Hace unos días en mi hospital se celebró una jornada sobre suicidio. Mis compañeros y yo decidimos no participar y no fue por pereza o desinterés, sino por una especie de frustración relacionada con el trato que se da al tema en los medios y en los enfoques de política sanitaria.
Declinamos entonces y renunciamos a un protagonismo que creemos que no nos corresponde.
De especial interés y preocupación son las cifras de suicidio en jóvenes y adolescentes, pero no suelen relacionarse casi nunca con el hecho de que la humanidad va camino de su autodestrucción con los ojos cerrados, ni con las vidas invisibles en ambientes carentes de los mínimos cuidados afectivos. Es más fácil hablar de bullying y de redes sociales, siempre en la idea de que los malos son los otros.
En nuestro trabajo, las manifestaciones autodestructivas y la ideación suicida son tan frecuentes que no habría camas de ingreso ni acompañamiento oportuno para cada persona que las presenta.
En los intentos fracasados, lo que llamamos gestos autolíticos, muchas personas nos cuentan que quieren vivir, pero en esa ocasión han querido bajarse un rato del mundo y apagar la cabeza con fármacos, como el que apaga la tele. En otras ocasiones, la reiteración suicida es el as en la manga de la persona que precisa, desesperada, amparo familiar o social. Pasar algún día protegido en el entorno sanitario, huyendo de la intemperie de los días, es abrigo, amoroso o no.
Tristes protocolos se disponen a ordenar una demanda compleja y heterogénea en la que algún que otro profesional cansado ya de contener la angustia insostenible le sugiere al paciente «vaya usted al hospital y cuéntele al psiquiatra que quiere morir, verá que así le hacen más caso…». Y así, la misma persona a veces marginal que otras veces se ha visto rechazada, es más tenida en cuenta por un instante, volviendo a los pocos días a sus miserias y soledades.
Los casos de suicido consumado son el mayor fracaso que afrontamos los profesionales de salud mental. Las costumbres han apuntado al sospechoso que atendió al paciente justo antes de morir. Tendrá que rendir cuentas ante la familia, la sociedad y, llegado el caso, el juez, que, si lo denuncian, le preguntará por qué no se tomaron medidas suficientes.
¿Y quién le dice a un juez que quizás pudo entrever ese triste final declarándose culpable de impotencia?
Impotentes, así, ¿cómo exponernos? ¿Cómo poder contar lo que vivimos, lo que escuchamos y lo que sostuvimos a pecho descubierto, sin más armas que el respeto y la mirada atenta al dolor y al grito de una herida que es también grito y herida propios?
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