“Sin locura, el mundo sería lúgubre”
Maimónides, siglo XII.
En “El poeta y los sueños diurnos”[i] (1.907-1.908) Freud postula que “Todo niño que juega se conduce como un poeta, creándose un mundo propio, o, más exactamente, situando las cosas de su mundo en un nuevo orden, grato para él…el poeta hace lo mismo que el niño que juega, crea un mundo fantástico y lo toma muy en serio: esto es, se siente íntimamente ligado a él, aunque sin dejar de diferenciarlo resueltamente de la realidad”.
“Los instintos insatisfechos son las fuerzas impulsoras de las fantasías, y cada fantasía es una satisfacción de deseos, una rectificación de la realidad insatisfactoria”. Aristóteles señalaba que la felicidad no tiene historia, aspecto que también comparte Mario Vargas Llosa.
Y en relación a la novela añadirá: “Acaso la novela psicológica debe, en general, su peculiaridad a la tendencia del poeta moderno a disociar su yo por medio de la autoobservación en yoes parciales, y personificar en consecuencia en varios héroes las corrientes contradictorias de su vida anímica”.
La poesía al igual que el sueño diurno sería la continuación del juego infantil. Como receptores de sus versos, el poeta nos ayuda también a gozar de nuestras propias fantasías.
La construcción de la obra literaria sería para Freud un proceso que unifica el presente con el pasado: “Un poderoso suceso actual despierta en el poeta el recuerdo de un suceso anterior, perteneciente casi siempre a su infancia, y de éste parte entonces el deseo, que se crea satisfacción en la obra poética, la cual del mismo modo deja ver elementos de la ocasión reciente y del antiguo recuerdo”.
En última instancia, el proceso creativo sería para Freud, como para todo el psicoanálisis actual, un misterio.[ii]
La obra literaria surge en el inconsciente del sujeto a causa de la represión de las representaciones unidas a una pulsión sexual que por sí misma procuraría placer, pero que amenaza con provocar displacer en relación con otras instancias psíquicas (el super –yo y/ o el Yo).
Sobre este material de origen sexual pero reprimido, actúa el mecanismo de la “sublimación”, la cual lo transforma en “cultura”, en material aceptable socialmente, derivando la pulsión hacia un nuevo fin no sexual.
La transformación de una actividad sexual en una actividad sublimada necesita un tiempo intermedio: la libido se retrae sobre el Yo, se desplaza hacia él, lo cual hace posible su desexualización y su posterior investidura en objetos no sexualizados y culturalmente aceptables, por lo que satisface al Super-yo y atraviesa su censura. La sublimación deriva del amor al Yo y es posible sublimar tanto las pulsiones sexuales como las hostiles.
El origen sexual de la energía necesaria para crear es ya apuntado con anterioridad a Freud por algunos autores. Balzac confesaba que “cada mujer con la cual me he acostado, es una novela que no he escrito”.
La sublimación afecta a “pulsiones parciales”, aquellas cuya satisfacción es oral o anal, y que no consiguen integrarse en la forma genital de la sexualidad, de ahí que Julia Kristeva[iii], como veremos más adelante, recorra las semejanzas y diferencias entre el artista y el perverso. Estas pulsiones se convierten en “energía del yo” capaz de ser desplazada a actividades no sexuales.
En “El malestar en la cultura”, dirá Freud que el hombre para luchar contra la infelicidad, “recurre al desplazamiento de la libido …El problema consiste en reorientar los fines instintivos, de manera que eludan la frustración del mundo exterior. La sublimación de los instintos contribuye a ello, y su resultado será óptimo si se sabe acrecentar el placer del trabajo psíquico e intelectual. En tal caso el destino poco puede afectarnos. Las satisfacciones de esta clase, como la que el artista experimenta en la creación, en la encarnación de sus fantasías”.
Las producciones artísticas, como las fantasías del hombre corriente, están destinadas a satisfacer deseos, a producir una rectificación de la realidad insatisfactoria. Decía Octavio Paz: “El ser y el deseo pactan por un instante”.
Pero para la producción de la obra artística ha de darse en un primer momento, una suspensión de la conciencia crítica durante la etapa de inspiración, ausente entonces el pensamiento racional, aunque autores como Poe digan que el poema es racional desde su primera línea hasta la última (Borges parecía no creerse de él esta afirmación).
Ahora bien, hemos dicho que en el origen de la sublimación están las representaciones reprimidas porque crearían un displacer en el sujeto. Por ejemplo, el reconocimiento del odio y la destructividad hacia los padres. Estas representaciones sufren una deformación para ser toleradas por la conciencia, lo que sale por la puerta de la conciencia, por intolerable, por la represión y la censura, entra por la ventana como una nueva “formación de compromiso”, el “retorno de lo reprimido” consiste en que los elementos que han sido reprimidos, pero nunca anulados por la “censura”, tienden a aflorar en la consciencia de forma deformada, como formación de compromiso: son los síntomas, sueños, actos fallidos, chistes, lapsus. La obra literaria como formación del inconsciente sería también una “formación de compromiso “entre dos instancias contrapuestas: la necesidad de expresión del Ello del escritor (regido por el “principio del placer”) y el control de su Yo y Super-yo (regidos por el “principio de la realidad”). Esta es la opinión de Isabel Paraíso, al analizar la obra freudiana, con la cual podemos coincidir en líneas generales. Aunque nos parece que se está hablando siempre aquí de un aparato psíquico con sus instancias bien constituidas, un aparato de un neurótico, y a menudo, en la psicopatología de los artistas, nos encontramos con otros casos. Por ejemplo, la psicosis maníaco-depresiva de Cabrera Infante, medicado con litio desde hace años, y que él no trata en modo alguno de ocultar. Su intensa experimentación lingüística, su ruptura con los cánones de la lengua madre bien puede deberse a una versión sublimada de la omnipotencia megalomaníaca de una de las fases de su enfermedad. Otro tanto podríamos decir de F. Nietzcche, encerrado durante los últimos años de su vida en un manicomio con una psicosis delirante. Su concepción del superhombre, la muerte de dios, y toda la fuerza con la que arremetió contra lo instituido, pueden interpretarse como una forma de falta de inscripción en la cultura, la forclusión del Nombre del Padre que decía Lacan estaba en el origen de la psicosis, que lo “capacita” para reinventar otra.
