Conflicto social y subjetividad: la implicación del analista

por | Revista del CPM número 11

A pesar de que la teoría psicoanalítica desde sus inicios consideró que la lo individual y lo social, era una división imposible de sostener conceptualmente , y que por lo tanto toda constitución de un sujeto implica necesariamente al otro, ya que como planteaba Freud, “en la vida anímica del individuo, el otro cuenta con total regularidad como modelo, como objeto , como auxiliar y como enemigo, y por eso desde el comienzo mismo la psicología individual es simultáneamente psicología social” (Freud, 1921).

En los hechos la práctica clínica de los psicoanalistas se ha ido estableciendo ligada casi exclusivamente a la consulta privada, configurando un campo de información, de recolección de datos y de desarrollo de la teoría que se estructura sesgadamente, teniendo como consecuencia la creación de un ámbito de trabajo que tiende a obturar el aporte de otros registros disciplinares, los cuales podrían enriquecer y poner en cuestión muchos de los desarrollos teórico-técnicos psicoanalíticos.

Tradicionalmente los psicoanalistas solo hemos operado con los determinantes intrapsíquicos de la relación terapéutica, ya sea en lo que dice relación a las problemáticas vinculadas a los aspectos transferenciales o contratransferenciales (Thomä, 1993), o más recientemente en los llamados componentes intersubjetivos, es decir, entender como los propios aspectos personales del analista están actuando en la relación con el paciente, y en el curso del análisis. (Stolorow, 2002)

A pesar de estas constataciones, no se ha advertido o profundizado en aquello que está constituyendo inadvertidamente el despliegue de la situación analítica, creando incluso las condiciones de posibilidad de ella: La escucha analítica.

Esta está atravesada además por las instituciones que han constituido al psicoanalista, tal como el modelo de familia, las instituciones religiosas, las costumbres, los hábitos, la clase social, clubes y asociaciones que a las que el analista pertenece, y evidentemente la institución en la cual el analista se formó y de la cual es miembro. Dicho de otro modo: el aparato de escucha no es neutro, sino que opera con múltiples filtros, que son las instituciones que lo han constituido. Desde esta perspectiva podemos problematizar que las instituciones en tanto son parte de la infraestructura (división social y división técnica del trabajo) determinan prácticamente todo, poniendo a la escena analítica como un campo de despliegue de la conflictiva social.

Poder pensar acerca de la relación entre la realidad psíquica y la realidad social, nos vincula necesariamente a la implicancia de la inserción social del analista y las relaciones que establece con su paciente, y por lo tanto como esto afecta el curso del análisis.

Nuevamente, por “inserción social del analista” no sólo podemos entender la evidente influencia que el entorno cultural ejerce sobre el analista, sino como éste este está entramado en su práctica, al interior de una estructura social, que le asigna un lugar desde donde se escucha.

Podemos entonces postular, si no existe una relación vinculante entre el inconsciente que observamos, con aquello que lo instituye, es decir, si existen condiciones productoras de un cierto material, a partir de las instalaciones del setting y el papel del analista, y si a su vez, estas no puede convertirse en la escenificación imbricada del conflicto social que está establecido en la sociedad, en el cual ni analista ni paciente, ocupan lugares neutrales.

Si asumimos que toda práctica social se inserta en una determinada correlación de fuerzas, va a haber necesariamente una ubicación de la pareja analítica , un lugar social desde donde se habla. (Schnaider, 1987) Sin embargo, la mirada tradicional —mirada ideologizante— inadvierte esta situación, suponiendo una apoliticidad y neutralidad beatífica, más allá del bien y el mal, reduciendo lo político sólo a un conjunto de materiales alumbrados por la fantasía inconsciente o reduciéndolo a una pura subjetividad, a una externalidad extraña al análisis, provocando las más de las veces más bien una neutralización del analizando, producto de la carga ideológica subrepticia creada a partir de determinadas praxis analíticas.

Es esta “neutralización” del analizando lo que hace que el problema político que opera subyacentemente en la escena analítica, quede oculto, lo que muchas veces se traduce en una lógica de moderación y control, que tiene como consecuencia muchas veces el distanciamiento progresivo y paulatino de todo compromiso político y la irrupción soterrada pero permanente de la resignación y el conformismo.

