Cristina Marqués Rodilla
* Doctora y catedrática de Filosofía
DEA-Paris VIII en Psicoanálisis
marrocris@ yahoo.es
Me dirijo a vds. para hablarles del goce, que no es el placer sino una mezcla de sufrimiento e intensidad vital. El placer está al servicio de la homeostasis, del equilibrio que proporciona al organismo la satisfacción de las necesidades, es también la seguridad de que todo marche bien, de que se vayan logrando los objetivos que proporcionan bienestar. La pulsión es ciega, está en el límite entre lo somático y lo psíquico y no obedece al principio de realidad, pero su satisfacción es lo que le da intensidad y sabor agridulce a la vida.
No voy a defender aquí la postura clásica del psicoanálisis, Freud ya no diría hoy las mismas cosas. Picasso solía decir que las mujeres son máquinas para sufrir, que gozan sometiéndose, quejándose de cómo las tratan, pero incapaces de renunciar a ese goce pulsional. Por el momento sólo diré que la hipótesis según la cual una mujer goza cuando la violentan es un fantasma masculino, por tanto imaginario, que consiste en suponer que la mujer disfruta cuando la maltratan, que se queja, pero que en realidad está buscando que la acosen.
De lo que sí voy a hablarles es de una figura femenina escandalosa: Medea, aunque no voy a hacer apología de la venganza. Sabido es que Medea se vengó de su hombre, Jasón, porque éste la había traicionado. Y se vengó dándole donde más le dolía, a él, pero también a ella: matando a los hijos de ambos. También es conocido que Medea era bruja, que tenía artes de brujería, y las comunes y corrientes mujeres maltratadas, psíquica y/o físicamente, no disponen de esos mecanismos de escape.
¿Por qué he elegido esta figura tan poco aceptable socialmente? Porque es la que por su carácter extremo nos permite visualizar fácilmente la diferencia entre los semblantes de mujer y de madre.
Freud se preguntaba: ¿qué quiere una mujer? Y se respondía que un hijo; un hijo era lo único que se podía poner en el lugar de la falta. El famoso Penisneid freudiano no tenía más salida que la maternidad. Pero en pleno siglo XXI no parece de recibo este reduccionismo.
¿Hay alguna identidad de mujer? Tan filosófica pregunta no tiene más que una respuesta: ¡no!, pero tampoco hay una identidad de hombre. No hay una esencia inmutable que nos defina como hombres o como mujeres, hay una serie de semblantes acuñados por la cultura. La nuestra, la cultura occidental, ha reducido todos los semblantes al de la madre, pero esto no es ni justo ni necesario. Por ello me parece tan importante la desbordada figura de Medea, porque es el negativo brillante de la abnegada madre que soporta cualquier vejación por amor a sus hijos, y en nombre del obligado sometimiento al amo-padre.
La noción de semblante que he utilizado indica que la identidad es construida, que se trata de identificaciones y que éstas pueden, con mucho tiempo y esfuerzo, modificarse. Se trata de identificaciones con modelos infantiles que son totalmente reales para el sujeto, hombre o mujer, que las percibe como necesarias: las cosas son así, es decir, mi marido me pega lo corriente, ¡qué sería de una mujer que no tuviera hijos o los abandonara! Sería una mala madre, ¿pero sería una mujer?
Joan Rivière, una muy reconocida psicoanalista de los años 20 del pasado siglo, afirmaba que la feminidad es un disfraz que las mujeres utilizan para ajustarse a las construcciones sociales de lo que se entiende por “ser una mujer”.
Quiero detenerme un momento en el dictamen de Joan Rivière que denuncia que la feminidad es un disfraz. Lo que ella subraya es la falta de una identidad, la falta de una esencia, en este caso de la femenina, y para hacerlo Rivière utiliza el término mascarada.
