Y represión de la función onírica en el trauma infantil.
El trauma es uno de esos conceptos que se han ido complejizando a lo largo de la historia del Psicoanálisis. Podría decirse que el Psicoanálisis mismo nace de la teoría de la seducción freudiana, referida en un principio al traumatismo sexual.
Más adelante, en 1.925 (“Inhibición, síntoma y angustia”), Freud vincula traumatismo y pérdida de objeto. Y en el “Moisés” conecta trauma y narcisismo al describir cómo un daño precoz en el yo da lugar a zonas psíquicas muertas.
Este recorrido configura lo que podría denominarse el paso del modelo traumático de la histeria (trauma por exceso de excitación) al modelo traumático del límite (trauma por grave ineficacia o pérdida del objeto primario), desplazando el escenario a la primera infancia. El traumatismo precoz, el trauma infantil, siempre es narcisista. Compromete el narcisismo del sujeto por implicar una merma en la investidura del yo, que asiste a un desmoronamiento repentino de su omnipotencia, quedando así demasiado vulnerable a la vivencia de desvalimiento.
Pero es en 1.920 cuando Freud encuentra un lugar para lo traumático en el sueño que lo aparta además del cumplimiento del deseo. Y es que el trauma exige desandar el camino realizado por la teorización freudiana. El trauma nos obliga a volver de la escena al suceso, de la fantasía a la huella mnémica, de lo imaginario a lo real y de lo onírico a lo perceptivo, siendo precisamente la vuelta a lo onírico la salida del trauma: la transformación de la huella en recuerdo, fruto del trabajo del sueño traumático, repetición tras repetición.
Sin embargo, el trauma no provoca forzosamente sueños traumáticos. En realidad, todo parece como si el trauma violentara el funcionamiento psíquico y le enfrentara a una disyuntiva: o el sueño absorbe el trauma o el trauma absorbe al sueño. En el primer caso, aparecen los sueños traumáticos, pero en el segundo, camino explorado por Sami-Ali , se produce un progresivo sepultamiento de la función onírica que termina neutralizando los afectos y desencadenando un represión caracterial que este autor denomina patología de la adaptación.
El caso que quiero exponer creo que es una muestra de esta segunda vía en la que el trauma absorbe al sueño, y de cómo el trabajo analítico consistirá en recuperar la actividad onírica y la vida imaginaria para que el sueño pueda dar cuenta del trauma.
“O” se presenta de forma confusa respecto a sus orígenes en nuestro primer encuentro: “soy de Marruecos –dice- aunque nací aquí” . Tiene 12 años, habla perfectamente el español y lleva 5 meses en una residencia de menores. Hijo de padres marroquíes emigrados a España, nació efectivamente en Madrid, pero antes de cumplir los 2 años de edad la madre le lleva a casa de los abuelos maternos en Marruecos y allí le deja al cuidado de una abuela a la que el niño ni siquiera conocía. “Allí perdí la memoria…” , dirá más adelante “O”, “…porque no recordaba a mi madre ni a mi padre” . En Marruecos permanece durante 6 años y con 8 años de edad la madre le trae de vuelta a España, al parecer porque la abuela le dijo que veía muy triste al niño. Le anuncia además previamente la abuela que su madre ha tenido otro hijo. “Yo esperaba encontrarme con un bebé” , pero cuando llega a Madrid se encuentra con un hermano de 6 años (Yassir), un rival odioso al que siempre tratará con indiferencia cuando no de forma claramente despreciativa, a pesar de convivir con él actualmente en el centro de menores. Es decir, la madre estaba embarazada cuando le abandonó en Marruecos. La segunda sorpresa a su vuelta es que sus padres se habían separado. Con el padre además no ha tenido posteriormente más que un contacto muy superficial, limitado a llamadas muy de cuando en cuando a la residencia.
Así pues, inicia una nueva vida con su madre y su hermano en condiciones siempre precarias, no sólo por razones económicas, sino sobre todo por la patología materna, una mujer de frágil equilibrio con episodios depresivos y dos graves intentos de suicidio; el último, justamente un mes antes de mi encuentro con “O”; es decir, estando él y su hermano ya en la residencia y sin que nadie al parecer le informara del suceso.
