El tiempo, el amor y la muerte en “El ansia” (Tony Scott 1983)

por , | Revista del CPM número 20

Miguel Angel Gonzalez Torres
Centro Psicoanalítico de Madrid
D Neurociencias. Universidad del País Vasco

Leire Erkoreka
Servicio de Psiquiatría. Hospital de Basurto. Bilbao

 

Resumen

El Ansia desarrolla una historia de vampiros ambientada en nuestros días. Fue dirigida por Tony Scott en 1983 y contaba con Catherine Deneuve, David Bowie y Susan Sarandon como protagonistas. El amor, la muerte y la vida eterna son ingredientes básicos de un guión que va más allá de los trabajos habituales en este género, forzando al espectador a acompañar a los personajes en la narración y afrontar con ellos difíciles decisiones éticas. La película tuvo un escaso éxito inicial pero poco a poco se ha ido convirtiendo en una obra con un notable número de seguidores. El espectador actual puede seguir sintiendo una cierta fascinación ante unas imágenes que mezclan sabiamente la belleza y el horror generando una impresión ambivalente ante los personajes y su historia.

Amor y muerte, sexo y violencia, son ingredientes básicos de cualquier obra artística, confirmando una y otra vez la intuición freudiana sobre el mundo pulsional y su potencialidad motivadora. El relato cinematográfico, al igual que cualquier obra artística, ejerce una acción transformadora en el espectador, más intensa cuanto mayor sea el impacto emocional que le produce. A la vez, se produce una verdadera relación entre la obra y quien la observa, en la que las imágenes provocan una cascada de evocaciones y éstas a su vez modifican la forma en la que la propia obra y todas las demás son percibidas. De este modo cada obra de arte se transforma también en algo nuevo ante cada espectador, cubriéndose de los sueños y fantasías de éste y provocando una interacción infinita. Desde su historia gótica de sangre y misterio, El Ansia nos sigue interrogando sobre el precio del amor y la vida y, por encima de todo; nos obliga a reflexionar sobre el Tiempo, Señor inexorable de nuestra Creación.

 

Desarrollo

El cine, como cualquier obra de arte, es un puente entre el creador y el público. Por él discurren emociones e ideas que logran a veces conmover, hacer pensar o simplemente divertir. Gracias a su poder para “envolver” completamente al espectador, cuenta con más armas que otras artes para esa labor. Reúne en sí la capacidad del teatro, de la pintura, la fotografía, la escultura, la música, la poesía, lo que le ha convertido en una especia de summa artística de los tiempos modernos. Obviamente el efecto sobre cada individuo tiene mucho que ver con lo que las escenas y la historia evocan en él y por tanto con su biografía. Posiblemente no existe otra forma más intensa de despertar recuerdos, atraer fantasías y temores a la conciencia o despertar el deseo más profundo. De ahí su poder transformador, quizá incomparable con el resto de las artes y razón por la que se le ha utilizado por todas las fuerzas políticas para influir en la opinión de las naciones. Pero aquí no vamos a abordar este gran tema del cine y su capacidad de movilizar a las masas y condicionar su comportamiento, sino ese otro tema, más sencillo, pero quizá aún más importante, del cine y su relación con cualquiera de nosotros, espectadores aislados e individuales, que nos situamos fascinados ante la gran pantalla en una sala a oscuras, observadores emocionados de una historia ajena.

Muchas películas podrían servirnos de punto de partida para esta reflexión. La que hemos escogido, quizá mejor que muchas otras, es una historia gótica, de vampiros y sangre, de muertes y esperanzas, de deseos, sin duda. Se tituló “El Ansia” y fue rodada hace ya 27 años por un artesano peculiar, capaz de contar maravillas e historias ramplonas, contando con una diva gélida, un cantante misterioso, una joven luchadora y…la imaginación de todos nosotros.

