Familia y sentimiento de identidad

por | Revista del CPM número 16

1. INTRODUCCION

Mi planteamiento inicial para esta presentación ha sido el de ponerme a pensar acerca de algunas de las dimensiones, pero – sobre todo- de las repercusiones, que tiene el trabajo de la parentalidad, eso me ha supuesto ponerme en frente de toda la serie de características y diferentes maneras en que la función parental incide en la estructuración y funcionamiento psíquico del niño, tanto de una forma general, como más específicamente sobre la influencia que ejerce en el entramado psíquico de la formación de identidad.

Creo que huelga decir que el hecho biológico de concebir y de tener un hijo, aunque otorgue el título oficial de padre o de madre, no significa exactamente que estos se sientan capacitados para ejercer como tales, ni tampoco que dicho título los dote para desarrollar esa función con suficiente solvencia, pues a pesar de que todavía desconocemos exactamente qué interacciones de los movimientos intrapsíquicos ligados a la parentalidad, son las que llevan al estatus de padre o de madre, sí que sabemos que el hecho de ejercer como padre o madre, la parentalidad, supone un proceso psicológico que es bastante complejo y que implica un trabajo, tanto sobre sí mismo, como sobre el otro. El proceso de la parentalidad se va desarrollando de una forma continuada y puede ser que nos ayude a los padres a comprendernos mejor, pero para que eso se produzca es muy conveniente que empecemos por reconocer, tanto lo que hemos heredado de nuestros padres, como lo que transmitimos a nuestros hijos y la relación que existe entre ambas circunstancias; pero también – y eso es lo fundamental – a conocer las necesidades de nuestros hijos en cada momento, de manera muy especial en algunas de las etapas de su desarrollo que resultan fundamentales para la constitución de su ser individual. La parentalidad en uno de los polos y la filiación en el otro, constituyen los dos extremos de un doble proceso que, aunque afecta principalmente a padres e hijos, incluye también a los abuelos, hermanos y demás miembros del universo familiar. Al referirme a la función parental como un trabajo lo hago tomando el concepto de Susana Kuras de Mauer y Noemí May que nominan a la parentalidad como un trabajo justamente para hacer hincapié, tanto en la dificultad del mismo, como para subrayar el carácter de duradero que singulariza este concepto, pero también en el sentido freudiano de trabajo psíquico, es decir en tanto efecto psíquico en el niño.

Suelo comentar con frecuencia que la primitiva teoría psicoanalítica pasó bastante de largo sobre una visión del hombre verdaderamente inscrito en su marco social, pues en la medida en que se dedicó a enfatizar su interés de manera preferente y casi exclusiva acerca del “hombre interior”, terminó descuidando al “hombre en sociedad”, al no prestarle la adecuada atención. A pesar de que otras teorías más modernas y puntos de vista diferentes dentro del propio psicoanálisis, han venido postulando que muchos de los acontecimientos que ocurren en el ámbito social, tienen la suficiente importancia como para influir sobre los impulsos y en la manera en que los trata el yo, parece que la visión psicoanalítica tradicional continúa todavía buscando las causas solamente dentro del individuo, sin referirse gran cosa a su situación social, ni a las presiones que recibe dentro de su sociedad. Esa visión que mantiene el psicoanálisis tradicional, produce a mí entender un análisis unilateral y cierra el paso a toda acción social, empequeñeciendo notablemente la perspectiva psicoanalítica. Sabemos, por otra parte, que el modelo neurótico de enfermedad, basado en las vicisitudes del complejo de Edipo, ha sido el preponderante en la teoría psicoanalítica desde su formulación por Freud, pero sabemos también, desde hace bastante tiempo, que ese modelo neurótico del enfermar, ha sido paulatinamente desplazado por otras patologías que afectan fundamentalmente al carácter y a la identidad, patologías que tienen como eje el concepto de narcisismo, descrito también por Freud y derivado del mito de Narciso. Esos cambios que venimos constatando los psicoanalistas en nuestra práctica clínica diaria, respecto a las manifestaciones patológicas y a la dinámica psíquica individual de los pacientes, son debidos sin duda ninguna a una serie compleja de factores, de entre ellos propongo para que nos fijemos hoy en el referido a la identidad y a su estrecha relación con las circunstancias ambientales, especialmente familiares y socioculturales. No olvidemos que Otto Kernberg, uno de los estudiosos más notables en la actualidad sobre graves patologías del carácter, considera la difusión de la identidad como un síntoma de primer orden en las organizaciones borderline de la personalidad.

 

2. EL CONCEPTO DE IDENTIDAD

Parece que el término identidad lo usa por primera vez en la literatura psicoanalítica Victor Tausk  en un artículo en el que describe el «aparato de influencia» de los esquizofrénicos, y parece también que Freud sólo utilizó en una ocasión a lo largo de toda su extensa obra el término identidad como tal, y lo hizo dentro de un contexto psicosocial y de una forma incidental, concretamente en un discurso en el que trataba de explicar a la audiencia su vinculación con el judaísmo. Erik H. Erikson es un psicólogo al que podemos apellidar como freudiano, en tanto que considera las ideas de Freud básicamente correctas, pero también es muy cierto que está más orientado hacia la sociedad y la cultura que cualquier otro freudiano, circunstancia que es debida en buena medida a sus intereses antropológicos, los que surgieron tras conocer a Ruth Benedict y Margaret Mead, y a su interés por las teorías de la comunicación y su conocimiento de las mismas, que  está asociado  a su relación con Gregory Bateson. También es muy probable que estuviese notablemente influido en su orientación profesional por sus circunstancias personales : abandonado por el padre y criado sólo por la madre hasta los tres años de edad, momento en que la madre se casa con el Dr. Homburger – pediatra de Erik -, vive éste una vida bastante desordenada y rebelde como el artista que era hasta los 25 años, fecha en que casi por casualidad, empieza a trabajar en una  escuela experimental dirigida por Dorothy Burlinghan, a la sazón amiga de Anna Freud, a la que conoce Erikson y con la que se analiza, logrando un certificado en educación por el método Montessori y otro por la Sociedad Psicoanalítica de Viena. A partir de ahí, se casa, tiene tres hijos y se dedica a practicar psicoanálisis con niños y enseñarlo, primero en Viena y, a partir de la llegada de los nazis, en EE.UU., tras un breve paréntesis de estancia en Copenhague.