A este respecto Luis Fernando Crespo Gutierrez [iv] señala en “La obra plástica de un esquizofrénico”, algo que podríamos aplicar a la obra literaria, en el sentido de que la división propuesta por Bion entre una parte psicótica y otra no psicótica en la personalidad de los pacientes psicóticos, puede explicar que algunos locos geniales logren desplegar su capacidad creativa a pesar de su psicosis. Lo cual matizaría, en opinión de Crespo, la afirmación de Kris de que el arte, como fenómeno estético está r
elacionado con la integridad del yo.
En el sentido del arte como transgresión, Irene Meler[v] señala como Freud, en “Un recuerdo infantil de Leonardo Da Vinci” (1.910) intenta explicar la creatividad atendiendo a un desafío del poder paterno, alentado por la madre. La independencia de criterio, la capacidad de transgredir el sentido común consensual, derivarían de ese hecho. Los héroes culturales serían aquellos que , alentados por la creatividad materna, se animan a transgredir, y a innovar. Señala Meler, “Freud considera que los hombres deben poder superar el temor al incesto ante la madre y la hermana, para alcanzar capacidad de pensamiento independiente”.
Para Freud[vi] hombres y mujeres tendrían diferentes posiciones en la creación puesto que “las mujeres….no poseen sino en muy escasa medida el don de la sublimación”. Esta afirmación se explica porque para él la sublimación es consecuencia en el hombre del miedo a la castración, el niño edípico que desea a la madre teme perder su pene a manos del padre, y renunciará a ella para conservarlo ileso. De esta renuncia surge la sublimación al volver al yo la libido sexual dirigida a la madre, y ponerse a disposición, mediante desplazamiento, para fines aceptables socialmente.
La niña no estaría en la misma situación, al estar ya castrada, según Freud, la niña no teme la castración y por lo tanto su relación con la sublimación, efecto del super-yo que en su caso es más débil, será más lábil.
Hoy día no podríamos seguir pensando de igual modo en relación a la capacidad de sublimación de hombres y mujeres, sino atribuir la escasa contribución de la mujer al mundo cultural a la dominación masculina. En palabras de Irene Meler[vii], “Los regímenes políticos de dominación extrema atentan contra el desarrollo de la capacidad de vivir de forma creativa. Podemos extender esta caracterización a las mujeres, que al ser objeto de regulaciones sometedoras, sólo en casos excepcionales pudieron individuarse permaneciendo en su mayor parte como las “idénticas”, en palabras de Celia Amorós[viii], o sea, en un estatuto de objeto del deseo de los otros (padre o marido)”. La crítica literaria feminista y los estudios de género abundan en esta concepción que tendría como pionera la obra de Virginia Woolf “Una habitación propia”, donde con esa metáfora de un espacio exterior redunda en la necesidad de conquista por parte de las mujeres de una subjetividad propia, así como en la expresión de la misma, y coloca la ausencia de este hecho en el origen de las dificultades de la mujer para crear.
Jung (1875-1.961), discípulo de Freud que posteriormente estableció una enorme distancia con sus teorías, se coloca en una posición radicalmente opuesta a la del creador del psicoanálisis. El autor, para Jung, no es dueño de su escritura., el arte del artista pasa por él, no nace en él: “El arte es algo congénito al artista, como un impulso que se apodera de él y convierte al hombre en instrumento suyo”, el artista, como tal, es “hombre colectivo”, plasmador del alma activa de la Humanidad. Esto es así porque para Jung el inconsciente es una instancia intrapsíquica individual, “inconsciente personal”, y sobre todo, un elemento compartido por toda la humanidad, el “inconsciente colectivo”, formado por “la estructura peculiar de las condiciones psíquicas previas de la conciencia, transmitidas por herencia a través de las generaciones”, o también, “el depósito constituido por toda la experiencia ancestral desde hace millones de años, el eco de los acontecimientos de la prehistoria, (al cual) cada siglo añade una cantidad infinitesimal de variación y de diferenciación”. El “arquetipo” junguiano tiene que ver con ciertos motivos que se repiten formalmente y con significación casi idéntica tanto en sueños y fantasías individuales como en la mitología y folclore de los pueblos más diversos.
En el sentido junguiano del artista poseído por el arte hemos oído comentar la creación literaria al desaparecido poeta José Angel Valente. El decía de su proceso creativo que se sentía vehículo de la palabra, vocero de la poesía. Hay otros muchos autores que destacan este sentido de “prestarse” a la expresión de algo que les trasciende. Agustín García Calvo [ix]opina también que “el poeta no es más que un intermediario por boca del cual el pueblo, que es el que sabe, consigue hablar; así pues no hay poesía personal que no sea fraudulenta”.
Sin embargo, el psicoanálisis actual no entiende el inconsciente colectivo junguiano como algo congénito, la transgeneración del inconsciente individual, los rasgos comunes que nos igualan, tienen que ver con el origen histórico y cultural del inconsciente, entendido como los efectos del lenguaje en el niño. En palabras de Silvia Bleichmar “el inconsciente no existe desde el comienzo de la vida, es un producto de la cultura fundado en el interior de una relación sexualizante con el semejante”[x]. Como tal lenguaje, aunque hablado singularmente por una concreta lengua materna, éste comporta un baño de cultura que es común para quienes forman parte de ella.
