Hay dos operaciones fundamentales que constituyen al sujeto humano: la alienación en el universo significante que nos viene dado por la cultura y, en palabras de Lacan, la separación del “objeto a”. Tratemos de comprender una y otra.
1. La alienación en el universo significante.
El mundo se nos presenta por mediación de los otros, nombrado por los otros. En el ser humano, el objeto se constituye al mismo tiempo que el concepto. El lenguaje es el magma en el que se baña y surge el sujeto, un lenguaje que nos aliena y nos permite, al mismo tiempo, constituirnos como tal.
Además, el mundo se nos presenta interpretado por los adultos que nos rodean, los otros significativos son portadores de los afectos con los que nos acercamos a la vida.
Como señala Piera Aulagnier, en este punto hay que estar muy atentos al problema de la sobreinterpretación, como un añadido pernicioso, una consecuencia perversa de la alienación estructural y fundante del sujeto en el lenguaje.
Paradigmático en este asunto de la sobreinterpretación, letal en este caso, es la novela de Henry James, “ Otra vuelta de tuerca ” [1] , donde las proyecciones y los fantasmas de la narradora, institutriz de unos niños de los que apenas sabemos nada, acaban con la vida de uno de ellos.
¿Qué queremos decir con todo esto? Antes del lenguaje no hay sujeto humano. El hombre/la mujer se crean en su relación afectiva con los otros. El cerebro está capacitado para la adquisición del lenguaje, pero la maquinaria genética sólo se pone en marcha si se dan unas condiciones de crianza idóneas, que felizmente son las que la cultura se ocupa de proporcionarnos en la mayoría de los casos. En las raras ocasiones en que esto no sucede (como se demostró en los famosos episodios de los niños lobos, o la ausencia de relación interpersonal recogidos y analizados por la literatura del siglo XIX), la privación del contacto humano en los primeros tres años de vida incapacita al infante para la adquisición del lenguaje; nos referimos, obviamente, a un lenguaje no repetitivo sino creativo.
Ahora bien, al incorporar el lenguaje (al incorporarse al lenguaje, también podríamos decir) el ser humano, como especie y como individuo, es decir filogenética y ontogenéticamente, pierde su naturaleza animal, abandona el mundo de los instintos para adscribirse al mundo de las instituciones (Malinowski), y regir su conducta por un orden “no natural” sino simbólico. Hasta la sexualidad, campo ligado a lo biológico por antonomasia, escapa en la especie humana a la tiranía del celo para expandirse y abarcar en su perversidad polimorfa todo el cuerpo, la vida entera del ser humano, más allá de la mera reproducción.
Es decir, la adquisición del lenguaje nos aliena, nos separa, de un cuerpo que es a partir de él mera construcción; un cuerpo que empieza a ser más representación que biología [2] , sobre el que se ciernen los diferentes discursos del poder.
Como ejemplo podemos traer a colación el cuerpo de la mujer y su representación, su construcción simbólica en el discurso del patriarcado, felizmente puesto en cuestión por los estudios y teorías feministas de los últimos cincuenta años.
El lenguaje, esa prisión contra cuyos muros choca el pensamiento y a los que ha de someterse para expresarse, ha sido denunciado como un aparato de dominación y de poder. La violencia simbólica que conceptualiza Bordieu [3] nos habla de cómo el lenguaje crea cuerpo, lo moldea, unos cuerpos donde el poder ha estado del lado del hombre y la sumisión del lado de la mujer. Las feministas francesas (Hélène Cixous, Luce Irigaray, entre otras), se han preocupado de desvelar el logocentrismo, la dominancia de un discurso masculino en el lenguaje hablado, y la necesidad de crear una voz y una escritura diferentes que representen plenamente a la mujer, capaz de expresar las diferencias de sus cuerpos y de sus experiencias, un lenguaje capaz de escribir el cuerpo femenino. Sus propuestas son múltiples y escapan a nuestro estudio.
En consecuencia, buscando el cuerpo nos encontramos con el texto . Cuerpo y corporalidad son una quimera conceptual en permanente construcción/deconstrucción. El cuerpo nunca es una envoltura estable con los contornos fijos, sino que social y psicológicamente está en permanente movimiento de reelaboración imaginaria y simbólica [4] .
Pero además, la entrada en el lenguaje produce otro tipo de alienación, digamos no política sino subjetiva, que es en la que vamos a hacer hincapié aquí.
¿Qué es lo que se aliena con el significante?