El guíon procede de una adaptación (muy libre en algunos importantes aspectos) de una novela de Whitley Strieber del mismo título (Strieber 1981). El argumento, muy resumidamente, es el siguiente: Miriam Blaylock (Catherine Deneuve) y su marido John (David Bowie) son dos vampiros, aunque en la película no se utiliza ese término en ningún momento. Necesitan matar y, como todos los vampiros, disponer de la sangre de sus víctimas para vivir eternamente. Miriam Blaylock, la vampira original, tiene el don de la vida eterna, pero no así su compañero John. Este se ve sorprendido cuando al principio de la película observa su repentino envejecimiento y comprende que su vida ha sido muy larga, pero desde luego no eterna. Comprende entonces que ha habido otros antes que él en la vida de Miriam y otros han de venir luego. Se siente engañado y se rebela contra su compañera y contra la Muerte. Buscando ayuda, acude a la Dra. Sarah Roberts (Susan Sarandon), una investigadora sobre el envejecimiento que entrará en una relación intensa y compleja con Miriam que constituye después el núcleo del relato.

El director, Tony Scott, hermano de Ridley Scott, es un hombre peculiar que ha dedicado la mayor parte de su carrera a hacer cine publicitario. Diríamos que es el hermano artesano de la pareja. Al contrario que Ridley, que busca siempre el impacto estético en sus creaciones mediante realizaciones sofisticadas y efectistas, Tony se mueve más como un conocedor del oficio, al que no le importa hacer un cine totalmente comercial sin grandes pretensiones, pero que de vez en cuando nos sorprende con películas más interesantes incluso que las de su hermano. Ambos son además socios de una productora volcada en la realización de material cinematográfico de todo tipo. Dice la leyenda que en ocasiones los hermanos literalmente han echado a suertes quién de los dos se encargaba de la realización de un proyecto.

La película “El ansia” no es muy conocida. Hubo en su estreno muchas críticas demoledoras, ciertamente al lado de alguna muy positiva. No tuvo demasiado éxito de público, pero con el paso del tiempo se ha convertido en una película de culto, es decir, una película muy valorada por un grupo pequeño de personas culturalmente sofisticadas que se otorgan a sí mismos la condición de connoiseurs. Su valor fundamental es que se trata de un filme que perdura en la memoria. El balance económico tampoco fue demasiado brillante, de los diez millones de dólares que costó, sólo se recaudaron cuatro en el tiempo inmediatamente posterior a su estreno. Resulta curioso que la productora MGM insistiera a Tony en que realizara “El ansia” cuando él lo que realmente deseaba hacer era “Entrevista con el vampiro”, la película que luego rodaron, muchos años después, Brad Pitt y Tom Cruise, en formato gran lujo, y con un enorme éxito.

Tony Scott finalmente aceptó la sugerencia de MGM y aplicó a “El ansia” las ideas que había desarrollado para el otro filme. Las críticas negativas iniciales empujaron de nuevo a Tony Scott al cine publicitario durante dos años. Aparecieron entonces dos personajes clave en la vida artística del director: Donald Simpson y J
erry Bruckheimer
. Estos dos productores fueron de los pocos que sí se habían sentido inicialmente fascinados por “El ansia” y le propusieron rodar nada menos que “Top Gun”. Jerry Bruckheimer, hombre de olfato inigualable para los éxitos comerciales, es el productor de buena parte de las series de éxito de televisión de los últimos años y de algunas de las producciones cinematográficas más taquilleras (“Piratas del Caribe”, por ejemplo). Tony Scott dirigió “Top Gun”, y lanzó al estrellato a un joven Tom Cruise. Después, Tony Scott ha alternado grandes éxitos y fracasos sonoros, pero siempre bien rodeado por los grandes nombres de Hollywood: Bruce Willis, Denzel Washington, Tom Cruise, Robert De Niro… Casi todo el que es alguien en Hollywood ha intervenido en alguna película de Scott.

“El ansia” es una película fascinante. Y esa fascinación proviene probablemente de los temas que trata: el tiempo, la soledad, el sexo, la violencia, el amor, la muerte. Un colega irónico señalaba que de esos temas también trataba Bugs Bunny. “Bueno, de todos menos de sexo…”, corregía después. Probablemente tiene razón: ninguna obra de ficción puede escapar a esos temas, que son los Grandes Temas de la historia del hombre. Podemos llegar más allá, hasta afirmar que el amor y la muerte, el sexo y la violencia son los componentes principales de toda obra de arte. Camille Paglia, (2006) ensayista norteamericana, especialista en historia del arte y encuadrada dentro del movimiento post feminista, ahonda en el tema, afirmando que el sexo y la violencia, el amor y la sangre, son los componentes fundamentales de cualquier obra artística. Están ahí sencillamente porque son principios básicos que mueven nuestra vida.