Una psicoanalista cuya obra arroja luz sobre el proceso creador, es Melanie Klein[xi] (1.929). Para esta autora la creatividad está ligada a la “reparación”, toda creación es una “re-creación” de un objeto destruido del mundo interior. Veamos más detenidamente esta hipótesis, que se articula perfectamente con la de André Green que explicaremos posteriormente.
Para Klein al principio de la vida humana el bebé no percibe a quienes le rodean como objetos totales, sino que va experimentando sucesivamente experiencias de satisfacción y de frustración que se inscriben en su psiquismo como imágenes de alguien ahí afuera, suele ser los progenitores en nuestra cultura, que reúne en sí las experiencias de satisfacción, objeto bueno, separado de otra inscripción, objeto malo, que reuniría las experiencias de frustración. Las experiencias de frustración provocan odio en el niño y deseos de atacar esa imagen o representación mala, por lo que teme también ser atacado por ella. Klein llamará a este estado “posición esquizo-paranoide” que se caracteriza por la falta de ambivalencia en el objeto y la escisión en dos de la experiencia. Si todo marcha bien, esta posición será sustituida por la “posición depresiva” el niño toma conciencia de que quien le proporciona satisfacción y frustración es la misma persona. Comprende la ambivalencia del objeto y su propia ambivalencia y teme que su odio hacia el objeto, cuando le proporciona frustración, le haga perderlo. El niño se siente culpable de su odio y esta culpa le lleva a creer que ha destruido el objeto amado, por ejemplo en ausencia de éste. De ahí que surja el sentimiento de duelo, de aflicción por el objeto amado, y la necesidad de reparar este buen objeto, de re-crearlo, de recomponer a la madre destruida en su fantasía.
La creatividad estaría ligada a un acto de reparación, de reconstrucción del objeto bueno en el interior de uno mismo, y, podemos añadir nosotros, secundariamente, un esfuerzo por conseguir su amor. La sublimación, para Melanie Klein, aparece durante el segundo año, con la adquisición del lenguaje, durante el desarrollo de la posición depresiva, como defensa neurótica para reparar el objeto dañado.
Son innumerables los escritores que declaran que escriben para ser amados
, para seducir, para garantizarse el reconocimiento y el amor de los otros. En palabras de Hanna Segal [xii], otra psicoanalista de le escuela kleiniana, “La escritura es semejante al trabajo del duelo, en el cual el sujeto renuncia progresivamente a los objetos exteriores y se vuelve hacia su interior, para recomponer en su Yo el objeto perdido” El escritor vuelve a dar vida en su libro al objeto perdido. Ejemplifica lo anterior con Proust, el cual dirá: “un libro es un gran cementerio donde sobre la mayor parte de las tumbas no se puede ya leer los nombres borrados”. Para Segal, el objeto perdido es el objeto odiado y fantásticamente destruido por el odio del niño. Este objeto perdido es asimilado por el yo y se convierte en un símbolo en su interior. La creación de símbolos es el efecto de una pérdida, belleza y horror están próximos, pues una obra creativa conlleva dolor y trabajo de duelo. La obra de arte representa una elaboración de pulsiones destructivas y de la culpabilidad que está ligada a ellas, al mismo tiempo que un triunfo sobre el caos interno del creador.
Otro psicoanalista perteneciente a la Psicología del Yo, E. Kris, acentúa la importancia del preconsciente en la producción artística, “el preconsciente es el nombre técnico de la musa”. Zona intermedia entre la consciencia y el inconsciente, trabaja con la energía móvil del Ello y la energía ligada del Yo y es el depósito de muchos recuerdos y fantasías no reprimidos, con acceso a la consciencia. Aporta una idea que a mi juicio es muy esclarecedora del proceso de creación: la de “sintonicidad del Yo” o integración del Yo con el Ello y con el Super-yo, que explica la sensación de libertad que a menudo embarga al creador y su acceso a contenidos más profundos, a conflictos que son difíciles de expresar para otras personas con más censura y separación entre las instancias.
De primordial importancia para el psicoanálisis actual sigue siendo la obra de Winnicott,[xiii] cuyo concepto de “objeto transicional” esclarece el proceso de simbolización según este autor. Winnicott propone un modelo alternativo al freudiano y critica el artículo de Freud sobre Leonardo alegando que no puede explicar su genialidad, aunque sí su homosexualidad.
Como ya vimos, al principio de la vida del niño la desaparición de la madre comporta su inexistencia. Cuando la madre se ausenta para el niño es como si no existiera, y se angustia, hasta que poco a poco va construyendo dentro de él una imagen de la madre que se conserva cuando ella no está. Durante este proceso de separación-individuación de la madre, el niño se servirá de un objeto que la representa en su ausencia, un juguete, un chupete…a este objeto que posibilita la separación recreando simbólicamente el objeto ausente, Winnicott le llamará “objeto transicional”, el juego al que el niño se aplicará para evitar la angustia. Así pues, el proceso de simbolización aparecerá ligado al amor que el niño siente por sus objetos, madre casi siempre, y cumple en el ser humano una función defensiva contra la angustia de separación, asegurando fantasmáticamente la proximidad del objeto amado al mismo tiempo que deforma la realidad y produce otra realidad más acorde con las necesidades afectivas del sujeto (presencia y no ausencia del objeto y soledad).
