Identidad social y personal. Fantasías animadas de ayer y hoy

por | Revista del CPM número 10

Miguel Ángel González Torres Psicoanalista. Miembro Didacta del CPM. Jefe de Servicio de Psiquiatría Hospital de Basurto (Bilbao)

Definir la identidad es más difícil de lo que parece a primera vista. Sabemos y sobre todo sentimos lo que es, pero cuesta describir los límites del concepto. Es un hecho que todos los humanos guardamos una visión de nosotros mismos, de quiénes somos y cuál es nuestro papel en el grupo en el que vivimos. La historia a nuestra espalda y el camino que hemos seguido en la vida parecen conformar este complejo concepto, tan básico para nuestro bienestar psicológico y tan central a nuestra posición en el mundo.

En esta presentación intentaré explorar algunos matices de la génesis de la identidad personal y también algunos aspectos de lo que podríamos llamar identidad social o grupal. Ya les adelanto que mi planteamiento principal es que ambas identidades son constructos etéreos y cambiantes, producto más bien de nuestras fantasías y más emparentados con los sueños y las ilusiones que con el mundo de las relaciones y los afectos.

Les ruego me acompañen en un pequeño ejercicio. Cuando pensamos en nuestra identidad personal, en seguida se nos viene a la cabeza nuestro apellido. Soy X, de la familia X, vengo de mi padre X y mi abuelo X. La gente se refiere a nosotros como “de los X” y hemos asumido la condición de miembro de ese grupo y a veces incluso la llevamos con orgullo, repasamos las pequeñas glorias del pasado familiar y nos sentimos unidos a aquellos que llevaron nuestro nombre antes que nosotros. Imaginemos que somos portugueses y que heredamos el apellido de la madre antes que el del padre. Se trata de una mera convención social que se ha hecho costumbre y ley entre nosotros. Retrocedamos sólo tres generaciones y tratemos de ver cuál sería hoy nuestro apellido. El mío sería Botrand. ¿Qué tengo yo que ver con eso?, ¿quién es Botrand?, ¿quiénes son los Botrand?, ¿qué tienen qué ver conmigo? Nuestra tribu sería otra, las pequeñas glorias del pasado serían probablemente otras, y el conjunto de mitos y leyendas familiares que constituyen nuestra Memoria, sería otros también. Por el azar de una u otra convención, siendo nuestros padres y abuelos los mismos, nuestro mundo y nuestro pasado se alteran hasta hacerse casi irreconocibles. ¿Cómo es posible que algo tan aparentemente sólido, como la identidad personal, pueda cambiar con tanta facilidad? ¿Quizá porque la identidad es sólo una sombra que nos acompaña, fiel pero inasible? De acuerdo que hablamos de un aspecto parcial de nuestra identidad pero, ¿no serán los demás aspectos tan vanos y frágiles pese a su aparente solidez?

¿Y qué decir de la identidad social o grupal? Es fácil ver que también se construye, a veces de modo inadvertido y poco a poco y a veces en un solo gran paso cuando un colectivo da un salto identitario y adquiere rápidamente una nueva conciencia de su historia y su posición en el mundo. Tendemos a creer que este proceso de construcción de la identidad social ocurre muy lentamente, a través de ese lento filtrado de experiencias históricas que se pierden en la noche de los tiempos. Pero la investigación sociológica e histórica nos señala lo contrario: buena parte de las creencias populares sobre la propia historia y la propia identidad grupal se adquieren en un momento concreto en el tiempo, mediante mecanismos emparentados a veces con el marketing comercial y la manipulación.

En un texto erudito y refrescante a la vez, “The Invention of Tradition” (La invención de la Tradición), Hobsbawm y Ranger (1993) pasan revista a algunas tradiciones seculares, sobre todo del mundo anglosajón, y trazan sus orígenes y desarrollo. Abordan en detalle algunas situaciones que pueden servirnos para ilustrar lo que planteamos. Por ejemplo, imagino que ustedes como yo pensarán que la tradición de los Highlands escoceses se pierde en el tiempo, sus ropas y costumbres predatan al Imperio Romano y el orgullo con que hoy viste el kilt Sean Connery en las ceremonias simplemente revive una tradición secular. Nada de esto es cierto; el kilt escocés como los tartans o tela representativa de los distintos clanes fueron diseñados por Sir Walter Scott para un baile en homenaje a un rey hanoveriano a mediados del siglo XVIII y modificados luego por dos avispados comerciantes ingleses. Lo interesante para nosotros es que el grupo asume la tradición como tal y la sitúa en su imaginación en un pasado remoto, otorgándole un poder para representar o simbolizar las virtudes del colectivo. Confrontar al grupo con estos hechos suele generar reacciones airadas, como si sacudiéramos la creencia en la bondad de los padres de un grupo de niños.

