“Queridos compañeros y compañeras, mi adversario político, en el período en el que ha actuado como representante en esta cámara, ha intentado honestamente dar con las mejores soluciones a los problemas a los que nos enfrentamos. Las medidas que ha llevado a cabo no son las que yo hubiera escogido, pero cuentan con el respaldo de muchos ciudadanos y por ello merecen nuestro respeto. Aunque mi antecesor cree que los resultados obtenidos son buenos, esa no es mi opinión, y me parece que debe ser nuestro grupo quien ahora se encargue de liderar el gobierno de la nación. Algunas medidas tomadas por nuestros adversarios han sido acertadas y sin duda han obtenido algunos buenos resultados, que reconozco pese a mi crítica general. Para finalizar, debo decir que si los ciudadanos nos dan su confianza haremos lo posible por alcanzar los mayores logros y contaremos con seguridad en esa tarea con el respeto de nuestros adversarios. Del mismo modo, si los ciudadanos decidieran dar su confianza a éstos, plantearemos una oposición leal, con la mirada puesta en el bien común y no en el beneficio de nuestro partido”.
¿Se imaginan que un político entre nosotros lanzara un discurso en estos términos? Seguramente los medios sospecharían alguna conjura oculta, o quizá alguna debilidad mental desconocida y, probablemente, los votantes escucharían con desconfianza y se alejarían a la carrera de un líder que se dirigiera a ellos de este modo. Porque este no es el discurso político que conocemos, y nunca lo ha sido. Estamos acostumbrados a narrativas muy diferentes. Relatos que enardecen, que movilizan, que impresionan, que emocionan…pero que desgraciadamente nos empujan a posiciones infantiles. Y claro está, al lado de un adolescente vulnerable y frágil debe situarse un padre sabio que le guíe y le marque el camino.
Quinto Tulio Cicerón, escribió en el año 64 antes de Cristo, una carta a su famoso hermano el orador Marco Tulio Cicerón, que optaba al puesto de Cónsul de la República. En ella le daba consejos sobre cómo alcanzar el poder en unas elecciones y cómo mantenerlo. Cuando leemos el texto, es inevitable pensar que podríamos estar ante una conversación en privado entre varios políticos contemporáneos (Cicerón, 2012 [64 a.C]). Quinto le aconseja a su hermano, por ejemplo, que prometa todo lo que le pida el pueblo llano y cumpla solo las promesas que le benefician. Sin embargo, cuando se trata de amigos debe responder con prontitud y precisión pues siempre los necesitará. Debe además alabar al pueblo y sus virtudes siempre que tenga ocasión, intentando que quienes le visitan salgan de su casa más felices de lo que entraron. Ciertamente las promesas deben ser lo más vagas posibles; dirá al Senado que respeta su poder y sus tradiciones, a los empresarios que procurará estabilidad y paz, asegurará al pueblo que siempre estará a su lado. Sobre todo, Quinto hace énfasis en que Marco debe aportar al pueblo un gran espectáculo, digno, eso sí, pero lleno del color y notoriedad que tanto gusta a las masas. Afirma taxativamente que hay tres cosas que le garantizarán votos en unas elecciones: favores, esperanza y relaciones personales. Y a ello añade el sabio consejo de recordar siempre caras y nombres, pues nada agrada más al ciudadano medio que ser reconocido.
Cuando describe a Roma, señala: “…nuestra ciudad es la letrina de la humanidad, un lugar de engaño, conspiraciones y vicios de cualquier tipo imaginable. En medio de ese torbellino de maldad, es necesario que un hombre posea gran juicio y mayor habilidad para evitar las zancadillas, las murmuraciones y la traición…”. ¿Podría estar hablando de Madrid, Bilbao o Barcelona? Seguramente no, pero ¿y de Nueva York, Moscú, Sao Paulo o Shanghái? Es un tanto sobrecogedor comprobar como dos mil años después muchos de los consejos de Quinto Tulio a su hermano candidato mantienen plena vigencia.
