“En este momento de mi existencia, no soy capaz de imaginarme viviendo una vida normal sin tomar el litio y sin los beneficios de la psicoterapia. El primero impide mis seductores pero desastrosos estados maníacos, disminuye mis depresiones […] Me frena, me vuelve más amable […] me mantiene viva y no hospitalizada y hace posible la psicoterapia. Pero, de manera inefable, la psicoterapia cura. […] Por otro lado, ninguna psicoterapia es capaz por sí sola de prevenir mis manías y mis depresiones. Necesito las dos cosas. Juntas forman una extraña pareja. A la primera le debo la vida; mis peculiaridades y mi resistencia, a esa única, singular y profunda relación llamada psicoterapia”.
—(Jamison, 2006, Pág. 94)
Desde que tengo memoria y desde que comencé a navegar por los océanos a veces turbulentos de la salud mental, he sido testigo de diferentes diagnósticos “a la moda”. Comenzando con “es una histérica/o” (este mote delata mi edad, ya que prevaleció en los años setenta, y aun antes) o es “un psicópata”, título adjudicado a cualquier sujeto en que prevalecía la acción, como si toda acción fuese patológica. Sigamos: ADD, crisis de pánico, borderline, etc. Y ahora –o, mejor dicho, en los últimos tiempos– la bipolaridad ha inundado los diagnósticos como lo hicieron en otros momentos las etiquetas mencionadas. Esta suerte de exagerada ponderación resulta tan marcada que hasta ha invadido el lenguaje coloquial y periodístico. Ya no es extraño escuchar frases como “estamos metidos en una situación bipolar” y mucho menos afirmaciones livianas como “tal o cual es un bipolar”; todos estos juicios son emitidos por los medios informativos o incluidos en cualquier charla informal.
Soy de los que piensan que los pacientes cambian, que cambia la subjetividad y que cambian los cuadros psicopatológicos. Pero esto no implica que los cambios produzcan generalizaciones desmesuradas que atentan contra la lógica y conducen a la pérdida de la singularidad de cada paciente.
¿Qué ha sucedido? ¿Por qué tanta bipolaridad? ¿Es un producto de la época o un producto de las necesidades de la industria farmacéutica?
No sólo no niego la existencia de este cuadro clínico, sino que me parece indiscutible cuando se hace un diagnóstico correcto, con la consiguiente posibilidad de hacer uso de las herramientas terapéuticas disponibles para este tipo de patología. En todo caso apelo a la sensatez y sugiero tener cuidado para no caer en una catalogación compulsiva, que promueva la desubjetivación masiva.
Esta suerte de introducción sólo intenta alertar sobre el problema de sobrediagnosticar o, según yo lo entiendo, de diagnosticar en sintonía con la época, una época, por qué no decirlo, en que la subjetividad del psiquiatra está atravesada por la propaganda y por los beneficios que los laboratorios farmacéuticos otorgan a los prestadores (viajes, regalos, inscripciones a congresos, etc.). Si ya resulta casi imposible mantener la “objetividad clínica”, con estas prebendas será más complicado conservarla aséptica y será irremediablemente infectada. Pongo “objetividad” entre comillas porque en la clínica, como en cualquier quehacer humano, estamos atrapados por el contexto y nunca somos objetivos en nuestras consideraciones; nuestras propias subjetividades y contextos intervienen en cada una de nuestras observaciones, opiniones o aseveraciones. Por lo tanto, es preciso conocer bien las tramas que intervienen en nuestros testimonios clínicos. Y saber que a veces podemos equivocarnos.
Cuando esto no sucede y suponemos que quien nos consulta está realmente atrapado en un trastorno bipolar, recurriremos a la psicofarmacología con la convicción de que es lo más correcto para ese paciente; pero en mi opinión, como en la de muchos colegas, debemos hacerlo con el necesario acompañamiento de un proceso psicoterapéutico.