Con ese bagaje teórico y existencial someramente descrito, pretende Erikson tender un puente entre la teoría freudiana de la sexualidad infantil (estadios evolutivos psicosexuales), y los conocimientos adquiridos acerca del crecimiento físico y social del niño en otros campos diferentes al psicoanalítico. También es bien conocido por sus estudios acerca de la identidad personal, término que introdujo en los años 40,  en su trabajo “Problemas de la infancia y de la temprana niñez ”, decía: “ Y no puede negarse que la identidad sea para mucha gente – sobre todo en épocas de cambio y reestructuración social – algo tan importante  como la comida, la seguridad personal, y la satisfacción s
exual “.
Tanto sus estudios sobre cómo se forma y se desarrolla un yo — que completa y amplía notablemente los estudios freudianos – , como sus estudios sobre la identidad, y su acento sobre la influencia de lo social, hacen de Erikson uno de los adecuados compañeros para el viaje que pretendo, ya que elaboró una teoría sobre el papel que la realidad social juega en la formación de la personalidad, e hizo de él un elemento central de su teoría psicosocial del desarrollo. Al aplicar el concepto de mutualidad a la teoría psicoanalítica, enfatiza y califica como algo crucial la coordinación entre el escalón del desarrollo psicobiológico y el efecto del entorno social sobre él.

Erick H. Erikson considera a la identidad personal como un sentimiento consciente basado en dos percepciones simultáneas: por una parte en la percepción de la mismidad y continuidad de la propia existencia tanto en el tiempo, como en el espacio; y por otra parte en la percepción del hecho de que otros reconocen esa mismidad y continuidad. El concepto de identidad yoíca implicaría entonces el sentimiento de poseer una conciencia bastante clara acerca de quiénes somos, pero también de cómo encajamos en el resto de la sociedad, por lo que para que llegue a constituirse dicha identidad, sería necesario por una parte que podamos aprovechar todo cuanto hemos conseguido aprender, tanto acerca de la vida, como de nosotros mismos; por otra, que todo ese aprendizaje consigamos integrarlo en una autoimagen unificada, y – finalmente – que nuestra comunidad nos la estime como alguien significativo.

 

3. LA FORMACION DE LA IDENTIDAD

El complejo proceso que culmina con el sentimiento de identidad se va formando a lo largo de toda la vida, y está en función de las diferentes etapas que atravesamos en la misma, sobre todo de los peculiares conflictos que cada una conlleva. Aunque es importante resolver de manera adecuada los conflictos que se suscitan en todas y cada una de esas etapas o crisis vitales que atravesamos en nuestra existencia, hay dos de ellas que resultan especialmente significativas en lo que atañe a la formación del sentimiento de identidad: los primeros años de la vida y la etapa de la pubertad- adolescencia, pasada la cual se consolidaría la identidad.

Para entender las vicisitudes de la formación del sentimiento de identidad en los primeros años de la vida resulta de gran utilidad el marco referencial presupuesto por M. Mahler y colaboradores, que está basado en la universalidad del origen simbiótico de la condición humana, y en la concepción de un proceso de separación- individualización, que comienza con el nacimiento y se extiende a etapas posteriores del desarrollo. A partir de un estado indiferenciado inicial, el individuo tiene que irse diferenciando gradualmente para llegar a adquirir su identidad personal. Esta diferenciación se produce a través de la separación o salirse de la fusión simbiótica con la madre, y de la individuación, que complementa a la separación, con la adquisición de las características personales que configuran la identidad del individuo.

En la etapa del narcisismo primario absoluto, que corresponde a la fase autista normal, no objetal, destinada al afianzamiento del desarrollo fisiológico extrauterino y que abarca el primer mes de la vida, sitúa Raggi la primera estructura de identidad, denominando a este primer núcleo provisional de identidad «identidad cenestésica», por estar la libido cargando predominantemente el sistema esplácnico y depender la integridad de las percepciones interoceptivas. Al estar las zonas perceptivas externas desprovistas de energía, el sistema sensorial tiene un funcionamiento restringido que condiciona una insuficiente capacidad de percibir la realidad externa, manteniendo al bebé ajeno al ambiente que lo rodea la mayor parte del tiempo. En ésta situación de retracción narcisista, se da una falta de consciencia del objeto materno, al que se percibe sólo a través de los estímulos cenestéticos (equilibrio, ritmo, contacto, tono, temperatura, etc.) que se producen durante la atención y cuidado del bebe (alimentación, acunamiento, cambio de pañales, etc.) y al que se siente como parte integrante del propio bebé.

Si en ésta situación la madre produce estímulos seguros y estables logrará contener y modelar los primitivos instintos del bebé y éste irá aprendiendo a enfrentarlos, originando sentimientos de seguridad y autoconfianza que van dando lugar al nacimiento de una primera estructura psíquica: El verdadero núcleo del self narcisista cuyos iniciales contornos están íntimamente vinculados a la sensibilidad interoceptiva, y a las actitudes emocionales placenteras. En la etapa más avanzada de la simbiosis o narcisismo primario relativo se produce una catexia sensorio- perceptiva de la periferia, con lo que se va posibilitando un bagage de percepciones no sólo internas, si no también externas, que van conformando la imagen corporal.