Podemos decir que la captura del cuerpo por el lenguaje produce una alienación de aquello que era la carne , cuerpo aún sin representación, movido por ritmos, sensaciones sin nombre, movimientos, experiencias pre-verbales de ser transportado por otro, levantado por otro, colores, sonidos, sabores, toda la experiencia acumulada por el niño desde la vida intrauterina hasta antes de lograr el acceso a la expresión. A este modo de percepción Silvano Arieti [5] le ha llamado “endoceptual”, y con ella hace referencia a la llamada memoria procedimental [6] . Las experiencias primeras del niño, inconscientes, se forman también a partir de lo no representable de los adultos que le rodean. Estamos inmersos de lleno en el campo de la aventura transgeneracional.
- La separación del objeto a.
Lacan inventó el concepto de “objeto a” para definir lo irrepresentable para el sujeto, el resto que queda del cuerpo del que emerge el sujeto al asumir el significante. Llama “objeto a” a un resto que cae, algo que no termina de poder ser incluido en la simbolización ni tampoco es imaginable; el dirá que es un Real residual. El significante, el lenguaje pretende capturar la realidad pero, como sabemos, solo logra bordearla, el “objeto a” es el fracaso del significante por capturar lo real inabarcable. Es un fracaso de lo simbólico por hacerse con el cuerpo de las pulsiones .
La incapacidad de nombrar ese resto, lleva al artista a crear, de modo que, curiosamente, cuando los creadores hablan de los orígenes de esa creación, expresan con otras palabras lo que Lacan quiso designar con ese concepto.
Alberto Giacometti , escultor y pintor, realizó su primer dibujo a los 10 años, fue una ilustración de un cuento de Blancanieves. “El íncipit de su obra se coloca sobre el sello —¿osaremos decir la fatalidad?— mirada/ojo, quiasma constitutivo de su trayectoria, de modo que mirar la efigie de la Princesa adornada de los colores de la vida “blanca como la nieve, roja como la sangre, negra como el ébano”, era no verla, y verla, era sufrir de no poder poner su mirada sobre ella” [7] .
El hecho es que en la edad adulta, es esta imagen siempre inaccesible, esta visión de un real denegado, este término siempre relanzado de una búsqueda que no conoce su fin, lo que Giacometti se esfuerza por trazar de nuevo, o al menos capturar; es lo que él llama tan justamente “el residuo”. Un residuo que se insiste, y se resiste, a ser representado.
El sujeto humano estará así dividido por su adscripción a lo simbólico, sin el cual no sería sujeto humano, y su pertenencia a un cuerpo pulsional del que no puede desprenderse nunca, salvo en la muerte.
Podríamos decir que lo que nos mueve a hablar y a escribir, segunda operación exclusiva de la especie humana, es un esfuerzo por capturar ese no representable.
Y, por supuesto, no nos estamos refiriendo al habla y a la escritura formal, funcionales, alienadas en el universo del otro, dominadas por él, pues en ambas el sujeto está ausente; nos referimos a la escritura y al habla creativas.
Digámoslo en palabras de Tzvetan Todorov [8] : “Desde que yo hablo, entro en el universo de la abstracción, de la generalidad, del concepto, y no de otras cosas.
¿Cómo nombrar lo individual cuando el nombre propio, ya lo sabemos, no pertenece al individuo mismo? Si la ausencia de diferencia es igual a lo inexistente, la diferencia pura es innombrable: ella es inexistente para el lenguaje. Lo específico, lo individual, no es más que un fantasma, el fantasma que produce la palabra, esta ausencia que nosotros tratamos en vano de comprender, que hemos captado tan poco antes como después del discurso, pero que produce, en su vacío, el discurso mismo”.
La diferencia pura es innombrable. La subjetividad, en sentido estricto, también lo es. Nosotros, podríamos afirmar: somos lo que no podemos decir. Eso que se escapa del cuerpo en la palabra y en la escritura. Pero es precisamente ese resto el que me mueve a hablar, es tratando de dar cuenta de esa subjetividad irrepresentable, que creo el lenguaje y la escritura. El niño hace el mismo recorrido que la especie en la adquisición del lenguaje, pasando de las onomatopeyas, a las expresiones afectivas que expresan dolor, alegría, asombro, y de ahí hasta las palabras.
Para la gramática generativa de Chomsky la adquisición de la escritura sigue los mismos pasos que la del lenguaje.