Hay en la fascinación, sin duda, un factor de impacto personal. Este impacto es extremadamente individual, muy diferente de unas personas a otras. Al enfrentarnos a una obra artística surgen en nosotros una gran variedad de recuerdos, sensaciones, temores, fantasías, que tienen que ver con nuestra propia personalidad y nuestra biografía. Walter Benjamín (1973), un pensador con una perspectiva intensamente social ante la vida, pensaba en un primer momento que los avances tecnológicos que permitían reproducir los originales de la obras de arte miles de veces y, por lo tanto los hacían accesibles a la población, debían ser muy bienvenidos. Con el paso de los años, sin embargo, comenzó a considerar que esa reproducibilidad casi infinita que permitían esas nuevas tecnologías hacía perder al observador el contacto con el “aura” de la obra. La obra original posee un “aura”, una presencia física y mental particular, y es nuestra relación directa con esa presencia lo que hace surgir en nuestro mundo interno muchos elementos que conforman lo que llamamos impacto personal. Curiosamente, las artes escénicas, incluyendo el cine, son capaces de mantener el “aura” pese a la reproductibilidad cuasi infinita que pueden alcanzar. Cada pase de la película nos propone un mundo al que podemos abandonarnos y en el que podemos residir, durante dos horas mágicas.

Podríamos decir, de este modo, que una obra de arte es una puerta abierta al misterio, pero no a un misterio alejado de nosotros, sino a un misterio cercano pero desconocido: nuestro mundo interno. Marcel Proust (De Botton 1998) decía que la descripción del mundo con infinito detalle es lo que más nos revela de nosotros mismos. Afirmaba, como ejemplo, que consultar la guía de las estaciones de ferrocarril entre Paris y otra ciudad de Francia era capaz de mostrarle más cosas de sí mismo que ninguna otra actividad. Y tiene sentido. Porque esa observación detallada del entorno nos permite fijar la atención en múltiples detalles que logran evocar en nuestro interior memorias, fantasías, temores, deseos… es decir, mirando hacia fuera miramos hacia dentro profundamente. Muchas veces la mirada del otro nos sirve como espejo. Nos entendemos, comprendemos nuestro funcionamiento, nuestras pasiones, nuestras emociones, observando los ojos de otro que nos mira. Una obra de arte es así un gran espejo ante el que nos enfrentamos con ese mundo interno personal que sube a la superficie en paralelo a las emociones, los recuerdos, las fantasías que evoca en nosotros.

Las películas no dejan de ser una obra de arte más, es decir, una historia de ficción que despierta en nosotros todo tipo de reacciones. Es importante señalar que nadie ve la misma obra de arte, o si se quiere, que cada obra de arte es diferente para cada persona. Hay tantas Gioccondas como individuos. Esa mujer sonriente evoca en cada uno de nosotros cosas distintas: así es y así debe ser. Una de las maravillas del arte es la capacidad de despertar una respuesta emocional personal y propia. Y ahí entramos en lo que llamamos una perspectiva personal del arte y cada obra en concreto. Podríamos decir que la obra nos interpela y nos transforma. Quizá sea posible investigar la obra de arte sólo en relación con su observador, con quien está enfrentado a ella. Podríamos trasladar a nuestro campo la clásica pregunta de los seminarios de Filosofía: si en un bosque desierto cae un árbol, ¿hace ruido? ¿Existe ruido si nadie lo escucha? Del mismo modo, ¿existe la obra de arte si nadie la observa, la disfruta, si nadie es interpelado por ella? De modo que nos podríamos preguntar ¿quién soy yo delante de esta obra?, o bien ¿qué relación se establece entre esta obra y yo?. ¿Qué observo en la obra que otros no ven? ¿Qué despierta en mí esta obra que antes no existía? O incluso ¿quién soy yo después de enfrentarme a esta obra?. Una verdadera obra de arte nos convierte en algo diferente, no somos los mismos antes y después de observarla. Y cuanto más importante es la obra, más nos conmueve y más nos transforma.