Seguramente estarán de acuerdo conmigo en que todos tenemos esqueletos en el armario, hechos vergonzantes del pasado que preferiríamos no revelar. Pues voy a mostrarles uno de los míos. Hace ya bastantes años me dediqué a acudir a mítines políticos de muchos partidos. Me gustaba la emoción del grupo, el afán de los políticos por agitar al público y conseguir una cierta emoción en la sala. Me gustaba también sentirme parte de ese movimiento, de ese colectivo que en ese preciso momento, en respuesta a un buen orador, parecía respirar al unísono y esperar una señal para gritar, aplaudir…había algo gozoso en todo ello, que también yo percibía en parte. Y no se trataba del contenido del discurso, de las propuestas del candidato, de la sagacidad de los planes desplegados…sino de algo más primitivo, más animal, que se relacionaba con la comunión con muchas personas a tu lado que en ese instante quedan fascinadas por su propio movimiento. Recuerdo una ocasión en la que acudí a un mitin en un palacio de deportes de Bilbao, concretamente de Herri Batasuna o alguno de sus avatares de aquella época. Un orador fiero, quizá Perico Solabarría, no recuerdo bien, gritaba a pleno pulmón, asido con fuerza al atril: “Compañeros, los tanques nos rodean…!. Los asistentes prorrumpieron o quizá prorrumpimos, en los tradicionales y gozosos lemas de la época. Supongo que todos nos dábamos perfecta cuenta, Solabarría incluido, de que afortunadamente no había tanques por ningún lado y que nos encontrábamos en el feliz posfranquismo, en un pabellón de deportes con buena entrada, en la plaza de La Casilla, rodeados no por carros blindados sino por el quiosco donde los domingos bailaban y bailan parejas de mayores disfrutando de su tiempo libre. Pero, ¡es tan maravilloso sentirse parte de un río caudaloso que rebasa puentes y que arrastra a su paso cualquier obstáculo!. Incluso a mí, que guardaba en un cuaderno pegatinas de cada mitin como si atesorara la gira de los Stones por Europa, reconozco que las soflamas del orador de turno llegaban a emocionarme. Sólo era necesario dejarse arrastrar un minuto y convertirse en niño por un momento, solo un momento. De repente, como fascinado e iluminado ante unos fuegos artificiales, el mundo cobraba sentido y las certezas arrastraban a las dudas fuera de nuestra atención. Yo podía hacerlo y los que gritaban a mi alrededor, sin duda también.
Soy admirador de Paco Ibáñez y recuerdo muy bien cuando escuchábamos mis amigos y yo una y otra vez su disco grabado en vivo en el Olimpia de París. Recuerdo aquello de “a cabalgar, a cabalgar…” o aquellos versos de Celaya : “porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan decir que somos quien somos…”. Pero confieso que nunca entendí aquello de que “…la música militar nunca me supo levantar…”. La realidad es que, salvo a espíritus férreos como el de Paco Ibáñez, la música militar nos levanta, nos ha levantado y nos seguirá levantando. Abandonar por un momento la reflexión serena y dejarse mecer por el vals identitario que nos hace sentir unos, grandes y libres, cuando somos muchos, pequeños, y sumisos, es tan agradable… Sería tan maravilloso que alguien poderoso y protector nos tomara bajo sus alas y nos llevara a ese lugar donde nada nos faltará y seremos felices para siempre…Ese paraíso que para algunos se halla en la contemplación del Altísimo, para otros en el gran premio de los Euromillones, para otros en la Revolución o la Paz en el Mundo o quizá para otros, por qué no, en llegar a casa después del trabajo y notar el calor de los hijos adolescentes, enfadarte con ellos, el humor cambiante de nuestra pareja y el aroma de Vida con mayúsculas que transpiran las pequeñas cosas de los seres humanos.
