Ponencia expuesta en el
XIV Congreso del Centro Psicoanalítico de Madrid.
Málaga, 14/15 de Marzo de 2003.
La adolescencia trae consigo la marca de una fractura necesaria: la de los vínculos infantiles con el objeto de amor. Esta condición sin la cual no es posible advenir sujeto, habrá de tener lugar en el campo de la confrontación generacional.
Para entender el juego de fuerzas que se pondrán en acto , nos remitiremos al esbozo de la dialéctica del Amo y del Esclavo hegelianos.
Si, desde Hegel, sabemos que no hay conciencia de sí más que por un reconocimiento de otra conciencia de sí, podemos concluir que todo deseo humano se reduce, al fin de cuentas, a un deseo de reconocimiento. Allí, el sujeto arriesga su vida. Hegel dice que aquel que no puede ni quiere arriesgar su vida en una lucha por el reconocimiento, no es verdaderamente humano.
A esta contienda están llamados el padre y su hijo.
“Si en el fantasma del primer crecimiento está la muerte – dice Winnicott – en el de la adolescencia está el asesinato”.
Sin embargo, y puesto que ninguno encontraría el reconocimiento en un cadáver, no solo es necesario que ambos sobrevivan, sino que se comporten en la lucha de modo diferente: uno debe tener miedo del otro, debe rechazar el riesgo de su vida, debe reconocer al otro como Amo y hacerse reconocer por él, como Esclavo.
El principio de la paternidad consiste en representar y hacer efectivo el límite a la descarga pulsional. Al funcionar la prohibición, entran en escena los principios de legalidad y de autoridad. El sujeto queda marcado jurídicamente al entrar en relación con la palabra instituida que es la del padre, representante de la Ley. La sanción del Otro pues, es constitutiva y de exigencia estructural del sujeto. Representa el lugar de la alteridad, de un Poder que es función ajena al sujeto.
Fue mérito de Freud en Tótem y Tabú, dirá Lacan “ haber reconocido que con el Crimen y la Ley, comenzaba el hombre”.
La situación del Amo no tiene salida desde el momento que es reconocido por una conciencia que no es libre. El Esclavo, por el contrario reconoce la libertad del Amo. Necesitará liberarse a sí mismo para ser reconocido por él.
El Amo, no es más que una etapa hacia el hombre verdadero que, a su vez, debe haber atravesado la servidumbre. El padre, diremos nosotros, cumplirá su función si en la trasmisión de su palabra ,se incluyen las marcas de su propia castración.
En efecto, una de las condiciones de aparición de la confrontación reside en que el padre haya transitado el drama edípico con sus mayores ,de modo que sus propios lazos infantiles, se hayan re – anudado de un modo que le habilite para ocupar , hoy, el lugar de representante de la Ley.
En la construcción freudiana del mito de Edipo, el padre tiene la llave que permite al niño entrar , pero también salir.
En el tercer tiempo del Edipo lacaniano, ahí donde se requiere que el padre privador se convierta en dador, dirá Lacan: “Lo que el padre ha prometido, es necesario que lo tenga” y así permitir la constitución del ideal del yo. Esa función que Lacan llama “ pacificante”, en tanto conecta la normatividad libidinal con una normatividad cultural “ligada desde los albores de la historia a la “imago” del padre”.
Si consigue el amor antes que el respeto, el padre ocupará plenamente su lugar. Será el amor el que garantice, en la confrontación generacional, que la muerte del padre se mantenga en el plano de lo simbólico como condición de que el hijo le trascienda.
Cuando no es así y el adulto se muestra incapacitado para ocupar este lugar en virtud de sus identificaciones, sus resentimientos y sus inhibiciones infantiles, no hay lugar para la confrontación.
Se instala entonces una relación autoritaria de provocaciones tanáticas cuya polaridad sádica puede caer del lado de un padre empeñado en no deponer el poder omnímodo en que le había situado la mirada infantil o bien de un hijo –Amo que tiraniza y explota al padre – Esclavo.
