Intervenciones analíticas en la clínica
Pablo J. Juan Maestre.
Llamamos intervenciones analíticas, siguiendo a Silvia Bleichmar, a aquellas intervenciones que hace un analista cuando no está haciendo un psicoanálisis tradicional, dado que este no es posible por razones de falta de estructuración psíquica del paciente; o por falta de tiempo, espacio, medios económicos u oportunidad, añadimos nosotros. En definitiva porque razones diversas lo puedan impedir. Este es el punto de partida.
Intervenciones analíticas, queda explicitado en ellas todo un deseo de poner el psicoanálisis a trabajar como era el deseo del maestro de Silvia Bleichmar, Jean Laplanche.
Poner el psicoanálisis a trabajar supone no dejar de analizar nunca, porque, como decía Laplanche, el inconsciente puede esconderse en cualquier lugar, incluso en los edificios que llevan pintado la cruz roja de hospital en tiempo de guerra y no se trata de esperar a las condiciones apropiadas para interpretarlo, sino que como Silvia Bleichmar apuntaba, hay que intervenir, no solo para hacerlo surgir sino incluso para ayudarlo a constituirse, a conformarse; a estructurar ese psiquismo, para que tenga cabida lo inconsciente. No se trata, como en cualquier guerra siguiendo la metáfora de Laplanche, de reconocerlo allá donde se encuentre solo, sino de ayudar a su producción y a su escucha.
El inconsciente tiene la facultad de esconderse tras los síntomas, pero a su vez el retorno de lo reprimido no deja de pujar, es a esta pujanza, a este deseo de hacerse reconocer que nosotros, los analistas apuntamos, aunque hay muchas ocasiones en que lo traumático, lo deficitario, lo narcisista, lo informe, lo no simbolizado, impiden que lo inconsciente se constituya y entonces es a ello a lo que queremos contribuir los analistas dando lugar a lo que Silvia Bleichmar llamó un proceso de neogénesis, con la idea de que es posible trabajar como analistas sin necesidad, o sin la comodidad, del dispositivo analítico perfectamente establecido, y, quiérase que no, como dejó dicho la misma Silvia, rompiendo con la idea diferenciadora entre psicoterapia y psicoanálisis.
Pues si bien es verdad que Freud nos previno contra el psicoanálisis silvestre, es verdad también que él mismo no se rehusó hacer intervenciones analíticas cuando no era posible aquel análisis clásico que era de sesión diaria, pero, y esto se dice poco, no duraba más de seis meses. El caso de Malher o de la camarera son ejemplos de aquello.
Y Winnicott es otro que nos anima también a no enmudecer ante las dificultades y nos conmina a hablar, a intervenir, a procurar desvelar, a ayudar a simbolizar, aunque nos pudiéramos equivocar, del mismo modo en que lo hacía el mismo Freud en su último escrito, Construcciones en análisis (Freud, S. 1937), en el que quita hierro al error y dice que este será olvidado por el paciente si no resuena con su verdad.
Es pues, desde este lugar de atrevimiento, pero abalado por el quehacer de muchos psicoanalistas que no esperan a tener el dispositivo, diván de procusto (McDougall, J. 1987) en muchas ocasiones, preparado para comenzar a intervenir; que intervienen en el deseo de hacer aparecer la verdad inconsciente de los sujetos, que buscan el reconocimiento del mismo por encima de las resistencias que todo conflicto psíquico porta o intentan procurar las condiciones para que el sujeto llegue a constituirse o amplíe su campo psíquico, su estructurarse, o permitiendo, si ello es posible, que la comunicación entre instancias sea lo más fluida posible; y si para ello hay que ayudar a crear lo no constituido, ¿quién mejor que nosotros, analistas analizados, cuidadosos y respetuosos con la verdad particular de cada sujeto para ayudar a hacerlo?
Eso sí, como decía Silvia Bleichmar, eso: “ tratando de operar con modos que conservan algunos aspectos centrales de la situación analítica (como son): (el) reconocimiento del campo fundacional de la transferencia, (y la) abstinencia de intervención valorativa y de prácticas educativas.
Y todo esto porque, como dijo Maud Mannoni (Mannoni, M. 1998): A la era de pioneros e inventores un poco locos la ha sucedido la de eruditos adaptados pero sin el menor destello genial. Ha(biendo) surgido así una práctica (entre nosotros) dirigida de manera cada vez más predominante al psicoanálisis de personas normales”.
