«Durante el fin de semana los gallinazos se metieron en la casa presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas y removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior, y en la madrugada del lunes la ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna brisa de muerto grande de y podrida grandeza. Solo entonces nos atrevimos a entrar sin embestir los carcomidos muros de piedra fortificada, como querían los más resueltos, ni desquiciar con yuntas de bueyes la entrada principal, como otros proponían, pues bastó con que alguien empujara para que cedieran en sus goznes los portones blindados que en los tiempos heroicos de la casa habían resisitido a las lombardas de William Dampier. Fue como penetrar en el ámbito de otra época, porque el aire era más tenue en los pozos de escombros de la vasta guarida del poder, y el silencio era más antiguo, y las cosas eran arduamente visibles en la luz decrépita”
Así comienza García Márquez su novela, cuyo título tomamos prestado para este escrito, que primero fue oral. El texto del autor colombiano relata el estado de la casa del dictador a la muerte de este. Alegoría del estado de la función paterna patriarcal en las postrimerías del siglo XX y los albores del XXI. Estado ruinoso, semiabandonado, paisaje después de la batalla. Gallinazos. ¿Qué son los gallinazos?. Son aves que ocupan un lugar semejante al buitre en la iconografía cultural.
¿Y qué papel toma el psicoanálisis al respecto de la cuestión paterna, qué concepción del padre y sus funciones en las relaciones parentales y filiales, sostiene el psicoanálisis contemporáneo?
Aunque no se puede hablar de una posición unitaria puesto que el psicoanálisis está atravesado por una serie de controversias que, a mi modo de ver, son a menudo una vacuna contra la entropia, no obstante queremos mostrar los desfases que presenta en muchas de sus concepciones imperantes, respecto de las transformaciones sociales, mostrando a su vez la persistencia en defender una posición respecto a la función paterna que muestra a las claras un remanente ideológico que lastra la evolución de la teoría y también, obviamente, de la práctica psicoanalítica.
Habría que empezar precisamente preguntandonos si el padre solo tiene una función, como parece desprenderse de la formulación lacaniana.
La idea del padre que defiende gran parte del psicoanálisis actual, tiene toda la apariencia de una posición religiosa en la cual el mito del padre que se postula, se asemeja enormemente a la figura de Dios padre, bien sea en la vertiente del padre bueno, bien en la del padre implacable. El mismo J.-A. Miller, albacea testamentario de la obra lacaniana, lo suscribe cuando dice que la función del padre es «la función religiosa por excelencia, unir» . Y qué une el padre en su función, nada menos -entre otras cosas-, que la ley y el deseo, sobre esto volveremos.
Este debate es planteado por Tort en los siguientes términos: ¿Cómo distinguir lo que, en la elaboración psicoanalítica del padre, corresponde a las exigencias de la clínica, y lo que reconduce en el psicoanálisis el culto al padre?
En el nº 38 de la revista de la APM encontramos ejemplos diversos de como se piensa la función paterna en una de las publicacioens oficiales del psicoanálisis. Así ya en la introducción López-Peñalver señala el límite de la docta teoría: el límite es el Edipo, todo se resignifica en el complejo de Edipo. No hay por lo tanto otro padre que el padre edípico, no hay otra función paterna que la edípica.
Desde esa privilegiada atalaya, el padre es el universo simbólico en el que se desenvuelven nuestras vidas, por ello propone Dor «el padre interviene como un operador simbólico anhistórico». El padre se situa en una posición trascendental, más allá de la historia. A menudo, los defensores de esta posición especifican que no se puede confundir la función con la persona, como si con ello restaran fuerza a las críticas sobre su carácter patriarcal, por eso vale la pena revisar el texto de Joel Dor «El padre y su función en psicoanálisis, donde aclara: » En tales condiciones, ¿bajo que insignia se sitúan los padres encarnados, es decir, los hombres puestos empíricamente en situación de designarse como padres?…A lo sumo se presentan como diplomáticos, e incluso, por lo regular, como embajadores ordinarios… Así pues, dejando a salvo la metáfora, designemos al padre, en lo real de su encarnación, como aquel que debe representar al gobierno del padre simbólico, estando a su cargo asumir la delegación de esta autoridad ante la comunidad extranjera madre-hijo».