La madre además tuvo una niña (Erika), de un año de edad en la actualidad, hija de otro padre que, al contrario que Yassir, será investida por “O” como un doble amoroso al que proveerá de todos los cuidados maternales de los que él careció. En este sentido, “O” suplirá con su hermana la función materna de una madre que no se sostiene como tal, cuando no ausente de la casa, ausente en su presencia al permanecer largas temporadas retraída, absorbida por algún tipo de duelo, en una actitud abandónica que llevó a “O” a ocuparse de todo lo referente a los biberones, pañales y cuidados cotidianos de la pequeña. Este fue el motivo que desencadenó por parte de los Servicios Sociales la retirada de la guarda, primero de los 2 hijos mayores y, meses después, de la pequeña. Seguramente, como consecuencia de esto último, de su separación de la hija pequeña, el reciente intento de suicidio de la madre.
La preocupación de “O” al ingresar en la residencia se centraba fundamentalmente en la separación de su hermanita, preocupación que se tornó en angustia al tener conocimiento de que finalmente también a su hermana le separaban de la madre, pero llevándole a otra residencia para niños más pequeños, como si retomando su propia historia de abandono, expresara esta angustia la problemática de una doble pérdida: la de sí mismo y la del otro. De manera que la identificación con la hermana le posibilitara revivir desde ambos lados de la diada, el de la madre que es despojada de su hijo y el del hijo que pierde a la madre repentinamente, el trauma infantil.
Tras 5 meses en la residencia “O” no plantea problema alguno de convivencia y su adaptación a la institución ha sido, en opinión de los educadores, sorprendentemente fácil desde el primer momento. No mostró tristeza al llegar, no protesta por nada y todo parece formar parte de una normalidad constituida sin dificultad alguna. Sin embargo, observan una creciente tendencia al aislamiento y una apatía que motivó que su tutora le sugiriera una consulta.
Él acude dócilmente a cada consulta, frotándose siempre los ojos, como somnoliento. Nunca saluda ni se despide y, sin formular demanda alguna, comienza a hablar sin esperar aparentemente nada por mi parte, salvo mi presencia. Cabría pensar que su rápida adaptación a las sesiones, como a la residencia, es tan sorprendente como engañosa en ese ajustarse a lo que se espera de él. Su voz monocorde, sus frases inacabadas, apenas audibles a veces, y una mirada perdida que deambula por la consulta, dan cuerpo a un monólogo ininterrumpido, opaco, tan difícilmente permeable al otro como si siguiera un guión prefijado de antemano que no puede cambiar de curso. De hecho, con frecuencia ocurría que tras una intervención mía en forma de pregunta, él continuaba su monólogo tr
as la interrupción como si no me hubiera escuchado realmente, o bien daba un salto en el contenido del discurso aparentemente destinado a responderme, pero que yo solía ser incapaz de conectar con lo que había suscitado.
Apenas establecía contacto visual conmigo, salvo de cuando en cuando, me parecía a mí, como para constatar que yo seguía allí. Pero no siempre era así, pues a pesar de mis esfuerzos por seguir el rastro de un discurso que parecía narrar la cotidianidad de su vida en la residencia y en el colegio, la falta de inflexiones en la voz y ese tono desapegado y distante, terminaban por sumergirme en una inercia tendente a la indolencia, ciertamente como si uno oyera una voz de fondo de la que imperceptiblemente se va alejando para sumergirse en sus propias ensoñaciones y ‘despertar’ posteriormente reprochándome haber perdido el hilo de la trama. Como un estar ahí sin estar que sólo pude advertir al comprobar que mis ensoñaciones eran siempre una repuesta a una sensación de pesar en mí, casi imponderable al principio, pero con un fondo claramente depresivo que terminaba por configurar una escena relacionada a menudo con el cansancio y con el paso del tiempo, como una peculiar turbación acerca del peso y de la gravedad de las cosas que impregnara todo de un barniz nihilista. Se reproducía de esta manera, contratransferencialmente, un proceso interno análogo a la vivencia del paciente que reflejaba nuestro mutuo aislamiento en la sesión. Yo, sin embargo, disponía de ensoñaciones que terminaban de dar forma a esas vagas sensaciones coloreándolas de afecto. Pero, ¿y él? “O” no soñaba; en realidad, no recordaba haber soñado nunca.