Rivière utiliza el término mascarada para indicar que la mujer no existe como una categoría ontológica. El que haya machos y hembras de la especie humana, el que haya cuerpos sexuados, y que biológicamente seamos distintos, no significa que sea posible contestar a la cuestión princeps: ¿qué es ser mujer?, ¿qué quiere una mujer?
Si ser mujer consiste en comportarse como tal hay que aceptar que “ser una mujer” es utilizar un cierto tipo de disfraz.
Para ejemplificar como el falocentrismo no ha hecho más que atribuirnos a las mujeres determinados roles, Rivière pone un ejemplo clínico: una de sus pacientes, mujer intelectual que desempeñaba con talento tanto el rol femenino como el masculino, sufría culpabilizándose por su éxito, y una vez finalizada su jornada de trabajo frente al público, se transformaba para aliviar su culpabilidad por lo que vivía como una conducta inapropiada. Obtenía ese alivio a través del coqueteo y la seducción nocturnas. Su semblante masculino diurno exigía una compensación, así, su culpabilidad inconsciente era pagada por la noche con una conducta de mujer-mujer.
Sin duda vds. ya se han dado cuenta de que donde Rivière dice máscara yo utilizo semblante; los considero términos equivalentes. Rivière acuñó el concepto de feminidad como mascarada, que puede también llamarse semblante porque se refiere a un disfraz. Los semblantes tradicionalmente femeninos son un disfraz. La capacidad para la feminidad sólo puede manifestarse en esta forma defensiva: no hay una esencia de mujer, no hay un “eterno femenino” como el que inmortalizó Goethe y, afortunadamente, no es necesario reafirmar un fantasma masoquista para las mujeres. Muy a pesar de Picasso, y otros muchos, la mujer no busca sufrir: la gestación y el parto no son la esencia de mujer.
¿Por qué enfatizo el contraejemplo de Medea? Porque la mujer no quiere sufrir aunque hasta ahora la educación la conduzca a la resignación ante los malos tratos. Medea también es madre, pero cuando se siente traicionada decide vengarse aunque sea al precio de sacrificar a sus propios hijos. Medea puede ser mala, incluso perversa, pero por ello no deja de ser una mujer.
Lacan decía que la mujer lo es, pero que el hombre lo tiene: y aquí nos estamos refiriendo al falo, pero con dos significaciones bien distintas para el mismo significante. Para la mujer ser el falo significa que un hombre podrá mitigar su falta, conquistándola; la mujer es deseada en tanto que objeto precioso; su coqueteo busca el deseo del partenaire. El ejercicio de la mascarada femenina convierte a la mujer en joya deseable. El hombre “no es” sino que tiene el falo porque se trata del pene que sirve para gozar y reproducirse.
Considero que Lacan no superó a Freud en este sentido: mantuvo los papeles sociales tal como estaban; podría incluso decirse que contribuyó a reificar el fantasma masoquista en que la sociedad insiste en colocar a la mujer.
Si decimos que la mujer hace semblante de ser el falo, para así conseguir completarse mediante la maternidad, poco hemos adelantado: seguimos en el penisneid y en responder a la pregunta siempre de igual manera: lo que quiere la mujer es un hijo cueste lo que cueste.
Conviene subrayar aquí que el lugar del hijo puede ocuparlo un compañero inmaduro y violento. No hay que olvidar que muchas mujeres maltratadas tienen como pareja
un hombre infantilizado y cruel al mismo tiempo. De lo que se trata, pues, es de modificar el imaginario. No sirve quedarse en el registro simbólico y afirmar que el hombre no es el falo, aunque detente el instrumento, del que se considera depende la mujer para llegar a ser tal. Seguir afirmando que la mujer depende del pene para llegar a ser una verdadera mujer, es decir una madre, es hoy tan falso tecnológicamente como ineficaz socialmente: alimentar educativamente esta posición dependiente de la mujer sólo contribuye a que las mujeres, en determinadas circunstancias, acepten alguna paliza, o algo más duro, porque de ese modo les demuestran que las quieren.
