Esta cura no es mi padre
María Fernández Ostolaza
Resumen: Se trata de revisar algunos de los rasgos comunes que pudieran presentarse en pacientes que perdieron a su padre de manera precoz, entendiendo su relación con el complejo paterno. Asimismo se cuestiona cuál debe ser la posición del psicoanalista en el desarrollo del tratamiento.
Cuenta Darian Leader, psicoanalista británico que, cuando decidió profundizar en el estudio de la pérdida, se sorprendió de la escasez de textos que aportaran planteamientos novedosos después de la publicación de Duelo y Melancolía: Había ido a librerías locales con la esperanza de encontrar algunos estudios decentes sobre el tema ––escribe Leader–– después de echar un vistazo entre la no-ficción y no encontrar nada nuevo, fui a los estantes de ficción. Ahí había libros de todos los rincones del mundo, escritos por jóvenes novelistas, favoritos experimentados y los grandes maestros del pasado. Muchos eran claramente historias de pérdida, separación y aflicción. Por un momento, la enorme cantidad de obras me aturdió. Había pasado semanas intrigado por la ausencia de literatura sobre mi tema de investigación y ahora estaba frente a estantes de obras que prácticamente no hablaban de otra cosa. Entonces se me ocurrió que tal vez la literatura científica sobre el duelo que había estado buscando era simplemente toda la literatura. (1)
Siguiendo yo los pasos de Leader ––y no sólo porque me lo sugiere su apellido–– desde el momento en el que supe que iba a escribir esta intervención sobre la ausencia del padre, empecé a buscar referencias primero en los textos de metapsicología psicoanalítica; luego, en los de literatura no científica.
Entre los primeros, a las lecturas obligadas de Freud y Lacan añadí dos textos que me ayudaron a estructurar algunas de las ideas que quiero transmitir. El primero, y como punto de partida, el artículo de Joyce McDougall: “El padre muerto: en torno al trauma temprano y a los trastornos de la identidad sexual y de la creatividad”. El segundo, aun siendo de André Green, es mucho menos conocido que su célebre texto “La madre muerta”, se trata de “La construcción del padre perdido” (“The Constructión of The Lost Father”). No está traducido y fue publicado en el 2009 dentro de una compilación de varios autores que se titula The Dead Father. (2)
Y, aunque como analistas nuestro objeto de estudio está en los divanes, no pude resistir la tentación de comenzar a leer ficción, y también libros de memorias, biografías y autobiografías. No escogí las lecturas al azar, pero casi: dejé que llegaran a mi cabeza personas con sus padres, y es así como leí
textos de gentes muy dispares. Muchos de ellos, que como digo fueron producto del antojo de mis asociaciones, tenían un curioso punto en común: no sólo hablaban de un padre ausente, sino que muchos se habían psicoanalizado, con mejor o peor resultado. La muerte del padre ha sido siempre un tema recurrente en la literatura. Desde las Coplas de Jorge Manrique, hasta, por escoger uno entre los muchos actuales, Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrente, han transcurrido siglos, se han sucedido el clasicismo, la modernidad y la postmodernidad, pero parece que el tema no se ha agotado.
Tras la pista que deja el padre ausente
Me propongo hablarles de la ausencia del padre. Pensando en las personas que vienen a nuestras consultas se me ocurren muchos motivos por los que el padre pudiera estar ausente de su lugar de padre: el padre ausente por fallecimiento, involuntario o voluntario, abandono, no reconocimiento del hijo, reconocimiento pero desentendimiento de la función, desconocimiento de la paternidad porque la madre así lo haya decidido, adopción de hijos en el caso de mujeres sin pareja, tratamientos de fertilidad asistida de mujeres sin pareja, o en el caso de parejas de mujeres homosexuales… Otros motivos complican mucho más el asunto. Me refiero a los chantajes en casos de divorcio, secuestro de los hijos, etc. Todos nosotros conocemos estos casos. Parece que si en otros tiempos pudiera ser el padre el sujeto de la acción ausentarse, el padre que se iba a la guerra, el padre marino…, hoy en día las decisiones de algunas mujeres cuentan entre las causas por las que el hombre queda fuera de juego. Ya que disponemos de dos adjetivos, deberíamos empezar a distinguir entre el padre ausente y el padre ausentado. El verbo ausentar admite las dos formas: la más común, la pronominal, ausentarse uno a sí mismo; la menos frecuente, la transitiva, ausentar algo o a alguien.