En esos primeros momentos del desarrollo los progenitores deben de formar una especie de pantalla de protección, que permita al recién nacido una sensación de seguridad en su proceso de enfrentamiento con el mundo exterior, para el que todavía no está suficientemente dotado. La llamada “madre suficientemente buena” por Winnicott conseguiría esa especie de milagro por medio del estado de preocupación maternal primaria, basado en su capacidad para recibir y tramitar las proyecciones del recién nacido, que mantendría a éste en un estado de bienestar casi paradisíaco durante un cierto tiempo. Los fallos importantes de cuidado en este nivel dejarían profundas y permanentes consecuencias en el desarrollo del bebé. “El fracaso de adaptación materna en la fase más precoz no produce otra cosa que la aniquilación del self del pequeño” dice Winnicott, y la adaptación materna en ese periodo consiste en defender al pequeño de su propia indefensión, para que no tenga conciencia prematura de ella y que pueda sentir la ilusión de una vivencia narcisista saludable. Naturalmente que el lactante deberá de enfrentar también el sentimiento de una desilusión paulatina, pero es fundamental que ésta le llegue de una forma escalonada, a su debido tiempo, y en ningún caso de una forma traumática o prematura. “Gradualmente la madre capacita al niño para aceptar que, si bien el mundo puede proporcionarle algo parecido a lo que necesita y desea, y que por lo tanto podría crearse, no lo hace automáticamente, ni en el momento  mismo en que se experimenta el deseo o surge la necesidad”, nos dice de nuevo Winnicott. Para que la salida de la simbiosis y el proceso de individuación se puedan efectuar de una manera sana en los primeros años de la vida, se requiere por tanto que exista una relación, relativamente fluida, entre modos de conducta «fundados en los propio» y «fundados en lo ajeno», lo cual supone de parte del niño una suficiente seguridad en el cariño de sus padres, y de éstos una confianza en la capacidad del niño. Y es que en una evolución normal madre e hijo deben de «destetarse», tanto en un sentido literal, como en el figurado, pues de no ser así, se correría el riesgo de que llegaran a detestarse, y no es sólo un juego de palabras, si no una cruda realidad para muchas de las personas que permanecen en una situación de unión simbiótica, o a la búsqueda de la misma, dando lugar a muchas de las relaciones tóxicas que se producen entre madre e hijo y a nivel de pareja. El desamparo original de la pri
mera infancia hace al bebé especialmente dependiente de los mensajes que emiten sus semejantes, sobre todo de los que provienen de la madre; ya que en esos tempranos momentos del desarrollo  a los que Fairbairn llama «etapa de la dependencia”  el niño necesita asegurar no sólo su existencia y bienestar físico, sino también  la satisfacción de sus necesidades psicológicas, produciéndose en esta situación  una identificación tal con el objeto, no separado del bebé por ningún límite psicológico, que perderlo equivale a la autoaniquilación.

En el curso normal del desarrollo la situación de dependencia infantil se va transformando, en la medida que el niño va adquiriendo capacidades y paralelamente la madre va abandonando conductas de mayor cuidado y protección, de tal manera que el niño pierde, en efecto, la madre que «tenía». De esa forma se producen modificaciones y eventualmente desequilibrios en la relación previamente establecida. Si éstas «privaciones» o pérdidas van globalmente armonizadas con las necesidades y capacidades evolutivas del niño, las experiencias de separación no serán vividas como de pérdida o frustración excesivas y tenderán a estimular el desarrollo de estructuras internas que incluyen lo que Jacobson llama formas progresivas de identificación y David Schecter identificaciones formativas, las cuales irán constituyendo bloques formativos de personalidad y de identidad.

Cuando la individuación no se produce, o se produce de forma patológica, por situaciones de separación traumática o de manifiestos déficits en la crianza, se produce un fracaso relativo en el desarrollo de estructuras internas, persistiendo por consiguiente antiguas formas de vinculación simbiótica, o generándose estructuras falsas del tipo de los falsos yoes de Laing, del falso self de Winnicott, o de las personalidades “como sí” de H. Deutch.

La necesidad de esa separación o desimbiotización para alcanzar la individualidad es comúnmente reconocida, aunque varían los criterios para considerar que se logró la diferenciación y la época en que normalmente se consigue. Jaques Lacan cree que se produce entre los 6 y los 18 meses, a través de la conquista de la imagen del propio cuerpo. René Spitz piensa que se llega a los 15 meses, con la adquisición y el empleo del «no». M. Mahler piensa que se produce entre los 18 meses y los 3 años, y que está muy reforzada por las experiencias locomotoras de esa edad y Henri Wallon considera que se alcanza a los 3 años con lo que él llama «la crisis de la personalidad».

Mahler señala la importancia de las emociones placenteras a nivel del contacto corporal con la madre porque se libidiniza la superficie corporal, percibiéndose dicha superficie como límite entre el yo y el mundo. En un sentido parecido se pronuncia E. Bick y Didier Anzieu con su conceptualización del yo- piel. Para que la piel del bebé se perciba como un límite entre lo interno y lo externo, y por tanto como un espacio que puede contener, necesita de la introyección de un objeto externo que si que puede contener y lo hace a través de la identificación. Como dice Laplanche, «la identificación es como una forma que aparece, como un límite, con la envoltura de la piel».

Para J. Lacan uno de los aspectos más importantes del sentimiento de identidad es lo que llamó la «fase del espejo» en la que el niño conquista la imagen de su cuerpo, ya que al principio tendría la fantasía de fragmentación y de dispersión de sus miembros. La identificación primitiva de la fase del espejo sería la raíz de todas las futuras identificaciones del sujeto.

Como dice Anika Rifflet-Lemaire en su Lacan: «Todavía el niño no ve en el otro, en la imagen del espejo o en su madre más que un semejante con el que se confunde e identifica». Según Lacan, a partir de que el niño reconoce su imagen en el espejo puede hacer predominar las funciones visuales sobre la afectividad interna, por lo que cuando la imagen reflejada es reconocida, permite el paso de las pulsiones instintivas del ello a una imagen del ser personal, yoica. Se puede decir que, gracias al espejo, se descubre uno, aunque sea como otro, como un yo que es  un otro. No se trata, sin embargo, de una conquista real de la subjetividad, sino de la vivencia del cuerpo como totalidad propia, a través de la reunificación de los datos propioceptivos anteriormente dispersos. Para alcanzar la subjetividad, es necesario pasar de la relación dual imaginaria a la relación triádica propia del registro de lo simbólico, o sea, se requiere que aparezca la figura del padre.

La teoría de comunicación entra en la psicología a través del enfoque comunicacional de la esquizofrenia y luego se extiende al análisis de otras situaciones. La introducen Bateson, Jackson, Ruesch y Weakland con la teoría del doble vínculo en la comunicación con los niños como origen de la esquizofrenia. Ruesch en su obra sobre trastornos de la comunicación propone una nosografía basada en las formas predominantes de recepción y emisión de mensajes en las relaciones humanas y posteriormente Liberman correlaciona las categorías establecidas por Ruesch con los cuadros de la teoría psicoanalítica. Posteriormente diversos enfoques psicológicos han resaltado y enfatizado el papel de la comunicación en cuanto intercambio de mensajes, verbales o no, en el campo bipersonal y comunitario, ya sea como vehículo de normas para adecuarse a un rol, de actitudes de aceptación o rechazo, de aprobación o desaprobación, de atención o desatención. La recepción de los mensajes inherentes a esas actitudes desempeña un papel esencial en la asunción de una determinada identidad, especialmente en los primeros años de la vida.