Los procesos bioquímicos tienen existencia, la biología ocupa su lugar: no hay duda de ello. El problema es cuando se hipertrofia una sola explicación monopólica que atenta contra la integración del conocimiento, en detrimento de una comprensión más abarcativa del sufrimiento humano. Me opongo a cualquier categorización monocausal y determinista que aleje al conocimiento del paradigma de la complejidad.
Por ejemplo: tomemos la afirmación, por todos conocida, de muchos agentes de la salud mental e investigadores acerca de que el desorden bipolar es de causa biológica y el centro del tratamiento debe ser la psicofarmacología. A esta altura de los conocimientos, no pongo en duda las investigaciones que sostienen el origen genético de esta enfermedad y su correlato en las alteraciones bioquímicas que estarían en la base de este cuadro. Pero ¿cómo interviene en todo esto la historia individual, singular de cada sujeto? ¿O es que no interviene? Los psicofarmacólogos que aseguran que la psicoterapia es beneficiosa, ¿lo hacen convencidos o porque, a esta altura, negar los factores psíquicos los posicionaría en un lugar de anquilosamiento? De igual manera, los psicoanalistas que, atrapados en un pensamiento reduccionista, niegan los factores bioquímicos, ¿aceptan el valor de la biología persuadidos o con resignación?
Ni una ni otra posición nos convocan para instalar una mirada amplia, generadora de apertura al diálogo.
Dialoguemos
“…Pero también dentro de nuestro quimismo propio deben de existir sustancias que provoquen parecidos efectos, pues conocemos al menos un estado patológico, el de la manía, en que se produce esa conducta como la de alguien embriagado, sin que se haya introducido el tóxico embriagador”.
— (Freud, 1930, pág. 78)
Me preocupa la divulgación que tienen en los medios muchas afirmaciones que, al ser leídas por los pacientes o sus familiares (y, más aún, por los colegas), los lleva a adherir a posiciones inexactas en el mejor de los casos, cuando no iatrogénicas.
Según un estudio realizado por el “Programa de Trastornos Bipolares de la Fu
ndación Favaloro”, se comprobó que el “despertar” (así lo llaman) de este trastorno bipolar, que sería hereditario, estaría determinado por experiencias tan tempranas como el parto y “factores del medio ambiente aún por identificar”. (La Nación, 10 de mayo de 2008). Por lo que he leído en otros artículos de divulgación de esta Fundación, centran la indicación terapéutica en la psicofarmacología, aunque no descartan la psicoterapia.
Primer interrogante: ¿de qué manera influye en este “despertar” la experiencia del parto? ¿Será porque se alteran los neurotransmisores o porque, como diría Freud, la cantidad de energía que se moviliza en ese momento es tanta que el aparato psíquico no puede tramitarla y se vuelve traumática? No tengo respuesta.
Segundo interrogante: Si en el “despertar” hay factores del medio ambiente “aún por identificar”, ¿cuál sería la explicación? Si aplicamos conceptos como la influencia del medio ambiente que plantea Winnicott, lo contextual y lo histórico-social de Castoriadis, o incluso las series complementarias de Freud, no hay más alternativa que aceptar que en la bipolaridad, como en cualquier padecimiento humano, opera la multicausalidad. La biología ocupa un lugar, pero sin lugar a dudas los acontecimientos que atraviesa un individuo en su devenir aportan lo suyo.
Este estudio afirma, por un lado, la etiología hereditaria y, por otro, insinúa el lugar que ocuparían lo contextual y lo singular en las explicaciones del “despertar” en estos cuadros clínicos.
Gabbard (2002) señaló que la concurrencia de situaciones traumáticas (muerte de un pariente cercano, un asalto, divorcios, experiencias precoces de abuso, abandono o separaciones tempranas) puede generar una sensibilidad neurobiológica que predispondrá a los sujetos a responder a los estresores en la edad adulta de manera tal que aumente la posibilidad de que se despliegue un trastorno afectivo.