Muchos de ustedes pensarán, con acierto, que estos fenómenos se dan también fuera de la política. De hecho, no hay evento masivo en el que no ocurran. Dicen que Juan García Hortelano, escritor madrileño de altura y fanático partidario del Atlético de Madrid, decía: “…me encanta acudir al estadio porque es el único lugar en el que me permito ser injusto, mentiroso y cruel”. Desafortunadamente lo que sigue ocurriendo hoy en los estadios sucede también fuera de ellos y especialmente en cualquier reunión de un buen número de personas, incluyendo los parlamentos y sus cercanías.
Nos reunimos hoy para reflexionar sobre la Política contemporánea y sobre el papel que puede jugar, o no, el Psicoanálisis para aportar luz sobre los mecanismos relacionados con el poder, el liderazgo político y la relación electores- elegidos. El psicoanálisis puede ser útil a varios niveles en el análisis de lo político. Por un lado la teoría psicoanalítica contribuye a observar y entender los fenómenos grupales e individuales implicados en la acción política. Por otro, permite proponer intervenciones de pedagogía política destinadas a hacer el proceso más saludable, es decir a favorecer el uso de las capacidades más maduras del ser humano, huyendo de dicotomías seductoras pero que implican posiciones infantiles de los participantes, entregados a una visión escindida y primitiva de la realidad.
Posiblemente no todos ustedes saben, que en Psicoanálisis contamos con diversos modelos teóricos y clínicos que abordan lo mental y su tratamiento desde diferentes puntos de vista, compartiendo algunos principios fundamentales. Uno de esos modelos especialmente influyente y útil, se denomina Teoría de las Relaciones Objetales y se caracteriza por examinar lo psíquico entendiéndolo siempre como determinado por la vinculación a otros humanos (los objetos en la jerga psicoanalítica) y muy especialmente por la representación en nuestra mente de esos vínculos. De modo que cada evento de nuestra actividad psíquica puede examinarse teniendo en cuenta las vinculaciones que han ido dejando huella en nuestra mente y que en ese instante se hallan activadas ante el encuentro con el otro. Lo mismo que no podemos examinar a un niño sin tener en cuenta a su madre y la relación entre ambos, tampoco podemos en general explorar una interacción de la vida real sin pensar en la posición en la que se coloca cada uno y dónde cada uno sitúa al otro. Si mis colegas me permiten la licencia, es como si en cada encuentro pudiéramos preguntar: “¿por quién me toma?” Y es que en cada momento “tomamos” al otro por alguien que en alguna medida no es y nos tomamos a nosotros mismos por alguien que no somos del todo. Una parte central de nuestro trabajo clínico consiste en descubrir junto al paciente, en el seno de la relación terapéutica, la respuesta a esas dos preguntas: “¿por quién me toma?”, “¿por quién se toma?” Esa confusión inevitable forma parte del desarrollo psíquico humano y es muy patente durante los primeros años. En ellos, como todos sabemos, especialmente si hemos convivido con adolescentes, las cosas son maravillosamente nítidas y el mundo se puebla de blancos de nieve y negros azabache. Sólo la edad, y la vida, te enseñan que esas fronteras definidas entre lo hermoso y lo horrible, lo virtuoso y lo malvado sólo son deseos en nuestra mente y que la realidad es siempre más compleja. Sabemos que el ser humano busca constantemente otros con quienes vincularse. Somos animales sociales y literalmente no sobreviviríamos sin nuestra familia. Pero ese grupo que nos permite vivir y nos da calor, compañía, sexualidad, amor… nos empuja también a un peligroso viaje en el tiempo. El calor del grupo nos fuerza a abandonar ese raciocinio alcanzado con dificultad y nos contagia de esa gozosa locura grupal en la que efectivamente nos convertimos en injustos, mentirosos y crueles. El grupo, y especialmente el grupo grande, nos transporta a la emoción intensa de los doce años, a los juicios de rompe y rasga, a las verdades absolutas y las certezas totales. Y con ello, desde luego a la violencia que acompaña a la santa indignación. Una vez en esa espiral de unión gozosa, desinhibición y feliz violencia, descubriremos rápidamente, como señalaba Bion, que necesitamos un Padre que nos guíe y nos proteja y que nos diga si debemos huir o luchar y que vigile observante mientras creamos junto salgo nuevo. Sobre todo en momentos de tensión es fácil que alguien surja en el grupo, a veces el más lleno de desconfianza hacia el exterior, y tome el papel de líder y pastor.