Y esas, las personas normales que son las que soportan bien el encuadre analítico, deben ser además lo bastante acaudaladas o apasionadas para poder costearse un tratamiento tradicional y además esto ocurre cada vez menos. Así que como dice Elizabeth Roudinesco en una entrevista reciente en BA creemos con ella que:
“el psicoanálisis debería evolucionar al ritmo del mundo. (Y que) Tendría que cambiar algunas cosas, como volver a leer a Freud y cambiar los modos de formación de los terapeutas. Y pensar en terapias más cortas, en recibir al paciente cara a cara y no tumbado en el diván, así como aceptar tratar a cualquier persona, igual que lo haría un médico en el hospital. Hoy podemos hablar de terapias de tres semanas, (y) en la posibilidad incluso de trabajar sobre un problema concreto.” (Roudinesco, E. 2015)
Roudinesco le ha tomado el pulso al presente del psicoanálisis y apunta a esas cuestiones fundamentales que nos harán sobrevivir y tener un lugar en el mundo actual y en el futuro, o desaparecer como un oficio bello pero antiguo y caduco que tiene sus días contados.
Y dice ella también: ”Con el psicoanálisis se puede hacer de todo. (bueno, yo no diría tanto pero ella sigue) Creo que el psicoanálisis puede hacer algo mucho más corto: puede hacer psicoterapia pero con el espíritu del psicoanálisis. Se pueden resolver problemas en tres semanas. No es un análisis pero se trata con análisis. Los psicoanalistas acá y en otras partes han cambiado sus prácticas. En lugar de limitarse a la cura standard, al diván tres veces por semana, se ven obligados por los pacientes mismos a hacer otra cosa”. La revuelta nos obliga a cambiar, a escuchar la protesta y a cambiar nuestros modos, o a quedarnos fijados en la ley, del pasado, y desaparecer.
Evolucionar con el mundo no supone, como la misma Roudinesco señala, abandonar a Freud y desechar los modos establecidos por su cohorte de seguidores, sino actualizar modos, maneras, y formas, y un bajar a la calle, salir de nuestras atalayas, como ya están haciendo multitud de jóvenes, y algunos no tan jóvenes ya, analistas formados en la tradición pero abocados a trabajar en servicios públicos y en atención a pie de calle en los consultorios, que quieren, desean y pueden aplicar el psicoanálisis a la vida cotidiana de las personas que tratan, del mismo modo que hacen consigo mismo, como cualquiera que una vez analizado sigue analizando lo que le pasa, sin cerrar su análisis por no tener analista presente que lo bendiga. El análisis es una actitud ante la vida, es como dejo dicho Freud un método de tratamiento, de investigación y… pero es también y sobre todo un sentimiento y un compromiso con lo genuino, de uno mismo y de cada uno de los otros que nos consultan.
Como ven, con este escrito, insisto, trato de pensar aquellas ocasiones, hoy en día muchas, en las que un analista se encuentra frente a un paciente y no es posible, por la razón que sea, sea esta económica, clínica, temporal, espacial o de cualquier otra índole, hacer un psicoanálisis tradicional.
Para pensarlas tomaré ahora un texto, capital a mi entender, de Donald Winnicott. Texto llamado “El valor de la consulta terapéutica” (Winnicott, D. 1965), para pensar justamente qué hacemos los analistas cuando no hacemos eso que se ha venido en llamar psicoanálisis y que ha resultado ser diván de Procusto (McDougall, J. 1987) a veces para los analistas mismos.
Con él, con Winnicott diremos que sí, que lo ideal sería hacer un psicoanálisis, pero que mientras no podamos, por las razones que fueran, debemos hacer otras cosas, siempre con el psicoanálisis en mente y en el corazón, y como ideal en el horizonte, pero no ya como exigencia superyoica de entrada. La burocracia tiene como función facilitar las cosas, y la burocratización de los modos analíticos tuvo por finalidad aunar esfuerzos y homogeneizar prácticas, pero dejando en la cuneta a brillantes analistas (Ferenzci entre otros) y a muchos pacientes, olvidando que un campo no se limita antes de ser ampliamente recorrido, que poner límites precisos protege durante un tiempo, pero si no se conoce el espacio acotado éste genera sorpresas, por contener zonas desconocidas que acaban emponzoñando el resto del lugar, igual que ocurre con lo inconsciente no reconocido.