Sin embargo, podremos decir, eppure si muove , a pesar del fracaso al que aludimos, por encima, podríamos decir incluso, de ese fracaso, el lenguaje triunfa , pues hablamos, escribimos; en realidad nunca paremos de hacerlo. En la calle, en la intimidad, en la televisión, los hombres y las mujeres no paran de hablar. Es más, nos pasamos la vida narrándonos a nosotros mismos en un ininterrumpido monólogo interior que nos tiene por protagonistas.
¿Por qué?
Porque la palabra captura, también, de modo insuficiente pero eficaz, fragmentos de lo real. De ahí que para Lacan todo significante comporte un modo de gozar del objeto . De ahí que se cure por la palabra viva, en transferencia, y que se enferme también por las palabras. Lo mismo cabe decir de la escritura.
Para Roland Barthes [9] : “la escritura es esto: la ciencia de los placeres del lenguaje, su kamasutra”. El placer del texto se parece a ese instante insostenible, imposible, puramente novelesco, que el libertino disfruta al término de una audaz maquinación, haciendo cortar la cuerda que lo suspende en el momento en que goza”. El placer del texto es para Barthes el momento “donde mi cuerpo sigue sus propias ideas – pues mi cuerpo no tiene las mismas ideas que yo ” (el subrayado es nuestro).
Barthes va a diferenciar entre textos de placer y de gozo. En los textos de placer se trata de contentar, de completar, producen euforia, no rompen con la cultura. El placer es decible, en tanto que los textos de goce (jouissance ) son aquellos que nos colocan en estado de pérdida, incomodan, ponen en crisis la relación con la cultura y con el lenguaje. El goce no es decible. Sin embargo, nos dice, hay autores capaces de provocar ambos placeres en el lector.
Cita un ejemplo de los eruditos árabes que llaman al texto “un cierto cuerpo”, y a la pregunta sobre de qué cuerpo hablan, Barthes responde que se trata de un cuerpo del goce, hecho únicamente de relaciones eróticas. El cuerpo, dice, tiene una forma humana, es una figura, un anagrama del cuerpo erótico. En este sentido estaría en consonancia con la afirmación de Gómez de la Serna, para quien “la literatura es un estado del cuerpo”. Clara Janés, sumándose a esa cita, señala también: “todo reside en el cuerpo, la palabra y la voz son cuerpo”.
Por su parte, Clémend Rosset, [10] subraya la fuente de placer particular e infinitamente gratificante que es la escritura. Sin embargo, para él sólo la escritura permite establecer un pensamiento. En este sentido se opone a Rousseau, para quien escribir era un “peligroso suplemento” del pensamiento, pues afirma que la escritura ES el pensamiento: “no hay pensamiento más que a partir del momento en que este se formula, es decir, se constituye por la realidad de las palabras”, concebir y enunciar son sinónimos para él, son una sola y misma cosa. Dice textualmente: “Sin la palabra que precisa la expresión de un pensamiento, el pensamiento en cuestión no es más que un fantasma en espera de cuerpo ”.
Pero a nosotros nos interesa justamente ese fantasma en espera de cuerpo, que apunta a lo que pugna por ser expresado.
El diálogo de los enamorados es ilustrativo respecto a la capacidad del lenguaje de tocar el cuerpo erótico: repetir el nombre del ser amado tiene efectos en la carne. No iré más lejos. Cabe decir lo mismo del lenguaje poético.
El decir, hay un triunfo también de la palabra que nos aleja del silencio.
Flaubert [11] , en su correspondencia, insistía en la doble faz de la escritura: el odio y el placer. Escribe a Colet:
Llevo una vida desapacible, desprovista de toda alegría exterior, y donde no tengo nada para sostenerme que una especie de rabia permanente, que llora algunas veces de impotencia, pero que es continua. Amo mi trabajo con un amor frenético y pervertido, como un asceta ama el silicio que le araña el vientre.
A veces, cuando me encuentro vacío, cuando la expresión me rehuye, cuando, después de haber garabateado largas páginas descubro no haber hecho ni una frase, caigo en el diván y permanezco allí atontado en una marisma de aburrimiento Me odio y me acuso de este orgullo demencial que me impulsa a jadear detrás de la quimera . Un cuarto de hora después todo ha cambiado, el corazón me late de alegría. El miércoles pasado estuve obligado a levantarme para ir a buscar un pañuelo de bol
sillo. Las lágrimas corrían por mi cara. Yo me había enternecido a mí mismo escribiendo, gozaba deliciosamente de la emoción de mi idea y de la frase que la expresaba, y de la satisfacción de haberla encontrado. Creo que hay de todo en esta emoción.