Sería deseable que los niños tuvieran padres y madres que cubran las funciones parentales necesarias para la crianza, sin importar que sean parejas heterosexuales o parejas compuestas por dos padres o dos madres; lo importante es que se esfuercen por no excluir ni quedar excluidos. Y en el caso de un solo progenitor, como dice Joyce McDougall, no tiene por qué incurrir en riesgo de futura patología siempre y cuando no vea en sus hijos una figura que sustituya las relaciones amorosas adultas. En cualquier caso, sean cuales fueran los motivos que ocasionan la ausencia, yo voy a centrarme en estudiar algunos de los aspectos del fenómeno.
A priori, todos lo sabemos, no parece lo mismo perder al padre que nunca haberlo tenido: perderlo es la combinación de presencia y ausencia, y creo que a todos nos puede recordar al famoso juego del Fort-Da; nunca haberlo tenido es solo ausencia. Tampoco parece lo mismo perderlo, y bien digo perderlo, antes de nacer, en la temprana infancia, o en la adolescencia. Un niño que pierde a su padre antes de nacer, lo pierde si así se lo transmite su madre. Una niña que pierde a su padre con siete años pierde al padre de su infancia, pero desconoce todo sobre el que sería su padre en la adolescencia. En este sentido, considero interesante contemplar las representaciones del padre fallecido a través de las fantasías de los diferentes miembros: madre y hermanos. El trabajo de Luis Kancyper sobre el Complejo fraterno (3) menciona las diferentes identificaciones con el padre según la posición que el individuo ocupa en la fratría. El padre, como la madre, proyecta en los hijos deseos y ansiedades muy diversas, diferentes para cada hijo. Si los hermanos ponen en común sus imágenes del padre desaparecido, como sabemos, nunca llegarán a un acuerdo.
En términos metapsicológicos, hablar de la ausencia de padre es tan amplio como hablar del Edipo, del límite, de la castración, del objeto, de la identificación, de la idealización y del superyó; de la Ley, dirá Lacan. A todo ello se le ha llamado complejo paterno, y las contribuciones metapsicológicas de Freud y Lacan, coinciden en considerar al complejo paterno como un núcleo fundador no sólo del psiquismo individual, si no también de la organización cultural. Para Freud el complejo paterno es un complejo intrapsíquico y dinámico; para Lacan una función simbólica estructural. (4) Los complejos ––dice Andre Green–– se llaman mutuamente y anudan relaciones entre ellos. Algunos pueden superponerse y compartir así un territorio común y otros ser sólo subconjuntos de conjuntos más amplios. (5)
Cómo ocurre con las propuestas teóricas más importantes, la figura del padre en Freud, recorre toda su obra de principio a fin, y atraviesa los grandes descubrimientos, apareciendo de diversos modos tratando de conjuntarse con el avance de la teoría psicoanalítica a lo largo de los años; articulándose de la mejor manera posible con nuevos conceptos metapsicológicos. Así que el padre en Freud, resumiéndolo mucho, va a ser agente, objeto y función.
a) En un primer momento, en el estudio de la patología de la histeria, el padre es un agente de seducción. Lo será hasta que Freud abandona esta línea de pensamiento; aunque no por ello dejará de ser un referente en otras patologías como en el delirio de grandeza de Schreber, o en la neurosis del Hombre de las ratas o del Hombre de los Lobos.
b) El padre como objeto aparece a partir de la formulación del complejo de Edipo. Un objeto interno; ambivalente por que es deseado y temido; organizador de la constitución psíquica: todo ser humano tendrá como tarea dominar el complejo de Edipo, es decir, doblegar y desestimar las fantasías incestuosas que lo constituyen.
c) El padre como función aparece como barrera frente al incesto. Todos sabemos que la función de límite es esencial durante la adolescencia, etapa de desbordamiento pulsional, en la que hay que desasirse de las investiduras familiares; desasirse también de la propia autoridad parental, objetivo doloroso y, sin embargo, altamente relevante para el desarrollo.