Reflexionando desde la experiencia natural, antes de comprobar qué aporta el Psicoanálisis sobre estos conceptos, podemos ver que la identidad es algo que se adquiere con el tiempo a través de un proceso de construcción. En nuestro mundo moderno occidental, la identidad es algo multiforme, un conjunto compuesto del solapamiento y la acumulación de identidades parciales. Imaginemos a alguien que es hombre, padre, esposo, abogado, aficionado al fútbol, a la Ópera y a Bruce Springsteen, y tiene algunos amigos que le aprecian. Siempre ha querido pensar que aquellas identidades que le fueron dadas al nacer, como el azar geográfico del lugar de nacimiento, o el apellido o el color de los ojos, no tenían demasiada importancia. Es más, un hombre civilizado, doscientos años después de las Revolución Francesa y los Derechos del Hombre, no podía y no debía apoyarse en lo heredado, sino en lo ganado a pulso en la tarea de cada día. Enorgullecerse de aquello que has recibido sin esfuerzo ni mérito es algo propio de hombres primitivos ajenos al progreso y al rumbo de la Historia, en una palabra, vergonzante. Cada una de esas identidades construidas se forja a través de la dedicación y el trabajo. Nuestro hombre se esfuerza en ser un buen padre, y a veces lo logra. Estudio para ser un buen profesional, intenta recordar lo que sus amigos necesitan. Cree que lo más importante de su identidad tiene que ver con todo esto que busca cada día, y no con lo que le cayó del cielo cuando nació. Pero una consecuencia de todo esto es que esa identidad fundamental del hombre civilizado es cambiante, tanto en cualidad como en valor. No siempre seré lo que hoy soy y, sobre todo, quizá mi esfuerzo no sea suficiente para conquistar una identidad que para mí y para los demás posea un cierto valor. Valor que genera atención y respeto en los otros, a veces afecto. Es humano en esos momentos de fragilidad personal alzar la vista hacia aquellas otras identidades, hacia lo que nos vino dado desde el principio y no depende de nuestro esfuerzo ni de la suerte que nos acompañe. Hacia esas características que no es necesario desarrollar o proteger, porque son inmunes al paso del tiempo y se mantienen incólumes ocurra lo que ocurra.

En tiempos de zozobra, personal o social, siempre surgen fuerzas que proclaman despreciar lo que nos ha hecho civilizados: la libertad, igualdad y fraternidad entre los hombres. Otras identidades pasan a primera fila y cobran la mayor importancia. Identidades que nos marcan como un sello desde la cuna, que normalmente tapamos con pudor pero que en épocas oscuras se airean con orgullo, como blasones de los que, locamente, nos enorgullecemos. Así, un tatuaje que nos avergonzaba se convierte en el salvoconducto para el reconocimiento social y aquello que nos enorgullecía palidece al lado del tumulto de la genética y la geografía.

Gabriel Aresti, escribió un poema bello y terrible: “Nire aitaren etxea”; “la casa de mi padre”. A lo largo de los versos describe como defenderá con ahínco frente a los lobos, la usura o la justicia los muros de su hoga
r, la casa de sus mayores. Explica cómo se aprestará a perder todo, sus riquezas, sus posesiones, su vida o sus hijos incluso, para que la casa del padre siga en pie hasta el fin. En el mundo rural vasco la casa del padre es el propio nombre. Las familias tomaban el nombre del caserío que habitaban, y no al revés como en otras tierras. Así pues el poema de Aresti no es un canto a la familia, a los antepasados y a la historia, sino un canto a la identidad más íntima, a ese nombre que nos define y que en nuestra tierra, tradicionalmente venía del lugar que habitábamos y no necesariamente de nuestros abuelos. La identidad pues, se sitúa para Aresti más allá de la vida propia o incluso de la de los hijos, más allá de todo lo que tiene algún valor real en nuestra existencia. Y ¿qué sentido tiene la identidad sin vida, sin presente o sin futuro? ¿Qué locura nos lleva a entregar todo, hasta lo único que de verdad poseemos, para conservar una ficción identitaria? ¿Cuál es el valor de la casa de mi padre una vez que yo y mis hijos nos hayamos ido?. Las paredes vacías y muertas albergan huecos de silencio. No hay risas de niños, ni ayes de dolor, ni suspiros de pena; sólo piedras muertas que se yerguen altaneras donde nadie las ve. Quizá la vanidad puede explicar este delirio identitario: hay algo más allá de mí y de los míos, mi estirpe o más bien lo que simboliza mi estirpe, algo ante lo que los míos deben reclinarse porque es superior a ellos. Pero, ¿qué es superior al hombre?, ¿Dios?, ¿es la Identidad el nuevo rostro de Dios a quien todo se debe?.