El punto de vista de D. Stern (1985)(1997), psicoanalista  especializado en el intercambio de miradas del bebé con su madre, consigue uno de los más destacados y ricos intentos de integración de conocimientos del bebé, tal cual es observado en la infancia y del bebé clínico, tal cual es inferido en la práctica clínica del psicoanálisis. Sobre una hipótesis central de que el estado del sí-mismo, del “self ”, organiza la experiencia del ser humano desde el periodo posnatal a lo largo de toda la vida, hace inferencias del estado subjetivo del infante, tanto sobre sí mismo, como sobre sus objetos, trazando un desarrollo epigenético de los sentimientos del sí-mismo. Concibe que en los dos primeros meses de vida, las sensaciones del “self emergente ” organizan la experiencia del bebé, siendo la totalidad de los sentimientos subjetivos los que acompañan al surgimiento de la organización mental del self emergente. La llamada percepción amodal, propia de éste periodo, es una capacidad que permite al infante abstraer cualidades percibidas en una modalidad, por ejemplo visual, y “concebirlas” en otra modalidad perceptiva, por ejemplo auditiva. Con esa capacidad puede ir creando, desde el principio de la vida, dos mundos integrados y diferenciados del sí-mismo y de los objetos.

Entre los dos y los siete meses se desarrollaría el llamado “ self central ” , periodo en el que las experiencias se van centrando en el sí-mismo como autor de sus acciones, comienza el reconocimiento de sus intenciones, planes y consecuencias, así como la de ser poseedor de sus sentimientos, de un cuerpo unificado y de la continuidad temporal. Entre los siete y los dieciocho meses l
o central del desarrollo se situaría en los intercambios afectivos entre el infante y el objeto maternizante, de entre todos los intercambios Stern estudia especialmente lo que llama “sintonía afectiva” en la que la madre a través de sus gestos, vocalizaciones, movimientos, expresa estar compartiendo el mismo estado emocional del bebé. La sintonía afectiva y sus fallas son procesos que subyacen a lo que conocemos como empatía. De los dieciocho a los treinta meses lo central está marcado por el desarrollo del “self verbal”, siendo en éste nivel donde aparecen las deformaciones del sí-mismo y del objeto por medio de mecanismos mentales, que tan destacado lugar ocupan en las concepciones psicoanalíticas del infante clínico.

Cada uno de los anteriores niveles de la organización del self supone Stern que, a partir de su aparición, están presentes durante toda la vida en cada conducta humana y que los sentimientos del sí-mismo organizan la experiencia psicológica. Considera que concepciones psicoanalíticas sobre el desarrollo como autonomía, confianza, iniciativa, etc. no son privativas de alguna etapa en particular, sino que afectan a todo el ciclo vital (con lo que en cierta manera difiere de E. H. Erikson).

Como en su concepción del desarrollo, el infante discrimina en todo momento el sí-mismo del objeto, carecería de sentido mantener las etapas autista y simbiótica en el desarrollo normal (con lo que se aparta de M. Mahler). En el sentir de Stern, durante los dos primeros años de vida, el bebé es esencialmente realista, percibiendo sin deformaciones la realidad psicológica de sí-mismo y del objeto, lo que sí enfatiza es que el estado del sí-mismo es regulado por el objeto maternizante y que esas formas particulares  de regulación entre el infante y su madre son internalizadas, apareciendo luego en la transferencia como formas de relación de objeto reguladoras del sí-mismo. Así pues, es en ese primer tiempo de la vida humana, en que tienen lugar las tempranas relaciones de objeto, cuando se decide lo esencial de nuestro futuro, al menos en lo referente a esas grandes líneas de desarrollo psíquico que dan lugar a la formación de estructuras: psicótica, límite o anestructural (Bergeret), neurótica y normal.

El proceso puberal caracterizado por las transformaciones biológicas que marcan el pasaje de la infancia a la edad adulta es considerado por muchos autores como una nueva edición del proceso de individuación de la primera infancia, por lo que se considera como un segundo proceso de desimbiotizacióm. Todo el espectro de comportamientos adolescentes al que se conoce como de «conflicto de generaciones», que caracteriza la adolescencia, sería la expresión del impulso a la diferenciación. Como dice Luis Carlos Osorio «si el amor une y funde, la contienda separa y discrimina», de ésta manera los comportamientos furiosos y la tendencia al enfrentamiento y la discordancia propios del adolescente se pueden entender como formas de buscar la desimbiotización y el intento de reconocimiento de su propio yo.

La relación entre lo que nos viene genéticamente determinado y lo que vamos vivenciando en los primeros años de vida constituye la perspectiva desarrollista, y ese punto de vista del desarrollo es tan necesario para la orientación psicodinámica de la psicoterapia, que podemos decir que  forma parte de su núcleo central, ya que sus teorías buscan entender la relación que tiene lugar entre las características heredadas, por una parte, y la interacción con los padres, por otra, como las características más importantes para que se vaya constituyendo la personalidad. Les decía anteriormente que uno de los compañeros que iba  a tener en éste viaje era Erik H. Erikson, pues bien la idea que este autor tiene acerca de lo que es el crecimiento está presidida por el principio epigenético, según el cual todo lo que crece tiene un plan básico del que surgen partes, cada una de las cuales tiene un periodo que va en ascenso, hasta que el conjunto emerge como un todo que funciona.

En cada una de esas partes o fases en ascenso o desarrollo, se deben de cumplir una serie de tareas o funciones que son fundamentalmente psicosociales, cada una de las cuales tiene un tiempo óptimo para su aparición. Si vamos  atravesando adecuadamente cada una de esas fases y sus correspondientes crisis, podemos ir adquiriendo ciertas habilidades psicosociales que son fuente de fuerza personal y nos ayudan para enfrentar con éxito el resto de los estadios, pero como en las crisis la vulnerabilidad está incrementada, si surgen problemas y éstos no se resuelven adecuadamente, pueden aparecer las malas adaptaciones, que ponen en peligro el desarrollo normal y suelen ser  fuentes de un desajuste generacional.

Destaca en todo su planteamiento la importancia de la interacción entre generaciones, a la que llama mutualidad, resaltando no sólo la influencia de los padres sobre los hijos, sino la de estos sobre los padres, incluso desde muy temprana edad. Considera que esas formas de interacción pueden ser extraordinariamente complejas y muy frustrantes para los teóricos, pero nos advierte que resultaría sumamente peligroso obviarlas, toda vez que tienen una importante repercusión en el desarrollo de nuestras personalidades.

En lugar de los cinco estadios freudianos, Erikson formula la existencia de ocho, añadiendo tres estadios de la adultez para cubrir el resto del desarrollo que Freud deja abandonado en la etapa de la adolescencia.