Sigamos la discusión con otra postura polémica, usando un adjetivo respetuoso y siempre teniendo en cuenta que, como bien afirmó Freud en el epígrafe de este apartado, el “quimismo” ocupa un lugar. En otra nota aparecida en el diario La Nación que lleva por título “Cuál es la terapia correcta para el trastorno bipolar”, el doctor Nassir Ghaemi, director del Programa de Investigación en Trastorno Bipolar de la Universidad Emory (Estados Unidos), afirma muy taxativamente que con un estabilizante del humor –en especial el litio, que es el más probado–, un 33% de los pacientes con trastorno bipolar se curan y no tendrán ningún síntoma por el resto de sus vidas, mientras que con el resto habrá que usar dos o tres estabilizantes, en una combinación que será diferente en cada paciente y con la que pueden mejorar completa o parcialmente (La Nación, 13 de octubre de 2007).
Ante la pregunta de la periodista acerca de si las psicoterapias son efectivas en el trastorno bipolar, este profesional afirma que sin los estabilizantes del humor, ningún otro tratamiento puede funcionar, y en el caso de que se adopte algún tipo de psicoterapia las más beneficiosas son la psicoeducacional, la conductual o la interpersonal. Aunque después, de una forma menos “científica”, termina diciendo que cualquier psicoterapia puede ayudar al paciente si el terapeuta sabe qué es el trastorno bipolar.
Y aquí viene el punto más interesante –por lo menos para mí, que soy psicoanalista y también psiquiatra–. El Dr. Ghaemi comenta muy livianamente que si un psicoterapeuta con formación psicoanalítica “ve cualquier síntoma de manía como narcisismo y quiere hablar de lo que pasó con su madre y su padre, eso no va a ayudar al paciente bipolar. Pero si la psicoterapeuta 2 sabe que es un episodio de manía o de depresión, y puede determinar si está relacionado o no con un problema de su personalidad, eso puede ser de ayuda para el paciente”.
Sigamos. En el mismo diario y el mismo día, aparece otra nota, titulada “Los antidepresivos han derrotado a la psicoterapia”. En ella el doctor Ghaemi –ya a esta altura un osado opinólogo– concluye que: “El Prozac y las drogas antidepresivas han destronado a la psicoterapia de su lugar de poder. Hubo gente que no mejoró con años de psicoterapia y que mejoró con dos semanas de Prozac”. Estos dictámenes fueron realizados cuando el doctor Ghaemi nos visitó para participar de las XXV Jornadas Argentinas de Psiquiatría, que se llevaron a cabo en Buenos Aires en el año 2007. El periodista da cuenta en la nota de una charla que “este sólido pero a la vez polémico investigador” (según palabras del entrevistador) pronunció en la Universidad Favaloro con el título “La vida en la época del Prozac”, en la que planteó el impacto de los antidepresivos sobre la cultura y sobre las prácticas médicas.
La cosa continúa: “Los antidepresivos no sólo mejoraron la depresión, sino que mejoraron la cotidianidad de las personas en una forma más profunda –señaló Ghaemi–. De ahí que haya mucha presión social para usar pastillas con el fin de mejorar los problemas de la vida de la gente”.
Sigue diciendo: “Para mí el Prozac es un símbolo del impacto de la psicofarmacología en la cultura, que es tan grande como el que tuvo anteriormente el psicoanálisis. Estos fármacos afectan nuestra mente y pueden crear un hedonismo farmacológico, y eso no se ha discutido mucho entre los filósofos que hablan mucho de psicoanálisis, pero no de cómo han cambiado los fármacos nuestras vidas”.
El doctor Ghaemi también es “experto en salud pública” de acuerdo a su curriculum, y declara: “En la actualidad tenemos cada vez más problemas de demencia, que se relacionan con la mayor longevidad de la población, y al mismo tiempo hay estudios que sugieren que es posible que dosis muy bajas de litio prevengan la demencia. Y entonces la pregunta es si, así como damos flúor para tener menos problemas dentales, no será preciso dar un poco de litio en el agua para disminuir el riesgo de demencia de la población”.