Pues bien, Winnicott llegó a decir en ese artículo: que el aprovechamiento de las primeras entrevistas es algo que lo analistas deberíamos hacer, y que un análisis cabal no es siempre mejor para un paciente que una entrevista psicoterapéutica, “por más que uno prefiera aquel, a veces, es preferible un rápido cambio sintomático”.
Y es que los analistas nos dotamos de un conjunto de herramientas teórico clínicas que nos permiten desarrollar encuentros clínicos terapéuticos de gran eficacia (léase eficacia en términos de eficacia psíquica), si somos capaces de confiar en nuestro bagaje y poner a trabajar nuestros instrumentos, empezando por nosotros mismos como sujetos analizados.
Winnicott dejó dicho también que la demanda clínica de psicoterapia iba en aumento y que existe un número de casos a los que una o tres visitas a un psicoanalista pueden serle útiles y que atender a este tipo de pacientes y de esta forma, puede contribuir tanto a extender el valor social del análisis, como a justificar la necesidad de practicar análisis cabales (más prolongados) a fin de aprender el oficio.
O sea, que el hecho de practicar psicoterapias de corta duración puede hacer que el psicoanálisis mismo se vea beneficiado al hacer entender que solo el análisis personal afina la herramienta lo suficiente como para que sea posible poder ayudar de otra manera, curiosa paradoja muy del gusto del mismo Winnicott.
Su propuesta apunta a aprovechar, a “sacar el máximo partido” del abundante material de la primera entrevista contra el cual no se han erigido, dice, relativamente defensas.
Cuantos de nosotros aquí presentes somos consultados por pacientes que claramente no pueden o no quieren iniciar un largo proceso analítico y no por ello callamos ante una demanda sincera de ayuda, porque no responder a la demanda no supone no responder a todas las demandas, la demanda a no responder es justamente la de hacerse cargo del deseo del otro, pero sí que podemos y debemos responder a una demanda de esclarecimiento y de ayuda que porte algo de la verdad del sujeto que nos viene a consultar.
Tiene su riesgo, pero también existe el peligro de no hacer nada en absoluto en aras de un ideal de análisis que la mayoría de veces no se puede realizar. Existe un riesgo, sí, pero la mayoría de las veces provienen de la timidez del terapeuta o de su ignorancia más que del sentimiento del paciente de haber sido engañado, dice Winnicott.
El paciente, continua, trae a la situación una cierta creencia, o la capacidad para creer, en una persona que lo ayude y comprenda, también cierta desconfianza, y el terapeuta aprovecha todo eso y actúa hasta el límite de las posibilidades que ello ofrece.
Y tenemos que amoldarnos a ello, porque solo nos queda sino la opción de “psicoanálisis o nada”. Y, dado que la opción no es esa para nosotros, ya que es intentar aprovechar esas entrevistas para el paciente, no temiendo dañar con interpretaciones equivocadas y aceptando los límites que las circunstancias conforman.
Lo primero que aconseja Winnicott es ”hacer y decir toda la clase de cosas vinculadas simplemente con el hecho de que él (el analista, tú, yo) es un ser humano, y no está allí sentado para darse ínfulas de profesional, a pesar de percatarse (dice) del carácter sagrado de la ocasión”.
Mostrarse humano, simplemente y a la vez tan complicado. Resonar con lo humano que el otro trae, dar un paso al lado de esa imagen fija y endurecida del que ocupa una posición de poder, desmontar de entrada una falacia fundamental, que es la que el paciente trae de que nosotros como representantes del saber lo sabemos y podemos todo, siendo esa la peor de las transferencias posibles, luego volveré a ello, dado que nos coloca en el lugar de los padres omnipotentes de la infancia, aquellos que todo lo podían, todo lo podían como nosotros queríamos, habría que añadir, siendo la omnipotencia del sujeto lo que se refuerza con ello, omnipotencia que hace cierre a la posibilidad de analizar que precisa, de entrada para que ello sea posible, la asunción de la falta, de la diferencia, diré más bien, y si el paciente no puede por déficit, tendremos que mostrarle que nosotros no tememos el juego y apreciamos esa falta, esa diferencia y la preservamos y la honramos como cuna y asiento del deseo, a advenir, en muchas ocasiones, con el sujeto que nos comprometemos a intentar hacer surgir.
