pasivamente lo heredado.