El primer estadio o etapa sensorio-oral comprende el primer  o primer año y medio de vida. La tarea en este estadio consiste básicamente en desarrollar un sentimiento de confianza, pero sin eliminar completamente la capacidad para desconfiar. Si se logra alcanzar ese sentimiento de confianza básica, entonces el niño puede comenzar a desarrollar la virtud de la esperanza, que consiste en una fuerte creencia de que siempre, en todas las situaciones, habrá una solución al final del camino, incluso en aquellas ocasiones en que las cosas van mal o muy mal. Un constructo psíquico primario con el mismo origen y función intrapsíquica que la confianza (trust) de Erikson, tienen – a mi entender – tanto el concepto de seguridad (confidence) de Therese Benedek, como el de amor primario de Alice Balint.

La segunda etapa corresponde al llamado estadio anal-muscular de la niñez temprana, desde alrededor de los 18 meses hasta los 3-4 años de edad. La tarea primordial es la de alcanzar un cierto grado de autonomía, aún conservando un toque de vergüenza y duda.

La tercera etapa es el estadio genital-locomotor o la edad del juego. Se extiende esta etapa desde los 3-4 hasta los 5-6 años, y la tarea fundamental en ella es la de aprender a llevar la iniciativa, sin sentir por ello una culpa exagerada.  Como buen freudiano que es, Erikson  incluye la experiencia edípica en este estadio.

La cuarta etapa corresponde a la de latencia, o aquella comprendida entre los 6 y 12 años de edad del niño escolar. La tarea principal es desarrollar una capacidad de laboriosidad al tiempo que se evita un sentimiento excesivo de inferioridad.

La quinta etapa es la de la adolescencia, que se inicia en la pubertad y finaliza alrededor de los 18-20 años, aunque actualmente por
una serie de factores psicosociales, la adolescencia se prolonga habitualmente bastante más allá de esa edad. La tarea primordial en esta etapa es la de lograr la identidad del Yo y evitar la confusión de roles. Para que ese proceso se desarrolle con normalidad, ayuda sobremanera que exista una corriente cultural adulta que sea válida para el adolescente, que le procure buenos modelos de roles adultos y líneas abiertas de comunicación. Si la sociedad presenta una serie de tareas, incluso rituales, que ayuden con claridad a definir diferencias entre el adulto y el niño, facilitará enormemente los límites para distinguir claramente entre ambos. Sin estos límites, nos embarcamos en una confusión de roles, lo que significa que no sabremos cuál es nuestro lugar en la sociedad y en el mundo, dando lugar a cuadros de confusión de identidad, o a síndromes de difusión de la misma, que surgen cuando los jóvenes están enfrentados con demasiadas posibilidades y se enfrentan a elecciones conflictivas. Cuando una persona está tan inmersa en un rol particular de la sociedad o de una subcultura, que no le queda un espacio suficiente para la tolerancia, surge el fanatismo, cuya principal característica consiste en creer que su forma de pensar o de sentir es la única que existe, muy frecuente entre los adolescentes. Si logramos negociar con éxito esta etapa, nos habremos acercado a lo que Erikson llama fidelidad, que no es sino la habilidad para vivir de acuerdo con los estándares de la sociedad en que crecemos, a pesar de sus imperfecciones, faltas e inconsistencias. La fidelidad implica lealtad, pero no una lealtad ciega, así como aceptación, pero no resignación.

Esta etapa de la adolescencia fue la que más interesó a Erikson, entre otras cosas porque fue la observación de los patrones en los chicos de esta edad la primera que llevó a cabo, y, por tanto, la base a partir de la cual el autor desarrollaría todas las otras etapas.

Freud no fue mucho más allá de esa etapa adolescente del desarrollo, y el propio Erikson sigue en ese punto a Freud, en la medida  en que considera que con la etapa de la adolescencia finaliza el predominio del mecanismo de la identificación y se logra un sentimiento de identidad; pero se aparta de él, en tanto en cuanto amplía  y extiende el ciclo vital con otras etapas del desarrollo humano a las que califica como “más allá de la identidad ”.

 

4. MÁS ALLÁ DE LA IDENTIDAD

Considerado desde ese punto de vista, el desarrollo humano no terminaría con la superación de la etapa adolescente y el consiguiente mecanismo de identificación con los padres,  sino que hasta ese punto llegaría el proceso de construcción del sí – mismo, de formación de la identidad, que estaría basado en el mecanismo de la identificación. A partir de este momento empezaría la segunda mitad de la vida que, en el sentir de Jung, estaría dedicada a la realización de uno mismo, que yo creo coincide con el más  allá de la identidad eriksoniano.

Si actualmente no es muy frecuente que los analistas dirijan su interés hacia las personas de edad madura y ancianos, en los años 40 constituía una auténtica rareza. No obstante Erikson lo hizo. El “más allá de la identidad”en Erikson abarca tres etapas:

La primera etapa de ese segundo periodo vital es la de la adultez jóven, la cual dura entre 18 años hasta los 30 aproximadamente, y la tarea principal en ella es la de lograr un cierto grado de intimidad, actitud opuesta a mantenerse en aislamiento. La verdadera intimidad, en la medida en que consiste en una contraposición y en una fusión de identidades, es algo que sólo se puede alcanzar cuando la formación de la identidad está ya bien encaminada, por eso los jóvenes que no están lo suficientemente seguros de su identidad, no pueden desarrollar una verdadera y mutua intimidad psicosocial con otra persona, y menos si pretenden hacerlo con alguien cuya identidad tampoco está bien conformada. Las dificultades para lograr la intimidad, ya sea en la amistad, o en los encuentros eróticos, se manifiesta por un alejamiento de las situaciones de intimidad interpersonal, bien sea lanzándose a actos promiscuos, en los que no se produce una fusión verdadera, o bien por un real abandono del otro, en éste último caso se desarrolla un profundo sentimiento de aislamiento. La verdadera intimidad supone la posibilidad de estar cerca de otros, ya sea como amigos o como amantes, porque se produce el encuentro entre dos egos independientes que quieren crear algo más extenso que ellos mismos. El “miedo al compromiso” que algunas personas presentan, muchas veces manifestado como enlentecimiento o postergación en sus relaciones interpersonales, especialmente frecuente en algunos jóvenes, pero no exclusivo de ellos, es un buen ejemplo de inmadurez en este estadio. A este respecto es necesario reconocer que nuestra sociedad tampoco hace mucho por sus adultos jóvenes: el énfasis sobre la formación profesional y la vida laboral, el aislamiento de la vida urbana, la precariedad en el empleo, la fractura de las relaciones por motivos de traslados y la naturaleza generalmente impersonal de la vida moderna, hacen que se haga bastante más difícil el desarrollo de relaciones íntimas. La mala adaptación de esta etapa conllevaría la promiscuidad, una forma de vivir en que todo resulte muy fácil, sin apenas esfuerzo y sin ninguna profundidad. Se manifiesta tanto en la relación entre amantes, como con los amigos, familiares y compañeros. El psicoanálisis clásico destaca le genitalidad como una de las condiciones evolutivas para la plena madurez, que además del desarrollo de una potencia orgástica, implica una íntima mutualidad, con la sensibilidad genital total, y la capacidad para la descarga de la tensión de todo el cuerpo. Erikson destaca la mutualidad sobre la genitalidad y dice que la virtud de esta etapa se llama amor, que incluye no solamente el amor que se puede compartir en una buena relación de pareja, sino también el amor entre amigos, compañeros de trabajo y compatriotas.