Hace tanto frío fuera del rebaño! El vendaval de la incertidumbre nos azota y el calor del compañero a nuestro lado se prefiere a la tibieza del respeto. La libertad es una pasión del intelecto y el amor, en cambio, es una emoción sólida y concreta. El Psicoanálisis soñó una vez con ofrecer la Libertad al Hombre. Hoy, más modestos tras muchos fracasos y presionados por la realidad, intentamos simplemente ampliar los espacios de libertad de un individuo concreto que acude a nuestra consulta. Llega un momento en la vida en el que renunciamos al objeto materno y nos enfrentamos a los rigores de la sociedad y la cultura. Para algunos autores nada volverá a ser igual y miraremos siempre hacia el pasado añorando esa época feliz donde creíamos poseerla y su calor impregnaba nuestros sentidos. La patria, la tribu, la nación, nos ofrecen el retorno a un pasado feliz donde se nos acepta y se nos ama “por ser vos quien sois”, como dice la oración; donde no necesitamos el penoso esfuerzo de hacer, sino tan solo de ser, de existir.

Ser vasco, catalán o zulú, se convierte en una forma de ver el mundo y de interpretarlo; los nacionalistas tienen razón en esto. La tribu actúa como la madre bioniana, elaborando los peligrosos elementos beta y trasformándolos en elementos alfa, aceptables para el sujeto-niño, fáciles de digerir y que aportan una forma peculiar, pero clara de ver la vida. En otras palabras y abandonando la jerga analítica, la tribu se conforma como filtro epistemológico que determina la percepción del individuo, modulando los estímulos que este percibe, tanto en su intensidad como en su misma existencia. Hay cosas que, literalmente, no son vistas por la tribu.

Tras separarse de la madre y renunciar a ella, el sujeto se enfrenta a lo que ha de ser un debate permanente en su existencia: amor frente a libertad, soledad frente a dependencia. Cada individuo va construyendo a lo largo de la vida su posición en ese continuum de vinculaciones escogiendo entre la intensidad del abrazo que protege y ahoga y la soledad e independencia del propio pensamiento.

En ese largo poema analítico que es la obra de Lacan, se nos dice que es la Madre quien abre al Padre la puerta de la vida del niño. La Madre pronuncia el Nombre del Padre y éste se hace presente en la existencia de su hijo, que se enfrenta para siempre a un enemigo a quien no puede vencer. Sólo queda cederle el lugar al lado de la madre y buscar a otra mujer que confirme nuestro valor y ante quien podamos jugar a serlo Todo. De algún modo, las sociedades y los grupos juegan un rol maternal ante el individuo, especialmente cuando la colectividad se convierte en la Patria, en la Madre Patria, como suele decirse. Podemos situarnos como hijos predilectos de esa Madre poderosa y cruel; ella nos protege y a la vez nos exige la propia vida. Cuando la sociedad se desarrolla, debe abrir la puerta al Padre al modo lacaniano, pero en este caso, no se trata de una figura de carne y hueso, sino de la Ley. La ley que estará por encima de nosotros, incluso de la Madre. La Ley que limitará nuestras acciones, incluso nuestros deseos, pero que también nos protege de esa madre devoradora. La Ley nos exige respeto, no la propia vida. Por ello “morir por defender la ley” carece de ese halo romántico y heroico de “morir por la patria” . La Ley, y no la patria es el encuadre de la vida civilizada, llena de grises, de negociación, de renuncia y de límites, pero también libre de la sangre, horror y podredumbre que acompaña al culto a la Madre Patria. Podemos pensar pues si las sociedades marcadas por la pasión patriótica no son sino sociedades donde la Madre Patria y sus hijos se hallan unidos en una simbiosis excluyente, donde cada uno es Todo para el otro. El Padre, la Ley, los límites y la civilización quedan fuera; la convicción, la certidumbre, el bien absoluto, dentro.