Será en el Análisis de un caso de Neurosis Obsesiva (1909), donde Freud nombra por primera vez el término complejo paterno, que encabeza un epígrafe; sin embargo, un poco antes, y sin llegar a nombrarlo como tal, Freud sostenía que en la base de la fobia de Juanito se escondía el miedo del niño a su padre por querer tanto a su madre. Hemos de tener en cuenta además que Freud introduce aquí una dimensión mítica del complejo de Edipo, que retomará Lacan en su seminario sobre la falta de objeto, y que consiste en lo siguiente: hace muchos años, antes de que Juanito viniera al mundo, Freud sabía ya que llegaría un pequeño Juanito que querría mucho a su madre, y que por eso se vería obligado a tener miedo del padre; Freud le contó esto al padre de Juanito, que a su vez se lo cuenta a su hijo, intervención que al niño le hizo preguntarse si acaso Freud hablaba con «el buen Dios», pues parece que «puede saberlo todo desde antes». (6)
Esto me parece importante y no solo por el desarrollo que hará Lacan a partir de ello. Sabemos de la tendencia actual a colocar a los niños como déspotas adorables que organizan la vida de los padres, precisamente porque algunos padres solo pueden colocarse en el lugar de los niños. Y, sin embargo, esta desviación actual no debería despistarnos en nuestra tarea de escuchar qué dicen nuestros pacientes, sean adultos o niños; a veces, como Juanito, hablan con claridad.
Miguel Gila, el humorista que creo que todos conocimos, y que nos deleitó con un monólogo desternillante sobre su papá, su mamá, siete hermanos y un señor de marrón que nadie conocía y que estaba siempre en el pasillo, fue en la vida real hijo único y quedó huérfano antes de nacer. Cuando en su biografía se refiere a su padre, lo nombra diciendo “el que había de ser mi padre”: La muerte del que había de ser mi padre ––escribe Gila–– hizo que mi madre, viuda con diecinueve años, se viera obligada a viajar de Barcelona a Madrid con un billete de caridad, para dar a luz en la casa de mis abuelos [paternos]. Esto me lo contó mi madre unos años antes de morir, en un viaje que hicimos desde Colmenar Viejo a Madrid. (7) Cuando lo leo me pregunto como psicoanalista qué habría de especial en ese viaje, ese viaje precedente a la muerte de una madre. Hasta ese momento yo no tenía muy claro el porqué de mi orfandad ––continua Gila–– aunque, sinceramente, nunca me preocupó. Sabía que al igual que Alfonso XIII, yo era hijo póstumo. El resto de la historia no me importaba. Yo era un niño feliz… Pero, ya de adulto, y en pleno franquismo, me preguntaron para la publicación de un libro de cierto rigor: “¿Cree usted en Dios?” A lo que yo respondí: “Yo no tengo definidos ni la forma ni el concepto de Dios. De niño creía que la muerte le estaba destinada a los ancianos, no aceptaba la muerte de los jóvenes y mucho menos la de los niños. Cuando pregunté por primera vez por qué mi padre había muerto con veintidós años, me dijeron: ‘Porque Dios lo necesitaba a su lado’. ¿Para qué necesitaba Dios, que todo lo tenía, a un humilde y sencillo carpintero de veintidós años? ¡Yo sí lo necesitaba! ¡Y lo necesitaba mi madre! La respuesta que me dieron nunca me convenció.
Si menciono estas dos anotaciones la de Juanito y la de Gila es porque constituyen un buen ejemplo de cuando los niños cuestionan los mitos. ¿Para qué va a necesitar el Padre Todopoderoso al padre de Gila? Admitámoslo, es un buen cuestionamiento. Un niño que recibe esa respuesta pudiera pensar que las necesidades del Dios Padre se equiparan con las del recién nacido, peor aun, que son prioritarias. La respuesta basada en la palabra necesidad fue tan desafortunada como despierto el razonamiento del niño. Lacan nos habló del padre real, del imaginario y del simbólico. La genialidad del pensamiento de Gila niño es poder cuestionar el mito siendo tan pequeño, si aceptamos que fue así. No sé si será una huella de orfandad; no me atrevería a decir que el cuestionamiento temprano del mito, ni la búsqueda del conocimiento, es específico de la orfandad, pero todo apunta, eso sí, a la existencia ya en ese momento de un padre simbólico, aunque Gila nunca hubiera tenido un encuentro con su padre real.
Por otra parte, no sería descabellado pensar que la identificación del niño con el rey, sabía que al igual que Alfonso XIII, yo era hijo póstumo, apuntaría a ese déficit narcisista que deja toda orfandad y que el superviviente quiere compensar de alguna manera, a veces con exceso.