D.W. Winnicott atribuye la experiencia artística al reino de la vida mental, que comienza en la infancia y comprende objetos y fenómenos transicionales. El placer estético, el deseo de crear, es asignado al “espacio potencial” que se sitúa entre lo externo y lo interno, lo subjetivo y lo objetivo, entre el sujeto y su entorno, entre la simbiosis y la independencia, éste es el espacio del juego del niño. La pérdida de vida creativa engendra una especie de angustia próxima al sentimiento de la imposibilidad de existir. Este temor al “desmoronamiento” ante el porvenir remite de hecho, a lo que ya sucedió en el pasado, separación de la madre, y no ha encontrado sitio para alojarse. El yo, con la creatividad, vuelve a ese espacio transicional, al juego simbólico, para sublimar la angustia que comporta la aceptación de la realidad: “ A través de la expresión artística podemos esperar mantenernos en contacto con nuestros yoes primitivos, de los que se derivan los sentimientos más intensos e incluso unas sensaciones terriblemente agudas, y en verdad que somos pobres si sólo estamos cuerdos”[xiv].
Según Morris N. Eagle[xv] para Winnicott ciertas actividades culturales, por ejemplo la música o la poesía, son regresiones terapéuticas periódicas, semejantes a los fenómenos transicionales. “El fundamento de estos últimos es la necesidad de crear sustitutos simbólicos sustentadores para reemplazar las fuerzas primitivas de seguridad y protección…esas actividades e intereses representan bases seguras internalizadas, a las cuales el sujeto tiene que volver para partir luego”. Se trata de lazos cognitivos con el mundo que nos permiten no sentirnos aislados.
Vamos a entrar ahora en una hipótesis sobre la creación literaria e intelectual que me es muy querida, pues a nuestro juicio integra lo más interesante de las teorías anteriores, se trata del concepto de André Green [xvi] de “la madre muerta”, cuyos antecedentes podríamos encontrarlos en las notas ya expuestas de Melanie Klein, pues nos parece que resume e integra las anteriores.
En los inicios de los cuidados del niño por la madre se produce un episodio que Green explica en los siguientes términos: “La madre muerta es entonces, contra lo que se podría creer, una madre que sigue viva, pero que por así decir está psíquicamente muerta a los ojos del pequeño hijo a quien ella cuida”. Está en juego aquí una separación real del sujeto que habría abandonado al sujeto. La madre, por alguna razón se ha deprimido por varios factores: pérdida de un ser querido o una depresión desencadenada por una decepción que inflige una herida narcisista (fracasos). En todos los casos la tristeza de la madre y la disminución de su interés por el hijo se situaría en un primer plano. Se produce un cambio en la imagen de la madre, hasta ese momento, como lo demuestra la vitalidad del sujeto, se había anudado a la madre con una relación rica y feliz. Primero se sintió amado, luego sobrevino el desastre que provocará una depresión en el infante que no es percibida por el sujeto en el momento actual, sino que se expresa como “depresión de transferencia”, durante el tratamiento analítico. Esta depresión infantil deja una marca indeleble sobre las investiduras eróticas del sujeto, un núcleo frío, un trauma narcisista que comporta una pérdida de amor y una pérdida de sentido, pues el bebé no dispone de razón alguna para explicárselo.
El niño intentará en vano una reparación de la madre absorbida por el duelo, lo que le hará sentir su impotencia, pues no puede consolarla, defendiéndose por distintos medios de la angustia.
Uno de estos medios será la procura del sentido perdido que estructurará el desarrollo precoz de las capacidades fantasmáticas e intelectuales del yo. Como tentativa de dominio de la situación traumática pero condenada al fracaso, en un esfuerzo por reanimar a la madre muerta, por interesarla, distraerla, devolverle el gusto por la vida, hacerla reír y sonreír, y , de paso, recuperar su atención y su amor.
La necesidad de encontrar un sentido está presente casi sie
mpre en las manifestaciones de los creadores sobre el origen de su creatividad.
Como vemos estos serían los ingredientes de la creación intelectual y artística. Green aúna en su teoría dos componentes a nuestro juicio esenciales para comprender la creatividad: en un primer momento hubo narcisicación del niño, hubo establecimiento del objeto e investidura de este, lo que dota al niño de la fuerza necesaria para salir del sentimiento posterior de abandono. En el segundo tiempo, el niño, buscará una procura de sentido, una narrrativa que explique lo incomprensible. Es decir, parte de una insatisfacción, de un malestar, pero apunta a una experiencia de satisfacción previa que capacita para buscar una salida lograda para la insatisfacción.
En “Scéne du théâtre et Autre scéne”[xvii] Green señala cómo la creación rompe la acción de la represión y “el arte ocupa una posición transicional calificada de dominio de la ilusión, que permite una felicidad inhibida y desplazada obtenida por medio de objetos que son y no son lo que ellos representan”, pero, “romper la acción de la represión no significa ofrecer a la vista el inconsciente en estado de desnudez, sino rebelar la relación eficaz entre el inevitable disfraz y el descubrimiento indirecto al que la obra da licencia para formularse. El inconsciente hace comunicar un espacio corporal “sensual” con un espacio textual que es aquel de la obra”.
Maud Mannoni[xviii] analiza la obra de Virginia Woolf y se interroga sobre el origen y las fuentes de su creatividad. Nos encontramos con que Virginia perdió a la madre a los trece años sufriendo una primera crisis depresiva. A juicio de Mannoni “Sus novelas, en las que a partir de los años veinte se advierte un amago de muerte, irradian siempre una gran ternura y giran sobre el intento de la protagonista por llenar, con una mezcla de amor y odio, el lugar de la ausencia, de la ausencia “irrecuperable””.