Comprometidos con lo más humano de los consultantes, con su falta, su diferencia y su deseo, como fruto a advenir en ocasiones, nuestro compromiso es con una parte de él, con la parte más saludable, más loca a veces dado que salud y locura, como nos enseñó Winnicott, no están reñidas sino que a veces van de la mano si lo permitimos.
Continúa Winnicott diciendo “No hay ninguna consigna técnica precisa para darle al terapeuta, ya que debe estar en libertad de adoptar cualquier técnica que sea apropiada al caso”.
y sigue “El principio fundamental, continúa, es brindar un encuadre humano, y que el terapeuta, aunque es libre de actuar según le parezca, no deforme el curso de los acontecimientos haciendo o no haciendo cosas llevado por la angustia o la culpa, o por su necesidad de tener éxito.”
“Lo que hice en cada caso fue propio de ese caso particular”, añade. El caso por caso tan mentado en la actualidad como lo más moderno era ya reivindicado por él entonces.
Señalando como único rasgo fijo que se observa en su técnica, la libertad con que usa su conocimiento y su experiencia para atender las necesidades de ese paciente particular, tal y como se la desplegaba en la sesión que se describe.
Libertad de uso del conocimiento terapéutico adquirido estudiando y en diván y en experiencias reflexionadas y atesoradas, esas son las armas, y la libertad su terreno.
Si es posible análisis y si no a hacer lo posible aceptando nuestras limitaciones y nuestros posibles errores, usando con libertad suficiente nuestros conocimientos, conscientes e inconscientes, y nuestra experiencia reflexionada.
El psicoanalista que no haga psicoanálisis pues, tiene sin embargo que tener en cuenta algunas reglas de oro que el psicoanálisis le enseñó y que no por no ejercerlo con ese paciente en concreto deban desaparecer de nuestro horizonte, o mejor de nuestro basamento, pues estas reglas son el sostén, cimiento y principio no solo de un psicoanálisis posible en un futuro lejano, asintótico quizás pero posible en nuestro ideal, sino que son soporte del sujeto mismo.
Y son el soporte del advenimiento del sujeto mismo, dado que lo que hacemos en un psicoanálisis se aleja poco de lo que hace un sujeto consigo mismo para crecer, siendo ello algo que se encuentra en el origen mismo de la vida, porque así como el bulbo contiene en si mismo el impulso para germinar y crecer, con los cuidados apropiados al decir de Winnicott, del mismo modo el sujeto humano tiene una tendencia a desarrollarse que germinará con los cuidados y las atenciones oportunas.
Y cuales son estos cuidados que de nuestra parte debemos prodigar al sujeto?
Veamos algunas.
En primer lugar un respeto absoluto por su singularidad, por su subjetividad, que le hace único aun cuando dicha subjetividad y singularidad se hayen dañada, escondida, subvertida, enloquecida, secuestrada, robada, o convertidas en normopatía.
Respetaremos su propio movimiento espontáneo aunque este esté por venir. Respetaremos su humanidad aunque ésta se encuentre en ciernes o se haya desviado de si misma. Respeto por el otro como otro.
Este primer principio de nuestra práctica contiene en sí mismo el germen de todo lo demás y él nos diferencia de otras prácticas posibles no psicoanalíticas.
Entendemos entonces que como analistas, nuestro eje rector será siempre este: el respeto por una singularidad que veneramos. Parece un principio fácil de poner en práctica, ¿no? pero no crean, no es algo que uno aprenda en las escuelas psicoanalíticas, enunciado en ellas y sostenido si los maestros son verdaderos psicoanalistas, este solo se adquiere de verdad en el propio análisis, no es otro el respeto del que hablamos, respeto que uno ha aprendido a tener por sí mismo y su vida, respeto de sí y de los que le rodean.
Respeto de la diferencia, propia y ajena, respeto ganado a pulso con el acompañamiento de otro que se colocó allí respetándonos y respetando esta regla, también fundamental que se trasmite de generación en generación de analistas, este es verdaderamente el legado, no enunciado pero implícitamente mantenido por todos y cada uno de los analistas.
Respeto del enigma que cada uno porta y le conforma. Respeto del inconsciente, respeto de un saber que no se sabe, respeto de un sujeto supuesto saber que no es otro que el sujeto del inconsciente que pulsa y marca lo más genuino de todos y cada uno de nosotros. No un inconsciente que nos engaña, nos jaquea, nos enferma, sino un inconsciente que hace todo eso cuando le fallamos, cuando necesitamos analizarnos porque perdimos el rumbo, el rumbo de nuestra singularidad inconsciente.