De los efectos que dejan las heridas narcisistas de una relación paterna que oscila entre la ausencia y la violencia habla Ramón Lobo, corresponsal de guerra, en Todos náufragos. Lobo como si quisiera facilitarnos nuestro trabajo dice:
He preguntado a decenas de corresponsales de guerra sobre su relación con el padre. Muchos tuvieron una experiencia difícil, conflictiva, traumática. Estamos marcados, en lucha contra esa figura distorsionada en el tiempo, una figura aplastante, castradora, a veces excesiva. Huimos de una infancia mal vivida. Vamos a las guerras porque es el estado natural de nuestras vidas; siempre en lucha contra algo, contra nosotros mismos; en busca del dolor que ayude a calmar la culpabilidad constante. Vamos para llamar la atención, para tener el reconocimiento que nos negaron de niños, para que nos quieran […] también estamos en guerra por las ausencias; la muerte prematura es otra forma de abandono. […] mi padre falleció sin dejarme concluir la guerra, ganarla o perderla, sin firmar un armisticio, un pacto que permitiera una reconciliación […] Vivir en combate desde la infancia resulta agotador. Construirme como el antónimo de otro es una forma absurda de estar en el mundo. Tengo miedo de curarme de las heridas, de quedar en tierra de nadie, dejar de ser yo después de tanto empeño por ser otro. (8)
Parecen estas líneas describir ese engranaje de identificaciones y el vértigo que sentimos frente al vacío de la desidentificación, pero que es ineludible al atravesar el cuestionamiento de la propia existencia.
Joyce McDougall se ocupó de establecer algunos elementos tempranos que contribuyen a configurar el sentido de identidad, así como posibles obstáculos al proceso psíquico necesario para que se configure la identidad sexual. Entre tales elementos se incluye las identificaciones con ambos padres, cosa que exige, por un lado, la capacidad de resolver los deseos bisexuales e incestuosos que experimentan todos los niños y, por otro, la institución del duelo necesario para que se asuma la monosexualidad. La integración de antiguas ansias bisexuales de la niñez fortalece la imagen narcisista y el sentido de identidad sexual y contribuye a la creatividad intelectual, científica o artística del individuo. (9) A lo que yo, trabajando en el terreno que trabajo, añadiría también deportiva. Voy a presentar una breve viñeta clínica de una deportista que me hizo pensar al respecto:
Viene a la consulta una atleta joven que hace muy poco que perdió a su padre. Llega derivada por problemas de disciplina y actuaciones muy impulsivas en su práctica deportiva que claramente le perjudican. Al cabo de varias sesiones me desvela un malestar intenso porque considerándose heterosexual y habiendo tenido relaciones placenteras con chicos, se ha enamorado de una mujer. Dice que es todo un lío. La falta de concentración y acierto le lleva a cometer errores y sigue perdiendo competiciones que por calidad técnica y trabajo debería ganar. Trato de reducir la intensidad del asunto para ayudarle a pensar qué está pasando. Entonces me dice indignada: ¡María, es que no lo entiendes, yo no puedo perder ya nada más! Se hace un silencio prolongado. Noto la carga emocional y la incertidumbre de un gran interrogante: ¿Me está hablando de perder competiciones, perder a un padre o de la renuncia a la bisexualidad?
Todas estas anotaciones no pretenden abarcar ni agotar un conocimiento mucho más amplio, son solo huellas de orfandad que he podido observar en personas cuya relación con el padre quedó a medio hacer, a medio construir, de la que sólo hay pistas. Su ausencia siempre ha estado presente. ¿Cómo acabar con algo que tengo que recomponer, conservar y perpetuar? ––se preguntaba un paciente––.
Sin embargo, en el texto sobre Leonardo, otro texto fundamental para pensar en la ausencia del padre, Freud, refiriéndose a la obra del pintor, alude a las amplias posibilidades de lo inconcluso, y precisamente en el mismo sentido podríamos sumar el martillazo que, según la leyenda, propinó Miguel Angel a su estatua Moisés al tiempo que le gritaba: ¿Por qué no me hablas? Como es una leyenda no documentada, no sabemos si verdaderamente Miguel Ángel por un momento enloqueció ante una obra de suma perfección; tan conclusa ésta que le hizo confundir la piedra con el hombre. Claro que aquel martillazo desgarrador también podría interpretarse como una manera de descargar la agresividad contra un padre, el temido papa Julio II, para cuya tumba iba destinada la escultura y que, eso sí está documentado, le estaba retirando su confianza y su dinero. Miguel Angel no llegó a completar el conjunto escultórico ni la tumba de Julio II.