Como al hablar, escribimos porque el cuerpo, la pulsión, se nos resiste, y no paramos de hacerlo porque en cada vuelta de tuerca gozamos de esa realidad irrepresentable, la circunvalamos, la constreñimos.
En palabras de Steiner [12] , existe en el hombre una nostalgia del absoluto (la quimera inalcanzable que aqueja a Flaubert), que nos conduce tanto a construir teorías globalizadoras, mitos e ideologías, como a no parar de hablar y de escribir.
Dada que la complejidad del cuerpo y de lo real escapa a cualquier discurso, Balzac [13] declaraba que era necesario invertir la famosa proposición bíblica: ·”y el verbo se hizo carne”, en “y la carne se hizo verbo ”, para comprender el hecho de la escritura.
El particular camino de Balzac es el del humano singular, pero ilustra y se suma al de la cultura.
Nosotros uniríamos ambas aseveraciones: el verbo se hizo carne, y la carne se hace verbo ; el lenguaje, la lengua común que se nos da gratuitamente, en palabras de Agustín García Calvo, se aparece en forma de idiomas locales, y de idiomas singulares, los particulares usos de la lengua propios de cada sujeto.
La lengua se encarna en el cuerpo como mecanismo de poder y posibilidad, y de esa lengua adquirida hemos de construir la lengua propia , alienación del sujeto singular en el lenguaje, pero también único modo de encuentro del sujeto consigo mismo.
Sigamos las palabras de otro escritor, Enis Batur [14] que tratan de expresar lo mismo: “Escribir, la mayor parte del tiempo, es alejarse de sí mismo para mejor encontrarse”.
Destaquemos:
– alejarse de sí : la escritura es el otro que nos habita, un extranjero que nos posee. Dice Batur: “Es imposible fijar el Origen del Libro, no encuentro en ninguna parte las huellas con las que poder testar su veracidad. ¿Dónde se encuentra el primer lugar?
– Para mejor encontrarse : “dejada libre, cuando la lengua es común y no tiene dueño, nos descubre los engaños de que está hecha la realidad, asegura García Calvo, el lenguaje de verdad funciona por debajo de la conciencia”.
Volvamos de nuevo a Giacometti y a su visión de la creación: “Para mí una escultura debe ser la representación de otra cosa que ella misma. Una escultura no me interesa verdaderamente sino en la medida en que ella es, para mí, el medio de mostrar la visión que yo tengo del mundo exterior… O, más todavía, ella no es hoy para mí más que el medio de conocer esta visión. A tal punto que no sé lo que veo más que trabajando en ello” [15] .
Esto es, hay una sabiduría de la mano, del músculo, del ojo, en Giacometti, que sabe más que él lo que ve. Como en quien habla o quien escribe, “dejada libre” la escritura muestra más de lo que se pretende mostrar. La palabra como vía de acceso al inconsciente, afirmamos con Freud.
Decíamos que en todo sujeto, lo que llamamos la cosa, el territorio de lo innombrable, el paraíso inicial, está necesariamente perdido por el advenimiento del lenguaje.
Pero tal vez sea Gérard de Nerval [16] , el poeta romántico, quien mejor muestra la obsesión por el inaccesible absoluto, por el reencuentro de un objeto perdido que incita a la escritura indefinidamente.
La madre del Nerval (seudónimo que se dio a sí mismo para escapar del desprecio del padre por su oficio de escritor), murió cuando él tenía dos años, siguiendo a su marido, que era médico en las campañas napoleónicas. Al traumatismo universal que supone la pérdida de un mítico estado salvaje, sin lenguaje, animal, se une el hecho singular del abandono de una madre que elige seguir al marido amado abandonando a su hijo a otros cuidados. El duelo se magnifica de este modo. En el famoso poema El Desdichado , un caballero tenebroso errante entre los dédalos dolorosos de la memoria, está condenado a la búsqueda sin fin de su identidad.
“Yo soy el Tenebroso, El Viudo, el desconsolado
El príncipe de Aquitania de la Torre Abolida
Mi única estrella está muerta y mi laúd[17] estrellado
Porta en sí el sol negro de la melancolía”[18]
La melancolía, la enfermedad del duelo, de la pérdida de un objeto con la que el sujeto está identificado es pues una enfermedad universal. Producida por efecto de la palabra, por lo que con la palabra se pierde, por el resto, el residuo que no hace sino pulsar la voz y la escritura. Pero la melancolía, como estructura común a todos los seres humanos, tiene, paradójicamente como único antídoto la palabra misma.