Maud Mannoni decía que “para mantenerse receptivo a la invención, a lo imprevisto y al humor, el analista necesita volver continuamente a la posición de analizado” de ello se trata entonces de recrear con otros lo que ya experienciamos.
Y de esto se trata en la abstinencia, de abstenerse de no poner el deseo propio, por bueno que este sea, por delante del deseo del otro que viene a vernos, angustiado, cuestionado, impelido por sus preguntas en él.
Abstenerse de responder a la demanda no es una cuestión técnica sino posición ética, no responder a la demanda para sostener al sujeto del inconsciente es su expresión más fiel. Y, ojo, no todas las demandas deben ser escuchadas como portando la demanda inconsciente, no debemos decir no a todo, y a veces también un abstenerse puede ser interpretado como un no o un sí.
Neutralidad, neutrales de querer un bien para el otro que solo quiere el suyo, o mejor que tiene que encontrar el suyo.
Otro aspecto fundamental es la creencia en la historia propia que nos conforma. Dado que solo se es sujeto de la propia historia y eso, el analista, más que creerlo, lo sabe por su propio análisis. No vale solo que lo crea como artículo de fe, sino que lo haya vivido en su propio proceso analítico.
Sabe que uno es conformado por lo que vivió y que el análisis le dio la oportunidad de no quedar pegado y repitiendo un pasado anquilosante, supo hacer algo con ello y confía entonces en que el paciente sabrá hacer con su ayuda, con la ayuda que le dará el lugar que juntos crearán.
Creencia también en que ese lugar del análisis es lugar de transformaciones posibles, aún y a pesar de que el espacio no se conforme de “buena ley”, cierta esperanza en que las intervenciones analíticas sirvan para transformar las circunstancias enfermantes de los consultantes. Y no ceder a la medicación un lugar que también y a veces con más efectividad y menos daño podemos ocupar nosotros.
La Empatía, es otro de los pilares entonces que se desprende de lo anterior, empatía como comprensión de un otro que como yo que lucha por su existencia.
Puestos estos cimientos y horizontes, con ellos podemos dedicarnos a escuchar al otro esté este en análisis o no. Nuestra escucha será la misma, la escucha de un sujeto único singular que intenta, a su modo, a veces mal, salir a la luz.
Querría ahora detenerme en el concepto de la transferencia, fuerza y obstáculo de nuestro trabajo, y me apoyaré en las ideas de Francisco Pereña de su libro Repetición e historia (Pereña, F. 2016), para recordar que la transferencia es repetición de los vínculos más primarios de la dependencia infantil; de que el analista o psicoterapeuta viene a encarnar la repetición del vínculo sadomasoquista, vinculo que asocia protección y dependencia absoluta, y que con él se intenta rehuir la soledad, esa soledad, podríamos decir, de la asociación libre que nos acerca a los núcleos reprimidos y de los que huimos por medio de la transferencia.
Convirtiéndonos por medio de esa transferencia, al decir de Pereña, en objeto único, como si se tratara de una drogodependencia y, como sabemos, añade humorísticamente él, la drogodependencia se “cura” con la dependencia a la secta que fuere.
Es en estas condiciones, dice, donde el analista, o el psicoterapeuta, se convierten en verdadero obstáculo para la elaboración inconsciente.
Pero dado que se ha producido un cambio con el paso del tiempo, dado el cambio en el modo de hacer análisis, ya que no es posible hacer 4 o 6 sesiones a la semana, de objeto único hemos pasado a ser simplemente objeto privilegiado, y la dependencia asfixiante de entonces ha dado paso a una dependencia relativa, afortunadamente añade él y aplaudimos con él nosotros.
Ya no cabe torre de marfil, diván de procusto, analista oráculo, sujeto saber encarnado en profesional, no cabe, sobra, al haber decaído el encuadre ritualista y encorsetador con el que nos protegíamos y creíamos proteger al paciente, cuando en realidad le apartábamos de su vida y le animábamos a comulgar, como deja dicho Pereña, con el psicoanálisis como alternativa y secta.
Al haber caído este tipo de encuadre, la posición del analista, o psicoterapeuta, se revela por otro lado como lo más importante.