Les voy a dar una noticia inesperada. Les voy a comunicar algo desconocido que hará que esta jornada haya merecido la pena para todos: ser adulto es difícil, sobre todo serlo casi siempre, sobre todo serlo cuando hay que decidir sobre el futuro, y cuando hay que confiar en extraños que hablan de vaguedades etéreas sin repercusión práctica directa. Sobre todo cuando escuchas … a un político.
El 27 de septiembre de 1982, un donostiarra sabio aficionado a los caballos publicó en El País un artículo titulado: “Para prevenir el desencanto”. De forma premonitoria, nos advertía del riesgo de olvidar que ninguno de los sueños que acompañaron al poder a los socialistas iba a cumplirse por completo, que los elegidos eran personas reales con virtudes y defectos reales. Proponía una visión madura y gradualista aceptando que no íbamos a la revolución, que de hecho ni siquiera la revolución alcanza la Revolución y que debíamos progresar paso a paso, sin desanimarnos por los retrasos y a la vez sin renunciar a lograr mejoras en todos los ámbitos. Fernando Savater, que supo anticipar el desencanto de la realidad, ha recibido, para mí, peor trato del que merecía, y ha pagado con varios exilios su papel de Pepito Grillo de la sociedad española y de su izquierda.
La frustración es prácticamente inevitable. Ningún líder es capaz de aguantar el escrutinio constante a lo largo de los años y al igual que la niña sana comprende un día que su madre no es la más inteligente, ni la más guapa, ni la más rica, también nosotros pronto o tarde asistimos con dolor a la caída de los líderes de sus pedestales, donde nosotros les hemos aupado, porque les necesitamos para seguir siendo niños. Niños queridos por alguien, cuidados por alguien, aunque sea tan solo por un momento precioso, brillante como el enamoramiento, cuando él o ella podrían quizá… y nosotros a su lado somos más fuertes, más libres y más felices. Hace unos días, en ese drama terrible del suicidio de la izquierda española en la calle Ferraz, pudimos escuchar gritos terribles. Felipe González, con sus luces y sombras, líder del socialismo español durante décadas, heredero legítimo de Iglesias, de Prieto y de Meabe, compañero de Nicolás Redondo, de Múgica, de Buesa o de Recalde, el camarada Isidoro…era objeto de burlas y de cánticos… ”Felipe fascista…”, decían. Y todo porque Felipe al parecer no estaba de acuerdo con los planes de un Secretario General que acababa de ser derrotado por cuarta vez en pocos meses, descendiendo cada vez un escalón más en la confianza de los ciudadanos. Esta es la realidad, así somos, y ese es el contexto en el que las campañas políticas y el discurso político en general, se mueve.
¿Qué hacer ante este panorama? Si el sistema político se nutre desde hace más de dos mil años de un modo de relación con componentes muy primitivos que favorecen o incluso requieren la infantilización de los participantes, ¿será posible introducir cambios? Mi respuesta sería afirmativa, pero es un proceso difícil y requiere un gran esfuerzo por parte de todos. Podríamos denominar a este proceso: “rotación al gris”. Junichiro Tanizaki publicó en 1933 un texto titulado “Elogio de la sombra”. El autor pone en contraste una estética e incluso una ética basada en la contraposición de extremos (luz brillante, total oscuridad, por ejemplo) con otro, propio de la cultura tradicional japonesa, basado en los matices, las diferencias sutiles, la belleza de la moderación y de lo gradual. Esta actitud se enmarca en ese afecto por “la sombra” que toma para el título. Esa sombra tenue permite para Tanizaki mostrar sin revelar los detalles con crudeza y en ello residía para él un ideal estético y social.