Concluimos por tanto que, a pesar de las salvedades que siempre se hacen para deslindar la función de la realidad, lo cierto y verdad es que la función paterna se sostiene sobre la figura del padre real.
Otros autore están muy preocupadas directamente por la desaparición del padre, pero al decir del padre se refieren al padre tradicional en función de autoridad, tanto es así que cuando hablan de padres en otra función distinta de la edípica, tal es su reduccionismo que le llaman función madre, padre en función materna, o peor aún, padre maternizado, denominación que abre a toda la fantasmagoría de la feminización e impotentización del padre. Ese desmedro del padre aparece como preocupación en la obra del prolífico Zizek que declara:
“Sin embargo, la caída del Nombre-del-Padre implica que éste no se inscribe en el sujeto de igual modo pues, si como opina Zizek, esta caída se refiere al debilitamiento del No paterno, es decir, el “No porque no” (258), de ello se colige una mayor injerencia del Deseo-de-la-Madre en el sujeto y por lo tanto la degradación de la función paterna a una entidad reguladora sin un punto de enunciación fija.”
Es muy discutible la idea del “padre como interdictor, el que simboliza al niño como hijo de una pareja”. De nuevo la teoría muestra en escorzo el supuesto de una madre fálica, incapaz de defusionarse de su hijo, una madre potencialmente devoradora que convertirá irremediablemente a su hijo, de no mediar el padre, en un objeto para su satisfacción. Sin embargo, es el mismo Lacan el que muestra como la mujer ya introduce el otro, el tercero en la pareja, y ese es el lugar que se otorga al padre en la formulación lacaniana del Edipo. En su Inconsciente la madre incorpora a un tercero, de cuyo deseo se reivindica; es por tanto la presencia de un tercero en el inconsciente de la madre, la que garantiza al hijo como perteneciente a una pareja.
Tomemos por ejemplo el trabajo de Daniel Schoffer en la citada revista. Una de las funciones paternas ahí descrita, dentro del ideario lacaniano, propone al padre como sustentador del “acceso a la erogeneidad”, lo cual no deja de ser curioso pues entra en contradicción con todo lo que nos aporta tanto la clínica como la observación directa, las cuales ligan el despertar de la erogeneidad al encuentro con la madre . Podemos compartir la idea de que no es solo la madre quien transmite desde el amamantamiento la erogeneidad al lactante, podemos incorporar al padre en funciones de cuidado y sostén del bebé, y no las llamaremos funciones maternas como algunos defienden. A partir de ahí consideraremos su papel en el despertar del bebé, en los cuidados precoces, pero no podemos concordar con la idea del padre como aquel que da acceso a la erogeneidad. La erogeneidad, la sexualidad infantil, aparece en el encuentro con el otro adulto, y ese encuentro en n
uestra cultura es protagonizado prioritariamente por la madre.
Otro de los presupuestos defendidos por el pensamiento lacaniano es el que liga el origen del psiquismo o de la subjetividad, depende de los autores, a la separación de la madre. El padre es el que separa al hijo de su madre, para ingresarlo en la familia, falta aquí la referencia al apellido, fundamental en la argumentación que se apoyará en el concepto del “nombre del padre”. El padre separa al hijo de la madre, para que pueda tener acceso al mundo humano, para que emerja de la sensorialidad pura, de la voluptuosidad sin fin, de lo natural primitivo, y ello se sanciona al otorgarle su apellido. El acmé de esta fundamentación teórica llega en esta definición de la función paterna en el desarrollo del psiquismo infantil: “Es esta función de “corte” – señala Schoffer”-, la queprotege al niño de la posición narcisista de ser el falo de la madre, es decir, un objeto de fabricación materno, que lo puede condenar al goce de la fusión-con-fusión original e imaginaria”. Fin de la cita.