Todas estas sentencias me generan preocupación y rechazo. Rechazo por la postura fundamentalista de alguien que genera opinión y es un referente de toda una línea de pensamiento que atraviesa el campo de la salud mental. No me voy a detener en los pronunciamientos fanáticos a ultranza, o al menos exagerados, en los cuales el doctor Ghaemi presupone que nuestra subjetividad solo estaría constituida por moléculas químicas o un conjunto de neurotransmisores. Repito, no me atascaré en planteos como: “Hubo gente que no mejoró con años de psicoterapia y que mejoró con dos semanas de Prozac”, o “Los antidepresivos no sólo mejoraron la depresión, sino
que mejoraron la cotidianidad de las personas en una forma más profunda” . ¿Habrá leído este profesional Un mundo feliz, de Aldous Huxley, y no entendió la metáfora? Tampoco le dedicaré tiempo a su aparente enojo con la filosofía por ocuparse del psicoanálisis y no de la farmacología, ni a su “gran idea” de que los proveedores de agua pongan litio en las cañerías para prevenirnos de la demencia. Elijo el potencial aplanamiento de mi corteza cerebral y seguir tomando agua natural.
Lo cierto es que muchos pacientes leen esto. Me produce espanto, pero no paraliza mi deseo de generar un debate, aunque más no sea para deslegitimar sentencias vertidas como verdades únicas e irrefutables.
Lo que quiero abordar es la afirmación de Ghaemi de que en los pacientes bipolares “la cura” se sustenta en la administración de estabilizantes, complementada más adelante con el reconocimiento de que las psicoterapias son efectivas… siempre y cuando no sean de orientación psicoanalítica, en especial si se interrogan acerca de la problemática narcisista. Aquí comienza mi indómito desacuerdo.
Una respuesta desde el psicoanálisis
“Retengamos, para evitar oscuridades: Sobre la base de nuestro análisis del yo es indudable que, en el maníaco, yo e ideal del yo se han confundido, de suerte que la persona, en un talante triunfal y de autoarrobamiento que ninguna autocrítica perturba, puede regocijarse por la ausencia de inhibiciones, miramientos y autorreproches. Es menos evidente, aunque muy verosímil, que la miseria del melancólico sea la expresión de una bipartición tajante de ambas instancias del yo, en que el ideal, desmedidamente sensible, hace salir a luz de manera despiadada su condena del yo en el delirio de insignificancia y en la autodenigración…”.
—(Freud, 1921, pág-. 125)
Desde cierta perspectiva, puedo entender la postura del profesional recién citado, ya que plantea la cura sustentándola en la atenuación de los síntomas, mientras que el psicoanálisis es en este sentido un poco más ambicioso y cree que detrás de los síntomas hay un sujeto. Yo soy psiquiatra y psicoanalista y le concedo un lugar importante al uso de la psicofarmacología, ya que admito sin dudarlo su eficacia en el alivio del sufrimiento en muchos pacientes, y entonces digo sí a la medicación para atenuar los síntomas. Pero justamente allí donde Ghaemi formula su crítica irónica al psicoanálisis yo me detengo e instalo, justificadamente, la cuestión metapsicológica en los pacientes diagnosticados como bipolares. En efecto, es en la problemática narcisista donde el psicoanálisis debe entrometerse para instalar su saber en estos cuadros. Hablar de narcisismo en psicoanálisis no es hablar de lo que pasó con el padre o la madre del paciente, como sin conocimiento del asunto lo plantea este psiquiatra.