La preocupación de Virginia Woolf por las mujeres[xix], por las vicisitudes del devenir mujer al margen de los esquemas sexuales establecidos por los hombres, ¿no sería una pregunta acerca de la madre que no le acompañó en su trayectoria hacia la feminidad?, ¿una búsqueda de un sentido perdido que ella intenta reencontrar mediante su obra?.
Cada uno de los libros de Virginia Woolf desembocaba en una recaída depresiva previa a la renovación de su inspiración literaria. Experiencia que todos los creadores tienen de sufrir microdepresiones después de acabar cada uno de sus libros, que cesan con el regreso de la inspiración. Finalmente, Virginia se suicidó en marzo de 1.941, cuando contaba 59 años, arrojándose al Támesis. “Las olas”, el agua, el retorno …. El suicidio de los escritores nos habla de un anhelo de satisfacción que va más allá del que la obra misma y la realidad puede procurarles. Como si una conciencia del dolor muy aguda, y de las insuficientes posibilidades de eludirlo por medio de la propia obra, acabasen con cualquier deseo de reproducir sine die la altenancia entre la creación y la sequía creativa. La sublimación, parecen decirnos los artistas suicidas, no es del todo una defensa lograda frente a lo intolerable de la existencia.
En este sentido Octave Mannoni, recalcará el malestar con la realidad que caracteriza al artista .”Lo que captamos de los artista, escritores, pintores, poetas y dramaturgos, es su poder de proyectar sobre otra escena ( su obra) su angustia, su violencia, o, como dice A. Artaud, su rebeldía, su odio a una civilización que califican de enferma”.
J. Chasseguet-Smirgel [xx] autora francesa cuyas aportaciones han contribuido a esclarecer la sexualidad femenina, se ha ocupado también de esclarecer el misterio de la creatividad. La autora señala cómo “El sector privilegiado de la creación permite al sujeto una recuperación narcisista sin intervención externa… logran, por intermedio del acto creador, colmar sus déficit narcisistas de manera autónoma. En este sentido la creación es una autocreación”.
En “El poeta y los sueños diurnos: un comentario”[xxi] Smirgel hace una crítica de las tesis freudianas ampliando el origen de la creatividad desde la actividad consciente, sueño diurno, hasta un trabajo psíquico inconsciente donde la fantasía inconsciente tiene un papel fundamental. Para ella, como por otra parte están demostrando las neurociencias en la actualidad, un cierto número de fantasías inconscientes están, en primer lugar, conectadas con sensaciones corporales y no vinculadas a las palabras y a las representaciones visuales. Se trata de lo que llama matrices primarias de fantasías. Los inicios de la actividad de la fantasía tienen que ver primordialmente con cenestesias estrechamente vinculadas con las pulsiones y sus substratos biológicos, matrices de futuras fantasías e imaginaciones, más elaboradas y de naturaleza visual y verbal. El recurso a las fantasías de objeto puede considerarse como una defensa contra el sentimiento de indefensión del bebé cuando lo invaden sensaciones dolorosas contra las cuales está inerme. Resulta más tranquilizador imaginar aquí que existe un enemigo interno, del cual uno puede deshacerse (vomitando, escupiendo, defecando), que tomar conciencia de que su dolor proviene de su propio organismo.
Esta fuga hacia el objeto permite que se desarrolle el aparato psíquico, el simbolismo, la fantasías posteriores, la creatividad.
Para Bernardo Arensburg[xxii], la creación tendría que ver con una intensidad pasional que se alimenta de la identidad de percepción y se tamiza con la identidad de pensamiento. La identidad de percepción se asocia para él al deseo, es el motor del deseo, la fuerza activante de lo pulsional. El ajuste con la realidad lo añade la identidad de pensamiento, para que exista sublimación es preciso algo más acá del principio del placer, esto es, un acuerdo entre identidad de percepción y de pensamiento: una formaciónd e compromiso entre el yo y el ello. El principio de placer como principio de placer realidad que permite una actuación intersistémica.
M.C. Rother de Horsntein[xxiii], señala cómo las experiencias originales de placer y displacer no son memorizables, sin embargo, persisten como una huella imborrable que hace que todo deseo, también esté animado por la búsqueda de lo perdido. La idea de ese paraíso perdido, que tantas veces se localiza en la infancia, es muy frecuente en toda la literatura.
Bajo otro aspecto se expresa Kenneth Wright[xxiv]que entiende la creatividad artística como el medio para encontrar una forma para nuestra experiencia, forzando el medio elegido en el mundo externo (pintura, escritura, escultura…) a plegarse a nuestra visión interior de lo que queremos, para que el producto final pueda devolvernos la resonancia de un yo como la madre receptiva y contenedora que realmente experimentamos o quisimos que hubiésemos tenido. De este modo nos permitimos separarnos a la vez de esa primitiva relación con nuestra madre, recreando autónomamente el espacio de unión objeto interno-objeto externo, que tuvimos con ella.
A mi juicio, estos aspecto de independencia en la consecución de un deseo, de autonomía del creador del principio de realidad, es un elemento muy importante en la creación literaria. En definitiva, el artista huye de la realidad porque ésta es fuente de frustración y de di
splacer y recrea un mundo a su antojo, con independencia del mundo exterior, pero que tiene efectos de transformación de éste. Es la dimensión de dioses que la creatividad concede al ser humano. Como el juego, los autores crean un mundo propio en el que refugiarse de “las inclemencias del tiempo y de la vida”[xxv], como he señalado en una de mis novelas.
En este punto aparece un rasgo común entre el juego y la creación: el dominio. Como señala Robert N. Ende[xxvi], las observaciones de Spitz ampliaron el significado del juego del fort-da freudiano. Para él no sólo se trata de un juego de dominio de la experiencia dolorosa de perder a la madre de vista, sino que añade que supone un afecto positivo anticipatorio y no sólo el alivio de la tensión que implica el fantaseado retorno de la madre.