Los supuestos implícitos en esta afirmación capital de la teoría lacaniana de la función paterna evocados por Schoffer, merecen un análisis detallado pues la presuposición de partida, plantea que el niño necesita ser protegido de la madre, necesita ser protegido para no llegar a ser el falo de la madre, para no ser directamente un opúsculo materno, el trozo de carne que le falta, como si fuese la libra que pide Shylock en «Otelo».
De no ser separado, cortado, amputado a la madre, se convertiría en juguete a su servicio, confundiéndose con ella, lo que le impediria su desarrollo psíquico. Esta separatividad forma parte de la identidad de género masculina, y denota su conflictividad, su insuficiencia, su deuda impagable. Para ser –todo un hombre-, tiene que separarse de aquella, y aquello que más ama. Tiene que repudiarla, alejarse de ella, considerarla un no-yo. Esto es lo que afirman por ejemplo Burin y Meler ( 2000) , Ellis (1996).
El primer supuesto que sostiene este edificio teórico, precisa instaurar el falo como eje de la teoría. Este falo, que distingue al complejo de Edipo de una sexualidad natural, como nos recuerda Schoffer, es definido posteriormente como el deseo genunino de la mujer. La mujer desea el falo, el cual viene a representar todos los objetos pulsionales del desarrollo psíquico: excremento, dinero, regalo, niño o pene, siguiendo la ecuación planteada por Freud en 1917 . La mujer desea el falo, el hombre desea a la mujer, investida de atributos fálicos, luego el hombre desea una quimera.
“Si el deseo de la mujer es el deseo de falo”, como afirma Schoffer , ese deseo es imposible de realizar, el falo es de por sí bien escurridizo, no obstante por una operación de transposición que no parece una sublimación y por tanto habría que ver de qué se trata. ¿Se trata de un desplazamiento? ¿De una metaforización? A través de una operación pues difícil de definir, ese deseo se colma en el hijo: a falta de un falo, bien vale un hijo parece decir el autor. Claro que en la operación emergen malestares profundos. Es dudoso que un hijo hoy pueda sustituir a un falo. Las consecuencias a nivel psicopatológico son muy serias. Es también una petición de principio: la mujer desea el falo, pero si el deseo no tiene objeto, en la lógica lacaniana, ¿qué es el falo entonces: es la condición del desear? ¿Es el representante universal de cualquier deseo de una mujer?
Pero y si el deseo de la mujer no fuera finalmente reductible a un deseo de falo: ¿Qué desearía la mujer?
Podemos por tanto remitir el deseo de la mujer al universo fálico, o acaso el deseo de la mujer vaya más allá de la lógica fálica, y es preciso entonces que la teoría psicoanalítica afronte esta exigencia para poder pensar la sexualidad femenina, viejo problema ya planteado por Freud en sus incursiones sobre el tema . Freud no quedó muy satisfecho de los resultados de sus indagaciones, renunciando de hecho a haber podido aprehender el deseo de la mujer.
Sea como sea, la suposición de Schoffer se asienta en esta premisa, el deseo de la mujer es un deseo de falo, un deseo imposible en la lógica lacaniana, sin embargo, el deseo fálico de la mujer, a diferencia de otros, logra satisfacerse, se colma en el hijo. El hijo colma el deseo fálico de la mujer. El problema de esta teorización es que convierte lo particular (el deseo de algunas mujeres que solo se colma con un hijo) en universal: La mujer ve colmado su deseo cuando tiene un hijo. La madre solo se siente completa cuando tiene un hijo. La mujer pues, queda reducida a la categoría de madre, de algunas madres.
