Identidad, angustia y género

04 noviembre 2024 | Artículo del mes

Por Esteban Ferrández

La irrupción de lo trans

En 1986, María José Patiño, una atleta española que concurría a la Universiada de Japón para participar en la prueba de 100 metros vallas, no pasa el test de testosterona y es excluida de la competición. En el análisis de sangre aparece el cromosoma Y, lo que hace que sea expulsada de los campeonatos. Ella siempre se ha considerado y sentido mujer, su apariencia física es la de una mujer y ha sido tratada por la sociedad como una mujer. Su caso es uno de los conocidos como Síndrome de Insensibilidad a los Andrógenos (SIA). Esto significa que a pesar de que su cuerpo produce la hormona masculina, la testosterona, su organismo no tiene los receptores adecuados para la misma, con lo que se desarrolla con la apariencia biológica de una mujer, y con la adscripción de esa identidad por su entorno social. El tribunal, sin embargo, dice: biológicamente es un hombre.

Vuelta a casa entre la vergüenza y la incomprensión, pierde su beca y su modo de vida, pasa a trabajar en un gimnasio para a duras penas llegar a fin de mes y poco a poco comienza una batalla para ser reconocida como mujer. Años después logró ese reconocimiento y pudo volver a competir como mujer. A día de hoy, tras estudiar medicina es asesora del Comité Olímpico Internacional en temas de género.

El caso de María José Patiño es uno más en esta controversia que agita las aguas de la ciencia y de la política social. El fenómeno trans se ha convertido probablemente en uno de los problemas que divide e interroga más a fondo el orden social, médico y psicológico preponderante.

La demanda de tratamiento que recibimos, en la cual concurre como elemento principal la identidad de género, acompañando generalmente un proceso de transición, se ha disparado. En algunos casos, el paciente se pregunta por su condición, por su «identidad», en otros su identidad no le causa problema y la petición de tratamiento se entiende como de apoyo y soporte a dicho proceso. Son estos pacientes, con sus historias de vida particulares, dramáticas, contradictorias o heroicas los que me convocan a intentar un recorrido que permita una mejor comprensión.

Sexo y género

El psicoanálisis, que estaba instalado cómodamente en el orden neurótico, articulado por lo edípico y la triangularidad, aunque ya había sido cuestionado por los trastornos narcisistas, muestra sus lagunas cuando la demanda de tratamiento proviene de un paciente, que de partida se excluye del orden binario sexual y de una elección sexual determinada. Esto es lo que ocurre a menudo cuando recibimos pacientes que se identifican como trans y que nos piden ayuda en relación con las dificultades de este proceso que han emprendido. Suelen ser pacientes jóvenes, muy jóvenes a veces.
Freud habló no en vano de la metamorfosis de la pubertad como un período particularmente complejo, antes del cual era imposible discernir masculinidad o feminidad. Acto seguido, el mismo Freud aclara que hay diversas formas de considerar ambos términos, las cuales no se corresponden particularmente con el sustrato biológico. Tampoco podemos encontrar la masculinidad o la feminidad en un sentido psicológico libre de contradicciones.

En una versión actualizada del problema, Jessica Benjamin propone una concepción sobreinclusiva de los géneros. La psicoanalista neoyorkina se pregunta si es necesario concebir el desarrollo del género, esa construcción de la masculinidad o la feminidad, de la identificación con un género o de la identidad de género, como un proceso dirigido hacia la complementariedad heterosexual, y su conclusión es que no se puede tener una mirada tan estrecha. La identidad de género, reclamada como bandera por el movimiento queer, es planteada por Benjamin más bien como un ideal, nunca exento de contradicciones, y caracterizado por una cierta fragilidad. La identidad, como todo ideal, es por definición inalcanzable. Volveremos sobre este tema de la sobreinclusividad de los géneros.

En Material girls, Kathleen Stock detalla el origen de la crítica feminista del determinismo biológico del sexo y del género, determinismo según el cual, los sexos biológicos serían dos, varón y hembra, y la pertenencia a un sexo conllevaría una serie de caracteres naturales, de origen biológico, que están ahí desde siempre y que, por tanto, no se podrían cuestionar. Pobres argumentos, pero que han funcionado durante mucho tiempo. Con ese basamento argumental, el sexo masculino, y la masculinidad por tanto, se identificarían con la tendencia a la dominación, la pulsión de apoderamiento, la voluntad de poder, el vencimiento de las resistencias, la conquista en todas sus dimensiones… Mientras que el sexo femenino y la femineidad, se distinguirían por su valoración de la vida familiar, la modestia, la sumisión, el masoquismo erógeno y moral, la capacidad de sacrificio y de abnegación. Debra Niehoff ya desmontó estos argumentos en su trabajo Biología de la violencia.