Considero que convocatorias como ésta, en que cada uno de los intervinientes estudiamos el problema de la violencia sobre la mujer, desde distintas disciplinas son imprescindibles para la concienciación social, para que las familias, primeros y principales agentes educativos, y la escuela, así como la televisión y cuantos agentes sociales contribuyen activamente en la socialización, se impliquen en la eliminación de ese fantasma imaginario que nos domina a todos, hombres y mujeres.
A los hombres porque su fantasma de la feminidad como mascarada les conduce a considerar que la mujer no sublima, que su vida se reduce a los afectos y a los cuidados familiares y que, per in aeternum, la mujer vive, y vivirá, en una deseada minoría de edad: eso justificaría que en alguna ocasión las mujeres pudieran interpretar una bofetada como una muestra de cariño. Este fantasma de la mujer eternamente niña, que ni sublima ni puede llegar a sublimar, que se comporta de forma irreverente frente a los semblantes civilizatorios, nos perjudica a todos: a los hombres porque los condena a excitarse ante determinados trucos de atrezzo; si la mujer no se convierte en fetiche, si no es una lolita o no va disfrazada de mujer fatal, no hay enganche.
Pero este juego encadena para siempre a la mujer. Lacan afirmó: girl, jovencita, es falo, consolidando así el trozo de carne a pagar de por vida por la seducción. La jovencita es el objeto precioso, deseable, que seduce al hombre para conseguir su pene; pero este éxito tendrá que pagarlo con la sumisión de por vida.
Lacan decía que no hay más revolución que la de los planetas, que giran sin parar alrededor de su órbita para volver siempre al mismo lugar; no estoy de acuerdo, las transformaciones son lentas, muy lentas, pero las mujeres vamos adueñándonos del imaginario falocéntrico y conseguiremos subvertirlo. Hace falta tiempo y empeño, sobre todo educativo; decía Ortega y Gasset que una generación es sustituida por otra en el plazo de 15 años; cada 15 años los adolescentes rebeldes tratan de imponer su particular punto de vista; la sociedad triunfa o fracasa en ese lapso de tiempo; los primeros 14 ó 15 años son decisivos en la sexuación de los individuos, y la sociedad entera está comprometida.
Por ello consideró que releer los mitos subyacentes puede eneñarños mucho: Medea grita muchas cosas, pero sólo nos hemos quedado con la copla de su maldad. ¿Se puede hacer otra lectura de la crueldad que exhibe Medea?
Lo que yo pretendo es hacerles palpar la distancia entre dos modelos, ambos extremos y por ello, siguiendo los dictados de Aristóteles, viciosos. Aristóteles realizó una sabia investigación sobre los bienes que nos pueden llevar a la felicidad, y llegó a la conclusión de que lo bueno es siempre un justo medio entre dos extremos viciosos; el término vicioso significa, pues, incorrecto, que no conduce a la felicidad sino al sufrimiento; si acercamos los términos aristotélicos al psicoanálisis podríamos decir placer y goce: el justo medio nos proporciona los placeres que hacen la vida agradable mientras que el goce le da intensidad a la vida, pero la devasta aproximándola a sus extremos.
Nuestra sociedad, la española, ha cambiado vertiginosamente y me atrevo a afirmar que ese modelo femenino que era la madre del sacerdote ha desaparecido: era el modelo masculino sublimatorio por excelencia; la madre educaba a su hijo, en ocasiones el primogénito, para que canalizara toda su sexualidad hacia el amor al prójimo en vez de hacerlo hacia una mujer y su prole. Esta mujer-madre es el prototipo de la portadora de unos valores de los que ni ella ni sus hijas podrán nunca llegar a disfrutar; esta madre es trasmisora de los ideales que Freud considera masculinos. Los ideales masculinos son el respeto a la ley y a las instituciones; el summun de la civilización judeocristiana es el amor universal, la renuncia a la propia familia.