Dada esta premisa se entiende la continuación del razonamiento: la madre no puede desprenderse de su hijo y “lo condena a la « falta de ser »” . Para rescatarlo se precisa la intervención del padre, un padre convertido aquí en una especie de superhéroe: el padre convertido en instancia prohibidora “para que el niño no muera aplastado por el deseo de la madre” cito textualmente al autor.
Ha culminado su desarrollo con la trasposición de la mujer, cuyo deseo era el falo, colmado solo por el hijo, en una madre fálica. Toda mujer es una madre fálica en potencia, que necesita que la ley del padre regule su deseo para evitar, con gran esfuerzo por parte de este, que produzca neuróticos obsesivos y perversos.
Así pues, en el segundo tiempo del Edipo el padre, agente de la castración (de la amenaza) representa a la vez esa función de corte al tiempo que es un rival en la posesión de la madre. La rivalidad es la que produce la angustia de castración, dice Schoffer. El niño escapa retirando la investidura libidinal de la madre. Esto lo hace de dos maneras, por un lado reforzando la identificación al padre, lo que le permite retener un vinculo tierno y una fantasía sexual con la madre (esto es realmente contradictorio: retira la libido pero mantiene la fantasía?) La otra consiste en identificarse a la madre (para retenerla: si no la tengo seré como ella y tendré o desearé lo que ella desee): ello le lleva a adoptar una posición femenina y tierna hacia el padre al tiempo que una actitud celosa y hostil hacia la madre. (este ejemplo es muy frecuente en las niñas, es parte de su desarrollo psíquico, y está avalado por la normatividad cultural y moral. El problema es cuando ocurre al varón, en el cual la actitud tierna y amorosa hacia el padre, y la hostilidad a la madre, es sentida como inadecuada y censurada por la moral social)
A propósito del sepultamiento del complejo de Edipo, destaca Schoffer como la angustia pone coto a los deseos incestuosos infantiles: no puede escapar a la castración: si se identifica al padre, por su deseo incestuoso que le conducirá a la experiencia de la amenaza, si se identifica a la madre porque ello implica ser castrado como ella (de nuevo aquí se cuela la ideología).
La angustia derivada del castigo por su deseo parricida, dice Freud que es normal, la angustia frente a la actitud femenina es el factor patógeno (para el niño se puede entender, pero no puede ser así para la niña: qué pasa con la función paterna en la niña?) El complejo de castración es la clave para la neurosis, en el varón, pero no en la mujer, de nuevo la ideología falocéntrica le juega una mala pasada al autor. Es la universalización del Edipo, cuando en el fondo está pensado en relación al desarrollo del hijo varón .
Dice Freud que la adopción de una posición de amor femenino hacia el padre es impedida por la castración, es decir que, la identificación a la madre para desde ahí investir al padre, pues implica la castración al igu
al que la madre, luego no es posible: ¿pero acaso no es esa la explicación psicoanalítica clásica de la homosexualidad masculina?
Finalmente en esta concepción el padre no tiene una relación directa con el hijo. Padre, se hartan de decir los que suscriben esta tesis, solo existe en tanto es designado por la madre como objeto de su deseo (en realidad como sujeto de su deseo, puesto que ella es la que se propone como objeto). La institución de la función paterna depende de que sea nombrado por la madre como otro de su deseo. El padre no tiene una relación directa con el hijo. El acto del nacimiento del sujeto humano no se produce con el engendramiento por la madre, sino al referirlo al padre y al ser nombrado por él. Esta afirmación de nuevo deja colar la ideología patriarcal en un desarrollo ajeno. El sujeto se hace humano en los primeros cuidados y recibe después una filiación paterno materna. La referencia al otro presente en la madre desde el inicio, inconsciente materno que acude al encuentro conel bebé desde el inicio, es la referencia a la realidad de que la madre no es solo un engendro del o para el hijo, ese enfrentamiento a la realidad, pautado como destaca Winnicott e medida que puede ser aceptado por el infans, ya es humanizante.