Si la pérdida, el duelo, la ausencia, desencadenan el acto imaginario y lo alimentan permanentemente tanto como lo amenazan y lo abisman, es remarcable que sea rechazando esa tristeza mobilizadora que se erige el fetiche de la obra. El artista que se consume de melancolía es, al mismo tiempo, el que más se ensaña en combatir la dimisión simbólica que lo envuelve…. hasta que la muerte lo golpee o el suicidio se imponga para algunos como triunfo final sobre la nada del objeto perdido.
¿Cuál es el objeto de nuestra insatisfacción? El motor de nuestra búsqueda incesante, de nuestro errar por los deseos y las palabras, no es sino ese resto innombrable que se agita, que soy yo, y cuya formulación precisa se me escapa , siempre anda más allá de lo que digo, siempre en otra parte.
Aristóteles ya relacionaba la melancolía con la creatividad, con el genio, con lo intelectual y lo artístico, y la consideraba parte sustantiva de la naturaleza humana.
Galeno opinaba que la melancolía imita a la tierra, “aumenta en otoño, reina en la madurez”. Pero esa bilis negra designaba un humor normal del hombre, también llamado “atrabilis”, humor que está contenido en la sangre de la madre, y que se transmite al niño al nacer.
Hipócrates pensaba que la alteración de esa bilis producía la enfermedad melancólica, “si el miedo y la tristeza duran mucho es la melancolía”.
La melancolía pasó a ser uno de los cuatro temperamentos del hombre.
Shellings , entre otros, caracteriza la vida humana con una tristeza
fundamental, ineluctable. Particularmente es el fondo oscuro en el que se anclan la conciencia y el conocimiento. El pensamiento es rigurosamente indisociable de “una inalterable y profunda melancolía”, una aflicción que es también creativa. La vida del hombre y de su inteligencia significa una experiencia de la melancolía y de la capacidad vital para superarla.
Desde Aristóteles a Heidegger y Shelling, la melancolía ha sido considerada como un estado límite y como excepcionalidad reveladora de la verdadera naturaleza del hombre, consideración que cambiará en la edad media.
Por su parte Freud piensa que el melancólico está identificado con el objeto perdido, amado y odiado, cuyo duelo no puede realizar al estar enquistado en el yo y formar parte de él. La identificación con el desecho es patognómica de la melancolía. Pero, como hemos visto anteriormente, en nuestra más radical subjetividad somos aquello que no puede ser dicho, luego hay una universalidad ontológica en el sufrimiento melancólico.
Si el hombre y la mujer, en lo que tienen de más singulares, están identificados con lo que no es representable, con ese resto perdido, ninguna de las identificaciones sustitutivas que lo sostengan podrán satisfacerlos .
Julia Kristeva [19] , se interroga sobre la procedencia de ese sol negro al que alude Nerval, y responde algo que está en la línea de Aristóteles, pues coloca la melancolía en el origen de la vida humana. “Sin una disposición a la melancolía no hay psiquismo, sino pasaje al acto o al juego”.
Para el ser humano la vida es una vida que tiene un sentido, de modo que al perderse el sentido de la vida, como le sucede al melancólico, ésta se pierde también. El melancólico es un filósofo y un ateo radical, afirma.
El niño rey se pone irremediablemente triste antes de proferir sus primeras palabras: es al ser separado sin retorno, irremediablemente de su madre, lo que le decide a intentar encontrarla, tanto como a otros objetos de amor, en su imaginación primero, en las palabras después. Por eso no hay escritura que no sea amorosa, ni imaginación que no sea, abierta o secretamente melancólica.
Para nosotros, la melancolía poética que nos impulsa a crear, y que diferenciamos de la melancolía patológica, es una nostalgia de la fusión con la naturaleza de la que el hombre fue expulsado, expulsión que recrea el mito cristiano del Paraíso. Un duelo ininterrumpido de la Cosa en tanto lo no representable (del que la pérdida y separación de la madre no es más que una metáfora); la Cosa como lo rebelde a toda significación, en tanto naturaleza perdida. La melancolía constitutiva del hombre añora un mundo donde no sea necesario el sentido, y lo añora construyendo nuevos sentidos.
El placer estético reposa sobre un universo de sentido, una ilusión de sentido consoladora estaría en el origen del placer del texto que señala Barthes (no así en el texto de goce), “toda gran producción artística puede ser tomada como una empresa de reencantamiento del mundo”, asegura Juranville [20] . Reencantamiento del mundo, ilusión de sentido, incluso en la destrucción del sentido mismo que propugnan algunas obras de arte.