En estos pacientes graves, el narcisismo está convulsionado, qué duda cabe; ¿en qué patología grave no lo está? Sabemos que en estos cuadros está comprometido el yo, (o sea, el narcisismo) y, por lo tanto, el ideal del yo y la autoestima, sin dejar de lado el consabido lugar que ocupa el superyó, sobre todo en el polo depresivo, mientras que en el polo maníaco está muy implicado el yo ideal. Podríamos afirmar que en los momentos depresivos el yo ha dejado de ser amado por el superyó, y que el ideal del yo y el narcisismo están seriamente comprometidos en esta pérdida amorosa. Me atrevería a imaginar una secuencia de estas características: en los momentos en que la depresión ocupa el centro de la escena, con el consiguiente retraimiento, estos pacientes sienten, por ejemplo, que han perdido objetos especulares que narcisicen su yo; su superyó ya no quiere a un yo devaluado y tan alejado del ideal del yo; a partir de este interjuego se desprende que en el ciclo depresivo la autoestima está en baja. Cuando, en cambio, es la manía la que ocupa el centro de la escena, entra a cumplir un papel fundamental el yo ideal. “Y sobre este yo ideal recae ahora el amor de sí mismo de que en la infancia gozó el yo real –dirá Freud–. El narcisismo aparece desplazado a este nuevo yo ideal que, como el infantil, se encuentra en posesión de todas las perfecciones valiosas” (Freud, 1914, pág. 91).
De esto último se desprenden las ideas de grandiosidad, la megalomanía y la autoestima elevada que invaden el pensamiento de estos pacientes.
El psicoanálisis como método terapéutico
“Resulta claro que el estudio de la enfermedad maníaco-depresiva se puede realizar de la mejor manera, obviamente, mediante el psicoanálisis de los pacientes que la padecen…”
— (Winnicott, 1998, pág. 88)
Sin duda, cuando recorremos la psicopatología de los pacientes bipolares nos hallamos en el terreno del narcisismo. Desde esta perspectiva, podemos decir, con Hornstein (2006), que para que el paciente piense acerca de las causas que lo tienen deprimido o excitado es necesario el investimiento narcisista de su actualidad y también del futuro, de modo que el cambio y la alteración tengan sentido para él. Siguiendo a Piera Aulagnier (1985), diremos que un sujeto deviene otro si va aceptando que se descubre distinto del que fue y del que “debe advenir”. ¿Podríamos llamar a esto esperanza? ¿Se podrá lograr que la repetición instalada a modo de depresión o manía, solas o alternadas, se convierta en creación, en edición 3?
La transferencia, poderoso motor de la terapia psicoanalítica, debería posibilitar que, al investirse una situación nueva, se tramiten y elaboren las viscosidades del narcisismo, esas que no le permiten al sujeto desprenderse de sus objetos y vínculos pasados y presentes. Dich
os objetos y vínculos lo llevan a la repetición y hacen que el yo se defienda y luche por desprenderse de esa historia que lo aprisiona y atormenta. Vuelvo a la transferencia, o, mejor dicho, al analista que permite el investimiento desde un lugar distinto al que se despliega en otros vínculos. A mi entender, ese lugar no se da sólo en la abstinencia, concepto este que llevó a muchos analistas a convertirse en helados receptáculos de palabras que salían de un hablante y no de un sujeto humano. Me interesa permitir que el paciente construya para sí una historia diferente, que deje atrás la repetición y acceda a la creación de lo nuevo… ¿A editar lo que no fue editado?, ¿o tal vez a representar lo que no ha sido nunca representado? En fin, a generar una identificación diferente. Identificación con un modo de pensar y de pensarse, identificación con un yo distinto, al que le interesa crear y no repetir. ¿Acaso Freud no nos dijo que “El carácter del yo es una sedimentación de las investiduras de objeto resignadas, contiene la historia de esas relaciones de objeto” (Freud, 1923).