Al rechazar este determinismo biológico, se va a rechazar también la diferenciación de los sexos en términos binarios. Pero si bien el género no cabe en un esquema binario, la sexualidad sí es resultado de una elección, de una diferenciación, y por ende de una renuncia, aunque esto último sea muy del desagrado de algunos, y por el momento hay dos sexos. Veremos más adelante cómo es ese tema de la renuncia, un asunto nada banal.

Nada de ello es indiscutible, pero podemos atenernos al hecho de la diferenciación sexual, como un momento evolutivo, sin por ello confundir el sexo con unos patrones de género determinados. Estos patrones que dan consistencia a los géneros, sí que tienen un origen histórico y cultural concreto, descrito suficientemente por los estudios de género, bajo el epígrafe de “patriarcado”. Y no hay ninguna coartada biológica que legitime el patriarcado.

El mismo Freud, que en algunos aspectos no puede escapar al zeitgeist de su tiempo, no obstante, como dijimos anteriormente, afirma que asociar femineidad con pasividad y masculinidad con actividad no dejan de ser valores arbitrarios, convencionalismos sociales que muy a menudo no se corresponden con la realidad de los individuos, ni con sus deseos. Ni la mujer es pasiva por naturaleza, ni el hombre activo. La bisexualidad originaria tiene muchas lecturas, mítica, antropológica, social… pero no podemos rechazar que los rasgos comportamentales que configuran el género, vienen determinados por la lógica del poder: que establece una división polarizada de los géneros, no como transustanciación de ninguna esencia genética ni biológica.

Así pues, Stock nos propone diferenciar entre la hipotética determinación biológica de los sexos, en la cual veremos como la biología pierde peso, con los factores constituyentes del género y la identidad de género. No hay correspondencia entre ambas.

El problema con la identidad genérica es que frecuentemente se convierte en la gran esperanza del sujeto: la identidad se anhela como un lugar a resguardo en un mundo angustiante. La ilusión que alberga el sujeto, es la de que obtener una identidad de género, va a resolver las angustias que el mundo le ocasiona. Mis pacientes trans, jóvenes entre los 15 y los 30, anhelan esa identidad como sinónimo de un estado exento de tensiones, que sabemos es una ilusión imposible de cumplir.

La orientación sexual, por su parte, no proporciona esta garantía, no provee al sujeto de la seguridad que siente le va a dar la identidad de género, por el contrario sumerge al sujeto en un universo de contradicciones, prohibiciones, placer, culpa y goce.

¿Pero existe la identidad de género? ¿Y en ese caso, es innata o adquirida? Más allá de las polémicas que enfrentan a una parte del feminismo con el movimiento queer y sus posicionamientos en torno al fenómeno trans, vamos a intentar una lectura psicoanalítica de tales fenómenos, en la cual lo que priorizamos son las razones que se derivan de las historias individuales de nuestros pacientes, de sus argumentos, de sus temores y de sus angustias.

Irene Fast es una ensayista bien conocida y autora de textos de referencia clásicos sobre la identidad de género. Tres factores son los principales para ella, a la hora que constituir una identidad de género: (a) la adscripción clara de un sexo en el momento de nacer y durante la crianza, adscripción principalmente a cargo de los padres; (b) el reconocimiento propio y la propia experiencia de los genitales y (c) los factores biológicos. El primer factor es central, la adscripción parental de un género; La identidad de género nuclear se puede establecer con éxito con la simple presencia del primero de los factores, es decir, aún cuando el propio reconocimiento o la morfología anatómica presentan ambigüedades. Pero sin el primero no se puede. Es decir que la mirada del otro, en psicoanálisis lo sabemos, es determinante.

Robert Stoller, nos recuerda Fast, es quien primero defendió que la identidad de género era independiente de la anatomía y la fisiología, en un marco psicoanalítico. En Stoller, según Irene Fast, encontramos dos modelos de desarrollo de la identidad nuclear de género. El primero es relacional, serían los intercambios tempranos con los padres los que constituyen su identidad genérica, por encima incluso de la biología; el segundo es identificatorio. Tomando como punto de partida una situación prototípica de fusión gozosa con la madre, para ambos géneros, esta daría lugar a una protoidentificación femenina en ambos casos. Identificación de la cual el niño tendría que separarse para poder constituir su masculinidad, y para ello necesita encontrar un modelo soporte en el padre o similar.
Jessica Benjamin por su parte, critica el concepto de identidad de género pues supone: «una inevitabilidad, una coherencia, una singularidad y una uniformidad que contradice las concepciones psicoanalíticas de la fantasía, la sexualidad y el inconsciente». Pero sobre todo, yo diría que es una idea que no se corresponde con el desarrollo de los relatos de nuestros pacientes, en los cuales la vacilación, la contradicción, el nombrarse alternativamente en masculino o en femenino, la imagen de sí, el autoconcepto, son elementos que aparecen en la medida que el marco que proponemos se lo permite.