Jean- Pierre Vernant [21] , basándose en los mitos clásicos, asegura que en la condición humana hay una actitud de esperar alguna cosa, una expectativa de futuro que nos aleja de los animales, que sólo viven en el presente. Los hombres no tienen estatuto propio, pues se encuentran entre los animales y los dioses, de ahí la ambigüedad de la condición humana, siempre en busca de sentidos que justifiquen su necesidad de transcendencia.
He aquí uno de los orígenes de la melancolía.
Georges Steiner [22] lo dice con otras palabras: “Las teorías del conocimiento, sea de Descartes, de Kant o de Husserl, luchan heroicamente para situar un punto de inmediatez no premeditada, un punto a partir del cual el yo encuentre el mundo sin presupuesto alguno, sin ninguna interferencia de presunción psicológica, corporal, cultural o dogmática…. pero ningún punto de Arquímedes, ninguna tábula rasa ha sido nunca situada de forma convincente. Y resume su tesis en esta formulación admirable: La expulsión del Edén es “una caída en el pensamiento”.
La curiosidad, el deseo de conocimiento del hombre, origina en la mitología cristiana el pecado original. Los hombres, felices en el paraíso, en unión con los animales y la naturaleza, inocentes, son condenados al exilio del mundo natural, por su amor al conocimiento, a la palabra. A partir de esa expulsión buscarán las razones que den sentido a sus vidas, sintiéndose permanentemente insatisfechos.
Para Steiner somos creados “entristecidos” ( attristés ). Un velo de tristeza recubre el pasaje, por muy positivo que él sea, del homo al homo sapiens . El pensamiento es portavoz de un legado de culpabilidad.
Ahora bien, ¿por qué el pensamiento humano no es alegre?, se pregunta. Y responde con diez razones para la tristeza que, por su íntima relación con nuestras tesis, vamos a resumir brevemente aquí.
1. Aunque el pensamiento humano permite dominar el mundo en frentes absolutamente decisivos no llegamos a ninguna respuesta concluyente. En el centro inviolado del pensamiento sólo oímos duda y frustración. Esta sería la primera razón para la aflicción.
2. El pensamiento es incontrolable, funciona de manera autónoma, libre, pero puesto en la trampa de la gran prisión de la lengua no llegamos a ninguna noción plausible, traducible, de lo que podría parecerse al pensamiento inexpresado, inexpresable, que nace de las profundidades somáticas y psicosomáticas, como fenómeno prelingüístico, un empuje de energías psíquicas anteriores a toda expresión precisa.
3. Las palabras democratizan nuestra intimidad y la pierden al mismo tiempo.
4. Pensar nos hace estar presentes para nosotros mismos: pensar en nosotros es el principal constituyente de nuestra identidad personal: la conciencia de sí. Pero nadie puede penetrar en mis pensamientos, ni nosotros en los de los demás. Podemos mentir sobre lo que pensamos y sentimos. Y al mismo tiempo, lo más íntimo de nosotros es una banalidad pensada por otros mil veces, porque estamos llenos de lugares comunes dados por el lenguaje y la cultura, por nuestro tiempo y nuestro medio. La verdadera originalidad es rara. Esta contradicción de que el más íntimo y profundo de los actos sea a la vez el más repetitivo y común, es la tercera razón para la tristeza inseparable.
5. Nuestro saber sobre el mundo es siempre incompleto y el lenguaje reivindica por un lado su autonomía y la búsqueda de la verdad, por otro.
6. Los procesos de pensamiento, cualquiera que estos sean, son difusos, sin objetivo, dispersos, inexplicables. Pensar es un gasto monstruoso que necesita del olvido y que pasa factura en términos de cansancio.
7. Del magma turbulento y polisémico de los procesos conscientes e inconscientes, del pensamiento incesante o sus antecedentes enteramente misteriosos, nocturnos o diurnos, no son recuperables más que tímidos fragmentos . Viniendo a la superficie iluminada a través de las coacciones simplificadoras del lenguaje, de la lógica coercitiva, esta fuerza generativa es siempre inhibida o desviada. Incluso en la escritura automática lo aleatorio está ya condicionado por los imperativos del lenguaje. La noción de pensamiento “no toma cuerpo” (la expresión penetrante es de Shakespeare), más que imperfectamente, o sólo en parte. Un virus de incumplimiento habita la esperanza . Una falta de correlación entre el pensamiento y su realización, entre lo concebido y la realidad de nuestra experiencia. He aquí otra fuente de tristitia .