Para el estadio de la adultez media es difícil establecer un rango de edades, pero en todo caso incluiría el periodo dedicado a la crianza de los niños. Para la mayoría de las personas de nuestra sociedad, estaríamos hablando de un período comprendido entre los 20 y pico y los 50 y tantos. La tarea fundamental aquí es lograr un equilibrio apropiado entre la productividad  y el estancamiento. Esta es la etapa de la “crisis de la mediana edad” en la que algunos hombres y mujeres se preguntan ¿Qué estoy haciendo aquí?”. Y algunos de ellos, debido al pánico a envejecer y a no haber logrado las metas ideales que tuvieron cuando jóvenes, tratan de “recapturar” su juventud, aunque pocos consigan encontrar lo que andan buscando, porque en general andan detrás de algo equivocado o inalcanzable. En esta etapa se desarrolla una importante capacidad para cuidar: es la preocupación por  afirmar y guiar a la siguiente generación con los propios hijos, o por medio de una productividad y creatividad altruistas. Si falla la generatividad, aparece una necesidad obsesiva de seudointimidad, acompañada de un sentimiento de estancamiento, aburrimiento y empobrecimiento interpersonal. En ese caso, la persona trata de gratificarse como si fuese su propio hijo, centrando su preocupación en sí mismo. Resulta obvio decir que con el hecho de tener, o desear tener hijos no se alcanza la generatividad, sino
con el desarrollo de un verdadero cuidado y ocupación hacia ellos.

La última etapa, la de la adultez tardía o vejez, empieza alrededor de la jubilación, después que los hijos se han ido; digamos más o menos alrededor de los 60 años. La tarea primordial aquí es lograr una integridad yoica con un mínimo de desesperanza. Primero ocurre un distanciamiento social, desde un sentimiento de inutilidad, algunos se jubilan de trabajos que han tenido durante muchos años; otros perciben que su tarea como padres ya ha finalizado y la mayoría creen que sus aportes ya no son necesarios. Además, puede existir un sentido de inutilidad biológica, debido a que el cuerpo ya no responde como antes, surgen enfermedades de la vejez como artritis, diabetes, problemas cardíacos, problemas relacionados con el pecho y ovarios en las mujeres y con la próstata en los hombres. Junto a las enfermedades, aparecen las preocupaciones relativas a la muerte. Los amigos y los familiares mueren por lo que es difícil no pensar que también a uno le toque su turno. El conflicto en esta etapa se presenta entre la integridad: satisfacción ante una vida vivida de manera productiva, y la desesperación: vida vivida con escasa satisfacción y objeto. Si no se ha vivido por encima del narcisismo en la intimidad y en la creatividad, es probable que aparezca el miedo a la muerte, directamente o disfrazado de disgusto crónico, como manifestación de la desesperación en esa etapa final.

El catedrático de filosofía Emilio Lledó en una entrevista relativamente reciente, manifestaba que la felicidad suele ser el fruto de  una cierta coherencia y, en su caso particular, la atribuye a que piensa que sigue siendo el mismo que ha sido siempre, a que le gusta enseñar, lo considera algo importante y cree que el hecho de que el profesor transmita amor a lo que enseña, es uno de los temas centrales de la cultura y de la educación. Yo pienso que es un buen ejemplo de lo que se entiende como integridad yoica en esa etapa final del ciclo vital.

El amplio espectro de cambios económicos, demográficos, tecnológicos, biomédicos y sociales del nuevo siglo van  produciendo una serie de situaciones que tienen repercusiones directas sobre la infancia y la propia dinámica de las relaciones familiares, que no están ya regidas fundamentalmente por una estricta moral social, ni por la ética patriarcal. Esa situación en que el mundo aparece como algo abierto, no cuajado, no acabado, facilita que el individuo pueda sentir como algo más factible su ser en el mundo, que sienta que le está más dado conformarse con el entorno, pero también, según manifiesta E. Lledó en la entrevista que he citado anteriormente “vivimos una época en la que se está fomentando el miedo, la violencia, y la crueldad; y, en esas circunstancias la mente, manipulada y angustiada, se empobrece y apenas es capaz de pensar en libertad ”, porque “si te  cuajan, si te solidifican el mundo, entonces ya no eres libre”.

En cualquiera de los casos, el indudable cambio que se viene produciendo en los registros, nos plantea una clara complejización de los problemas que atañen al terreno de eso que venimos llamando familia, cualquiera que sea la particular forma que le demos a ese concepto, en la sociedad a la que hemos dado en llamar posmoderna.

En un reciente artículo titulado “El vínculo y el otro”, Isidoro Berenstein considera que el sujeto resulta de la investidura del yo a partir de los otros, al principio esa investidura se produce tanto por medio de los mecanismos de la identificación, a través de la fórmula “deseo ser como tú “, como de la imposición, según la fórmula “debes ser como yo “. Los mecanismos anteriormente citados tendrían lugar primariamente con y desde el otro (padres), los cuales establecen (imprimen) marcas inconscientes en la fundación del psiquismo del bebé y empujan hacia una forma determinada de ser. Posteriormente se producen otras marcas inconscientes a través de otros vínculos significativos, que establecen una suplementación del yo-sujeto  que se había constituido en la infancia. Todo ese conjunto de suplementaciones que se suman al sujeto en cada vínculo significativo, irían conformando un sujeto múltiple que necesariamente  es indeterminado, puesto que se va determinando en las numerosas relaciones que tienen lugar, tanto con el yo-cuerpo y con lo pulsional,  como en el vínculo con el otro y con lo sociocultural.