Por ello nos parece, al igual que la autora, que es mejor hablar de identificaciones, de procesos dinámicos, y no de posiciones estáticas o logradas.

Por encima de todo, lo que vemos es que las identificaciones y diferenciaciones genéricas componen un recorrido a realizar por el sujeto, un recorrido con el que la autora vuelve a reinterpretar el desarrollo psicosexual freudiano, en otros términos.

Si bien Freud duda en sus escritos en torno a una identificación primera al padre, o bien a ambos progenitores, Benjamin no vacila en asignar la primera identificación en ambos géneros a la madre, en tanto que cuidadora primaria de los niños pequeños – en nuestra cultura, obviamente –.

Eso hace que el varón tenga que proceder, para acceder a una identidad de género masculina, a un trabajo de desidentificación, separación y rechazo de esa figura femenina primaria con la que se ha fusionado en la primera infancia. ¿La transición en la que se aventuran muchos niños, a partir de esa identificación primarísima con la figura materna, tendrá algo que ver con esa pérdida que hay que asumir para alcanzar la varonía si se me permite la expresión? ¿La condición de varón?

El viaje hacia la masculinidad, la primera transición que afronta el sujeto varón, es un viaje no exento de angustia, de pérdida de amarres. La negación de la dependencia, el rechazo de la ternura, el ensalzamiento de la separatividad, la independencia y el raciocinio son los emblemas alrededor de los que se constituye esa primera identidad masculina, por oposición a ese amor identificatorio temprano a la madre de la primera infancia, a la madre primordial.

En cuanto a la niña, el problema es otro, es que al partir de una identidad de género inicial con esa madre, la transición hacia la independencia implica una reafirmación de un yo poderoso, para lo cual la niña a menudo no tiene bases identificatorias, más aún cuando el rol genérico materno contiene esos aspectos de sometimiento y anulación de la subjetividad característicos del rol clásico femenino centrado en la maternidad, la abnegación y el cuidado del otro.

Por eso la relación con la madre para muchas niñas, nos recuerda Benjamin, es terreno fértil para el sometimiento: así como me someto a sus dictados por amor, me someteré en el futuro. Por el contrario, la afirmación de la independencia y el deseo propio, son experimentados a menudo como peligrosos, en tanto que ponen en riesgo las bases identificatorias que sostienen al sujeto, principalmente en el caso de las niñas.
Benjamin vuelve sobre la madre para insistir en la idea de que la renuncia de la madre a su subjetividad, percibida por ambos géneros, propicia la deriva hacia el masoquismo y la sumisión en la hija, mientras que en el varón favorece la adopción de posiciones sádicas. Sadismo que en el varón comienza por el repudio de los lazos que lo identifican a su cuidadora.

Tales soluciones alientan la polaridad de los géneros y la negación o el repudio de aquellos aspectos que son vividos por el sujeto como peligrosos o angustiosos: en el caso de la niña es el ansia de separación y diferenciación de la madre lo que pone en riesgo sus necesidades identificatorias y su dependencia. En el caso del niño es el repudio y el rechazo de aquello que le une con la madre, la ternura, la pasividad, la emocionalidad, todo lo que parezca sentimental, ese es el lastre para constituir una identidad de género masculina.

La individuación, bajo estas premisas de género, conlleva un rechazo de aspectos escindidos del sí mismo que propicia la repetición de relaciones de sometimiento y de negación mutua, de establecimiento de una complementariedad basada, no en el reconocimiento mutuo sino en la mutua renuncia a una parte de los deseos.

Benjamin insiste en que el equilibrio entre las necesidades del niño/a y las de la madre nunca se ha considerado como un ideal, como una meta, por eso ella lo va a proponer en esa idea de la tensión dinámica que tanto le gusta a la autora.