8. La realidad es inaccesible, es nuestro “ esprit” quién proyecta lo que tomamos por las formas y la substancia de la realidad. Lo que se interpone entre nosotros y el mundo que habitamos son los actos del pensamiento.
9. Opacidad del otro, hasta en el amor, pues en el acto de amor hay también teatro. La ambigüedad es lo propio de la palabra, la empatía del amor no rebela el laberinto de la interioridad de los otros. En última instancia, estamos solos con nuestro pensamiento.
10. Todos pensamos, pero sólo se rescata la ínfima porción de los pensamientos, y de éstos los que valen la pena ser pensados son raros. No hay llave pedagógica para la enseñanza de la creatividad, del pensamiento de altos vuelos. Existe un desequilibrio, una inadaptación entre el pensamiento común y la creatividad, que es contrario a los ideales de justicia, lo que constituye una nueva fuente de melancolía.
11. Animado de un movimiento y de una actividad perpetua, el pensamiento humano parece tenerle horror al vacío. De manera arquetípica, engendra ficciones de supervivencia más o menos consoladoras, pero no hemos avanzado ni una pulgada desde Platón en la búsqueda de una solución verdadera al enigma de la naturaleza, de la muerte, de la presencia o ausencia de Dios. Todos los mitos, los incesantes relatos que el hombre se hace sobre su origen y el sentido del mundo acaban en la conclusión exasperante de que todo vale. El dominio del pensamiento, de la misteriosa velocidad del pensamiento, eleva al hombre por encima de todos los otros seres vivientes, pero le deja extranjero de sí mismo y de la enormidad del mundo. Este sería la décima y última razón para la tristeza.
También la queja de los escritores sobre la escritura es constante. Dice Nedim Gürsel: “Ahora bien, escribir, ¿no es como hacer el amor, explorar las profundidades de una mujer, ese incesante ir y venir, siempre recomenzar hasta perderse y morir, no es fusionarse en un mismo movimiento siempre con las mismas palabras? Amar esas palabras, tomarlas y acariciarlas, descender en su profundidad, ¿no es resignarse al mal que ellas dan al cuerpo y a los problemas que ellas afligen a la memoria, a su transformación en obsesión, en pasión?”
Las palabras dañan el cuerpo y lo construyen. Pero es un cuerpo que está perdido para ellas en su biología, en su carne. Hablamos de la Melancolía poética como un estado de ánimo no patológico sino lógico, estructural, inherente a la existencia humana. Todos los seres humanos están heridos por esta melancolía, aunque su afección se exprese de modo distinto en unos que en otros.
El mismo Gürsel [23] lo ilustra de este modo: “Las palabras, como las mujeres, se han ido una a una dejando detrás de ellas un vacío extraño, doloroso, alienante, al cual él (alude al protagonista de la novela) no puede dar sentido ni nombre, al cual él tampoco puede expresar. Él está ahora en ese vacío. Allí se debate para existir, para alcanzar el mundo, pero ¡en vano¡ Antes de alinear las palabras lado a lado es necesario escucharlas , sentirlas. Es decir, ellas deben existir con sus sonoridades , y no con sus reminiscencias y su sentido. Es preciso primero escuchar las palabras, como las aguas de un río y el soplo del viento, como el murmullo de los álamos”.
Retengamos del primer párrafo el carácter auditivo, sonoro, de las palabras necesarias para salir del vacío. Escuchar las palabras es una forma de pedirles que recojan la cosa, que se apropien del mundo más allá de su carácter simbólico “no con sus reminiscencias y su sentido”, es pedirles que sean música, onomatopeya.
El esfuerzo de la poesía por reinventar la palabra iría en este sentido.
Quizás sólo la música es capaz de llegar a las profundidades de la carneque escapan a las palabras, la música está más allá de los símbolos, toca el cuerpo y la emoción por fuera del sentido y del significado. ¿Cómo nos afectan los ritmos? ¿Por qué una música es angustiosa, alegre, inquietante, dramática o cómica?, ¿cómo produce esos sentimientos en todos nosotros, tocando qué carne, qué claves?, son preguntas que cabría intentar responder desde el psicoanálisis.