Destaca Berenstein que esos mecanismos  de identificación e imposición, tanto si son infantiles, como actuales, conllevan un marco sociocultural tan intenso, que harían al sujeto social hasta tal punto, que ha llevado al historiador  Lucien Fevbre a considerar que el sujeto se parece más a su época que a sus padres. Arnold Goldberg en un artículo tituladoPsicoanálisis posmoderno “, plantea una multiplicidad de enfoques, y lo hace desde una perspectiva posmoderna, cuya caracterización más ilustrativa podría ser la declaración hecha por el filósofo, adalid del posmodernismo, Jean FranÇoise Lyotard, de que cada self vive hoy en una trama de relaciones más compleja y fluctuante que nunca.

 

5. DE LOS PADRES A LA SOCIEDAD

La figura del padre se ha venido considerando como un eje vertebral en la conformación de la subjetividad que sostiene íntimamente al niño, por lo que se ha aceptado que su ausencia remite a una falta de estructura interna, que afecta de manera especial en el caso de los varones, pero también en lo que atañe a las mujeres, pues tiene también una gran importancia en la conformación de su identidad sexual femenina. Algunas madres tienen sin embargo la tendencia a no reconocer, e incluso a denegar esa función paterna, impidiendo al padre su derecho para tener libre acceso al hijo y los hijos así criados quedan sobresaturados de la presencia materna y con un agujero negro de ausencia paterna. Cuando un niño se vincula de forma casi exclusiva con su madre y tiene escasa relación con su padre, o bien aquella niega, descalifica, excluye, proscribe o forcluye a éste, esa situación de encierro en la “burbuja primitiva” llamada madre resulta  dañina para el niño y supone serios riesgos por lo que representa en el desarrollo de la subjetividad.

Algunos psicoanalistas hasta hace poco aseguraban que la primera identificación era con la madre y la segunda con el padre y que el triángulo esencial debía sustituir a la llamada “díada inicial” de la madre y el hijo. Este proceso de triangulación se planteaba como una fórmula para superar la prisión del hijo con la madre a la manera de simbiosis uterina.  Son muchos los cambios que se han venido produciendo en la familia nuclear, institución que al ir recibiendo los impactos que le han planteado la emancipación de la mujer, la decidida inclusión de esta en el mercado laboral, y su igualdad con el hombre ante la ley, han ido generado modificaciones sustanciales en el medio familiar. Al estar cada vez menos inscrito en los ideales de nuestra cultura que, para sentirse mujer, se deba de tener hijos, ha disminuido notablemente el deseo de la mujer de ser madre y, en relación con ese hecho, el instinto maternal, al que se consideraba fundamental para el investimiento narcisístico, ha disminuido notablemente. A partir de los trabajos de Elisabeth Badi
nter de los años ochenta se ve de distinta manera, de forma tal, que a algunos “nuevos padres”  se les empieza a considerar capacitados para desempeñar la función materna.

Aunque es posible que algo que nos parece tan actual, resulte que no lo es tanto. Observen, si no, las siguientes figuras que contienen copias romanas de una escultura de Lisipo en la que representa a Sileno padre adoptivo de Dionisos al que sostiene en brazos, y otra de Cefisodoto el Viejo que representa a Irene sosteniendo en brazos a Plutos, su hijo pequeño.

Sileno sostiene a Dionisos Irene sostiene a Plutos

Tengan en cuenta que los originales de ambas esculturas se tallaron en el siglo III antes de Cristo. Ustedes mismos pueden juzgar la calidad del sostén que proporcionan las figuras paterna y materna en ellas representada: en Sileno se insinúan la mano izquierda sujetando la espalda, y la derecha el culete de Dionisos, al que mantiene muy cerca de su cara y de su cuerpo; en Irene su hijo está apenas mantenido por el brazo izquierdo, como despegado del cuerpo, exhibido, parece que se le va a caer. En la escultura original de Cefisodoto el brazo derecho de Irene está despegado del cuerpo, hacia arriba y con la palma de la mano abierta, mientras que Pluto tiende su manita hacia la cara de la madre.

Todos esos cambios en la estructura familiar y en los respectivos roles desempeñados en la misma, nos están llevando a cuestionar la concepción psicoanalítica clásica, según la cual, la figura del padre aparece sólo como una salida para la simbiosis vivida con la madre. Podríamos entonces empezar a hablar de un nuevo sitio para el padre, y no sólo de ese lugar que la madre le proporciona, a partir de la citada díada inicial. Hoy día debemos de intentar ir mucho más atrás en la ontogenia del sujeto para reconocer la presencia del padre y para entender lo que sucede en el vínculo entre el padre y su niño, estamos empezando a pensar ahora que esa triangulación que se venía situando clásicamente en la época del complejo de Edipo, puede  existir desde mucho antes, incluso desde el momento del encuentro de las propias células germinales, ligadas con el deseo común de ambos padres para engendrar al feto. Nos  planteamos también que el ejercicio de la paternidad puede continuarse durante el tiempo del embarazo, pues aunque todavía los varones no dispongamos de un órgano adecuado para la gestación, sí que podemos participar por la vía de una delegación y una confianza que depositamos en el cuerpo gestante de nuestras mujeres, y podemos hacerlo desde el mismo momento en que anida en su útero el resultado de la conjunción genética de ambos.

Así, podemos decir que la sociedad ha ido evolucionando desde una sociedad patriarcal que tenía como eje la familia nuclear, en la que predominaban unos ideales que llevaban la marca de la represión y que eran transmitidos preferentemente por los padres, hacia una sociedad más permisiva en la que predominan los ideales de una  libertad en que todo está permitido, que son transmitidos fundamentalmente por los medios de comunicación. Esta nueva situación permite la aceptación de formas nuevas y diferentes de convivencia, con lo que también se amplía la oferta de posibilidades identificativas y consiguientemente de la emergencia de nuevas identidades socialmente admitidas, pero como contrapartida se va creando un ideal consumista que se nos transmite muy relacionado a la caducidad de los objetos y, lo que es peor, de los valores, que figuran desafortunadamente entre los más perecederos.