Aquí me gustaría detenerme un momento: he dicho que el semblante femenino madre-del sacerdote está extinguiéndose. Pero que este semblante femenino ya no tenga la relevancia social de la que gozaba no significa que vaya a dejar de haber sacerdotes, sino que la sociedad española ha dejado de premiar ciertas pautas de conducta: me estoy refiriendo a la valoración social del semblante de la mujer-madre, que sabiendo que sus iguales, sus hijas, sus hermanas, las mujeres en general, jamás podrán honrar a Dios diciendo Misa, asumen, sin embargo, gozosas ese rol que las posterga. Y las posterga porque se sostiene que son incapaces de sublimar, que son incapaces de anteponer el amor universal a los lazos de sangre. Se posterga a las mujeres porque se las reduce a tierra nutricia que hace germinar la vida, pero que es incapaz de conducirla hacia las instituciones y las leyes.
Si nos mantuviésemos en esos ideales estaríamos relegando a la mujer a los lazos de sangre. Afortunadamente hoy no es así, la mujer española ya no ejerce el papel de retardar y limitar la cultura: todo lo contrario, las jóvenes estudiantes obtienen mejores calificaciones que sus compañeros varones. En 2004 el número de licenciadas universitarias es por primera vez superior al de los varones. Sin embargo, el que las mujeres no trabajen, o trabajen en condiciones más precarias que los hombres, mantiene vigente el matrimonio en plena decadencia del partenalismo. Las mujeres se preparan, pero luego renuncian a la liza profesional, y, en los peores casos, soportan vejaciones y malos tratos en nombre de unos ideales simbólicamente periclitados, pero imaginariamente vigentes: el imaginario femenino puede sentir la renuncia a sí misma como una prueba de amor porque está entregando lo más valioso de ella misma.
Aquí también quisiera insistir: es el registro imaginario lo que hay que combatir con la educación; hay para ello múltiples herramientas valiosas: yo estoy proponiendo los conceptos psicoanalíticos que son medios de análisis que potencian la autonomía. Combatir el recurso histérico exige que el victimismo, la queja, sean propuestos como tendencias superables: no hay que quejarse de lo que se puede remediar. Pero, ¿se puede remediar?
Freud sostenía que las pulsiunes son reversibles; no es que sea facil, pero la teoría y la práctica psicoanalítica se marcan ese objetivo. La sabiduria popular sostiene que “del amor al odio no hay más que un paso”; este es el paso que Lacan metaforiza con la banda de Möbuis, que permite el paso de un lado a otro de la banda sin salirse de ella; la banda unilátera de Möbius permite ejemplificar la torsión que se produce en Medea: cuando Jasón la ultraja su amor vira hacia el odio. Sin embargo, no se trata de decirles a las mujeres maltratadas que ejerzan la ley del talión, sino de ayudarlas en el proceso de catarsis que debe conducirlas hacia la dignidad y la autonomía.
Los mitos helénicos sirven al psicoanálisis para mostra
r las tendencias más arcáicas y primitivas, los impulsos irracionales. Los mitos son ficciones con connotaciones simbólicas que fundamentan la conciencia colectiva. Lo que Freud descubrió es que los mitos codifican pulsiones profundas del individuo y de la condición social; pero ello no significa que las pulsiones sean inmodificables.
Ahora queda nítidamente expresado porque he colocado a Medea en el otro extremo vicioso. Porque Medea es una verdadera mujer aunque sea una mala madre y ejercite la venganza, que es contraria a los valores cristianos de la sociedad occidental. Medea ya ha entregado bastante. Cuando su hombre, Jasón, no sublima, cuando decide abandonarla y casarse con otra, Medea siente como insoportable la voilencia que Jasón le inflige. Jasón no cumple con la palabra dada y Medea ejerce de mujer y compañera antes que de madre.
Pero en la obra teatral de Eurípides, Medea aparece como la mujer que le ha consentido todo a Jasón; vivían en el exilio, en Corinto, porque Medea fascinada ante la llegada Jasón se convirtió en su complice. Jasón, venía a buscar el vellocino de oro; si no lo obtenía no podría recuperar su trono; y eso, el poder, era para él lo más importante. Pero Medea no sublima y para ampararse en su huida mata a su hermano, Aspirto, con lo que consuma un exilio tanto interior como geográfico.