Al no bastar el encuadre ritualista, se nos requiere, dice Pereña, de atención creativa, de escucha al sujeto y acompañamiento de la elaboración inconsciente.
Atención creativa, escucha y acompañamiento que permitan y permiten la deserción de toda militancia, deserción también de la transferencia como militancia, como dependencia ciega a objeto único, apertura entonces de la posibilidad de decidir y de no tener que comulgar con una cura sectaria.
Bien es verdad que como inconveniente esta nueva situación puede afectar la elaboración inconsciente por la fragilidad del compromiso o la disponibilidad del paciente, cierto es, pero es lo que hay.
La transferencia es el vínculo terapéutico que abre la oportunidad de la elaboración del sujeto, pero ese vínculo es por las dos partes, ese espacio común de elaboración es tanto del paciente como del analista, si este, el analista no se queda pegado y se refugia en la posición del interprete ya que es ahí y es entonces cuando se convierte en obstáculo para la elaboración del paciente.
Hemos pasado de una técnica ideal equiparable a un yo ideal majestuoso encarnado en un ritual inamovible, a un ideal de la técnica que apunta ahora a un ideal del yo postedipico. No ocupamos el lugar del padre impostándolo sino que procuramos tomar de él lo que es un legado transmisible y modificar aquello que hace más a su impotencia trocada sintomálmente en prepotencia antiguamente.
Y todo esto porque como dejó dicho Mannoni, en este caso Octave Mannoni: “Como rara vez se hace el duelo por la omnipotencia infantil, el anhelo de poder del sujeto se desplaza hacia una instancia organizadora (lease asociación psicoanalítica) y se erige en un ideal grupal, que tarde o temprano puede llegar a funcionar como una ideología, con sus víctimas expiatorias, su violencia y su tiranía…”(Mannoni, M. 1998)
Por ello, para evitar la ideología, las víctimas expiatorias con su violencia y su tiranía, debemos procurar mantener vivo ese ideal del análisis que apunta a analizar sean cuales fueren las circunstancias sin plegarnos a crear una ideología psicoanalítica protectora pero paralizante. El traje de analista no es un disfraz que uno se pone o se quita en función del lugar litúrgico o no que ocupe, más que traje es piel, modo de percibir, de entendernos y entender a los otros, que una vez establecido nos acompaña, sin posibilidad de quitárnoslo o ponerlo a voluntad, ¿o sí? ¿Es posible ser analista las horas de liturgia y dejar de serlo en la clínica pública o cuando hacemos psicoterapia?. ¿Podemos mantener esa esquizia, esa disociación sin que ello nos pase factura?Termino ya.
Winnicott, en el año 69, ya muy mayor, en la introducción del caso Piggle al escribirle a un colega al que le pide que el supervise el caso le dice: “He sido invitado a hablar del tratamiento psicoanalítico. Un colega, ha sido invitado a hablar de psicoterapia individual. Confío en que ambos partamos del mismo problema: cómo distinguir una cosa de otra. Yo, no me veo en condiciones de precisar la diferencia” y termina diciendo: “Para mí la cuestión es: ¿ha tenido el terapeuta formación analítica o no?”.
Sigue así: “Hago análisis porque el paciente lo necesita y le hace bien, si el paciente no necesita análisis hago otra cosa. En cuanto al análisis, uno se pregunta, ¿cuál es el límite máximo de lo que es posible permitirse hacer?”.
Y termina diciendo “En la clínica, en mi práctica clínica, mi consigna es: ¿qué es lo menos que puedo hacer?”. Apuntando directamente a lo que luego Lacan llamará el deseo del analista.
Con estas palabras del gran Winnicott termino entonces este escrito: ¿qué es lo menos que puedo hacer?.
Muchas gracias.
Bibliografia:
Freud, Sigmund. Construcciones en el análisis. 1937
Mannoni, M. Un saber que no se sabe: La experiencia analítica. Gedisa. 1998.
McDougall, J. , Mannoni, O y otros. El diván de Procusto: El peso de las palabras. El malentendido del sexo. Nueva Visión. 1987.
Pereña, F. Repetición e historia. Un ensayo sobre lo trágico. Síntesis. Madrid. 2016.
Roudinesco. Élisabeth Roudinesco: “Freud nos hizo héroes de nuestras vidas” . El Pais. 5/09/2015.
Winnicott, D. El valor de la consulta terapéutica. 1965.