En ambos casos se cumplirían las condiciones para hablar de perversiones en el campo de la confrontación generacional. Teniendo en cuenta que, para Freud, la superación del Complejo de Edipo, la asunción del complejo de castración y la aceptación de la prohibición del incesto, son condiciones del establecimiento de una organización genital, pretendemos demostrar que las modalidades perversas de confrontación están atravesadas por las fallas en el establecimiento de las condiciones precedentes.
El padre del patriarcado, arbitrario y privador, aparece gozando en su negativa. Este Otro que se presenta como omnipotente, pretende encarnar la Ley, se niega a hablar, a rectificarse, a dar cuenta, a reconocer su falta. “Un padre severo – dice Lacan_ intimida por su sola presencia y la imagen del Castigador apenas necesita enarbolarse para que el niño la forme. Resuena más lejos que ningún estrago”.
Este padre en posición de Amo se identifica al significante que representa y vive al mismo tiempo atenazado por el temor a la muerte que no es otro que el temor a la castración.
Cuando el padre se presenta como amo del goce, hace surgir la violencia propia y la del otro. La violencia aparece cuando un ser humano es desconocido como sujeto de deseo, es decir, cuando se lo desconoce en sus requerimientos propios de un ser humano. Si el padre no trasmite la castración, solo cabe al hijo dirigirle el odio y el reproche.
Este padre, identificado a un padre semejante o instituido como falo de su madre, tapona en el hijo adolescente toda posibilidad de existencia autónoma, al obstaculizar con sus dificultades, el acceso a la confrontación.
Un padre que se presenta como no castrado es devastador en tanto impide la instauración del padre como significante. En este sentido “ un padre que lo puede todo” acaba no pudiendo nada.
En el reverso de la moneda tanática, la clínica nos confronta con la presencia de un adolescente- Amo, resultado, entre otras cosas, de proyecciones adultas que lo situaron en la infancia como “ esperanza narcisista”, a salvo de cualquier malestar derivado de la castración.
El sujeto transitó una escena edípica de la que se sustrajo el efecto de corte, obturándole la espera y, por tanto, el circuito del deseo; se le reforzaron sus exigencias narcisistas alimentándole ilusiones de futuras grandezas sin pérdidas; se le nombraron capacidades potenciales que un día explosionarían por sorpresa y, a la par, se le animó muy pronto a que tuviera opiniones y decisiones formadas que, en su situación de prematuridad de juicio, solo podían dar lugar a sostener firmemente sus deseos del momento.
De resultas de todo ello, cuando por fin el sujeto arriba a la adolescencia y la promesa no se cumple porque no hay nada que cosechar, solo le quedan dos caminos: o la regresión vincular al padre preedípico o la violencia resultante de la humillación por la traición.
En cualquiera de los dos cas
os de denunciará una falla en el proceso de individuación: en el cuerpo a cuerpo del mimo o en el de los golpes, el adolescente continúa abrazado a su infancia.
Exige inscribirse en el mundo adulto para disfrutar de sus derechos pero cargando el peso de sus decepciones y fracasos en espaldas ajenas.
Hoy, en el interior de muchos hogares de clase media construidos con ambiciones sólidas y normas raquíticas, viven adolescentes tardíos que, inmersos en un sentimiento impotentizante de alienación a sus padres, asisten resignados o furiosos a la contemplación de un horizonte personal desierto de objetivos.
El discurso social exacerbado de “los derechos” y “la libertad”, fuerza a procurar pervertir la dinámica del deseo: si desear equivale a conseguir, cuando se produce el encuentro con la imposibilidad de la satisfacción inherente al deseo, al sujeto no le queda otra salida que experimentar una impotencia que queda de su cuenta. Así las cosas, a mayor impotencia, mayor caída del deseo, que padres y profesores traducen como “ falta de autoestima” y“ falta de motivación” respectivamente.
