Los continuos cambios que se vienen dando en la teoría psicoanalítica pueden ser entendidos desde dos vertientes posibles: una, la que tiene que ver con las propias tensiones internas del psicoanálisis, y otra, la que refleja las presiones y valores culturales de cada momento histórico.
Los valores sociales, valores de cultura que imperceptiblemente están presentes en nuestra cotidianidad, urdimbre de significaciones o significaciones intersubjetivas, que nos condicionan y nos hacen hablar como ese inconsciente freudiano que dirige nuestro deseo a espaldas de nuestra conciencia. El propio Freud, en ocasiones, no parece estar muy atento a como los valores en los que estamos inmersos condicionan nuestra observación. En “Más allá del principio del placer” Freud dirige un comentario desdeñoso a la filosofía y dice “No presenta interés alguno para nosotros investigar hasta que punto nos hemos aproximado o agregado, con la fijación del principio del placer, a un sistema filosófico determinado e históricamente definido. Lo que a estas hipótesis especulativas nos hace llegar es el deseo de describir y comunicar los hechos que diariamente observamos en nuestra labor”. Podemos entender que Freud, en algunos momentos y por el peso de sus descubrimientos y creaciones, no se viera hijo de su época y sus descubrimientos no le parecieran históricamente condicionados o determinados.
El psicoanálisis, como se repite continuamente, surgió en una etapa histórica, el siglo XIX, marcada por los valores de la modernidad, heredera de la Ilustración. Una época científica , donde observador y observado estaban perfectamente diferenciados, donde la realidad estaba fuera, donde la verdad era el premio que la naturaleza daba al científico y donde el lenguaje nos servia para nombrar las cosas, pero las cosas eran las cosas y las palabras eran las palabras. Los hombres eran los hombres y las mujeres eran las mujeres, la sexualidad, por fin, podía ser investigada… Había un orden, no medieval, pero si suficiente para que el Edipo emergiera con todas las pretensiones de constituirse en parte de la naturaleza humana.
Pues, al parecer, esto ya no es así. El pensamiento de la posmodernidad ha cuestionado y cuestiona todo ese modelo. Al principio fue un asunto de arquitectos ( Pruitt-Igoe) pero con el tiempo se convirtió en el nuevo referente social, cultural, en el que nos movemos. De difícil definición: denuncia y critica los valores de la ilustración, cuestiona sus paradigmas, la idea de progreso, de razón y hace del pluralismo, o quizás de la fragmentación, su episteme mayor. Es el referente cultural que según uno de sus mejores estudiosos, Fredrich Jameson, representa la etapa del capitalismo tardío o multinacional. (A Freud le tocó la etapa del capitalismo monopolista o imperialista). Una sociedad de consumo, de tecnología sofisticada, de comunicación informatizada e instantánea que produce una cultura de fragmentación, donde los opuestos pueden convivir gozosamente y donde los referentes de autoridad parecen desaparecer. El lenguaje se desentiende del mundo y se convierte en un mundo propio y autónomo.
Así pues, el mundo moderno, en el que Freud desarrolla su obra, ha sido rebasado por una suerte de posmodernidad basada en la desconfianza hacia la ciencia clásica y su método, hacia la verdad que nos ofrecen y, sobre todo, hacia una realidad que ya no es una y objetivable, sino una realidad en dependencia de nuestro método de observación, esto es, la realidad como algo que creamos, no como algo que descubrimos y, por tanto, como algo que depende de un acuerdo social expresado en palabras. Para la posmodernidad habitamos un mundo de lenguaje donde los significados no son incuestionables, sino que aparecen como versiones posibles en un mundo inasible en su objetividad. Igualmente, y lo que puede ser más importante para la terapia psicoanalítica, el observador pierde su lugar neutral de observador y se convierte en participante dentro del campo observado, cosa, dicho sea de paso, que ya adelantó el psicoanálisis con el concepto de transferencia.
Esta importancia del lenguaje, en su versión posmoderna, nos transmite Ana Bedouelle y Lola López Mondéjar.
El psicoanálisis, atrapado entre la ciencia explicativa y la cultura interpretativa, desarrolla su actividad en ambas dimensiones. Quizás sea en la obra de Freud donde es posible encontrar una integración donde ciencia y cultura se potencian mutuamente. Quizás ello fue posible por encontrarnos en un momento histórico donde ambas dimensiones del conocimiento estaban perfectamente separadas. Ni la ciencia intentaba invadir el campo de las humanidades, ni estas la de la ciencia. En la actualidad tal separación no existe y el respeto reverencial por la ciencia y su método han desaparecido. Hoy, el lenguaje crea conceptos, universos, que no requieren corroboración alguna porque su razón de ser esta en el efecto creador de nuevos significados, en el desarrollo del universo simbólico, que acomete, desde la clínica a la biografía lejana.
Entre la naturaleza y la cultura navega la tradición psicoanalítica, o mejor, no entre , sino con . Con la naturaleza y la cultura navega la tradición psicoanalítica. Por eso, cuando A. Beduelle nos dice La sexualidad es un lenguaje y no tiene nada de natural… , y luego López Mondejar nos lo amplia Ahora bien, al incorporar el lenguaje (al incorporarse al lenguaje, también podríamos decir) el ser humano, como especie y como individuo, es decir filogenética y ontogenéticamente, pierde su naturaleza animal, abandona el mundo de los instintos para adscribirse al mundo de las instituciones …, nos surge la duda de si nos seguiremos encontrando con la incógnita de si las perversiones (Beduelle) o la melancolía (López Mondéjar), no nos hablan de una naturaleza capaz de insistir más allá de nuestro universo simbólico. Quiero decir, de si ya en el psicoanálisis la naturaleza ha desaparecido y solo nos encontramos con un mundo de cultura.
Dos artículos, de Jiménez Avello y de Pablo J. Juan Maestre nos devuelven a un interrogante, lo vivencial en Ferenczi y el encuentro del que habla Berger, centrales a nuestra practica psicoanalítica.
Guadalupe Jeri Gutiérrez y Mario Rendon y Angel Sánchez sitúan la historia en el centro de sus trabajos. Uno se centra en las vicisitudes político psicológicas de una reina, Juana la Loca y desde aquí le dirige las reflexiones del feminismo: Sorprende conocer con qué facilidad se pudo desposeer a una mujer de todos sus derechos, como hija, como esposa y como madre, sólo porque se rebeló ante lo que le parecía injusto. Nos podríamos preguntar ¿es legítimo preguntarse con conceptos de ahora sobre acontecimientos de entonces?
El recorrido filosófico, inevitablemente escueto, nos recuerda las deudas que el psicoanálisis tiene con la filosofía y nos sitúa con la necesidad de ampliar este trabajo y continuarlo en nuestra condición de psicoanalistas con la obra, por lo menos, de Heidegger y Gadamer.