Estas dinámicas operantes, tienen su fuente en una perspectiva que opera desde una tradición teórica, en la cual los psicoanalistas nos hemos en muchos casos, “construido” un lugar extraterritorial, ocupados sólo de la historia individual, o intentando relevar condiciones universales de estructuración, descuidando el vínculo y los impactos constituyentes de la historia social y política.

En el marco de la implicación es posible desarrollar la idea de cómo el dispositivo analítico, no es un conjunto de técnicas neutrales que permiten escuchar , sino que en su desarrollo y construcción participa de un mismo campo histórico social que otras prácticas, y que por lo tanto puede producir efectos similares (pensemos la relación entre el dispositivo analítico y la función social de la psiquiatría como mecanismo de control social, o la relación de herencia con un modelo médico, en términos epistemológicos).

Asimismo la pretensión de dar cuenta de un “discurso específico” del psicoanálisis, inadvierte e ignora la influencia ejercida a partir de la misma estructura social-política-económica, la cual configura la creación y desarrollo de un cierto dispositivo analítico.

Los psicoanalistas hemos desarrollado a partir de Freud una serie de concepciones teóricas y técnicas que intentan dar cuenta de lo genéricamente pudiéramos llamar “la investigación del inconsciente”. Este esfuerzo de conocimiento se establece como un observable a partir de una conceptualización teórica y técnica que adquieren su concreción en lo que Bleger denomina “situación analítica”, que dan cuenta de la “totalidad de los fenómenos incluidos en la relación terapéutica “ (Bleger, 1997).Todo el proceso de hacer psicoanálisis se funda en ciertas concepciones básicas, estructurantes de la situación analítica las cuales son abordadas muchas veces solo como un conjunto de reglas, cuya
alternativa es ser cumplidas o desobedecidas , pero ya sea por el acatamiento o el desvío generan una situación que podríamos entender como la creación de una cierta realidad ,que se entiende necesaria para observar el despliegue del inconsciente.

La creación de una situación analítica y el papel del encuadre, constituyen para muchos analistas las condiciones de posibilidad de hacer análisis, aun a pesar de las condiciones de artificio que esa realidad supone, en tanto que ella intenta suspender la existencia de la realidad externa, bajo una supuesta abstracción de las relaciones de fuerza que estructuran materialmente la vida social, con la que inexorablemente todo paciente llega al consultorio.

Al plantear estas referencias, es necesario consignar que toda investigación supone un dispositivo, desarrollado para poder ver un fenómeno. Tal como propone Foucault, los dispositivos son generados para “hacer ver” y “hacer hablar”. (Foucault, M. 1996)

Es a través de su puesta en escena donde se irán constituyendo los campos de lo visible y lo invisible, lo que es posible de objetivizar y aquello que fractura el sentido. En estos términos, todo dispositivo, se sustenta en una base epistemológica y encarna una teoría, lo cual hace posible desarrollar un campo de análisis, la creación de un “adentro” y un “afuera”.

Podemos afirmar entonces, que todo dispositivo es histórico, coyuntural, creado ad-hoc y dando cuenta de un lugar epistemológico, teórico, metodológico y técnico. Por de pronto el dispositivo psicoanalítico y la noción de encuadre expresan también estos componentes. Es justamente su historicidad la que es ignorada, y las formas en que este dispositivo expresa una situación social y política.

El intento de establecer una relación entre estructura social y la constitución de la subjetividad, y en cómo el psicoanalista está implicado en su actividad, ha significa plantearse desde una posición en la que sin desmentir las características individuales y la singularidad que afirma un sujeto, las cuales no se agotan en las puras determinaciones sociales, (Freud, 1930) hace necesario conocer estas configuraciones, para no acoger una comprensión ingenua y naturalizante de lo humano. Esto supone para el analista, entender su lugar y el del análisis desplegándose en una relación dialéctica entre lo social y lo individual. (Flores, 2000) Más aún, en la medida que estos registros se presentan como separados, nos movemos en un ámbito de autarquía conceptual y de imposibilidad de entender los nudos vinculantes y habilitantes de lo social y lo psíquico.

