REVISTA DEL CENTRO PSICOANALÍTICO DE MADRID – Nº 30
Autobiografía como autoficción en la literatura y en el psicoanálisis.
Nora Levinton.
Somos memoria, nuestra identidad se asienta básicamente en una capacidad, que como tantas otras se va deteriorando con la edad. Los recuerdos nos confirman, a veces nos permiten reconocernos en esa foto donde nos vemos. Otras, tengo que aceptar que soy simultáneamente alguien (¿o tendría que decir fui?), que no puedo recordar. Tal vez mi hermana, por ejemplo, puede recordar escenas en las que yo estuve y de las que no tengo ningún registro. Solamente un papel, un poco ajado con una imagen en blanco y negro. Estoy en una ciudad de veraneo. Soy esa niña que mira hacia donde me indican para que la cámara atrape ese instante. Eso sucedió. No lo recuerdo, pero la foto lo atestigua. Seguramente mi padre, que conservó hasta el final una prodigiosa memoria, podría hacer algún comentario sobre esa escena.
En tanto seres humanos crecemos con la mirada reaseguradora de nuestro entorno que va conformando un sentido del self, de ser yo misma. Nuestras relaciones significativas, como las denominamos, nos van conectando sensorial y afectivamente con otras personas con quienes somos y ellos/as son con nosotros/as. Así como la naturaleza requiere de la mirada humana para convertirse en paisaje, nuestro psiquismo se constituye en ese encuentro con los otros y otras. Es la palabra, el gesto, la emoción que nos moldea recíprocamente lo que nos define y construye memoria.
Escribe Lola López Mondéjar en El factor Munchausen (2009), acerca de cómo vamos configurando representaciones que se nombran con palabras que nos fueron dadas en el contexto de la intersubjetividad, para catalogar nuestras emociones. Ese “mira que carita de susto tiene la niña” y todo lo que se juega en la inscripción de un gesto, de una expresión que queda abrochada al susto en este caso, y que abrirá el infinito abanico de la memoria procedimental de lo sabido no pensado.
Vuelvo a mi padre, cada vez que comentábamos alguna anécdota que ambos hubiésemos compartido, aún teniendo impresiones diferentes, nos legitimábamos como padre e hija con la infinita gama de significaciones posibles para ambos, y esos recuerdos fueron el motor de la historia que construimos. De modo que todos éstos datos fueron forjando mi autobiografía: lo vivido y recordado. Lo que mi padre o hermana dijeran sobre momentos que quedaron plasmados en papel fotográfico y en las palabras con que ellos narraron “lo que yo había vivido aunque no lo recordase”. Un relato que me fue transmitido y que fui haciendo, ¿mío? Cada vez que alguien contó en mi presencia una anécdota que me incluía pero que yo no recordaba, se iría “fabricando” mi versión de mi autobiografía. Es decir ¿ es la memoria, la mía o la de algún/a otro/a la garante de la verosimilitud? Cuando ya no hay nadie que recuerda algo que sucedió, ¿quien podrá rastrear dónde y cómo se fue transformando esa novela familiar? ¿Qué escenas, sonidos, trasfondos, desaparecen? ¿Cuántos datos se van incorporando sin que nadie los atestigüe?
Cada persona articula un corpus de recuerdos. Tratamos de hacerlos encajar en la memoria como en el contorno de una figura, como un mapa. Parecido a cuando desde el avión, de noche, vemos una superficie oscura con zonas iluminadas, en lo que suponemos puede ser un pueblo o una ciudad. Los recuerdos serían esas lucecitas rodeadas de una inconmensurable oscuridad. Aunque no veo el terreno, sé que hay desniveles, cadenas montañosas, ríos, lagos, bosques; pero no los veo. Mientras nada reactiva las conexiones que “rearman” esa escena con el color del cielo de aquel día, el olor de las tostadas, la música… Como cuando escucho algunas canciones de los Beatles, que regreso a esa tarde lluviosa en un cine, en una ciudad de la costa en Argentina (Mar del Plata), con mi barra (pandilla) ocupando una fila entera de butacas y cantando todo, cuando estrenaron “It´s been a hard day´s night” (1964).
