María Dolores López Mondéjar. Psicoanalista. Escritora.
Desde niña, siempre me he sentido atraída por la pintura. Entre otras cosas, porque mostraba cuerpos desnudos que por entonces –hace de esto tantos años- estaban, de otro modo, vetados a mi curiosidad. Me extasiaba contemplando las composiciones barrocas de Rubens, la opulencia de las carnes en movimiento, mientras intentaba atisbar en ellas un sexo que se escapaba, se escabullía, se ocultaba siempre: el sexo de las mujeres. Desde esos pretéritos seis o siete años, me interrogaba por un hecho que, transcurrido mucho tiempo, formulé como una pregunta ingenua que puse en boca de una de las protagonistas de mi segunda novela: «¿Por qué casi siempre van desnudas las mujeres de los cuadros?».
Como afirma John Berger[1] al analizar este motivo tan recurrente en la pintura: «Ella (la mujer) no está desnuda tal cual es. Ella está desnuda como el espectador la ve». La desnudez de la mujer no es expresión de sus propios sentimientos; es un signo de sumisión a los sentimientos o las demandas de otro, generalmente el propietario del cuadro… y de la mujer.
La mujer desnuda de los cuadros, la que está presente en el MoMA en un total del 84% de los desnudos allí representados, mira cómo es mirada, y si, como sucede en algunas obras, se mira en el espejo, es para tomarse a ella misma como un espectáculo, como un objeto visual, de la mirada. Un objeto de uso. El voyeur que lleva la mujer dentro de sí es masculino.
Al igual que en la pintura, la mujer, entra en las artes como modelo del artista, no como artista ella misma. Quizás por este motivo, cuando las mujeres consiguen incorporarse como autoras tratan su cuerpo con un énfasis que a veces puede considerarse autodestructivo, para mostrarnos un cuerpo femenino roto, prisionero, doloroso, obsceno, un cuerpo con historia[2]; como forma de oponerse al cuerpo femenino sin experiencia que ha constituido desde siempre la propuesta estética de los artistas masculinos[3].
Otro tanto ha sucedido en la historia de la literatura: la mujer ha sido descrita por los hombres tal y como les gustaría que fuera, como encarnación de las virtudes que hacen más soportable su vida: cariñosa, dócil, fiel; o, por el contrario, como aquello que temen: peligrosa, amenazante, seductora, infiel. Angel o demonio, Penélope o Medea. Con plasticidad infinita, las mujeres nos hemos hecho a nosotras mismas a imagen y semejanza de esos modelos de la feminidad que nos eran tan ajenos. Cada generación de escritoras – desde las precursoras que sólo tenían detrás hombres en quienes mirarse, hasta las escritoras actuales que ya las tienen a ellas -, ha debido desprenderse de esa mirada masculina interior que dispone un ideal concreto para la mujer y para la escritura. Cada generación ha ganado en autonomía y audacia para recuperar los modos propios de cada autora a la hora de expresarse, descubriendo aspectos que antes habían sido silenciados[4].
La pregunta sobre la especificidad de la literatura escrita por mujeres se produce a partir de la incorporación de las mujeres a la vida social en sus distintos órdenes, entre ellos la escritura. Esta pregunta, anteriormente, nunca había sido dirigida a la literatura escrita por los hombres, puesto que, en nuestra cultura patriarcal, esta literatura se identificaba con la literatura en general, tomando la experiencia y la mirada del hombre como la totalidad del universo de lo humano[5].
Además, la obra del escritor era analizada como producto de su subjetividad y de las condiciones culturales que rodeaban su aparición, haciendo omisión de la condición masculina del autor. La creatividad ha sido considerada siempre patrimonio de los hombres[6]. El mito falocéntrico de la creatividad la ha concebido como un don masculino transmitido por los padres a los hijos varones, como sugiere Harold Bloom. Otro tanto cabe decir del pensamiento. Las mujeres hemos sido consideradas idiotas, sin alma, desde Aristóteles hasta bien entrado el siglo XX, en el que se nos otorgó el derecho al voto y a la plena ciudadanía. Lo cual no nos impedía pensar, ciertamente, aunque para ejercitar nuestro pensamiento, por ejemplo, alucinásemos un travestismo imaginario que nos convertía momentáneamente en hombres hasta que dejábamos de hacerlo[7].