Dominar la angustia, el dolor, dominar el caos procurando sentido, inventando narrativas nuevas, he aquí otro motivo que recogen de forma distinta los artistas.
Manuel Rivas[xxvii]afirma de los móviles de su proceso creador: “La literatura es el fuego de la cueva. Creo que escribo para alargar el cuento de las mil y una noches, para añadir noches, tus propias noches, que es un recurso para sobrevivir”. “Escribir es como coser los harapos rotos del mundo, intentar crear una cierta armonía. Recomponer el caos”.
Este aspecto del orden en el caos lo ha señalado también recientemente José Manuel Caballero Bonald[xxviii] : “A pesar de todo este caos, o de la sensación de caos que me rodea, yo tiendo a poner orden en él, y seguramente ese intento de poner orden en el caos se hace escribiendo”.
Creo que esta forma de describir el propio proceso creador tiene que ver mucho con la teoría de Winnicott de la ilusión, de la búsqueda de ese espacio transicional donde el niño tiene la fantasía de que el mundo exterior y el interior coincide. La realidad nos enseñará pronto que nunca existe una adecuación entre el deseo y ella misma, y de esa insatisfacción es de donde el artista pretende evadirse, aunque sea para mostrarla. Durante la creación se tiene la impresión subjetiva de estar en un mundo sin separación entre deseo y realidad: sería el momento de la inspiración, aunque luego vendrá el trabajo de corrección, que es el más costoso, y racional.
En el campo de la creación intelectual, el filósofo Gilles Delleuze [xxix] “Escribir implica que hay algo que no va bien en el estado de la cuestión que se desea abordar. Que uno no está satisfecho. Yo diría, por tanto, escribo contra las ideas estereotipadas, siempre se escribe contra las ideas estereotipadas”.
Por su parte Julia Kristeva (1.993)[xxx] al analizar la obra de James Joyce dirá que “Joyce analiza el síntoma de la escritura en su dimensión intrapsíquica, que reside en la capacidad del ente parlante para identificarse con otro sujeto y objeto, parte o rasgo.
En psicoanálisis la identificación es un mecanismo que Kristeva define como “la transferencia de mi cuerpo y de mi aparato psíquico en gestación, es decir, inacabados, móviles, fluidos, hacia otro cuya fijeza es para mí un punto de referencia y en cierto modo una representación”. La identificación es posible gracias al amor que me tienen y que yo tengo al otro. “El hecho de desnudar la identificación intrapsíquica en un texto literario se puede interpretar como un “retorno de lo reprimido”….Necesitamos identificaciones múltiples, plásticas, polimorfas y polifónicas” Para lograrlo, continúa, nos quedan al menos dos caminos: leamos literatura, y tratemos de reinventar el amor. La experiencia amorosa y la experiencia artística, aspectos solidarios del proceso de identificación, son las únicas vías que tenemos para preservar nuestro espacio psíquico como “sistema vivo”. Es decir, abierto al otro, capaz de adaptación y de cambio”.
“El artista, derrama o derrocha el síntoma identificatorio como un discurso original: como un estilo. No deja de producir identificaciones múltiples, pero las verbaliza”. A partir de estos comentarios, Kristeva levantará una hipótesis sobre la motivación inconsciente del artista. “Hipótesis: porque está más aferrado que nadie al “padre de la prehistoria individual”. Al contrario del mito tan extendido del artista sometido al deseo de su madre, o más bien para defenderse de este deseo, se toma…. no por el falo de la madre, sino por el fantasma del tercero al que aspira la madre”. El autor es naturalmente tributario de su biografía en la vida de sus obras. “Pero sobre todo pervive físicamente en sus obras, que son su verdadera filiación”.
Claudio Magris[xxxi] entiende que no existe diferencia entre biografía y novela, la relación entre vida y escritura está marcada por la ambigüedad, “La escritura se refleja en la vida que la ha creado y crea a su vez esa vida, en un proceso ambiguo, unas veces positivo y otras negativo”. E insiste en el compromiso de la escritura con la multiplicidad de facetas del yo, un yo, insiste, que ha perdido su capacidad de comportarse como soberano. “Este acto de escritura –escribe- que por una parte proporciona orden a la vida –en el sentido de que confiere una forma a su fluir, que sería de otro modo informe y caótico- parece tener, examinado desde otro ángulo, un aspecto opuesto. El escribir resulta ser un viaje por los meandros y los infiernos de la multiplicidad…..La escritura se asemeja pues más a la actividad nocturna de Penélope que a la diurna; en vez de fabricar el tejido de la vida, lo deshace; saca a la luz la disarmonía como rasgo esencial de la época, volviendo por tanto extremadamente problemática cualquier representación acabada del individuo y de su relación con el mundo”.
Podríamos decir que el acto de la creación es un acto de paternidad/maternidad, de autoincluirse en otra genealogía: la de los creadores inmortales.
Gustavo Martín Garzo[xxxii] se pregunta, “¿Por qué los hombres…las personas adultas…necesitan las ficciones para vivir?”, y contesta con una fórmula de la escritora norteamericana Eudora Welty: “una vida puede contener una esencia, pero es el recuerdo, la repetición en la imaginación, el que nos dará el elixir que nos permita componer con ella una historia. Se puede soportar todo el dolor si se le pone en una historia o se cuenta una historia de él”. Para Martín Garzo, la historia “el mundo de la ficción revela el significado de aquello que de otra manera seguiría siendo una secuencia de meros acontecimientos”. Y continúa, diciendo, las historias dicen esto: “Tu misión es hacer de tu vida una historia verdadera…el descubrimiento más doloroso a que tienen que enfrentarse los niños y los adolescentes en su crecimiento… (es) al descubrimiento de que la verdad de una vida, de cualquier vida, esa verdad hecha de nuestros sueños y deseos más secretos, no cabe enteramente en lo real…Por eso necesitamos el mundo de la ficción…lo importante no es tanto lo que nos sucede sino la forma en que somos capaces de transformarlo en nuestra imaginación”.