El camino hacia la salud de individuos y grupos pasa indefectiblemente por la renuncia. Renuncia que para los distintos autores toma matices diferentes. Todos los teóricos que abordan el tema coinciden, sin embargo, en la necesidad de la renuncia a un pasado feliz. Un paraíso donde había conocimiento, felicidad y seguridad. El paraíso de la cercanía a la Madre, el Paraíso Terrenal del Génesis. El retorno al paraíso no es posible; individuos y pueblos deben dejar de mirar al pasado para dirigir sus ojos hacia el hoy y hacia el otro. Esa renuncia conlleva como sabemos un sufrimiento y por ello Melanie Klein hablaba de “fase depresiva”. Madurar implica renuncia y dolor, inevitablemente. En algunas sociedades, esta renuncia no acaba de producirse y los grupos continúan prendidos de ese pasado idílico donde había certidumbre y felicidad eternas. Para esas gentes, existen la verdad y la belleza absolutas, el bien y el mal, y ellos son capaces de distinguirlos. Es cierto que a veces necesitan un guía para mostrar el camino; alguien capaz de interpretar adecuadamente los ambiguos mensajes de la Madre Patria. Aparece el Líder, el Caudillo, uno de nosotros que ha conseguido una unión mística con la Patria y sabe interpretar sus designios. La sociedad así organizada vive en ese mundo esquizo-paranoide kleiniano, pendiente de una ligazón firme con aquel pasado glorioso y con una envidiable seguridad en su destino. Es el “Je me souviens” de los quebecois: recuerdo la gloria del pasado; no quiero olvidarla y lucho día a día por retornar a ella. Ante el altar del paraíso materno se sacrificará cualquier cosa, sobre todo la vida propia y las ajenas, combustible sin igual de la hoguera patria.

Es indudable que los movimientos nacionales tienen un considerable atractivo en nuestros días. A lo largo y ancho de Europa, crecen y se desarrollan con fuerza partidos y asociaciones sustentados por idearios que muchos creíamos felizmente superados décadas atrás. Desde Irlanda a Grecia, desde Holanda a España e Italia, los grupos nacionalistas ganan elecciones y controlan parlamentos e, incluso cuando su influencia no llega a tanto, son capaces de modular de forma relevante las propuestas políticas de otros partidos y colectivos. Para sorpresa de algunos, el movimiento nacionalista ha llegado a ejercer una influencia poderosa en lo que podría ser uno de los núcleos del pensamiento político “moderno”: los sindicatos,
en los que los planteamientos nacionalistas debería verse desbordados por la preeminencia de la solidaridad y el internacionalismo sobre cualquier otra posición. En nuestro país además, el movimiento nacionalista es más poderoso en dos zonas donde la industrialización tuvo un mayor papel y que hoy presentan niveles más elevados de riqueza y de educación en su población. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo podemos entender el atractivo en pleno siglo XXI de ideologías nacidas a finales del XIX, planteadas como una reacción ante el progreso y el final de una tradición secular? Muchas voces señalan la vacuidad de la argumentación nacionalista, la pobreza del mensaje que exhiben… incluso a veces se hace difícil traer a nuestra memoria nombres de intelectuales nacionalistas, como si esos dos adjetivos fueran difíciles de conciliar. Podríamos pensar que todo lo que acabo de señalar tiene que ver con prejuicios de intelectuales más o menos progresistas que no son capaces de ver la riqueza de conceptos que atraen a las gentes despertando lo mejor de sí mismas: el amor a lo suyo y a los suyos. Pienso sin embargo que los que aquí estamos, por profesión o por disposición vital, hemos escogido el camino de la reflexión y la duda y no el de la aclamación y la fe, así que intentemos progresar utilizando estas poderosas herramientas.

Antes describíamos el costoso proceso que para un individuo normal supone la adquisición y el mantenimiento de una autoestima relevante. Hablábamos de un esfuerzo permanente, de un trabajo continuado para construir y reparar esa sensación de valía personal y granjearse así el respeto de los otros. Este proceso, sin embargo, es más fácil para algunas personas, que por distintas circunstancias tienen a su alcance más medios para alcanzar esa valía y ese respeto. En tiempos de crisis sobre todo, la identidad nacionalista se convierte en un camino posible para quienes la construcción de la estima es demasiado difícil o imposible. Se abre ante ellos un camino amplio y magnífico, fácil de transitar con tal de que el individuo suspenda su juicio y se deje llevar por la corriente. Es un retorno al paraíso, donde cada uno disponía de todo lo que necesitaba, cada uno era sabio y feliz, cada uno estaba seguro… por “ser vos quien sois”, sin pagar un precio de esfuerzo, no siempre posible. Como si de un grupo religioso carismático se tratara, el individuo se alza en el grupo y se manifiesta como creyente: yo también soy; yo también pertenezco; yo también creo… A partir de ahí el grupo acoge y protege, cuida y vigila. Quizá se renuncia al conocimiento, pero indudablemente se adquiere seguridad y una especie de felicidad. La cálida aceptación del grupo marca una frontera que desde ese momento en adelante será difícil de traspasar. A un lado los creyentes, al otro los que se hallan fuera del paraíso. Cruzar el puente, en uno y otro sentido, tiene siempre consecuencias.