Cuando las mujeres comienzan a reivindicar y ejercer la escritura la condición de la mujer se interpreta como una marca que impregna y determina la totalidad de la obra literaria, que apenas es analizada dentro de otros parámetros que el que contempla la masiva condición femenina de su autora[8].
Ahora bien, ¿podemos identificar de modo unívoco el género del autor con su obra?. En Fernando Pessoa[9] las diferentes voces que le habitan le llevaron a crear heterónimos (Ricardo Reis, Bernardo Soares..). Él nos dice: “Por sí solo cada uno de nosotros es varios, es muchos, es una proliferación de sí mismo…En la vasta colonia de nuestro ser hay seres de especies bien diferentes, que piensan y sienten de diversas maneras…”
Para Julia Kristeva, «la búsqueda de un yo unificado, de una «identidad textual» en la obra literaria, ha de ser considerada drásticamente reductiva»[10]. La identidad textual no existe, el escritor, en el proceso creador, nos muestra los diferentes fragmentos de su yo, los fantasmas de su inconsciente, los duelos realizados, las producciones de su razón, sin intentar sintetizar ninguna de ellas. Para Freud, como para otros autores, es precisamente a partir de esta dispersión originaria, es desde esta multiplicidad de voces que habitan al autor, de donde tomarán forma los distintos personajes de la obra.
Las identificaciones cruzadas, paternas o maternas, o bien con figuras significativas de un sexo u otro, forman el magma originario de donde surge el texto, son la materia prima de la creación[11]. De ahí que un autor de género masculino pueda dar forma a un personaje femenino como Madame Bovary, o Marguerite Yourcenar[12] cree un Adriano de una verosimilitud incuestionable.
El punto de vista del autor, la identificación que a menudo se hace de éste con uno de sus personajes no es más que otro reduccionismo. El autor está en todas sus criaturas…de alguna manera. Para Fiorini[13] en la creación asistimos a una multiplicación de los lugares del sujeto, un sujeto en permanente proceso que no acaba de sintetizarse nunca.
Un razonamiento parecido podemos hacer respecto a la identidad sexual. La inexistencia de la identidad textual nos acerca, en consecuencia, a la inexistencia de una identidad sexual en el texto literario. Las oposiciones binarias de masculinidad y feminidad, deconstruidas tras el demoledor análisis del postmodernismo, nos muestran su rostro de arquitecturas históricamente edificadas de acuerdo a las atribuciones con que cada cultura, y cada época singular, resuelve el dilema del dimorfismo sexual de nuestra especie y las distintas funciones de los hombres y las mujeres en la reproducción y, por ende, en la sociedad.
No puede insistirse, como decíamos, en la coherencia entre la obra y el autor sino en un discurso que descentra a ambos, una narración que desarrolla
las múltiples identificaciones, a menudo contradictorias, que nos constituyen. Un texto andrógino que, en el mejor de los casos, intenta, justamente, dar cuenta de esas contradicciones.
Desde estos supuestos, es decir, ausencia de identidad textual y de identidad sexual en el texto, volvamos a la pregunta que nos convoca ¿qué es una voz de hombre o de mujer en la literatura?.
El autor/a escribe desde lo que es, está sobredeterminado por una experiencia concreta, biográfica[14], que lo constituye, si bien nunca de modo definitivo, de una vez para siempre, sino en un devenir permanente de nuevas experiencias que nos fuerzan a narraciones nuevas sobre nosotros mismo y sobre los otros. La capacidad de narrarnos, de reformular la memoria, de inventarla siempre, es lo más específicamente humano que poseemos. Precisamos contarnos historias, propias y ajenas, para inscribirnos en el mundo, como si necesitásemos el lastre de las palabras, que nos dotan de identidad, para exorcizar la «insoportable levedad del ser» –tomando la frase del título de la famosa novela de Milan Kundera, un escritor que admiro -.