La estructura de la individuación, de la constitución del sujeto, privilegia la separación sobre la conexión y la dependencia. Se trataría según la autora, de reequilibrar ambas tendencias para reconocer lo que nos une al otro, y no sólo lo que nos diferencia. Reconocer lo que nos hace depender, lo que nos sigue recordando nuestra vulnerabilidad, como menciona en su último libro nuestra compañera Lola López Mondéjar1.

Cuando la individuación se consigue al precio de negar al otro, negando al mismo tiempo una parte de sí mismo, lo que tenemos en realidad es una alienación, una solución falsa al problema de la identidad. La identidad de género a veces requiere pagar un precio muy alto. Cuando la mujer, insiste Benjamin, proclama que puede ser tan independiente como el hombre, tan fría y desafectivizada, no hay ninguna liberación en ello, hay una identificación con aspectos concretos del otro, y un rechazo de una parte del sí mismo.

Hay algo fundamental que el psicoanálisis no ha logrado todavía hacer entender, y que enciende los debates sobre el género, lo dice Yago Franco2: la sexualidad humana no es funcional, no se ajusta a ningún fin predeterminado, sea este biológico, psicológico o cultural. La sexualidad humana, atravesada por el psiquismo y las fuerzas que lo gobiernan: ya sea la imaginación radical que dice Castoriadis, ya sea lo simbólico de Lacan, ya sea la pulsión de muerte freudiana, no es una sexualidad orientada a fines reproductivos o a la supervivencia de la especie. Por ello el papel de la biología es secundario, como recordaba hace años Silvia Bleichmar, cuando decía que en el desarrollo del sujeto primero era lo adquirido y después lo constitucional, en ese orden de aparición.

El papel del otro en la psique humana se articula de un modo doble: por un lado está el impacto del encuentro con el cuerpo del otro; pero más aún el encuentro con el deseo de este, un deseo considerado en su carácter inconsciente. Laplanche lo explica de modo claro en la teoría de la seducción generalizada así que no me voy a detener.

En palabras de Muriel Dimen3: «La sexualidad humana es compleja y ambigua porque, aunque los seres humanos somos organismos biológicos, también somos simultáneamente criaturas de la cultura y de la psicología».

Para Freud el mayor problema con la sexualidad era la fijación, no tanto los destinos de la sexualidad, no tanto las desviaciones de la meta, las perversiones, el eje normativo. El problema era la detención del deseo en un punto, en un objeto, esa fijación se correspondía a menudo con la intervención precoz y extemporánea del adulto. No muy lejos se encuentra la posición de Winnicott cuando nos advierte que los fallos precoces en el medio ambiente protector, provocan una reactividad anticipatoria del sujeto humano, que compromete el desarrollo de su subjetividad. Cuando el sujeto tiene que responder antes de estar preparado, a las intrusiones del medio ambiente, por ejemplo un adulto con su poder seductor, o una falla en los cuidados, las reacciones precoces del sujeto le llevan inevitablemente a construir una coraza a la que denominamos falso self. Para completar el cuadro recordemos la importancia que cobra en su momento el concepto de confusión de lenguas introducido por Ferenczi en el Congreso de Wiesbaden, donde nos muestra el carácter traumático de la intervención extemporánea del adulto cuando confunde la pasión infantil, el amor identificatoria que menciona Jessica Benjamin, con una oferta erótica al adulto.

Nos preguntamos si la anhelada identidad de género, no se puede entender a menudo como esa fortaleza falsa, idealizada por el sujeto, en la cual no va a sufrir los vaivenes a los que le conduce el deseo y sus ideales.

Al respecto dice Yago Franco que:
«El riesgo siempre presente es que ese movimiento (pulsional, deseante, libidinal), se detenga, quede fijado en un punto, anclando al sujeto a uno de los sucesivos pasos de su movimiento identificatorio, pulsional y deseante: su propio proceso de sexuación. Tal como puede suceder en los casos de abuso sexual infantil.»