La gravedad de la situación reside en que la debilidad del soporte simbólico impide al sujeto dar cuenta de lo que le sucede. La tramitación psíquica de las marcas no encuentra terreno donde enraizar porque el Otro resultó excluido o desalojado de su campo en los tiempos constitutivos del aparato psíquico.
El adolescente, desde la posición de Amo, está impregnado por el miedo, no solo de las consecuencias de su acto, sino por el sentimiento de ajenidad del mismo.
Al no haber falta que permita el arribo de la palabra, al haberse aflojado las responsabilidades de cada cual en el uso de los fines y los medios dirigidos a conseguir el objeto, en el ser adolescente ,Tánatos ,goza .
Pivoteando entre los actings y las llamadas “ depresiones”, se hace visible la caída de la función paterna y un goce que va a la deriva. Este es hoy, nuestro malestar en la cultura.
El padre que elude su función, incorpora la violencia en la dialéctica con el hijo desde el momento en que su maltrato se cristaliza en una falta de contención, falta que impide al hijo estructurarse e incorporar un orden adulto.
Este padre- Esclavo que trasforma las condiciones de la existencia hasta hacerlas conformes a las exigencias del Amo, no trabaja para su propia liberación.
El padre es víctima en el pleno sentido de su significado religioso: es ofrenda a Dios y por ello se destina al sacrificio.
En la imposible confrontación entre un padre que proyecta en el hijo las imagos paternas a las cuales se somete y un hijo que ejerce el lugar de Amo en que es colocado, se adivinan “ las gritas invisibles del cristal” de las que hablaba Freud. Se nos coloca delante la pieza cristalina de la cadena generacional que se rompe, no de un modo caprichoso, sino siguiendo las marcas invisibles que derivaron de su constitución.
“La historia – dice Lacan- no es el pasado, es el pasado historizado en el presente porque ha vivido en el pasado”. Lo que acontece aquí y ahora, arraigó allí y entonces.
Cada familia estructura su novela poblada de fantasmas individuales de sujetos inscriptos en ciertas estirpes sujetadas a ciertas leyes. Todo individuo sostiene la historia de cada uno de sus padres desde que en el momento de nacer se estructura un destino para él, relación primera con el Otro donde su discurso adquirirá sentido. “ Solo quiero que me mire”, dice la madre de un adolescente que le sustrae la mirada junto con el reconocimiento, robo que la remite a un padre que operó con el mismo mecanismo.”Si me opongo a lo que me pide , entonces me dirá que no va a la Universidad”, dice un padre a quien su hijo amenaza con pulverizarle sus proyecciones narcisistas.
“La estructura de parentesco – dice Levy Strauss- se mantiene siempre más allá de las relaciones sociales susceptibles de observarse empíricamente y solo puede llegar a descubrirse mediante un trabajo teórico de formalización”.
Los sociólogos nos aportan datos que nos explican, desde su perspectiva, el marco en el que nos movemos:
1. El patriarcado ha caído por ilegítimo, aunque persista en las prácticas domésticas , y de este desfase, se desprendería el aumento de la violencia doméstica.
2. La familia postpatriarcal, se caracterizaría por la presencia de sujetos altamente individualizados respecto de su grupo de pertenencia y cada vez más dependientes del Mercado y del Estado. Respecto al primero, la singularidad es solo imaginaria, en tanto el Mercado los masifica. En cuanto al Estado, de éste se espera que asuma las funciones antaño propias del padre, como la acción instituyente, la protección, la asistencia económica y social etc. De resultas de ello, los lazos tradicionales se adelgazan a la par que se crean nuevos lazos de los individuos con las instituciones o sus representantes ( jueces, psicólogos, policías, profesores etc.).
3. Al ponerse el acento en la singularidad, se genera en el individuo la ilusión de concebirse como “ libre “ y “autodeterminado”, por lo tanto la necesidad de mantener la continuidad histórica en la que vive, termina vacía de sentido.