¿Quiénes somos nosotros ante esta historia gótica? Realmente hay tantas respuestas como personas. Así como cada obra de arte es diferente para cada uno de nosotros, también lo es cada película. Estamos utilizando el término obra de arte, obviamente, en un sentido muy general, como algo creado y destinado a producir emociones intensas y significativas, no necesariamente agradables. Separando de modo artificial los elementos del relato intentaremos reflexionar sobre esta reacción personal.

La protagonista de esta película es un monstruo en todos los sentidos, tanto en el sentido actual de “alguien que hace cosas terribles, crueles, malvadas”, como en el sentido latino primitivo de “alguien que procede de los dioses, milagroso, capaz de portentos”. Al verla nos preguntamos, ¿qué se sentirá siendo eterno? Podemos sospechar la sabiduría que acompaña el largo tiempo vivido; la soledad que debe llenar esa vida sin fin; los múltiples compañeros de viaje que se han ido sucediendo durante períodos largos cada uno, pero no infinitos; las sucesivas pérdidas que ha tenido que enfrentar este monstruo hermoso; la fuerza, la energía que le acompaña; esa sensación de seguridad. Ese monstruo está tan lleno de atractivo que casi podríamos pasar por alto su crueldad y la mirada de entomólogo que dirige hacia nosotros. Podemos imaginarla observándonos con extremo interés y con esa distancia casi científica, como si fuéramos insectos al otro lado de la lupa. Una canción de Lole y Manuel (1975), recoge un bello poema que nos habla de una mariposa que vaga entre las flores hasta que la encuentra un coleccionista, y, señala en un verso hermoso y cruel: < em>“la llevó a su museo de breves bellezas muertas”. Probablemente eso somos los humanos para el monstruo hermoso de la película: breves bellezas muertas. Seres que ella estudia, admira, colecciona, seduce, destruye. Seres maravillosos pero pequeños, destinados a morir, eso somos. Así, parece que los humanos volamos hacia los monstruos, como mariposas hacia la luz brillante que las destruirá. Nos sentimos atraídos por el brillo cegador de estos seres sin poder evitar acercarnos más y más hasta que el contacto con ellos nos acaba.

Lo cierto es que la atracción que sentimos por los monstruos es indudable y se remonta al principio de los tiempos. Podemos encontrarla en multitud de relatos desde la Antigüedad, y también hoy entre nosotros. El interés contemporáneo por los vampiros es una muestra de ello, así como el éxito de personajes como nuestro colega de ficción Hannibal Lecter, capaz de combinar una sofisticación cultural extraordinaria, un gusto exquisito y una incuestionable capacidad para vivir rodeado de belleza, con un sadismo salvaje y una crueldad sin límites. O un personaje más de ficción: el protagonista de la extraordinaria novela “Las Benévolas” (Little 2007). Se trata de un oficial de las SS que combina su participación en la política de exterminio nazi con actos aislados de humanidad, afecto, protección, cuidado y una búsqueda de la belleza hasta construir un personaje peligrosamente atractivo.

¿Cuáles son los posibles factores de la fascinación que es capaz de crear esta película? Por un lado, los actores, refiriéndonos no a los personajes de ficción, sino a los actores reales que los encarnan. Al igual que en otras películas, la imagen pública de los actores contribuye al resultado final. Podríamos decir que el reparto ha sido perfecto. La imagen social de cada actor encaja como un guante en el personaje. A veces los directores buscan precisamente lo contrario: abarloar la imagen social del actor al personaje que tienen que interpretar. Un ejemplo sería Javier Bardem, a quien se le atribuye una imagen social de airada vehemencia y que en “El amor en los tiempos del cólera” encarna a un caballero elegante y mesurado, o en “Mar adentro” a ese entrañable vividor inmóvil que fue Ramón Sampedro. Se produce un contraste deliberado entre la ternura y la sutileza del personaje de ficción, y esa vehemencia que se le atribuye socialmente al actor real.