«El poeta –podemos hacerlo extensivo al autor en general- registra fenómenos contradictorios, lugares multiplicados donde ocurren operaciones a las que no sabe si debe llamarlas «yo». La duda está más que fundada, ya que registra lo que se ha llamado una «destitución subjetiva» (Frank Barron), un trabajo activo del psiquismo que disuelve, enrarece los soportes imaginarios, identificatorios, que debilita los pilares y bordes del ego, colocándolo en apertura a otro espacio, a un «más allá del ego«.[15]
Escribimos desde lo que somos, y ser hombre o mujer es una realidad física e intelectual –binomio sexo-género- que nos determina tanto o más que ser negro o blanco, occidental u oriental homo, hetero o bisexual. La inscripción psíquica que nos coloca del lado de la masculinidad o de la feminidad actúa en nosotros a modo de una sobredeterminación global que signa nuestras respectivas experiencias y, lo que es más rotundo aún, el modo en que las representamos y nombramos.
La posesión de una vagina o un pene, de una erección o un embarazo, de pechos dadivosos, o la ausencia de ellos, de los diferentes modos de adscribirnos a un género y otro desde la infancia, estará presente en la obra literaria del autor de diversas formas.
Cada sujeto singular adopta un modo diferente de ser sujeto ligado a la pertenencia a uno u otro género, al hecho de identificarse como hombre o mujer. Sin embargo toda tentativa por elaborar una definición de qué es ser hombre o ser mujer está condenada a caer en un esencialismo ingenuo. Un esencialismo al que se acercan algunas concepciones de la crítica feminista, como la de Heléne Cixous cuando afirma que toda mujer que escribe lo hace desde la voz de la madre inscrita en ella antes del lenguaje simbólico. O como Luce Irigaray al postular también un habla de mujer, pues lo que constituye para ella la verdadera feminidad estaría situado en esa escena anterior al lenguaje y a lo simbólico, fruto de la primera relación con la madre[16].
El género no es solamente los condicionamientos sociales que afectan a uno u otro sexo orientando su comportamiento o sus valores e ideales de un modo distinto, y a menudo complementario, es, sobre todo la subjetivación de esos valores en cada hombre o mujer particular y esta encarnación, es ambivalente, múltiple y heterogénea en cuanto a sus orígenes, cruzada. Es, podríamos decir con propiedad, andrógina o bisexual.
Como afirmaba polémicamente J. Lacan, la mujer no existe, el hombre, añadiremos, tampoco. Ambos son seres históricos, atravesados por las experiencias de su cultura y de su mundo y por los significados familiares concretos a través de los cuales se transmitieron esos contenidos culturales. Todo lo cual constituirá la memoria, consciente e inconsciente, de la que extraer nuestros argumentos.
El autor/la autora, se coloca frente a la creación en un lugar que no está ni antes, ni después, sino en un más allá del género, aunque atravesado por los determinantes de este.
Así pues, aceptaremos que se analicen los textos escritos por mujeres desde su perspectiva de género, porque somos conscientes de que ninguna creación es ex nihilo, y las mujeres escritoras, además de compartir una tradición literaria común con los hombres – donde evidentemente existe un amplio predominio de escritores varones -, compartimos esas atribuciones que marcan la feminidad, con las cuales nos identificamos o contra las cuales luchamos en una confrontación única, en tanto singular, cada mujer tomada de una en una.
De ahí que pueda decirse que la entrada de las escritoras en la literatura incorpora a ésta temas nuevos, como la relación con la madre o la amistad entre mujeres[17], aunque todavía queden otros que no parece que podamos fácilmente incluir plenamente en lo literario: el embarazo, el parto, la menstruación, el rechazo de la maternidad[18].