Quizás justamente por eso, se menciona la importancia de la incorporación de una escucha psicoanalítica que entienda a la actividad clínica inserta en los registros de lo psíquico y lo social, permite entender que no es posible pensar una práctica y una teoría psicoanalítica aséptica y a salvaguarda de lo ideológico, tal como lo señala Baranger al afirmar como de modo inadvertido se producen modificaciones ideológicas en el analizando en el curso del análisis: “La reestructuración de la personalidad del analizando corre pareja con una reestructuración de sus sistemas ideológicos” (Baranger, 1993)

El encuadre, para algunos analistas se constituye en la condición de posibilidad de analizar, lo cual muchas veces significa asumir el setting, solo como un conjunto de reglas. Aquello propugnado por Freud como lo característico del método se vuelve dogma, dejando sometido al análisis solo a una técnica y al analista como un operador, supuestamente objetivo. (Freud, 1912).

Es posible postular que hay una relación directa entre lo que sucede al interior del dispositivo analítico y lo que sucede afuera, en el campo de los ordenes sociales, y en la ubicación social dada al analista y erigida por este, tal como señala Castel al referir la situación analítica como “…teniendo efectos sociales específicos que nunca son socialmente neutros” (Castel, 1980). Estos elementos ponen en cuestión una visión psicoanalítica, que heredada de la ciencia clásica, la cual obra con la ilusión de que el observador podía ser eliminado. El sujeto era, o bien perturbación, o bien espejo: simple reflejo del universo objetivo. Ya Heisenberg al postular las relaciones de incertidumbre nos permitió incorporar la idea que, llegado a un punto, el observador se convierte en una intervención perturbadora, por de pronto en la física, pero mucho más en el proceso analítico. (Hornstein,L. 2003)

Existe acuerdo general en las distintas vertientes teóricas psicoanalíticas, tanto en su descripción como en el papel que cumplen los así llamados aspectos contratransferenciales, o bien resistenciales del analista, presentes y actuando en el proceso analítico. Esto muestra claramente que el analista es un integrante activo del campo dinámico de la relación terapéutica, actuando desde un campo subjetivo (Renik, 1996).

Sin embargo, así como se ha escrito e investigado profusamente sobre estas dinámicas, es escaso y resistido el abordamiento de la inserción social, política, económica y cultural del analista y del propio psicoanálisis. Esta interrogación acerca de cómo nuestra práctica, da cuenta acerca de cómo nuestra disciplina debe ser entendida como una formación social-histórica más, y que por lo tanto está sujeta a las propias determinaciones de su desarrollo e inclusión en el conflicto social (Volnovich, 1999), lo cual expresa una discrepancia radical con cualquier intento de situar al psicoanálisis, dando cuenta de un registro en el cual no cabrían las determinaciones de todo discurso.

Este adiós al psicoanalista «objetivo”, al receptáculo que sólo recibe las identificaciones proyectivas sin añadirles los elementos propios de su realidad psíquica, ha puesto en cuestión el concepto de neutralidad psicoanalítica. El psicoanalista no es sólo un soporte de proyecciones y de afectos movilizados por la regresión del paciente.

La contratransferencia revelará al psicoanalista no sólo su «saber» sino también su capital libidinal y relacional que remite a su propia historia. “Pretender un psicoanalista robotizado, ahistórico, reductible a una función es una exigencia que desvitaliza la experiencia psicoanalítica o conduce a ese escepticismo, cultivado por tantos, que propicia un ideal desmesurado cuya realización práctica enfrenta obstáculos insalvables. Precio que la idealización siempre se cobra”. (Hornstein, 2003). En general existe acuerdo en que esta implicación subjetiva del analista, actúa en el trasfondo de la relación terapéutica, si
n embargo lo que permanece olvidado son las implicancias sociales y políticas que el psicoanalista sostiene en su práctica y que de modo inevitable se permean en los edificios de los constituyentes teóricos, especialmente cuando toda construcción teórica psicoanalítica, arranca desde la facticidad que se despliega en la sesión y la escucha del paciente
.
“La alienación no es nunca un fenómeno singular. Requiere siempre del entramado de una configuración vincular que se juegue en el espacio social… y los analistas no estamos exentos de ella” (Waisbrot, 2002).