En la construcción y desarrollo de esta identidad valiosa vinculada a la ideología nacionalista se dan otros procesos, más allá del paso inicial de conversión propio de muchos colectivos tanto políticos como religiosos. En mi opinión podemos comprender mejor esta compleja cadena utilizando los conceptos propuestos para el estudio del estigma, y que han servido para acercarnos por ejemplo al mundo de la enfermedad mental y del estigma vinculado a ella. Link y Pelan, en un estudio del 2001 que se ha convertido en clásico, describen 5 etapas en el desarrollo del estigma y la discriminación hacia un individuo concreto. En la primera etapa tiene lugar un “etiquetado” o “labelling” del individuo a partir de la percepción por el grupo de unas determinadas conductas. En la segunda se atribuyen estereotipos negativos compatibles con las creencias culturales dominantes a la persona previamente etiquetada. En la tercera etapa se sitúa a la persona previamente etiquetada en una categoría distinta que establece algún nivel de separación entre “ellos” y “nosotros”. En la última etapa, el individuo etiquetado/estigmatizado experimenta una pérdida de estatus y discriminación. Es importante que el colectivo estigmatizador tiene que ostentar un poder frente a los discriminados. Es el médico quien discrimina al paciente, el adulto al anciano, el rico al pobre, etc. Evidentemente, este proceso tal cual hemos descrito se da entre nosotros configurando actitudes de discriminación hacia colectivos socialmente rechazados, sean estos extranjeros, inmigrantes, mujeres, ancianos, enfermos mentales o simples foráneos. Ese proceso es conocido y hasta cierto punto se ha estudiado a fondo aunque siempre es conveniente ahondar en las variadas formas de discriminación que nuestra sociedad produce. Sin embargo, es más interesante la aplicación de estos conceptos a la comprensión de la construcción y el mantenimiento de esa identidad valiosa personal y colectiva que acompaña especialmente a las posiciones nacionalistas. Desde mi punto de vista, se produce un proceso que podríamos denominar estigma inverso en el que se aplican las distintas etapas de Link y Phelan no sobre el individuo o grupo a discriminar, sino al contrario, sobre el colectivo que ostenta el poder y tiene la capacidad de discriminar o premiar. Así diríamos que tiene lugar un etiquetado (yo soy, él es…) al que sucede una atribución de estereotipos positivos (nosotros los… somos). Después aparece la separación entre “ellos” y “nosotros” y finalmente, el individuo o grupo recibe la recompensa y reconocimiento de quienes ostentan el poder (sus compañeros o correligionarios). Este proceso juega un papel clave en el mantenimiento de una identidad valiosa para el nacionalista pues en nuestra sociedad hoy debemos entender que no es suficiente distanciarse de otros cargados de aspectos negativos, sino que además debemos rellenar nuestras reservas de cualidades y, por supuesto, sumar a estas cualidades las recompensas y ventajas que van aparejados a la hermandad con los poderosos.

Para finalizar, señalaría que pasamos demasiado tiempo preguntándonos qué somos y de dónde venimos y demasiado poco explorando nuestros deseos y el lugar hacia donde caminar. Borges expone esto con maestría en un poema: “…sobre la sombra que yo soy/ gravita la sombra del pasado/ es infinita”. Puede que sea hora de promover una renuncia al pasado y asumir que no es posible retornar al paraíso terrenal donde dicen que nuestros abuelos habitaron. Nunca hubo paraíso y nuestros abuelos vivieron en cuevas hediondas preocupados por sobrevivir y por inventar cuentos fantásticos de lugares hermosos que sus hijos acabaron tomando como verdadera Historia. Se trata sólo de fantasías, pero de fantasías animadas que pueden servir de base, errónea, pero sólida a esa identidad valiosa que buscamos con ahínco y que algunos quieren adquirir sin esfuerzo. Mala noticia: todo es caro, no hay premio sin esfuerzo ni gangas identitarias, salvo que renunciemos, claro está, a la libertad y al conocimiento para refugiarnos en el calor del grupo. No hay ser poderoso que pueda darnos lo que no tenemos, no hay caudillo, ni guía. Somos hermanos, y estamos solos.

Eso es todo, amigos.

Referencias

Hobsabawm E, Ranger T. The invention of tradition . Cambridge University Press. Cambridge. 1993.

Link BG, Phelan JC. “Conceptualizing Stigma”. Annu. Rev. Sociol. 2001; 27:363-85.