Inicialmente mi interés se centró en intentos de reconstrucción de su historia infantil. Una infancia que parecía desestimada en su completud, tal era su indiferencia ante la falta de recuerdos y la desgana con la que a ella se refería. No obstante, ante mi insistencia, bien podía reseñarla de manera banal con un “yo de pequeño siempre era feliz” , bien dejando entrever un intento de indagación:
“no recuerdo nada de cuando era pequeño, mi abuela me dijo que me tenía que enseñar la foto de mi madre porque yo no paraba de preguntar por ella… yo creía que mi abuela era mi madre, a los 5 años me dijo mi abuela la verdad… no sé por qué mis padres me mandaron a Marruecos”.
Esta pregunta acerca de su abandono siempre se cerraba en su propia literalidad, quedando el pensamiento como clausurado en un punto que acaba por resultar rutinario y neutro, desafectivizado. Como sabiendo que el abandono tuvo lugar, pero sin que el afecto le otorgue realmente una verdadera existencia interna.
Existe una conexión entre la imposibilidad tanto de traspasar esa pregunta acerca de su abandono en un intento de responderla, como de dejarse traspasar por ella, afectándose, y la imposibilidad de soñar. Como si para pensar su abandono, antes tuviera que soñarlo. Del mismo modo que encuentro una conexión entre su discurso mortecino y concretista y mis ensoñaciones depresivas acerca del paso y del peso del tiempo.
¿No es el sueño, como la transferencia, un puente entre pasado y presente? Y el tiempo del sueño, como el de la transferencia, siempre es el presente. Presente en el que un fragmento del pasado se actualiza. ¿No son ambas actividades entonces fenómenos oníricos necesitados de la proyección para despojar a la realidad de su literalidad e impregnarla de subjetividad?
Lo que intento describir es lo que ocurre en una transferencia en la que lo onírico está ausente, regida por la negatividad del vínculo, por una relación desimaginarizada, caracterizada más por la ausencia que por la presencia, por la ausencia de lo imaginario, de las fantasías y de los afectos, en un chico siempre somnoliento inmerso en un dormir sin soñar que se confunde con la vigilia, adaptado perfectamente a una continuidad normalizada en detrimento de su subjetividad. El sueño desaparece con el afecto y el afecto con el sueño. Más tarde, cuando “O” comience a soñar, sí empezará a plasmarse la transferencia en un sueño que tiene con su padre.
Las sesiones transcurrían hablando él de un presente anodino y banal e intentando buscar yo un pasado mucho más apasionante y enigmático. Un día, sin embargo, recuerda en una sesión que cuando le dejó su madre en Marruecos, él se quedó llorando al marcharse ella. La aparición del niño afligido que pierde a su madre repentinamente para quedar al cuidado de una extraña cuestionaba el mito, forzado hasta hacer de ello algo ‘normal’ y estereotipado, algo que se da por sabido y a lo que, por tanto, no cabe darle más vueltas, el mito, digo, de una infancia feliz.
Tras el abandono, primero se produjo una sobreinvestidura del objeto en el adentro a medida que faltaba afuera, como en un intento de retenerlo, un reencuentro interno doloroso y constante ahora con una madre que se hace omnipresente precisamente por su ausencia. La insistente demanda de la fotografía de la madre es, luego, la búsqueda en la percepción para abastecer una representación que desfallece, un último intento de volver a encontrar afuera lo que empieza a borrarse adentro. Después, el objeto no está ni adentro ni afuera, pues la huella deja de ser investida. Este es el momento de la verdadera pérdida, el de la pérdida de la representación tras la pérdida de la esperanza de volver a reencontrarse con ella en el afuera. Pérdida que “O” registra como pérdida de la memoria. Cuando su yo decidió posteriormente reinventar la historia convirtiendo a su abuela en madre para salvarguardar la permanencia objetal dio el paso necesario también para convertir al sujeto en ese niño ‘normal’ de fácil adaptabilidad que de ahí en adelante se refiera siempre a su pasado como moldeado por una infancia feliz.