En la obra “El precio” de Arthur Miller, el personaje de Sholomon, un judío nonagenario, expresa desde su dilatada experiencia vital en un momento de la obra: “Antes, la gente cuando tenía problemas reflexionaba, acudía a la iglesia y rezaba, o consultaba con los mayores. Ahora cuando tienen problemas compran, compran, y compran”.

Los problemas que puede causar una educación inadecuada ya los advertía Freud en 1930 de la siguiente manera: “Cuando lanza a los jóvenes en medio de la vida con una orientación psicológica tan incorrecta, la educación se comporta como si dotara a los miembros de una expedición al polo, con ropas de verano y unos mapas de los lagos de Italia septentrional”. Seguramente que era muy conveniente y hasta necesario el hecho de sustituir el “quien bien te quiere te hará sufrir” y “la letra con sangre entra” lemas utilizados hasta la saciedad por nuestros mayores, pero no parece muy afortunado que lo hayamos sustituido por el “quien te hace sufrir es que no te quiere y te traumatiza” actual, pregonado por una gran cantidad de medios de difusión. Parece bastante más pedagógico y conveniente para una personalidad en desarrollo que, si es que debe de haber un lema, éste fuera más o menos un “quien bien te quiere puede que te haga sufrir, pero su exigencia puede que venga desde su aprecio hacia ti; y cuando te premia o te castiga puede que lo haga por tu propio bien y por el bien de los demás”.

Así pues, de contemplarnos a través de las distintas figuras del ámbito familiar (padres, abuelos, tíos, etc.), hemos pasado a contemplarnos a través de los rayos catódicos y de las pantallas de plasma de televisores y ordenadores que  inundan los hogares actuales con toda una serie de mensajes que transmiten unos ideales totalizadores, acompañados de una nada despreciable cantidad de terror y violencia, que va penetrando a través de esos aparatos en nuestros hogares, y que consumimos pasivamente. De la misma manera que hablamos de organizaciones personales narcisistas (personalidades narcisistas), también podríamos hablar de organizaciones sociales narcisistas (sociedades narcisistas), que podrían quedar bien definidas por Alexander Lowen: “cuando la riqueza material está por encima de la humana, la notoriedad despierta más admiración que la dignidad, y el éxito es más importante que el respeto por uno mismo, entonces la propia cultura está sobrevalorando la imagen y hay que considerarla como narcisista”. Ese tipo desociedaddista mucho de la descrita por Martín Buber, que dice: «En la sociedad humana, las personas confirman unas a otras de un modo práctico, en uno u otro grado por sus capacidades personales, de suerte que una sociedad puede llamarse humana en la medida en que sus miembros se confirman unos a otros. La base única de la vida del hombre con el hombre es doble: De un lado el deseo de todo hombre de verse confirmado por los hombres como lo que es, e incluso como lo que puede llegar a ser; del otro la capacidad innata del hombre de confirmar a sus semejantes en la misma forma«.

Hemos visto anteriormente que para Erikson, el logro de la propia identidad comienza en la adolescencia porque es entonces «cuando termina la utilidad de la meta de la identificación» y cuando la identidad propia «se supraordena a cualquier identificación singular con individuos en el pasado«, a través de un rechazo y una asimilación selectiva que originan una configuración nueva, coherente y personal. Esta definición de la
identidad recuerda lo que Balint expresa como uno de los objetivos del psicoanálisis «el logro de un yo… libre de cualquier identificación innecesaria y de cualquier transferencia automática a patrones de pensamiento«. «Creemos – dicen los Grinberg en «Identidad y cambio»- que uno de los motivos conscientes o inconscientes por el que los pacientes acuden al análisis, es la necesidad de consolidar su sentimiento de identidad».

Yo también creo que cualquiera que realice un trabajo psicoterapéutico se encuentra a diario con pacientes para los que la inmadurez y el temor a ser ellos mismos, figura entre sus principales problemas, por eso y para finalizar estas reflexiones acerca de los cambios en la familia y su repercusión sobre la identidad, me parece muy importante no olvidar que son muchos los seres humanos  cuyas vidas transcurren en un estado cercano a la hipnosis y permanecen bastante alejados, por tanto, de la noción de en qué consiste una plena individuación. Son seres que, como dice nuestro colega Mario Rendón, se prestan a cumplir de manera casi exclusiva un programa que emana de otro, programa que no reconocen como ajeno, y cuyo cumplimiento sólo los puede conducir a una situación de alienación patológica, con la que expresan sus experiencias de fusión primaria, en las que la relación sujeto-objeto intenta preservar los límites precarios del yo. Algunos de ellos, a los que los asiste la fortuna, acuden a nuestras consultas y pueden acceder a un tratamiento psicoanalítico, en el que tratamos de que se aproximen a lo que sería un bosquejo original de ellos mismos.

La vida no vivida es una enfermedad de la que se puede morir”, decía en alguna ocasión Carl Gustav Jung  a sus pacientes y, en efecto, una cosa es estar vivos y otra muy diferente es vivir la vida, porque podemos vivir como meros espectadores del tiempo y espacio que define el escenario en que nos movemos, o bien podemos intervenir para modificar, en la medida de nuestras posibilidades y responsabilidades, ese escenario. Para Balzac “la resignación es un suicidio cotidiano” y desde luego no nos suelen faltar argumentos que presten apoyo a esa resignación. Frente a ella está lo complejo, bastante más difícil, que consiste en trabajar para cambiar y crear las circunstancias que dan sentido a la vida y hacen de este mundo un lugar más habitable para uno mismo y para los demás.

Luis Horstein nos recuerda a este respecto que no perdamos de vista a las personas, que no dejemos de escuchar a las personas, personas que presentan incertidumbre sobre las fronteras entre yo y objeto, que viven una fusión con los otros anhelada o temida, que sienten intensas fluctuaciones en su autoestima, que presentan una alta vulnerabilidad narcisista, que muestran una enorme dependencia afectiva o incapacidad para establecer relaciones significativas. Poder diseñar una hoja de ruta personal, como la llama Alex Rovira, que apunte al  objetivo de acercarse a uno mismo y llevarla a la práctica es un ejercicio de consciencia, coraje, responsabilidad y perseverancia que implica un cambio sistemático y significativo del estilo de vida, es también un derecho de la persona: el derecho a la identidad como el derecho a ser uno mismo. Ayudar en el diseño, elaboración y realización de esa hoja de ruta personal que conlleva la lucha del paciente por llegar a ser él mismo, creo yo que debe de ser un objetivo muy importante de nuestro quehacer psicoterapeútico.  

¡ Muchas gracias !