4. Los avances tecnológicos propician que hoy se aprenda con la imagen tomando la delantera a la palabra, facilitando perversiones en el aprendizaje que se montan sobre reduccionismos: para saber, basta con estar; para comprender, basta con ver; para ser, basta con imitar. Arrastrado por el vértigo del zapping, del móvil , del ordenador, el sujeto es presa de una cultura fragmentaria, de un consumo rápido y de una ansiedad sin límites.
Todo ello es cierto, pero si como psicoanalistas reducimos la violencia que deriva de una confrontación perversa, a condición de patología de la época en que vivimos, abdicamos de un posicionamiento clínico que entiende el síntoma como representación de un sentido que exige ser rastreado. Ello demanda interrogarse sobre la subjetividad de la víctima y la del victimario. La enseñanza del psicoanálisis ha sido y es, desconfiar de lo que resulta demasiado evidente.
No podemos perder de vista que el victimario nunca consultará por su deseo de cambio sino, en todo caso, cuando algo de la escena esté por perderse y ello le confronte con la falta.
La víctima, a su vez, manifiestamente vulnerable y necesitada de aprobación, rara vez dirá lo que siente o piensa porque no se percibe como actor de la escena que compone.
La víctima tiene dificultades para establecer relaciones de simetría o de autoridad y suele desear que la responsabilidad de su situación la asuman los otros. Los psicólogos así aparecemos como idóneos en tanto “ conocemos las técnicas de resolución de sus problemas”- dicen.
Cuando la demanda que el clínico recibe, tiene que ver con el fracaso de la confrontación generacional, todos los implicados estarán obligados a desvelar su posicionamiento edípico.
La tarea con los padres ausentes de su función, consistirá en llevarles a hacer corte con el objeto al que, por su historia, permanecen retenidos, permitiéndoles hablar de sus padres y de sus po
siciones como hijos, aquellos hijos que crecieron no queriendo saber, sino obedecer.
Desde allí se desvelará el lugar que el adolescente ocupa en el fantasma de cada uno de sus padres, en qué mito vive y qué significa allí ser padre o madre.
Con el adolescente, la intervención terapéutica se fundamentará en una función de terceridad, toda vez que la función paterna no se ha constituido y desde allí se procurará acotar la agresión que resultó desbordada al caer el dique de la palabra. Al mismo tiempo, se operará en el campo del Superyo que obliga la trasgresión y en el del Ideal del Yo con el fin de restituirle su eficacia simbólica en el Complejo de Edipo.
Cuando la demanda proviene de la institución, la escolar, por ejemplo, la situación debería pensarse como desde la clínica: de un modo individual, analizando de modo exhaustivo la situación, los actores, el estilo de la violencia puesta en acto, sus destinatarios y respuestas etc.
La escuela, ámbito privilegiado de la palabra, mediante la cual se instituyen los lugares de los adultos y los no adultos, debe moverse en un orden marcado por la palabra misma, por la racionalidad y por la justicia. La expulsión sin más del que ejerce violencia, tapona la palabra e impide al sujeto apropiarse plenamente de su acto.
“Nuestro maestro – dice Savater – no es el mundo, las cosas, los sucesos naturales, ni siquiera el conjunto de rituales que llamamos “cultura” sino la vinculación intersubjetiva con otras conciencias. Del comercio intersubjetivo con los demás aprendemos significados, y también todo el debate y la negociación interpersonal que establece la vigencia siempre movediza de los significados”.
Es cierto que será más difícil cuando la conducta de un niño o de un adolescente da cuenta del fracaso del “ ambiente facilitador “ que nombrara Winnicott, aquel que el sujeto debe encontrar en cada fase con los cauces externos que faciliten su desarrollo. En el escenario edípico infantil y en su reactualización en la adolescencia, este ambiente facilitador deberá estar atravesado por la norma. Pero aún así, la institución escolar no puede olvidar que constituye una microsociedad donde los sujetos ensayan su futuro; ese otro lugar donde , como dice Savater, “ el sujeto aprende a mandarse a sí mismo obedeciendo a otros”.
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