Sería quizá posible aplicar ese elogio de la sombra a la política, tanto los elegidos como los electores. Podríamos otorgar primacía al matiz, al detalle, a los tonos grises propios de la realidad, al diálogo, a la negociación, a aceptar puntos de vista de los demás, a las alternativas, a otorgar valor a otras propuestas, a reconocer los logros ajenos y a ver limitaciones en los propios y a construir caminos intermedios que solo recogen parcialmente nuestros deseos. Sin duda ello supone abandonar las luces mediterráneas de Sorolla para abrazar el claroscuro y los matices. Significa no situar al adversario político como mensajero del Mal y portador de las tinieblas. A la vez implica que abandonemos una posición; infantil si es sincera, perversa y peligrosa si es impostada, de supuesta excelencia ética y posesión de la Verdad.
Sin duda el panorama habitual de banderas al viento, proclamas encendidas, muchedumbres en marcha y barricadas revolucionarias es infinitamente más emocionante y seductor que la grisura parsimoniosa de la negociación inacabable, sobre todo cuando las fuerzas del orden disparan solo agua a presión y los detenidos vuelven a su casa en cuestión de horas. Ciertamente la beligerancia, la vehemencia en la búsqueda de nuestros ideales, es una parte natural del psiquismo humano y la protesta airada puede ser necesaria a veces y siempre constituye una manera posible de expresar la pulsión de muerte. Pero quizá debiéramos trasladar esa expresión airada a la defensa del gris en política, a un elogio de la sombra de esta actividad que puede y debe ser la más noble. Deberíamos quizá ser beligerantes en la defensa de la sombra y su estética, de la grisura, de la negociación tranquila y del diálogo como elementos centrales en una sociedad avanzada como la nuestra.
La Humanidad ha ido progresando hacia la civilización cuando el macho alfa aceptó que el resto de los componentes del grupo familiar eran capaces de poseer una opinión y tenían derecho a expresarla. En el siguiente escalón esa capacidad se amplió al clan familiar al completo y luego a la tribu que ya incluía a desconocidos a los que se atribuía una identidad compartida. Más tarde surge la nación y el horizonte de los derechos se amplía mucho más al aceptarse que personas muy ajenas que comparten con nosotros solo abstracciones poseen también nuestros mismos derechos. Puede que el último escalón se inicie en 1776 y 1789 cuando se proclama, en Filadelfia y en París la igualdad de todos los humanos. (Y esto lo señalo por una sorprendente resistencia a aceptar que los demócratas contemporáneos somos tanto o más hijos de la revolución americana que de la francesa). Se alcanzaba así, al menos en la teoría el ideal de Terencio de que “nada humano nos es ajeno”, ningún humano queda fuera de la carpa protectora de los derechos y las libertades. Ustedes saben como yo que este avance hacia la civilización a escala planetaria ha sido cualquier cosa menos progresivo y que se han producido y se producen parones bruscos, retrocesos importantes y en ocasiones saltos hacia atrás que bajo distintos paraguas ideológicos proponen modelos tribales de funcionamiento social, atractivos porque están llenos de certeza y de esa vehemencia, ingenua o perversa que nos arrastra con facilidad.