Es justamente el concepto de implicación lo que ha generado un mayor desarrollo sobre el tema. Ya su propia especificidad puede encontrarse en los textos de muchos socioanalistas, especialmente en R. Lourau, convirtiéndose en verdadero núcleo conceptual-operativo. De este modo Lourau, y desde textos muy tempranos, proponía analizar distintas formas de implicación que denominaba: institucional, práctica, paradigmática, simbólica, al igual que la transferencia institucional, etcétera. Posteriormente propone expresamente delimitar entre las implicaciones primarias y secundarias, ubicando en las primeras: a) la relación con el objeto de estudio b) la relación con la institución, y especialmente, la institución de investigación c) la relación con el patrocinio y con el mandato social. (Lourau, R.1978) Niveles muy heterogéneos son considerados por él en las implicaciones secundarias, entre ellos la relación con el paradigma de la investigación. En otras palabras, hablar de implicación (estar implicado, en el sentido pasivo de una sujetación, y no implicarse, en el sentido activo y voluntarista) supone un análisis de vertientes sumamente heterogéneas, complejamente articuladas entre sí.

Encontraríamos así diversos tipos de atravesamientos: desde los histórico-personales del investigador, en los que hay que analizar los imaginarios sociales constitutivos (origen, clase social, género, edad, raza, tradición familiar y cultural, religión, nivel económico, migraciones, transculturación, movilidad social, contradicciones ideológico-práxicas, deformaciones etnocéntricas, escotomas, autoimagen narcisista, etcétera), y los núcleos conflictivos emergentes de esos niveles y puntos ciegos concomitantes; pero también los concernientes -entre otros- a niveles de pertenencia grupal e institucional, al saber constituido y legitimado, con mayor o menor sometimiento o autonomía frente a los mismos, a sus marcos éticos, ideológicos, políticos, a sus propios propósitos y ambiciones como investigador, a las dimensiones del poder o la circulación de poderes en el sentido foucaultiano y las ineludibles resistencias al mismo, a los deseos manifiestos o latentes de ingresar a la «institución del prestigio», etcétera, etcétera. Todo ello leído desde el propio investigador. Pero se impone también hacer otra lectura diferente: desde los efectos grupales, institucionales, científicos, sociales, políticos, culturales, etcétera, generados por la investigación en cuestión. Y todos estos niveles, heterogéneos, complejos e interrelacionados, nunca pueden ser autoanalizados cabalmente por el propio investigador, en principio por el monto de resistencias que elicitan, pero también por la imposibilidad de abarcarlos en su variada complejidad, sino generando condiciones grupales (equipo de investigación, por ejemplo) que permitan paulatinamente su reflexión colectiva. Uno de los mejores lugares para poder pensar en los niveles de implicación se halla precisamente, para el investigador, en el intercambio cotidiano con sus asesores, con sus colaboradores, o con sus colegas.

Desde el campo psicoanalítico es especialmente crucial, porque la labor del analista actúa en solitario con su paciente. Será sólo la posibilidad de poner en juego su clínica con sus pares y/o en la institución a la que pertenece, la que podrá hacer posible la apertura y escucha crítica. (Manero Brito, R. 1992). Sin embargo esto no basta, la misma institución psicoanalítica, por sus mismas redes operantes actúa como eje de reproducción, generando en muchos casos sólo reconfirmaciones de lo ya sabido, justamente por ignorar las redes de implicación en las cuales se sustenta, especialmente aquellas que dicen relación con lo social y lo político.
Es posible afirmar entonces, que los desarrollos de la teoría psicoanalítica no están sólo alimentados desde un lugar “puramente científico”, con datos que surgen sólo desde la información clínica, o traducidos desde los referentes teóricos particulares, sino que ya la teoría psicoanalítica propiamente tal contiene en sí mismo y en su propio despliegue técnico, los componentes reproductores del propio sistema social dominante. Detectar estas determinaciones y su relación con el armamentario teórico-técnico, es poder entender al analista implicado en la misma producción que genera, y en la misma escucha desde la cual trabaja.