Subjetivarse, encontrarse en ese cuerpo que nos es dado y construido a un mismo tiempo, corre paralelo a la persecución de una diferencia que nos constituye y que se nos escapa, ya que ese lenguaje dado no nos sirve para nombrar la diferencia subjetiva. Sin embargo, el esfuerzo por deconstruir la lengua y la escritura dadas está en la base de cualquier intento de alcanzar una subjetivación.
Basta estar atento en cualquier conversación verdadera, íntima, que apunta a expresar lo subjetivo, para percibir los titubeos, las dudas, las incertidumbres, la insuficiencia, en definitiva, del aparato del lenguaje para expresar la multiplicidad de nuestra experiencia.
Encontrar la propia voz en la palabra oral y en la escritura, tiene que ver con un asedio constante a ese lugar de lo irrepresentable, es un cerco que se levanta alrededor de la cosa, escurridiza y borrosa, para rodearla y domesticarla, arrancándole mordiscos de palabras en las que nos reconocemos un poco más.
Recurramos de nuevo a los poetas [24] ,
Suena el timbre dos veces, y la vida
tumbada en el sofá, se niega a abrir,
Abajo alguien espera,
y a los pocos minutos, repite la llamada.
.
En la casa una luz
se abre a la ventana de la calle;
el visitante mira desde abajo,
extrañado, y repite por tercera
vez su anhelo de entrar,
de subir, de desnudarse y allí mismo
en el blando sofá, quitar también
las ropas a la vida y poseerla
con el ardor quemado de los pobres.
Suena el timbre otra vez…
Y nadie acude.
[1] Agradezco a Marie-Claude Thomas y a Ana Bedouelle, la participación en el seminario sobre el autismo dirigido por la primera en París durante el curso 2004-05, en el que se analizó pormenorizadamente esta obra.
[2] LEQUEUR, TH.: La fabrique su sexe. Gallimard, (hay traducción española: La construcción del sexo: cuerpo y género desde los griegos hasta Freud , Cátedra, Madrid 1.994.
[3] BORDIEU, P.: La dominación masculina , editorial Anagrama, Barcelona, 2000.
[4] YALOM, M.: Historia del pecho , Editorial Tusquets, Barcelona, 1.997.
[5] ARIETI, S.: Creatividad. La síntesis mágica , Fondo de Cultura Económica, México, 1.993.
[6] BLEICHMAR, H.: El cambio terapéutico a la luz de los conocimientos actuales sobre la memoria y los múltiples procedimientos inconscientes , Aperturas Psicoanalíticas, 9,2001 ( http://www.aperturas.org ).
[7] CLAIR, JEAN: “Le résidu et la ressemblance. Un souvenir d´enfance d´Alberto Giacometti” L´ecchoppe, París, 2000.
[8] TZVETAN, T.: La notion de littérature et autres essais . Editions de Seuil, 1.987, París
[9] BARTHES, R.: “Le plaisir du texte”, Editions de Seuil, París, 1.973
[10] ROSSET, C.: “La choix de mots”, Les éditions de Minuit, París, 1.995
[11] FLAUBERT, G.: Lettres á Louise Colet , Edition Magnard, París, 2003
[12] STEINER, G: Nostalgie de l´absolu , Edition 10/18, París 2003
[13] TREMBLAIS-DUPRÉ, T; La mère absente , Editions du Rocher, Mónaco, 2003
[14] BATUR, E.: “La Pomme”, Actes Sud, Arles 2005
[15] GIACOMETTI, A.: “Je ne sais ce que je vois qu´en travaillant”, L´echoppe, París, 1993.
[16] MION, D. : “Le soleil noir de la melancolie”, www.herreros.com.ar/melanco/mión.htm
[17] Diferentes analistas toman el vocablo laúd como metáfora del cuerpo.
[18] NERVAL, G.: Les Chiniérs. Poémes , 1.854
[19] KRISTEVA, J: Le soleil noir. Depresion et melancolie . Gallimard, París, 1.987.
[20] JURANVILLE, A.: La melancolie et ses destins , Editions in Press, Paris, 2005
[21] VERNANT, J-P: “Pandora, la prémier femme” conferencia impartida en la Bibliotéque François Mitterand de Paris, junio 2005
[22] STEINER, G.: Dix raisons (possibles) á la tristesse de la pensée . Bibliotéque Albin Michels. Idées, France, 2005.
[23] GÜRSEL, N.: La mort de la mouette , Fata Morgana, Cognac, 1.997
[24] El poema pertenece al libro El legado de Hamlet de Angel Paniagua, Editorial Renacimiento, Sevilla, 2003.