No siempre somos conscientes de que nosotros vivimos en el más importante reino de la Sombra que la Historia ha conocido. Se llama Europa y se caracteriza por la limitación, la insuficiencia, la discrepancia, la negociación infinita, el acuerdo tedioso, las reuniones interminables, los avances tan paso a paso que casi ni se perciben, las regulaciones milimétricas, las normas complicadas y difíciles de aplicar…y a la vez, se trata de la organización política más avanzada de la Historia del mundo que ha conseguido que tras la última catástrofe provocada por nosotros los europeos, que causó cuarenta millones de muertos y desgracia infinita, ahora llevemos setenta años sin guerra en nuestro suelo y que hayamos sido capaces de crear un continente de paz y prosperidad para la mayoría, lleno de limitaciones y a la vez lleno de logros clave que desgraciadamente con demasiada frecuencia nos pasan desapercibidos. Miramos con simpático desdén que un estudiante de Baracaldo pase parte de su formación en Cracovia y allí encuentre a jóvenes como el, de todos los países que comparten sus temores y sus esperanzas. Nos hemos olvidado que hace muy poco hubo frontera en Hendaya y que nuestros vecinos del Norte usaban otras monedas, además de otra lengua. No le damos importancia a que nuestros hijos se planteen tranquilamente no solo estudiar en otro país, sino incluso trabajar en Dusseldorf, en Toulouse o, todavía hoy, en Glasgow o Birmingham. Decimos con cierta satisfacción prepotente que Europa es una Europa de los mercaderes y que no representa los ideales democráticos que soñamos un día, mientras aprovechamos esas normativas infinitas para viajar, comerciar, visitar, crecer y vivir. El corolario a un elogio de la sombra es un elogio a Europa y a su lenta parsimonia democrática, sus infinitos acuerdos y su mastodóntico caminar hacia la integración. La democracia no siempre es divertida ni emocionante, pero nos permite ver crecer a nuestros nietos y aspirar a que ellos también puedan ser felices. Europa representa sobre todo la civilización y el reto de mantener y diseminar las condiciones que hacen esa civilización posible.
Sin duda Europa es aburrida, y a la vez el avance más gigantesco de la Historia de la Humanidad hacia la Civilización. Estamos enfadados, sin duda con justicia, por el trato que nuestro continente otorga a los refugiados. Olvidamos que hay países entre nosotros que han acogido en su casa a cientos de miles de personas que huyen de la guerra; es insuficiente, pero es real y es valioso. Nos parece que debemos recibir más y tratarles mejor. Por supuesto; pero se nos olvida además que no hace tantos años, los españoles que escapaban de la Guerra Civil eran recluidos por nuestros vecinos en campos de prisioneros mientras buena parte de los países miraba hacia otro lado.
Los políticos no son monstruos sedientos de poder que ansían robarnos. Tampoco son gigantes del pensamiento que deben guiarnos hacia la luz. Son personas del grupo que por mil motivos, sanos e insanos, se lanzan a una tarea sin duda apasionante y casi siempre ingrata y que hoy dos mil años después sigue siendo noble. Ellos son, son simplemente, nosotros. Cierto viejo chiste, que citaba Savater en su escrito, habla del inmigrante que quería ir a América a hacer fortuna, pues le habían dicho que allí las calles estaban pavimentadas de oro, y al llegar a la tierra prometida descubrió tres cosas: que las calles de América no estaban pavimentadas de oro; que no estaban pavimentadas, y que tenía que pavimentarlas él. Creo que nos espera mucho camino por pavimentar, 34 años después.
Compañeros, como decía Perico Solabarría hace muchos años, “¡los tanques nos rodean!”. No los carros de combate de Tian an Men o de Praga, sino los de la certeza, la prepotencia, el desprecio, y la creencia de que solo nosotros sabemos de verdad cómo debe dirigirse la cosa pública. Si alguien alberga dudas respecto a esto, que recuerde que una de las figuras clave de la política internacional en este preciso momento, y que puede influir poderosamente en nuestro destino, decía en una grabación: “…si eres una estrella, puedes hacer lo que quieras con las mujeres; si veo una mujer guapa, soy capaz de agarrarla del c— y llevármela …”. Pido perdón por esta observación soez y despreciable del posible Presidente Trump. Insisto: “los tanques nos rodean”.