Catherine Deneuve nació para el papel de vampira en esta película. Ella es una diosa del cine, una de las últimas divas: hermosa, fría, distante… Logra transmitir esa imagen real de pertenecer a otra humanidad, de venir de otra tierra lejana donde las necesidades y los deseos son otros, más elevados. Nos visita generosamente y adorna con su presencia nuestras vidas. Algunos actores son claramente uno de nosotros, Deneuve, desde luego, no lo es. Su personaje en la película encaja exactamente con esa imagen social de su persona; no hay contraste sino similitud. David Bowie se halla más cerca, sin llegar a ser del todo uno de nosotros. Ese carácter de outsider, de pionero en muchas de sus actividades creativas, esa tendencia a aislarse del show público, a no mostrar aspectos íntimos de su vida, también podría encajar, y de hecho encaja muy bien, en ese personaje de ficción de la película, a caballo entre los humanos y los monstruos. Susan Sarandon, finalmente, sí vive entre nosotros, aunque la suya sea una versión mejorada. Mantiene una imagen pública de persona inteligente, comprometida, valiente, enérgica, orgullosa de su humanidad. Encaja perfectamente en ese papel de científica que le corresponde en la película, que planta cara al hermoso monstruo e impone una ética personal ante la alternativa que se le plantea.

Un crítico de cine, retirado ya hace años cerraba con frecuencia sus crónicas de los últimos estrenos con una frase rotunda y descriptiva: “…sexo gratuito y violencia indiscriminada”. Coincidía que las películas que recibían tales calificaciones eran las de mayor éxito comercial. El sexo y la violencia, el amor y la muerte, son inseparables de cualquier obra de arte. ¿De qué vamos a tratar, qué va a ser representado, que no tenga que ver con el amor y la muerte?. La profusión de sexo y sangre en las obras de arte no es sino la vida que asoma en ellas. No existe una obra de arte, en el sentido más amplio, una obra de ficción destinada a emocionar a los demás, que no esté compuesta por matices acerca del amor y la muerte, el sexo y la violencia, el amor y la sangre.

Hay un cuarto protagonista fundamental en la película: el tiempo. Esa dimensión difícil de asir que viene preocupando a los humanos desde siempre. En el arte, las reflexiones acerca del tiempo nos acompañan en todo momento. Miguel de Unamuno (1984), por ejemplo, en un precioso poema dedicado a Salamanca, lamenta su mortalidad, el que la muerte sea el final de su vida, y pide con angustia a Salamanca y a sus piedras: “di tú que he sido”. Es decir, guarda mi memoria, da testimonio de mi paso por la vida. Podemos también recordar el famoso monólogo de Roy Batty, el replicante, en la película “Blade Runner”(1982) realizada por Ridley Scott, hermano de Tony, cuando ve que sus minutos están acabando y pronuncia una especie de oración laica “he asaltado naves en llamas más allá de Orión. He visto Rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir”. De hecho, “Blade Runner” también trata del tiempo. Los replicantes condenados a morir después de una vida intensa y llena de aventura se enfrentan al final de sus vidas, y  buscan a su creador para conseguir burlar a la muerte. Un año más de vida o un minuto o un instante más, sería el sueño de todos nosotros. Controlar el tiempo y al final vencerle. La vida eterna, en una palabra.

Algunos científicos como Richard Dawkins (2000) creen que el verdadero objetivo de todo ser humano, que mueve nuestra conducta y la hace comprensible, es transmitir los genes a la siguiente generación, reproducirnos. En nuestra opinión esto podría ser válido para la mayoría de animales, pero se queda muy corto a la hora de entender la motivación y el impulso del ser humano para vivir. El hombre busca sobre todo permanecer en la memoria, ser recordado; recordado por sus hijos, por su pareja, por los suyos, ser recordado por la sociedad, por la humanidad en el mejor de los casos. Dejar huella, pero no una huella genética, sino una huella psíquica, una huella en la memoria de los demás, una huella emocional y una huella cognitiva en los otros.