Manejarse en este juego de escasez o exceso de padre no es nada fácil.
¿En qué consiste entonces la cura? En primer lugar, en el esfuerzo por la distinción diagnóstica de cada caso. También en rastrear los duelos ocluidos: hay padres que aun muertos quedan muy presentes: el padre idealizado, el que lo invade todo. En otros casos son las muertes de los padres las que quedan presentes, como dice Green: el padre muerto se convierte en algo más importante que lo vivido con él. (10) Mientras la ansiedad de separación colapse el pensamiento, no hay posibilidad de completar el duelo. Cualquier duelo que se detenga se constituye en un duelo patológico, cuando más precoz es la detención más grave será el resultado.
Como decíamos al principio, el complejo paterno es hacedor de psiquismo. La pérdida precoz del padre puede comprometer la importancia de la existencia, el deseo, la capacidad de pensar y la identidad sexual. Los terapeutas no somos sustitutos, ni del padre ni de la relación con él, fuera escasa o excesiva. El psicoanalista, lo sabemos, ocupa el lugar del muerto, el lugar que permite analizar, el que permite que el paciente acepte que el padre no acudió, se fue o murió. Como terapeutas, hemos de cuidarnos de no ocupar un lugar que está vacante. No somos sustitutos, aunque a veces, con algunos pacientes, nos den ganas de serlo para que no se pongan en peligro. Por supuesto que los pacientes nos lo piden, pero se trata de aguantar el envite de la relación transferencial del mismo modo que cuando nos toman como madre o como hermanos. Nuestra función es analizar el inconsciente y, a los sumo, procurar las condiciones para que ese análisis sea posible.
Deseaba concluir esta intervención proyectando una imagen que lamentablemente no tengo, así que nos encontramos de nuevo ante la ausencia. La encontré hace ya algunos años, como por casualidad hojeando el periódico, como cuando una lee el periódico con atención flotante. Era una imagen en la que aparecía un señor de unos cincuenta y tantos años, dando la mano a un niño de unos cuatro. El niño parece estar a cargo del adulto; el adulto lo acompaña. Según decía el pie de foto están situados en el salón de la casa de la infancia. Ambas figuras eran fotografías del propio artista: la magia del photoshop. La composición me pareció ingeniosa en su estética y sublime en su capacidad sintética. Si tuviera que resumir en qué consiste la cura de un paciente huérfano de padre, lo haría con esa fotografía. Nadie más aparece en ella, solo uno acompañado de uno solo; solo uno a diferentes edades, vestido de diferentes épocas.
Obligados a vivir la vida sin padre, puestos a tener que recrear vidas ––me encanta la homonimia del verbo recrear, pero, sobre todo, en su forma pronominal: recrearse–– como analistas trabajemos en la tarea universal de que cada paciente alcance su adulto y pueda colocarse en el lugar del padre, más aun, colocarse como padre de su propia vida; y esto es tanto tarea de los que lo perdieron precozmente como de aquellos que tuvieron la suerte de conservarlo.
Notas:
(1) Leader, D. (2011) La moda negra, Madrid, pp.13
(2) Green, A. (2009) “The Constructión of The Lost Father” en Kalinich, L. The Dead Father: A
Psychoanalytic Inquiry, edición de Kindle.
(3) Kancyper, L. (2004) El complejo fraterno, Buenos Aires.
(4) Leon, S. (2003) El lugar del padre en psicoanálisis: Freud, Lacan, Winnicott, Santiago, pp. 14-15
(5) Green, A. (1992) El complejo de castración, Buenos Aires, pp. 32
(6) Freud, S. (1909) Análisis de la fobia de un niño de cinco años. En Obras completas. vol X. Buenos Aires, 1996
(7) Gila, M. (1995) Y entonces nací yo: memorias para desmemoriados, Madrid, pp. 22-23
(8) Lobo, R. (2015) Todos náufragos, Barcelona, pp. 19-20
(9) McDougall, J. (1989) The dead father, International Journal of Psycho-Analysis, n. 70 pp. 205-219
(10) Green, A. Op.Cit., pp. 40
María Fernandez Ostolaza: Es psicóloga y psicoanalista; miembro titular del CPM. Trabaja como psicoterapeuta combinando la práctica privada con funciones en diferentes organizaciones públicas, particularmente en el terreno deportivo. Dirige el área de psicología del Programa de atención al deportista de alto nivel (PROAD), del Consejo Superior de Deportes.