El problema, que criticamos, es que este análisis está por hacerse sobre las creaciones hechas por los hombres (nos resistimos a llamarlas “masculinas”). A bote pronto, podríamos sugerir como temas recurrentes en las obras escritas por varones: la posición de la mujer como objeto sexual –no por denunciada más infrecuente -, la idealización de la amada, la sexualidad como motor de la vida masculina, la disociación de las mujeres –tan explícita en el cine americano de los 50- entre buenas y malas –femme fatale/ virgen o ángel, trotacalles/monja hogareña…- la acción como modo predominante de describir a los personajes… Aunque no podamos aplicar estas consideraciones a todos los autores, sin pecar de injustos o reduccionistas.
Las mujeres que escribimos parece que estamos obligadas a politizar nuestra obra, a ejemplarizarla, a hablar en nombre de nuestro género, “como mujeres”, como si de nuevo fuésemos tomadas en grupo y, de ser dichas por los hombres, tuviésemos que pasar a ser dichas por otras mujeres, despojándonos de la singularidad de cada autora. Una cierta crítica feminista se alió con esta postura.
A mi juicio, incorporar el género en el análisis crítico de una obra literaria escrita por hombres o por mujeres resulta interesante siempre, como lo es, identificar las múltiples determinaciones a las que el/la autor/a están sujetos.
Un proceso semejante al que propongo han seguido los estudios de género, esto es, la deconstrucción de los modos en que la cultura ha conducido a las mujeres a comportarse como era preceptivo hacerlo. A comienzos de los años 60, los estudios de género se inician analizando exclusivamente la cultura de las mujeres, la construcción de la feminidad y la crítica de la sociedad patriarcal, para ampliarse, lógicamente, ya a mediados de los setenta, al estudio de los determinantes que configuran la
llamada masculinidad, con el fin de deconstruir también esta.
Sería recomendable comenzar a organizar mesas redondas donde los escritores varones empezasen a pensar de qué modo su condición masculina está presente en su obra, en la manera de concebirla, de seleccionar los temas y los personajes, el argumento, la presencia o no, y de qué modo, de la sexualidad.
Escribo como mujer, pues esa es la forma de llamar a ese imaginario yo que unifica mis identificaciones mixtas, porque no concibo otra manera de hacerlo, pero reivindico que al hombre que escribe no le sea omitida esa condición para pensar sus productos, y que ambos, seamos capaces de analizar nuestras determinaciones y nuestros límites.
Así pues, podríamos decir, hay voces, multitud de voces, que identificamos como masculinas y femeninas, siempre y cuando ese rasgo no sea sinónimo de una identidad fija, de un estereotipo gazmoño, de una búsqueda desesperada de lo universal en el, en definitiva, singular mundo que cada escritor –hombre o mujer- construye con los materiales de que dispone.
Claudio Magris[19] insiste en esta visión de la literatura: «La escritura se asemeja más a la actividad nocturna de Penélope que a la diurna; en vez de fabricar el tejido de la vida, lo deshace, saca a la luz la disarmonía como rasgo esencial de la época, volviendo por tanto extremadamente problemática cualquier representación acabada del individuo y de su relación con el mundo«.
El problema que intentamos dilucidar hoy aquí es en gran medida extraliterario. Heredero de la tradición patriarcal. Como se ha demostrado en el caso de escritoras que publicaron con seudónimos masculinos, las mismas palabras son escuchadas de modo distinto dependiendo del sexo que se le atribuya al autor.
Para resumir, defendemos la ausencia de una identidad textual tanto como de una identidad sexual acabadas, la multiplicidad de las identificaciones que nos constituyen, de procedencia materna o paterna, el compromiso de la literatura con la contradicción y la ambivalencia que nos define como humanos, y el respeto por las diferencias, múltiples y heterogéneas – en palabras de Heléne Cixous- siempre que estas diferencias, que por sí mismas no son ni mejores ni peores, no sean colocadas en la tradicional escala de valores patriarcales que supedita lo femenino a lo particular, lo especial, y eleva lo masculino a sinónimo de universal y general, adueñándose del canon.