El problema es que, enfrentados a esa dura realidad de nuestro tiempo limitado, debemos renunciar al control del mismo. En cierta forma, la salud psíquica de todo ser humano se relaciona con esa renuncia al control del tiempo, con esa aceptación de la gran castración del tiempo. En psicoanálisis de habla de la ansiedad de castración cuando el niño, al pasar por el periodo edípico, teme que su padre pueda infringirle un gran daño, incluso desposeerle de esa parte tan valiosa de su anatomía que comparte con él. Si no renuncia a la madre, el niño puede ser herido por el padre. Pero hay otra cosa importantísima a la que debemos renunciar todos los humanos, y a la que el psicoanálisis no ha dedicado toda la atención que merece: es la renuncia a l
a vida eterna. Somos finitos, vamos a morir. Ser plenamente consciente de ello supone renunciar verdaderamente a la omnipotencia, y esa renuncia nos lleva a la salud. Algunos viven esa renuncia como foco central de su vida. Pensemos en los monjes de clausura que, en algunos conventos, tienen como una de sus primeras tareas cavar la que será su propia tumba. Otros niegan la muerte, viven como si no existiera y alcanzan la locura. Porque la salud sería aceptar la muerte, renunciar a esa omnipotencia y jugar a la vez a que la muerte no existe. Saber que la muerte esta ahí, esperándonos al final del camino, y a la vez vivir como si no existiera. Vivir haciendo planes, pensando en el futuro, deseando, poniéndonos objetivos, intercambiando emociones con otros. La salud, entonces, implicaría esa doble maniobra; por un lado la renuncia, la renuncia a poseer a la madre, a la omnipotencia infantil, al falo de Lacan, pero sobre todo a la vida eterna; y por otro, la capacidad de jugar a que somos eternos.

De ahí el enorme atractivo de los vampiros, esos seres que nunca mueren, eternamente jóvenes y que, por lo tanto, tienen acceso a la belleza, al amor y al conocimiento eternos, no teniendo que renunciar a nada. Pero quienes han creado estos personajes de ficción han entendido que para lograr todo esto hay que pagar un precio. El que alcanza la vida eterna tiene que hacer un trato fáustico. No hay felicidad gratuita y el coste es siempre muy alto. Es como si debiera existir un equilibrio sutil en nuestro mundo, y que una gran felicidad se acompaña de una gran desgracia. Puede que una y otra se posen en distintas gentes, pero nuestro universo se mantiene así estable: bien y mal, muerte y vida, dicha e infortunio. Los vampiros de “El Ansia” disfrutan de más felicidad que los de otros creadores: permanecen hermosos y sabios, inmunes a la vejez y la enfermedad y viven siglos a la luz del sol en medio de los hombres, por eso el precio es mucho más alto. No esperan a la puesta del sol en mugrientas catacumbas, medio ocultos al mundo. Pero para los vampiros de esta historia, salvo una, se trata de un larguísimo viaje que sí tiene un final o, más bien, el peor de lo finales: una muerte muda, sintiendo con un corazón que ya no late pero sí es capaz de sufrir. Miriam le dice a su compañero moribundo: “nunca morirás; observarás, escucharás, desearás, sentirás, sin poder hacer nada…, por toda la eternidad”.

Centrándonos en los personajes, diremos que Miriam Blaylock es un monstruo maravilloso que pertenece a ese grupo de personajes de ficción, y a veces de la realidad, que despiertan fascinación y atracción. Una parte de este atractivo procede de situarse más allá de la ley. Decimos a veces en psicoanálisis que la característica principal de los perversos es que conocen la ley y la transgreden. Nosotros no podemos; afortunadamente no nos atrevemos. Los monstruos, a nuestro alrededor, son perversos: conocedores y transgresores. Hay en ello un aroma religioso indudable. Quienes provengan de una educación religiosa recodarán que el “verdadero pecador” era alguien con una profunda fe. El verdadero pecado implica un verdadero deseo de ofender a Dios, y ello implica la absoluta convicción de su existencia y realidad. En este caso, el monstruo, el perverso en sentido psicoanalítico, sería una especie de “pecador verdadero”, es decir, alguien perfectamente consciente de la ley y que no la desconoce, la rodea o la niega, sino que deliberada y voluntariamente la transgrede. Miriam y los suyos nos horrorizan y nos admiran a partes iguales.