Dada mi historia personal la preocupación por la memoria, por los recuerdos ha sido una idea constante, diría que obsesiva en mi vida, y para colmo me hice psicoanalista. El psicoanálisis, ha hecho de los recuerdos, y de lo no recordado pero repetido, su materia prima. Convirtiendo en célebre la repetidísima “las histéricas sufren de reminiscencias[1]. ¿Y quién no?, podríamos agregar a ésta altura. Un recuerdo no recordado, en tantos casos remite a un pasado que sigue produciendo sufrimiento en el presente. Dirá Laplanche (1983:163):
“Todo ser humano busca unificarse, comprenderse, sintetizarse, dar un sentido a su vida o hacer que vuelva a tener sentido algo que lo ha perdido. En la dirección de este movimiento espontáneo, el psicoanálisis intenta recuperar incluso las faltas, incluso las debilidades, los pánicos, los duelos, las catástrofes. El psicoanálisis no es más que una manera concertada y elaborada de hacer su historia. Pero evidentemente es una manera de historizarse según un método que se quiere preciso y en una situación particularmente favorable. Por lo mismo, el psicoanalista no debe ceder a la megalomanía; y llamaría megalomanía al entusiasmo por comprenderlo todo, por integrarlo todo. En esto consiste, al lado de la historia, la parte irreductible de arqueología: saber reconocer los límites de la integración y de la historización”.
Laplanche otra vez habla de:
“fenómenos que a menudo son considerados como desechos, desperdicios de la vida cotidiana. Entre la arqueología moderna y el análisis tal como lo conocemos, existe como elemento común este interés por los desperdicios. En ambos casos se asigna tanta importancia a los pequeños restos recolectados en un hogar como a un objeto intacto y muy evidente”.
Así como Chasseguet Smirgel (también recogido en E.F.M) y las matrices primarias de fantasía, cenestesias, pulsiones y sustratos biológicos, esa compleja mutación donde rudimentarias percepciones van transformándose en algo, donde coexiste la más elemental partícula sensorial, del orden que sea, con el significado que fue organizándose paulatinamente. Dirá entonces:
“Postulo que esas emociones sin representación, llámense signos de percepción o matrices primarias de fantasía, se asocian a ritmos, a sonidos, a imágenes, que ejercen una tracción constante en nuestra vida, y provocan una conducta de búsqueda inconsciente de formas de expresión y de lenguaje que está en el origen de la creación”.
Eric Kandel, premio Nobel de Medicina en el año 2000, ha estudiado exhaustivamente los procesos conscientes e inconscientes de la memoria. En su libro maravilloso En busca de la memoria, escribe:
“Sin la fuerza cohesiva de la memoria, la experiencia se escindiría en tantos fragmentos como instantes hay en la vida, y sin el viaje en el tiempo que nos permite hacer la memoria, no tendríamos conciencia de nuestra historia personal ni manera de recordar las alegrías que son los luminosos mojones de la vida. Somos quienes somos por obra de lo que aprendemos y de lo que recordamos” (Kandel, 2007:28) .
Actuando en nosotros existen restos infantiles, indestructibles, que son al mismo tiempo lo más penoso y quizá lo más delicioso de nuestra existencia. Son fuentes de síntomas, fuentes de angustia, pero también fuentes de deseo. De tal modo que el psicoanálisis es doble, y su aspiración se ubica desde ambos lados, a la vez histórico y arqueológico: integrar, como la historia, aquello que es integrable; localizar, exhumar y respetar aquello que es irreductible. Es a la vez una ciencia, que empuja a lo más lejos los límites de la de recuerdos vividos, con los que uno debe acostumbrarse a vivir, que uno debe aceptar mirar de frente.
La cuestión de la verdad en psicoanálisis es un tema especialmente complejo. En esa utopía de la verdad, o como diría Bourdieu, “la ilusión biográfica”[2] , ya nuestros propios análisis nos confrontan con varias cuestiones: ¿Quién soy y qué se de mí misma? ¿Cómo puede llegar a transmitir esas vivencias surgidas de momentos tan diferentes, de sensaciones tan diversas, con tantas lagunas e interrogantes en una especie de versión homogénea? ¿Hasta donde coinciden mis recursos y mi relato de manera consciente y voluntaria? ¿Qué credibilidad le doy a lo que cuento cuando digo “me acuerdo perfectamente…”? Sabiendo que el lenguaje nunca podrá agotar la complejidad de una escena, un sueño o un recuerdo de infancia, ¿cómo recuperar el gesto, el tono emocional, la escena sin que hayan quedado impregnadas de mis deseos, necesidades, mecanismos defensivos, resignificaciones?