Lo trans

Desde el punto de vista del psicoanálisis este debate tan encendido alrededor del género, que ha traspasado los límites de lo intelectual para convertirse en un arma arrojadiza, nos vuelve a situar en un papel de mediación para el que, a mi entender, el terapeuta analítico debería estar bien predispuesto, no en vano repetimos hasta la saciedad que hay que escuchar al otro, que no podemos negar y condenar la alteridad. Da igual si el otro es el trans, el cis o el terf, el papel del analista es el de hacer oír esas voces silenciadas en la vida del sujeto.
Por tanto en este debate a propósito del género, de lo trans, de las demandas de pacientes jóvenes en procesos de transición para los cuales no encuentran un punto de referencia, o los que lo encuentran, principalmente en las redes, no están convencidos. No nos podemos dejar llevar por los prejuicios, ni por los morales, ni por lo políticamente correcto. El psicoanálisis siempre ha conllevado una promesa implícita de liberación, no es un vehículo para la adaptación y la integración.
Ricardo Rodulfo hablaba de la necesidad de establecer una moratoria para el adolescente, en definitiva, de darle tiempo antes de exigirle un posicionamiento definitivo en cuestiones tan decisivas. Dar tiempo, tener tiempo. El tiempo es algo que hoy se le restringe al sujeto, como hemos descrito en otros trabajos previos. El tiempo que se le roba a la infancia y a la adolescencia, con la coartada de la preparación para la vida y la maduración. El tiempo es sincopado en la cultura de la inmediatez.
En la misma línea Jessica Benjamin habla de la sobreinclusividad de los géneros como ese tiempo que habría que preservar, en el cual no se le debería exigir al sujeto una identificación estable, ni una elección sexual y genérica definitiva. Un tiempo en el que poder vacilar, tomar decisiones y corregirse, ser capaces de escucharse a sí mismos, poder equivocarse sin por ello tomar decisiones irreversibles.
En su trabajo «¿Disforia de género o metamorfosis de la pubertad?», María Cristina Oleaga, una psicoanalista argentina, que trabaja con adolescentes, nos plantea su particular preocupación a partir de su experiencia clínica. Nos recuerda la fragilidad en la que se mueven los adolescentes, fragilidad que suelen contrarrestar con comportamientos estentóreos y llamativos. También la fragilidad en su búsqueda de identidad genérica y de definición sexual. Y el peligro que conlleva el encuentro con profesionales del activismo, personajes carismáticos, gurúes y otros salvadores que se erigen en maestros que ofrecen respuestas taxativas, inapelables, al mismo tiempo que seductoras. Respuestas que buscan conectar siempre con el aspecto más egosintónico para el sujeto, al precio de rechazar la pregunta, la duda, la incertidumbre tan difícil de sostener a veces.

Es decir, que nos encontramos, dice Oleaga, con adolescentes desbrujulados, desorientados y frente a ellos, especialistas acogedores y empáticos, prestidigitares del verbo y de la imagen, supuestamente críticos del sistema, que ofrecen una pseudoidentidad sin fisuras, que no favorecen ni la interrogación ni la pregunta, que proscriben la duda o la inseguridad propia de la juventud. En lugar de la contradicción interna, la oposición a un sistema del que nos sentimos víctimas, un sistema que representa todo lo rechazado. La identificación proyectiva juega un papel fundamental en esta operación, como sabemos que ocurre en muchos procesos sociales de masas4.

Las conclusiones de Yago Franco al respecto las suscribiría en toda su amplitud:
«Para el psicoanálisis nunca debe tratarse de lo políticamente correcto. Es, desde su origen, un modo crítico de analizar la cultura poniendo en relación a la clínica con la misma. No se trata para nuestra disciplina de festejar lo nuevo porque es nuevo y así formar parte de la manada y, a la vez, generar una nueva clientela, ni de desecharlo refugiándonos en un conservadurismo que nos pone por fuera de las coordenadas de nuestra época.»

La pregunta que incomoda a muchos, y que encoleriza a otros es la misma que se plantea Franco:
«Es fundamental interrogar si no hay – a partir de la medicina, los avances tecnológicos asociados a la misma y el afán de generar nuevos nichos de consumo – una mercantilización y formateo de lo trans.»

Dice James Davies en Sedados, y con estos términos:
«La industria cosmética atribuye nuestro sufrimiento al envejecimiento; la industria dietética, a nuestras imperfecciones corporales; la industria de la moda, a que no estamos al día; y la industria farmacéutica, a supuestas deficiencias en nuestra química cerebral:»

¿Hay una industria trans?

  1. López Mondéjar, L. (2022) Invulnerables e invertebrados: Mutaciones antropológicas del sujeto contemporáneo.
    Barcelona. Anagrama. ↩︎
  2. Citando a Castoriadis: Franco, cuya presencia anunciada en este congreso al final fue imposible, dice que el humano es un animal loco, está desfuncionalizada su sexualidad por la irrupción en la psique de la imaginación radical, que disloca lo percibido, incluyendo en esa dislocación el discurso del portavoz y el impacto del encuentro con el cuerpo y deseo de éste. ↩︎
  3. Dimen, M. (1986). Surviving Sexual Contradictions. New York, Mac Millan. ↩︎
  4. Ella remite a un trabajo anterior, del que extraemos un párrafo a desarrollar. ↩︎