La mujer es canonizada como personaje forjado por los hombres: Ana Karenina, Lolita, y tantas otras, pero sigue fuera de él como autora.
El canon sigue siendo masculino, porque «La historia es un filtro que inmortaliza sólo lo que es coherente con su ideología»[20], Así en los populares listados de obras «fundamentales», que no dejan de proponernos con motivo de cualquier efemérides, la crítica, en manos de los hombres, continúa dejando aparte a las mujeres[21], que, como sabemos, apenas han entrado ni en la Real Academia de la Lengua Española, ni en el MoMA.
A nuestro entender, se trataría de procurar una modificación de la estética literaria que caminase hacia un canon centrífugo, que repele cualquier centro, plural, lejos tanto de los androcentrismos a que la crítica actual nos tiene acostumbrados, como de los ginecentrismos postulados como desideratum por cierta otra crítica feminista[22].
[1] BERGER, J.: «Modos de ver», Gustavo Gilli S.A, Barcelona 2.000, 5ª edición.
[2] Es paradigmática en este sentido la obra de Frida Kalho.
[3] En palabras de DEEPWELL, K.(ed.): «Nueva crítica feminista de arte. Estrategias críticas», Editorial Cátedra, Madrid 1.998: «El cuerpo de la mujer se convierte en «el terreno sobre el cual se erige el patriarcado», y esto tiene una resonancia específica en la educación artística y en el arte; muchas mujeres contemporáneas han mostrado imaginación e ingenio al utilizar sus cuerpos en el arte como lugares de resistencia».
[4] ZAVALA, I.M. (coord.): «Breve historia feminista de la literatura española (en lengua castellana)» Volumen V. La literatura escrita por mujer (Del s. XIX a la actualidad)» Anthropos, Barcelona 1.998.
[5] FREIXAS, L “Lo femenino en la crítica literaria española”, en Letra Internacional, nº 73, 2001, la autora resume en cuatro equivalencias el análisis de lo femenino para la crítica española: femenino=feminista; femenino =comercial; femenino=particular (no universal), femenino=malo.
[6] GILBERT, S.M. y GUBAR, S.. «La loca del y la imaginación literaria del siglo XIX». Cátedra, Madrid 1.998.
[7] El psicoanálisis se ocupó desde muy pronto de analizar la «Feminidad como mascarada», un concepto de Joan Riviére (1.929) que muestra cómo ciertas mujeres intelectuales, ante la angustia intensa que experimentan antes o después de sus intervenciones públicas, desarrollan como defensa una conducta de seducción destinada a aplacar a los hombres por haberse mostrado distinta a como ellos la desean, ofreciéndose tal y como ellos siempre solicitan de las mujeres: como seres bellos y amables. Del otro lado podríamos describir a mujeres públicas –hago notar la polisemia de este término, ausente en el caso del varón- que en el ejercicio de su profesión experimentan la puesta en acto de identificaciones masculinas, que aparecen, sobre todo al tener que hacer uso de cierta agresividad o competencia, ligada a sus tareas. La imagen inconsciente del cuerpo de estas mujeres sufre mutaciones, que llamé travestismos imaginarios momentáneos, que lo masculinizan. Son actuaciones «como si», que demuestran la falta de una identificación propia que integre el hecho de ser mujer con actividades consideradas patrimonio de los hombres.
[8] FREIXAS, L.: «Literatura y mujeres», Destino, Barcelona 2.000. Laura Freixas muestra en su obra cómo la crítica literaria, mayoritariamente ejercida por hombres, al referirse a obras escritas por mujeres, incorpora el género de la autora como un dato importante de su análisis. Lo cual está ausente en el caso de los escritores.