Es el ejercicio de una clínica, que no considere este registro, lo que provoca el ignorar el profundo y permanente cuestionamiento en relación a cómo el sufrimiento individual e íntimo de un paciente está entramado en una estructura social y vinculado con ciertas determinaciones materiales, al interior de las cuales se dan las condiciones de posibilidad de despliegue de la subjetividad. Esto supone entender a la subjetividad constituida a partir de esta misma inserción social, en permanente relación dialéctica con la historia individual y su contextualización social. (Caruso, 1966)

La práctica psicoanalítica, no tiene objetivo político directo. Su fin es ayudar en el proceso de liberar un sujeto de sus derroteros neuróticos, para intentar apropiarse de sí mismo, de tal manera de percibir la realidad de su historia personal, al interior de una miseria histórica en la cual todos somos cómplices y víctimas al mismo tiempo. No podemos entonces deducir del psicoanálisis ningún modelo o proyecto político especifico. Sin perjuicio de que el dispositivo de la cura psicoanalítica, que hace posible la exploración del individuo al interior de su historia personal, debiera tener implicancia directa en la escena social histórica (Caruso ,1996).

Se nos impone entonces una pregunta: ¿cuántos de nuestros desarrollos teóricos, de nuestras respuestas técnicas, de los dispositivos que generamos para analizar, reproducen una conflictiva social que ejerce un discurso dominante en nuestros divanes, en la patologización de ciertas conflictivas, e incluso en aquello mismo que entendemos como conflicto? Quizás una consecuencia frente a esto es que probablemente se han ido conformando dos direcciones de construcción y modelos del psicoanálisis que en algún momento empiezan a ser claramente divergentes, y que finalmente expresan sus edificios constituyentes en los ámbitos de los desarrollos teóricos, en los abordajes técnico-clínicos y en la concepción de la formación.

Uno de ellos piensa al psicoanálisis desde un lugar ahistórico, de extraterritorialidad. Donde este no sería afectado por las condiciones imperantes, como cualquier otra formación histórica. Un psicoanálisis que , en tanto teoría que reverbera sobre sí mismo, no tiene más tarea que c
oncebirse fundamentalmente como una técnica que se enseña y que repite las manualidades de su práctica. Que en tanto, formación histórica institucional, defiende corporativamente los cotos de caza, que tradicionalmente le pertenecieron, frente a las huestes silvestres. La otra perspectiva es pensar al psicoanálisis como un desafío permanente: asumiendo la precariedad en la cual enfrentamos a un paciente en nuestros consultorios y por lo tanto resistiendo la crisis permanente que se genera a nuestras seguridades instaladas. Esta concepción de desafío permanente se vincula también a la tolerancia de la incerteza de nuestras concepciones, lo cual permite la posibilidad del disenso, del pluralismo y la discusión. Esta mirada, evidentemente pone en cuestión nuestras seguridades institucionales. El advenir analista, ya no está signado por la referencia de la formalidad del diploma, o por el cumplimiento de las cuotas institucionales. La apropiación del lugar de analista pertenece pues a un ámbito de opacidad que se va constituyendo en la conjunción permanente con el paciente, y con la ubicación de un lugar que privilegia un modo particular de la escucha, intentando… siempre intentando, confrontar esa esperanza desesperanzada de enfrentar la constitución conflictiva de nuestra existencia, para asumir su inseguridad vital.

En este sentido, un trabajo analítico que solo sea lenguaje, o que establezca como meta solo “lo imposible del goce”, del deseo, de la unidad del sujeto, es decir que solo liquide ilusiones pero no abra esperanzas, está destinado a una praxis social en ultima instancia conformista.

Romper la fatalidad de la repetición neurótica, justamente posibilita futuro y novedad, no el de la ilusión neurótica, sino el de la asunción de la vida. Que hará el paciente con este descubrimiento, no es tarea del psicoanálisis, dependerá, como plantea Armando Suárez (1989) “del analista, del analizado y de las condiciones históricas”.

 


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* Juan Flores R. ©

Dr. en Psicología. U. de Chile

Psicoanalista.

Presidente de la Sociedad Chilena de Psicoanálisis-ICHPA

Director del Magíster en Psicoanálisis de la Universidad Adolfo Ibáñez

Ex Presidente de la Federación Latinoamericana de Asociaciones de Psicoterapia Psicoanalítica y Psicoanálisis (FLAPPSIP)