No soy ingenuo: muchos creerán que estoy disfrazando con mis palabras un modelo sugestivo. ¿Alguna vez no hay sugestión? Lo importante es que nuestra postura nos diferencie de una actitud intencionadamente sugestiva, porque los analistas planteamos la lucha contra los síntomas desde una actitud interrogativa. Estoy planteando una relación transferencial que incluya la historia, una historia identificatoria que abarque al analista que cree en la creación de lo nuevo, en la elaboración, en la posibilidad de cambio, en detener la repetición para recordar cuando se pueda, o para permitir o posibilitar el acontecimiento (Badiou, 1988), lo nuevo. Como dije alguna vez (Lerner, 2001), se trata de editar lo no editado, de editar y no de repetir. Aceptémoslo: a veces trabajamos per via di levare, otras veces per via di porre y, por qué no, per via di creare. En todo esto deberá estar presente la implicación subjetiva del terapeuta. Deberá “poner el cuerpo”.
La implicación subjetiva se relaciona con el discurso y la actitud del analista. Siguiendo a Green, podemos decir que cuando falta la función ligadora de Eros, al observador/participante y activo que debe ser el terapeuta le toca establecer, con su propio aparato psíquico, los nexos faltantes.
La historia que interviene no es sólo la del paciente, también abarca las vivencias del analista, y esto implica que se “pone en juego” la historia de este. El análisis no pasa sólo por “interpretar profundamente”. Green (2003) nos alerta al asegurar que esta postura puede representar una alimentación intelectual forzada y que puede llevar a un hambre de interpretaciones casi mórbida o en su defecto a una anorexia hacia el discurso del psicoanalista.
Si hablamos de falta, no nos engañemos: algo debemos poner, ya sea por vía de la interpretación o de la construcción. Pondremos empatía, comprensión. Haremos comentarios y muchas veces indicaciones. Repito, si todo esto lo incluimos en un proceso elaborativo, de historización, de producción de subjetividad, no tengamos miedo de traicionar la teoría y práctica del psicoanálisis –por lo menos, las del psicoanálisis que tantos, como yo, hemos estudiado y practicado–.
Si pensamos que en los pacientes bipolares están alterados el yo y el narcisismo (imposible pensar un concepto separado del otro), deberemos restaurar el narcisismo, el yo (Kohut, 1977). Desde este ángulo tiene coherencia sostener, prestar pensamiento, ayudar a simbolizar, a representar. Estos elementos dejan de ser meros derivados de la “intuición”.
Freud nos enseñó que el analista debe aportar auxilio, hacer participar al yo debilitado en un trabajo de interpretación puramente intelectual, lograr que se nos transfiera la autoridad de su superyó, alentarlo a aceptar la lucha en torno de cada exigencia del ello. Debe cumplir distintas funciones: ser una autoridad y un sustituto de los progenitores, ser maestro y educador (Freud, 1938)
Gozamos de legitimidad (esto va dirigido especialmente a aquellos que temen ser acusados de heterodoxos). Debemos colocar en el centro de nuestras presentaciones clínicas conceptos como alentar, aportar auxilio, cumplir distintas funciones, fomentar la transferencia positiva, etc. Interpretamos, hacemos construcciones, pero también todo esto que señalé y que en algún momento fue dejado de lado, por lo menos en las presentaciones “oficiales”, para no ser tildado de un “técnico activo” (Ferenczi, 1988).
Me gusta afirmar que atención flotante no es distancia y frialdad; prefiero hablar, con Piera Aulagnier, de implicación subjetiva con “teorización flotante”.
A modo de conclusión
Como habrán notado, determinadas afirmaciones me perturban y sobresaltan; siento un gran temor ante la impunidad de algunos “referentes” de la salud mental que livianamente pronuncian sentencias absolutas y de la misma manera defenestran desde el desconocimiento otras formas del saber alejadas a las de ellos. En los intentos de desubjetivación de los pacientes “bipolares”, el termómetro marca temperaturas muy altas.
La cruzada de los embajadores de la industria farmacéutica es compleja además de ser mundial; son adversarios duros, tenaces, empecinados e interesados. La historia de la salud mental lo sabe.