Vemos expuesta, en otras palabras, la teoría psiconalítica de la narratividad, la capacidad del yo para contarse y apropiarse de su historia de modos diferentes a lo largo de la vida, una narración que no tiene que ver del todo con la verdad biográfica, si es que podemos pensar que existe tal cosa, sino con la coherencia narrativa, con la verosimilitud de
la propia historia que se cuenta, en definitiva, una procura de sentido, utilizando las palabras de Green.
En el mismo sentido se expresa Paul Auster [xxxiii] “En el fondo, creo que mi obra procede de una situación de intensa desesperación personal, de una manera profundamente pesimista y nihilista de ver el mundo, del hecho de que seamos mortales y efímeros, de la insuficiencia del lenguaje, de lo aislados que vivimos de los demás. Y sin embargo, al mismo tiempo, he querido expresar la belleza y extraordinaria felicidad de sentirse vivo, de respirar, la alegría de estar vivo dentro de la propia piel. Conseguir arrancar palabras de todo esto, por insuficientes que puedan ser, es la esencia de todo lo que he hecho”.
Francisco Javier Higuero[xxxiv] al analizar la obra de Jimenez Lozano, señala que cuando éste alude al origen de la escritura, se encuentra una referencia clara y manifiestamente explícita al nihilismo del vacío existencial. La confrontación inevitable del buen escritor con la nada es similar para él a la experimentada por los místicos y la misma Teresa de Lisieux, bajo la forma de un agujero negro. Sin embargo, Jimenez Lozano, reconoce al mismo tiempo, la alegría que produce poder captar las palabras.
Esta experiencia de la nada, este nihilismo al que aluden Auster y Jimenez Lozano aparece como motor de la escritura; no nos resistimos a parangonar la creación divina con la humana: así como dios crea el mundo de la nada, el escritor puebla la nada con sus palabras y sus personajes. Desesperación, soledad y desamparo son eludidos, si bien momentáneamente, con la alegría que produce el acto de la escritura, no exento, a su vez, de terribles dudas que el autor alberga sobre el valor de lo escrito.
Para Joyce Mc Dougall (1.993)[xxxv] existiría una similitud entre el mecanismo de la sublimación que está en el origen de la creación artística e intelectual y la perversión; ambas describen una actividad en la que las pulsiones sexuales se encuentran apartadas de su objetivo original o apuntan a un objeto que no es el de origen. Aunque los opone en otros sentidos. El acto creador, para esta autora, saca su impulso profundo del deseo de paliar, por sus propios medios, las faltas dejadas o provocadas por otro”.
Esta autora sugiere que la parte creativa del que somos incluye habitualmente la acertada integración de las partes “masculinas” y “femeninas” que hay en nosotros, inherentes a la bisexualidad, junto con la capacidad de simbolizar la acertada integración de nuestras formas orales, anales y fálicas de sexualidad e identidad infantil cuando no lo impiden inhibiciones y la “esterilidad” producida por los traumas tempranos derivados de distintas vicisitudes de relación con la madre que merman el narcisismo infantil.
Relaciona la creatividad con el proceso de creación partenogenética, las identificaciones cruzadas con el padre del otro sexo, sirven para crear una especie de pareja interna que da a luz un proyecto o idea nueva. Es necesario que las mujeres integren la actividad para poder crear, así como la corriente homosexual. Dio Bleichmar[xxxvi] señala la importancia de la recuperación del amor hacia la madre, superando la herida narcisista asociada con la devaluación cultural de la feminidad , que producirá la estima de sí mediante identificación, tanto como la “mociones pulsionales activas”, para elaborar proyectos laborales.
En este sentido tendríamos que cuestionar la idea de una literatura femenina o masculina, la creación de Flaubert de Madame Bovary, de Tolstoi de Anna Karenina, o de Marguerite Yourcenar de Adriano, donde el personaje es tratado en una profundidad intensa, por un autor de género contrario, hablan de esta capacidad del creador de identificarse con lo femenino y lo masculino y de explorarlo más allá del límite que su propio género le concede. El tema del cuerpo –del placer y del deseo-, de la identidad sexual, del amor y de la muerte están presentes en todos los creadores, con los estilos que les determina su biografía. En este sentido, queremos señalar la obra de Frida Kahlo, como claro exponente, en pintura del atravesamiento íntimo que la biografía y la obra de un autor. Frida, que sufrió un grave accidente automovilístico en su adolescencia, cuyas secuelas duraron el resto de su vida, incluye su retrato en unas obras de referencias míticas, lujuriosas, tétricas, son, en palabras de Rita Eder[xxxvii]: “más allá de sus obsesiones por ella misma, un ideario sobre las relaciones entre tradición y modernidad, entre salud y enfermedad, entre sueño y realidad, entre lo masculino y lo femenino, entre lo orgánico y lo mecánico”.