[9] PESSOA, F.. “Libro del desasosiego”, hay varias ediciones en español.
[10] KRISTEVA, J.. «Women´s time», citado por MOI Toril en «Teoría literaria feminista», ediciones Cátedra, Madrid 1.995, 2ª edición.
[11] Hemos tratado ampliamente este tema en: “Materias primas: música y cine en el origen de la creación literaria”, publicado en “Coa musica a outra parte”, XI jornadas de Psiquiatría, Psicoanálisis y Literatura, A.G.S.M. Ourense, 2002.
[12] La crítica literaria, de acuerdo a las asignaciones de género convencionales, no incluye a M. Yourcenar dentro del elenco de las autoras consideradas dentro de la llamada “escritura de mujeres”, sino que señalan su “escritura viril”. Del mismo modo podríamos hablar entonces de “escritura femenina” en Proust, o Flaubert, o Martín Garzo, o Marías, entre los contemporáneos, puesto que introducen la reflexión, la introspección, el protagonismo femenino, y el monólogo interior en sus obras, de manera preferente.
[13] FIORINI, H.: «El psiquismo creador», Paidós, Buenos Aires, 1.995.
[14] Acudimos de nu
evo a Pessoa, obra citada, para explicar el hecho de la unidad en la dispersión: “En un vasto movimiento de dispersión unificada, me hago ubicuo en ellos, y creo, y soy, en cada momento de nuestras conversaciones, una multitud de seres…sólo me conozco como sinfonía”.
[15] Héctor Fiorini, obra citada.
[16] FLAX, J: «Psicoanálisis y feminismo. Pensamientos fragmentarios», Ediciones Cátedra, Madrid, 1.995.
[17] FREIXAS, L., obra citada.
[18] La maternidad como ideal femenino es uno de los mitos más poderosos que afectan a la construcción de la feminidad. Sin embargo, poco a poco, la maternidad viene siendo tratada de otra forma por algunas mujeres escritoras, llevando a la escritura la experiencia ambivalente que ha sido negada tradicionalmente en pos del ideal. A reseñar la postura de la protagonista de la novela de Nadie Gordimer «Nadie que me acompañe», donde la maternidad es un aspecto muy tangencial en su vida, dedicada a la lucha contra el apartheid en la Sudáfrica segregacionista..
[19] MAGRIS, C.: «Biografía y novela», en Revista de Occidente nº 220, septiembre 1.999.
[20] CAO, L.F.M. (coord.): «Creación artística y mujeres. Recuperar la memoria» Narcea, Madrid 2.000.
[21] Por poner sólo un ejemplo citaré EL CULTURAL, del diario El Mundo, del 26-12-2001. Quince críticos literarios seleccionan las diez obras mejores del año 2001. Entre ellos sólo hay una mujer. De las 10 obras seleccionadas por cada crítico: 4 de ellos no incluyen ninguna escrita por mujeres; 10 (donde se incluye la única mujer), incluyen una sola obra escrita por mujeres. Sólo un crítico incluye 2 obras escritas por mujeres, de entre las 10 seleccionadas.
[22] En este sentido me adhiero a la posición de Almudena Grandes (“La conquista de una mirada”, Letra Internacional, nº 73, 2001) en su crítica a la creación de un canon exclusivamente femenino, sin interconexiones con el masculino. El canon centrífugo al que apelo contemplaría todas las producciones literarias, masculinas o femeninas, blancas, negras, afroamericanas, orientales, es decir, las que, tomadas en su conjunto, podríamos llamar no-occidentales, un concepto ciertamente eurocentrista, pero de clara denotación universalista, que podemos usar en tanto no surja una denominación menos ideológicamente sobredeterminada. En el terreno musical se ha impuesto el término “músicas del mundo”, que tendría su correspondencia en el territorio de la escritura como “literaturas del mundo”, incluyendo las producciones marginadas hasta hace poco del stablishmen cultural, blanco y occidental.