Por lo tanto, creo que debemos confrontar: el silencio no es un mensaje, la indiferencia sí lo es. Esa indiferencia podría estar anunciando una cesión del terreno que durante tanto tiempo ha sabido ocupar el psicoanálisis; y si nos cobijamos en el “paraguas protector” de nuestras instituciones parroquiales, con la falsa idea de que “no tiene sentido enfrentarse”, dejamos vacíos de diálogo que no llevan a nada.
En la pelea actual está incluida una lucha sorda, pero tenaz, por el dominio de la opinión pública y también la querella entre muchos colegas.
Si no enfrentamos las creencias descarriadas y las advertencias apresuradas de muchos “especialistas en salud mental”, resultará muy difícil, si no imposible, generar un diá
logo –no digo un acuerdo– que por lo menos intente arrimar alguna luz en medio de estas tinieblas y tratar de eliminar la competencia desalmada que siempre se instala cuando se pretende ser portador de una única verdad.
Desde el psicoanálisis, el tema no es colocar a la psiquiatría como un adversario al que debemos derrotar, ni caer en la suposición estéril de que en nosotros se concentra todo el saber. Estas actitudes, ejercitadas hasta la extenuación en muchos momentos de nuestra historia, no hicieron sino fortalecer los ya sólidos argumentos de los escépticos que descreen de nuestra disciplina. Entonces, digo no al encierro nostalgioso de una “primavera pasada” en la cual el psicoanálisis pretendía ser un discurso único, y digo sí a un intercambio con la psiquiatría que procure arribar a un conocimiento más profundo y ecuménico de la clínica en salud mental.
Postulo que debemos abandonar la “comodidad” del reduccionismo y el determinismo para dejarnos penetrar por la “incomodidad” de la interdisciplina, la incertidumbre y el pensamiento complejo, como tan bien lo planteó Hornstein (2006).
Ya lo he dicho: soy psiquiatra y psicoanalista, pero no soy fanático ni fundamentalista en ninguno de los dos campos.
Digo, pues, sí a la biología y a la medicación, pero también al inconsciente, la singularidad, los vínculos, la implicación subjetiva, la historización, la elaboración, la edición de lo que no se editó, la constitución del yo y del superyó, y a todo el legado freudiano para afinar nuestro dispositivo terapéutico.
Cualquier proyecto terapéutico psicoanalítico que implique una transformación del sujeto por vía de la producción de subjetividad incluye, invariablemente, un replanteo histórico del pasado que incluya el presente y el futuro. Esta postura de un psicoanálisis contemporáneo se sitúa muy lejos de prejuicios casi caricaturescos como los del doctor Ghaemi acerca de que el psicoanalista interpreta sólo el pasado con “papá y mamá”.
Podemos caer en el fundamentalismo siendo psiquiatras, psicoanalistas o adeptos a cualquier otro modelo de la salud mental. Un modo de contrarrestar este peligro es aceptar con amplitud –no con una postura “seudoabierta”– el diálogo con otros modelos psicoterapéuticos y con la psicofarmacología. Pero para ello es indispensable que también los otros esquemas se avengan a discutir con un afán de apertura y no de cierre.
Es cierto que el psicoanálisis privilegia la singularidad del sujeto, y esto puede ser entendido como lo opuesto a un modelo generalista de la salud pública, que instrumenta un modo de atención más anónimo, casi diría desubjetivado. Pues bien, yo creo que la herramienta psicoanalítica puede contribuir a pasar de lo singular a lo general. Comprender a un sujeto, sea que haya sido diagnosticado como bipolar o que le hayan puesto alguna otra de las “etiquetas” habituales, ayuda a comprender a los demás. “Salvar a una persona es salvar al mundo”, señaló alguna vez Frieda Fromm-Reichmann.
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1 Publicado en Actualidad Psicológica, Julio 2008, Año XXXIII, Nº 365
2 Llama la atención que incluya una cuestión de género, como si los que practican el psicoanálisis sólo fuesen mujeres.
3 Enseguida desarrollaré este concepto.