Asistimos por tanto a una sta operación de exaltación de la figura del padre, y también de desculpabilización: el padre freudiano seductor de histéricas, al borde de la perversión, reprimido posteriormente como señala Laplanche, reaparece con su ropaje hegeliano, convertido ahora en garante con su nombre, del desarrollo psiquico del niño: el nombre del padre es su función de corte. El significante de la función paterna es el nombre del padre, posteriormente se transforma en “los nombres del padre”, y como señala Zizek cierra el bucle cuando formula que: la mujer es uno de los nombres del padre.
Este padre, aquejado de perversión en los primeros historiales freudianos, posteriormente reprimido, reaparece rehabilitado en sus funciones y en sus cargos, disipada toda sospecha sobre su honorabilidad.
Más allá de la función paterna: ¿hay padres más allá del padre?
Una de las críticas fundamentales a este padre plenipotenciario proviene, de las filas del pensamiento feminista. Es cierto que mayoritariamente el psicoanálisis se ha mostrado impertérrito ante las críticas, en una posición de autosuficiencia que no se corresponde con el espíritu freudiano de apertura a las otras ciencias y saberes de la época. No obstante algunas de esas críticas ya no se pueden calificar con esa suficiencia algo elitista, como provenientes de gente de afuera, no analizados, gente que no puede comprender. Las críticas provienen de las propias filas una vez que el feminismo ha calado entre buen número de mujeres psicoanalistas, sobre todo del otro lado del Atlántico. Y al mismo tiempo la práctica clínica obliga a los analistas a enfrentarse con situaciones para las que el dogma psicoanalítico se muestra caduco. Las composiciones familiares actuales, las problemáticas de filiación, exigen una revisión a fondo de los supuestos teóricos de los que nos servimos.
Frente a esta defensa del padre, cuyo fundamento es más ideológico que clínico, se oponen desarrollos tanto desde la sociología, la filosofía, y el propio psicoanálisis en su confluencia enriquecedora con el pensamiento feminista. Desde las críticas de Derrida o Castoriadis, hasta las más recientes de autoras como Rubin, Butler, Chodorow, Benjamin, Benhabib, Burin, Meler, Bleichmar, Roudinesco… Pero también la de autores como Rodulfo, Volnovich y otros, han contribuido enormemente a destacar las aporías del psicoanálisis respecto del orden patriarcal.
El trabajo que desarrolla Jessica Benjamin sobre la función del padre en el desarrollo del psiquismo de la hija me parece un contrapunto necesario para volver la teoría freudiana a sus orígenes de búsqueda y confrontación permanente de la teoría con la experiencia clínica.
Esta autora neoyorkina pone el acento en el amor identificatorio de la hija al padre, entendido como un esfuerzo, no para lograr una identidad, sino para definirse como sujeto de deseo. Un ideal que la inspire en sus esfuerzos por la autonomía. Una figura parental basada en “el padre del reacercamiento” propuesto por M. Mahler, anterior al padre edípico.
Esa identificación al padre, al decir de la autora, no persigue huir o negar la castración (como defiende el psicoanálisis desde Freud hasta Lacan) no es una reacción ante la castración materna sino que es una reacción de amor y admiración hacia el padre. El amor identificatorio de los hijos varones al padre conlleva un sentido de género, es el logro de la masculinidad. Pero para que esta identificación “eche raíces”, dice la autora, necesita de la mutualidad, necesita de la reciprocidad, necesita que el otro de la identificación la favorezca: tú puedes ser como yo.
En el caso de la hija podemos entender a menudo el dolor del fracaso ante la falta de reciprocidad del padre que no soporta ver esa hija en él, verse en esa hija (la especularidad en juego). ¡Tu no puedes ser un hombre!