Cuando me empeño en contradecir a alguien, por ejemplo a mi hermana, que no solamente no recuerda lo mismo que yo, sino que está convencida de que su recuerdo es más fiel que el mío ¿qué es lo que estamos dirimiendo? ¿Quién tiene mejor memoria? No, intentamos legitimar que mi versión, léase que el relato que fui configurando sobre quien soy y cual es mi historia se ajuste al formato customizado que he construido, que estoy contando “las cosas como fueron”…
Los psicoanalistas nos formamos con el incentivo añadido de que vamos en búsqueda de “la verdad”. Alguna verdad, histórica o narrativa. Nos comprometemos a decir la verdad, a legitimar una verdad que responde a la ilusión de “contar las cosas como fueron” (parafraseando a Evangelina Corona Cadena). Inicialmente de la propia, más delante de los/las pacientes, sabiendo que siempre habrá mucho más que lo que nos va/vamos relatando. Que podemos y debemos dudar de las aseveraciones más categóricas y las certezas aparentemente más profundas. Somos expertos en la “hermenéutica de la sospecha”, acostumbrados a palpar la intensidad de las contradicciones, la incongruencia de algunas de las creencias más supuestamente incuestionables, la discrepancia entre lo que piensan y sienten al comenzar el proceso analítico y las transformaciones que se van produciendo a posteriori, como en nuestros propios análisis.
Nos hacemos testigos de las falsificaciones, de las trampas que transitamos, de todo aquello que nos sirve para justificarnos y no sentirnos tan culpables, avergonzados, incompetentes. Incursionamos sobre los celos y las rivalidades, la envidia, la agresividad y la sexualidad, no solamente “la oficial” y por lo tanto a indagar sobre los deseos, impulsos y fantasías menos digeribles. A entender que detrás de todo aquello, que no queríamos o podíamos saber, estaban los mecanismos de defensa. Que nuestros engaños y distorsiones sobre como somos “en profundidad” nos defienden de la angustia, o de las variadas formas del displacer que subyacen al conocimiento de ese otro rasgo, dato de nuestra biografía o emoción no tolerable. Alcanzamos entonces a penetrar en lo que parece ser lo más cercano a la verdad sobre nosotros mismos a lo que podemos aproximarnos. Coartadas y racionalizaciones “a la carta”: puedo elegir ser cobarde o mentir, o ser mala y sentirme despreciable pero, ¿puedo tolerar saberlo?
¿Pretendo decir que los pacientes hacen autoficción con la narrativa que relatan de sus vidas? Pues bastante…sí. ¿Qué todos los recuerdos son encubridores? Un poco también.
Como plantea Cohen Agrest (2009), lo favorece la degradación natural de la memoria, y la fuerza motivacional de creer aquello que se quiere creer, hace que la mentira reiterada termina por asemejarse a la verdad (la tristemente célebre fórmula de Goebbels: «miente, miente, miente, que algo quedará») Jean-Paul Sartre en El ser y la nada acusaría a la teoría freudiana de defender un determinismo que postula la existencia de procesos inconscientes que explicarían el autoengaño. En lugar de la dualidad diacrónica del engañador y del engañado, el psicoanálisis, piensa Sartre, postula una ficción sincrónica de «una mentira sin mentiroso», ya que la coartada de la defensa lo exculpa.
En la actualidad nadie (neurociencia incluida) niega que la memoria es una construcción arbitraria. Un proceso virtual de cableado de neuronas, plagado de efectos de dudosa fidelidad. De modo que como psicoanalistas sabemos que apelamos a una clase de verdad que es una versión construida, y que las terapias en sus diversas orientaciones y modalidades serán interpretaciones posibles sobre nuestra historia. Por lo tanto, creencias que fabricamos que nos posibilitan dar algún significado o permitirnos pensar qué sabemos, quienes somos…o quienes toleramos creer que somos.
En síntesis, ¿ésta es la verdad? Puede pensarse. ¿O ésta es la verdad que construyo o construyen para mí? ¿Para qué sistema, nivel de conciencia, operatoria del psiquismo, modalidad de vinculación, etc., de mí? ¿Para un superyó implacable que me fuerza a autoflagelarme? ¿Para un narcisismo grandioso que necesita hacer justicia y mostrar mi superioridad moral? ¿Para calmar angustias persecutorias que si me conectara con la otra verdad podrían desencadenar un ataque de pánico? ¿Para sostener una idealización porque necesito seguir creyendo que hay algo o alguien que me protege?
Conclusiones:
En los últimos años me he “sumergido” en el territorio de las modalidades de autorepresentación en clave femenina, en una apretada síntesis sería, en como las mujeres hablamos, describimos, pintamos, filmamos, esculpimos o contamos quienes somos; a nosotras mismas, a la/os demás. Y mucho mas exhaustivamente en la literatura. O sea, en tratar de entender el proceso por el cual esos mimbres van armando el entramado, de cómo ese registro introspectivo, con sus singularidades indudablemente, se transforma en un relato… o narrativa, de alguna forma expresiva.