John es más humano cada minuto que avanza la película. Al principio acepta el reto fáustico y el precio que conlleva esa oferta: convertirse en asesino. Su vida eterna pasa por matar a sus compañeros humanos. Pero es sobre todo humano cuando se enfrenta al final y le vemos inerme, celoso, angustiado, cuando entiende cuál va a ser su destino, esa no-muerte eterna. Podemos pensar que al principio aceptó el pacto que el monstruo le ofrecía, creyó ser igual a ella y diferente a nosotros, pero se engañaba. No quería ver lo que tenía delante: hubo otros antes que él y otros vendrán cuando se vaya. John ha hecho un pacto con el diablo, ha sido engañado y debe pagar un precio terrible: el infierno en una caja de madera.

Sarah es, sin duda, la más humana de los personajes de la película. Ella sería un claro ejemplo de esa “breve belleza muerta”, esa mariposa que salta de la ciencia a la magia, del amor a un hombre al amor a una mujer, de amar al monstruo a renunciar a él. Es uno de nosotros, pero con grandes cualidades, con fortaleza, valerosa. Lo que la diferencia claramente de John es que éste sucumbe, pero ella no acepta el pacto. Enfrentada a la alternativa de matar para vivir, ella parece aplicar ese precioso poema  de William Henley titulado “Invictus” que da nombre a la biografía de N. Mandela que ha rodado Clint Eastwood (2009). Dice el último verso del poema: “…soy el amo de mi destino; soy el capitán de mi alma…”. Sarah parece aplicarse estas palabras a sí misma, y en el momento terrible en el que comprende en lo que se ha convertido, se arranca la vida para hurtarle al monstruo su mayor presa: ella misma. Y así pone en marcha un final que a la vez incluye una cierta  moraleja: la aparente imposibilidad de escapar al destino. De alguna forma, Sarah reta al diablo, y al vencerle, ocupa su lugar.

Una buena manera de terminar esta reflexión puede ser recordando un precioso poema de Gil de Biedma (Aullón 2007) titulado “No volveré a ser joven”, y que dice así:

Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
como todos los jóvenes yo vine
a llevarme la vida por delante.

Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos,
envejecer, morir, eran tan solo
las dimensiones del teatro.

Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir
es el único argumento de la obra.

Y sin embargo…, ¿por qué no ser dueño de mi destino?, ¿por qué no convertir la vida en un gozoso combate contra la muerte que nos aguarda?, ¿por qué no sembrar nuestro camino de recuerdos que otros tendrán que atesorar?, ¿por qué no, finalmente, dar a los nuestros un poco de vida eterna al recordarles?.

 

BIBLIOGRAFÍA

  • Aullón P. Obra poética de Gil de Biedma. Verbum. Madrid. 2007
  • Benjamín W. La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. En: Discursos Interrumpidos I. Madrid: Taurus Ediciones; 1973. p. 17-59.
  • De Botton A. How Proust can change your life. Vintage. 1998
  • Dawkins R. El gen egoísta: las bases biológicas de nuestra conducta. 2ª ed. Barcelona: Salvat Editores; 2000.
  • Eastwood C. Invictus. Warner. 2009
  • Littell J. Las Benévolas. Barcelona: RBA Libros; 2007.
  • Lole y Manuel. Un cuento para mi niño. En: Nuevo Día.  Madrid: Movieplay; 1975.
  • Paglia C. Sexual Personae. Arte y decadencia desde Nefertiti a Emily Dicki
    nson. Madrid: Valdemar Intempestivas; 2006.
  • Proust M. En busca del tiempo perdido. Madrid: Alianza Editorial; 1998.
  • Scott T. El ansia. Metro Goldwin Mayer. USA, 1983.
  • Scott, R. Blade Runner. Warner. 1982
  • Strieber W. The Hunger. William Morrow. New York. 1981
  • Unamuno, Miguel de. “Salamanca” [1907]. In Poesía Completa. Alianza Editorial. Madrid. 1984