Medea era una madre y una esposa perfecta que por Jasón había traicionado a su padre y a su patria; entoces viene Jasón y le dice que quiere casarse con la hija de Creón; Medea le responde que eso es un ultraje, pero lo más grave, y por ello quiero enfatizarlo aquí, es lo que Medea afirma: “De cuantos seres tienen alma y pensamiento somos las mujeres los más desdichados”.
Actualmente la violencia de género es una pesadilla; la radio y la tele nos despiertan o nos dan la sobremesa con el último ataque con consecuencias mortales para una mujer cuyo único pecado ha sido no someterse a las exigencias de un varón que defiende la ley patriarcal, que defiende el “la maté porque era mía”; los objetos, las cosas, se usan, se tiran o se venden, pero no se respetan. Sigue, pues, vigente la terrible afirmación que reza: ”De cuantos seres tienen alma y pensamiento somos las mujeres los más desdichados”
Dado que alma y pensamiento sólo tenemos los humanos, los hombres y las mujeres, parece que estamos ante un gravísimo problema educativo, a solucionar en los próximos 15/20 años; el problema no lo tienen las mujeres, los hombres son tan efecto de la cultura como las mujeres. Las mujeres somos más desdichadas, pero el conflicto es social. No estoy olvidando que existen leyes genéticas, pero no considero que vds. puedan estimar su influencia de forma tan reducionista como para admitir que la violencia masculina es ineducable, o que el sometimiento femenino es un destino.
La sexualidad no es un destino; ni el hombre ni la mujer tienen escritos sus ideales porque tampoco la reprodución responsable es una obligación sino una elección. Una mujer no es una madre aunque en un momento determinado asuma ese papel social. El hombre no es el únco que sublima ni el único que vela por las instituciones.
La mujer no es más mujer por ceder demasiado, por perderse el respeto. Eurípides presenta a Medea como una madre que ama profundamente a sus hijos. Cuando Jasón la ofende le cabe la posibilidad de matar al infiel, pero eso sería poco castigo para Jasón. Medea decide que lo conveniente es eliminar lo que Jasón posee de más valioso: su nueva mujer y sus hijos. En tanto que estos hijos son de Jason, pero también son suyos, se puede decir que en Medea prima el ser mujer sobre el ser madre. Las estadísticas españolas sobre la violencia de género afirman que las mujeres que sufren en silencio y soledad vejaciones por más de 8 ó 10 años son irrecuperables: ¡irrecuperables para su propia autonomía y dignidad!
Por supuesto que no se trata de incitar a la mujeres maltratadas a la venganza, se trata de poner de manifiesto un ejemplo radical de la diferencia entre ser mujer y ser madre. Porque diariamente constatamos que hay mujeres que no conocen la diferencia entre ser mujer y ser madre, que nunca lo han sabido y, que después de soportar durante unos años la vergüenza y la indignidad, los daños son, ya, irreversibles.
No hay más salida que la prevención y la prevención es educación, educación en ideales de autonomía personal; autonomía para hombres y mujeres; el amor daña peligrosamente a la salud cuando una mujer le entrega sus ojos a un hombre porque sin ojos no se puede ver, y la ceguera actúa como una droga que potencia el binomio poder/sumisión.
Este año que se acaba estamos conmemorado a Kant que defendió los ideales de la Ilustración. Y es necesario recordar que fueron los ilustrados los que promovieron la emancipación de las mujeres. Yo quiero acabar mi exposición con el atrévete a pensar, el mil veces repetido saper aude! kantiano, que es la mejor prevención posible; ya sabemos que la prevención no consiste en meter a la mujer en la cocina con la pata quebrada, prevenir, como nos enseña Kant, es educar a todos en la igualdad y la autonomía.