Llegado este punto, pienso que vamos perfilando estilos defensivos muy subordinados a la intensidad afectiva de algunas ideas. De modo que tiendo a pensar que toda autobiografía, literaria o material de sesiones tiene algo de autoficción[3], y toda novela algo de autobiográfico. Como me dijo Elvira Lindo hablando de éste tema en relación a su libro Lo que nos queda por vivir: “hasta la lista de la compra es autobiográfica”.
Hasta el mismísimo Borges, escribe: “Yo no sé inventar personajes., Yo siempre estoy escribiendo acerca de mí mismo en situaciones imposibles. Nunca he creado un solo personaje. En mis cuentos, creo que el único personaje soy yo mismo” (2013:161) .
De modo que eso es lo que somos, y en torno a eso (¿Das Ding?) circularán mis “producciones” en esa inexpugnable transacción entre los delicados y sinuosos caminos de la memoria, y el inconsciente.
Como diríamos al comienzo, es el producto de una compleja transacción entre lo que puedo llegar a reconstruir accediendo a través de delicados y sinuosos caminos de la memoria, sobre los que opera el inconsciente. O recuperamos un clima sensorial, sin poder identificar quiénes eran las personas que estaban presentes en esa escena, o por el contrario, vemos una especie de escena congelada, quieta, sin matices.
Una percepción arcaica e indescifrable que combina un clima emocional, una visión borrosa, una escena congelada, el aroma de un perfume, una melodía, la huella de mil fantasías…eso somos. Memoria.
Nora Levinton
BIBLIOGRAFÍA
Amorós, C. (1991). Hacia una crítica de la razón patriarcal. Anthropos, Barcelona.
Bourdieu, P. (1997). Razones prácticas. Sobre la teoría de la acción. Barcelona: Anagrama.
Chasseguet-Smirgel, J. (1999) El poeta y los sueños diurnos: un comentario , en Person, Fonagy & Figuira, “En torno a Freud: El poeta y los sueños diurnos”, Madrid: Biblioteca Nueva.
Cohen Agrest, D. (2009) Autoengaño: la eterna compulsión a hacernos trampa. Artículo publicado en La Nación. Buenos Aires.
Freud, S. (1895) Proyecto de una Psicología para Neurólogos[1950]. Obras completas, Vol1. Amorrortu Editores, Buenos Aires.
Foucault, M. (1997). La arqueología del saber. Siglo XXI, Madrid.
Kandel, E. (2007). En busca de la memoria. El nacimiento de una nueva ciencia de la mente. Madrid: Katz: Madrid, 2007.
Laplanche, J. El psicoanálisis. ¿Historia o arqueología Trabajo del Psicoanálisis Vol. 2, Nº 5. 1983, México.
Lejeune, P. (1994). El pacto autobiográfico y otros estudios. Megazul Endymion, Madrid.
López Mondejar, L. (2009). El factor Munchausen. Murcia: Cendeac.
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Ricoeur, P. (2003). La memoria, la historia, el olvido. Trotta Editorial, Madrid. Sidonie, S. (1991). Hacia una poética de la autobiografía de mujeres. Anthropos: Boletín de información y documentación, (29), 93-106.
Wiesel, E. (2002). Elogio de la memoria. En ¿Por qué recordar?. Nueva Visión, Buenos Aires.
[1] La reminiscencia es un recuerdo cortado de sus orígenes.
[2] “No tengo la intención de rendirme al género de la autobiografía, respecto a lo que ya he dicho sobradamente de cuanto tenía a la vez de convenido e ilusorio”, (Bourdieu 2004:11).
[3] Autoficción es un término usado para referirse al pacto ambiguo entre la autobiografía y la ficción. Se caracteriza en que narrador, protagonista y autor se identifican como un mismo individuo. Las dosis en que se mezclan el pacto autobiográfico y el novelesco son tan diversas como sus autores. El término autoficción fue acuñado por el francés Serge Dubrovsky después de leer Le pacte autobiographique de Philippe Lejeune- publicado en España en 1994-, en contraposición al llamado género autobiográfico. Dubrovsky escribió una obra en la que se combinaba la narrativa de ficción con la autobiografía y en la que el nombre del autor y del personaje principal eran el mismo. Según Lejeune en la autobiografía el autor ha hecho un pacto con el lector: se ha comprometido a contarle toda la verdad sobre sí mismo, y este pacto autobiográfico debe ser respetado hasta las últimas consecuencias, se trata entonces de un compromiso análogo a lo que se ha llamado “asociación libre” en el que el/la paciente son instados a decir todo lo que les ocurre.