Con respecto a la obra de esta pintora, que me interesa desde que tuve ocasión de ver sus cuadros cuando era adolescente, Quance [xxxviii]aduce: “Cabe sospechar que F. Kahlo se ha retratado hasta la obsesión para intentar rellenar un vacío que, desde un punto de vista, era consustancial con el no ser madre ni hija, es decir, el no ser”. En el mismo artículo continuamos leyendo, “Sarah Lowe ha comentado que Kahlo pintaba para asegurarse de que existía. Opinión que en cierto modo suscribe Terry Smith al afirmar que la mascarada que efectúa Kahlo en su obra apunta a la ausencia de una identidad específicamente femenina, o al hecho de que el signo mujer esté vacío…”. La autora sostiene que Frida ha recurrido a la mitología de las diosas en busca de una manera de suplantar esta ausencia de lo femenino, una búsqueda que a su juicio acaba siendo infructuosa..
Formación de compromiso como el sueño y el síntoma, procura de sentido, reparación del otro, ordenamiento del caos, el misterio de la creación no se agota en el psicoanálisis sino que permanece como todo lo real por fuera de la palabra, por eso la palabra se obstina en alcanzarlo.
Los niños quieren serlo todo de pequeños, poco a poco tendrán que ir renunciando a la omnipotencia infantil y aceptar que eso no puede ser logrado, que sólo en el juego es posible convertirse en dinosaurio, en pájaro o caballo. El creador se niega a la castración, se niega a ser sólo un hombre o una mujer, y juega, recuperando la omnipotencia infantil, a ser de mil modos distintos, despliega el mundo de la fantasía y pone en escena, como el actor, cada uno de los personajes que lo habitan.
Esa capacidad de fantasear, de jugar, permite al sujeto retirarse del mundo y “refugiarse” en la omnipotencia de su fantasía (Rapaport le llamará a este retiro “regresión al servicio del yo”), obteniendo así una satisfacción independiente de la realidad que alimenta a la vez su tendencia a la ensoñación, en un círculo que se cierra de modo adictivo. Jimenez Lozano[xxxix], en “Segundo abecedario”, cita a Robert Walser, quien explícitamente, señalaba que él escribía porque era pobre y necesitaba una ocupación hermosa para sentirse más rico.
Podemos observar en todo lo expuesto que, si bien es cierto que la creación nos habla de una falta, de un vacío, de una ausencia de sentido, también lo es que se necesita de un yo suficientemente constituido, un yo con capacidad de manejo de las pulsiones, un yo fuerte, podríamos decir a riesgo de banalizar el concepto, que pueda establecer el puente entre los sistemas, transgredir los límites de lo simbólico, utilizar el empuje pulsional para dar cuenta de los misterios de su propio inconsciente y, de ese modo, hacerlo más habitable.
No obstante,
la obra no salva al creador de la devastación. El artista se instala en el filo, lo que le hace suceptible de una enorme inestabilidad. Si atendemos a una visión más compleja del psiquismo, donde la coexistencia de sistemas motivacionales y aspectos disociados permiten, por ejemplo, la convivencia de áreas de elaboración junto a otras de regresión narcisista, podemos pensar un creador que logra un cierto apaciguamiento con su obra respecto a determinados constelaciones traumáticas inconscientes, pero que, por otra parte, naufraga en cuanto a la resolución sublimada o creativa[xl] de otras, viéndose abocado a la depresión, cuando no al suicidio o la locura.
Finalmente, la obra, una vez expuesta a los otros, en toda su materialidad, establece unos lazos afectivos y cognitivos con el mundo que permite al auto sentirse reconocido y no aislado.
Es como si el artista pudiese observarse a sí mismo sufriendo, convertirse en un personaje desesperado y, descentrándose de él, narrar lo que a ese personaje le pasa. Esta capacidad de observación y descentramiento lo sitúan en un más allá del dolor, en un dolor que adquiere sentido, y por lo tanto es más soportable y llevadero, un dolor que se generaliza y nos habla de lo humano, que trasciende lo singular para convertirse en universal y servir de consuelo, así, a todos los hombres.
*Lola López Mondéjar
Psicóloga clínica. Psicoanalista. Escritora.
Santo Domingo 13, 3º, 30008 Murcia
e-mail: lolamondej@wanadoo.es
[i] FREUD, S.: Obras Completas, Tomo II Biblioteca Nueva , Madrid 1.973, 3ªed.
[ii] Seguiremos para la exposición de Freud, Jung, Klein, Segal y Deri, el excelente texto de Isabel PARAISO “Psicoanálisis de la experiencia literaria” editorial Cátedra, Madrid 1.994. El resto de autores reseñados, Kristeva, Green, Mc Dougall, etc, no están incluídos en el texto de Paraíso, por lo que iremos señalando la procedencia en cada caso.
[iii] KRISTEVA, J: “Las nuevas enfermedades del alma”, Cátedra, Madrid 1.993.
[iv] CRESPO GUTIERREZ, L.F.: “La obra plástica de un esquizofrénico”, presentada en el III Congreso Ibérico de Psicoanálisis, Barcelona 1.993.
[v] MELER, I.: “Creación cultural y masculinidad”, Les Etats Generaux de la Psychanalyse, París, La Sorbonne, Artículo virtual, 25/3/00.
[vi] FREUD. S. : “La moral sexual “cultural” y la nerviosidad moderna” (1.908). Obras Completas, Tomo II, Biblioteca Nueva, Madrid, 1.973.
[vii] Obra citada
[viii] AMORÓS, C.: “Hacia una crítica de la razón patriarcal”. Anthropos, Barcelona 1.985.
[ix] Citado por Juan Bonilla , artículo publicado por el diario EL PAIS, “El adiós a San Agustín”, 17-1-01.
[x] BLEICHMAR, Silvia: “La fundación de lo inconsciente. Destinos de la pulsión, destinos del sujeto” Amorrortu. Buenos Aires, 1.998.
[xi] KLEIN, M.; “Situaciones infantiles de angustia reflejadas en una obra de arte y en el impulso creador”, en “Contribucion