La resolución de la identificación paterna es uno de sus pivotes fundamentales para la constitución de la identidad de género, pues si bien el varón puede rescatar su omnipotencia mediante la identificación masculina al padre, la niña ve precozmente como se derrumba su narcisismo, a consecuencia de la falta de reciprocidad, de la falta de reconocimiento paterno. Ese “derrumbe temprano de la omnipotencia en hijas que no tuvieron el reconocimiento de su padre” –como dice Benjamin-, dará lugar, en opinión de la autora, a mecanismos de compensación identificatoria a través del amor sumiso hacia figuras masculinas que perpetuen ese ideal, hombres que no tuvieron que renunciar a la grandiosidad infantil. Amor sumiso que a veces puede llegar al masoquismo y que desde luego compromete enormemente el desarrollo de una subjetividad propia.
Para la autora este fracaso identificatorio es el germen del masoquismo erógeno de la mujer: atrapada entre la necesidad del reconocimiento paterno y su rechazo. No hay nada connatural en él, no tiene raíces biológicas, es el resultado de relaciones precoces saldadas con un fracaso identificatorio que deja una herida narcisista imborrable.
Su propuesta es una resimetrización de las funciones parentales, una despaternalización del tercero, el padre no tiene que quedar fijado a la función de tercero, de hecho una de sus propuestas más interesantes es la del segundo adulto, una figura transicional, que puede representar una función otra que la de la madre, sin necesidad de apelar a la función de corte o de institución de la ley. Esta figura tiene distintas lecturas pues podemos pensarla en relación a un padre en otras funciones, que no las definidas más arriba, pero también se puede referir a un adulto que no es padre, en una relación significativa con el infans. Es interesante porque alude a multitud de relaciones que se dan con el adulto varón y que el psicoanálisis siempre ha recapitulado como “subrogados del padre” en una visión muy estrecha de la realidad tan compleja que habitamos, al menos en lo que concierne a las estructuras transicionales de parentesco.
Rodulfo , por su parte, critica la formulación de los analistas que consideran perverso todo hecho clínico o social que se aleja de la estructura simbólica e imaginaria, que ellos manejan; que no se acomoda a la estructura platónica con la que se orientan. Todo hecho clínico que cuestione el lugar del padre y
su función normalizadora entra en esa categoría de lo aberrante, de lo patológico.
El psicoanálisis no sabe pensar de otro modo que como sustitutos o subrogados paternos a todas las relaciones que se dan entre un hombre y un niño o una niña: quizá está aquejado de un fantasma de seducción, de paidofilia ineludible del adulto varón. Es decir, atrapado en su propia ideología, la que ha hecho, como dice el autoor, crear un lugar donde el deseo y la ley convergen: el padre simbólico. La ley del padre se opone al deseo violento e irrefrenable de la madre, un deseo patológico que tiene que sucumbir por mor de la salud del hijo.
Todo ello porque el psicoanálisis, ese psicoanálisis, hace síntoma y no logra hacer el duelo del padre: pero no de cualquier padre, sino de ese padre en función de corte, ese padre atenazado por un lugar idealizado que ni en sueños podrá remedar. El padre en psicoanálisis, ese padre cuya función es religiosa por excelencia se ha convertido en un síntoma, el síntoma del psicoanálisis.
* Esteban Ferrandez Miralles.
Miembro didacta del C.P.M.
Dir: Santa Teresa 19, 2º ent. A
30005. Murcia. 968218806. eferrandezm@gmail.com
Slavoj Zizek, The Ticklish Subject. New York: Verso, 1999. Citado por Juan Carlos Ubill en “El sujeto posmoderno” EOL.
El máximo exponente de esta corriente, aunque no el único, es Laplanche que le da forma como «Teoría de la seducción generalizada» y lo situa como pilar fundamental para una refundación del psicoanálisis.
Schoffer Kraut, D.: «A cien años de la función paterna en la clínica freudiana». Revista de la APM, 32. 2002
La amenaza de castración paraliza las aspiraciones libidinales parcialmente, nunca lo consigue del todo, dice después el autor. El complejo no se resuelve nunca, cabría decir. La desexualización, la sublimación, son soluciones parciales e imperfectas, nunca terminan de agotar las investiduras libidinales.