La experiencia de verdad se sustancia y reproduce así mediante ese proceso yóico de reapropiación de la historia, del pasado, para salvar una discontinuidad, pero al precio de un fragmento de experiencia que queda deshistorizado. Se trata así, de una especie de automutilación psíquica que desarraiga al sujeto de su propia historicidad. No resulta extraño entonces hablar de una patología de la temporalidad con relación al trauma. Si la experiencia subjetiva de tiempo nace de la percepción interna de nuestra vida que pasa , el trauma es la vida que no pasa, ahistoricidad, discontinuidad que se sustrae y sustrae al sujeto de la acción del tiempo, de un tiempo que se coagula, pues un pasado sin historizar es como una memoria sin recuerdos, y un tiempo que no transcurre, como una realidad disecada.
Hasta la llegada de ese recuerdo del niño que llora, “O” sólo sabe de aquel niño lo que la abuela le cuenta, que es lo que él me cuenta a mí. Pero cuando hablamos de ese recuerdo, se muestra tan inconmovible como anteriormente, como si las representaciones de palabra y de cosa preconscientes ligadas al trauma circularan de manera suficientemente nítida, pero sin conexiones con las representaciones de cosa inconscientes, lo que explicaría ese saber algo sin experimentarlo emocionalmente, ya que el afecto nos informa de la intensidad de la investidura de la representación de cosa. En “O”no hay angustia porque la pérdida dejó de existir como acontecimiento dramático interno, i
nstaurándose una ‘normalidad’ carente de conciencia trágica. Esto excluye a priori cualquier posibilidad de elaboración, convirtiéndola en algo gratuito, innecesario.
En este caso el trauma no retorna por la vía onírica, sino que, por el contrario, desencadena una represión de lo onírico neutralizando el afecto. Así, la ausencia de sueños y la ausencia de afectos representan una complementariedad del mismo trabajo represivo que impide tanto que la actividad onírica instaure un verdadero vínculo con el pasado como con el presente.
Pero, además de esa indiferencia por un tiempo pasado que, despojado del cromatismo de los afectos, ha sido agrisado, neutralizado, “O” va dejando muestras de una perturbación de la temporalidad que responde a esa ruptura con lo imaginario, a través de diversas quejas que manifiestan su propia perplejidad por el transcurso de un tiempo del que se encuentra enajenado:
“Nunca he pensado en qué quiero hacer de mayor, nunca pienso en el futuro… Nunca pienso dónde y con quién pasaré las Navidades o las vacaciones. Sé que voy a estar muchos años en la residencia, pero no pienso en ello ni en lo que pasará después. En realidad, no quiero que pase el tiempo, no quiero que llegue mi cumpleaños o la Navidad… y cuando me quiero dar cuenta, ya estamos en diciembre”
Y otras veces:
“Cuando estoy en el colegio quiero que llegue el fin de semana para hacer algo que yo quiera, pero luego no sé qué pasa que no tengo tiempo para nada. A veces, cuando sí quiero que lleguen las cosas, llegan y digo para qué, y todo me aburre”
Y otras, finalmente:
“¡Qué rápido pasa el tiempo! ¡Y todo es igual, un día que otro! ¡Se pasa rapidísimo el tiempo! Yo no quería cumplir los 13 años, quería pasar de los 12 a los 11”
El enrarecimiento de una temporalidad que se dilata o se contrae, pero que en realidad se representa hueca, inhóspita e inaprensible para un sujeto que, o bien se ve absorbido y transportado, como en un rapto, a lo largo de los días hasta vivir como ajena su propia cotidianidad, que queda así desprovista de sentido, inhabitable para él mismo, o bien queda suspendido en el tiempo, fuera de la realidad y fuera de un futuro imposible de investir. Patología de la temporalidad que traspasa también la contratransferencia en esas sesiones sin contrastes ni ritmo, sin un tiempo que se deje secuenciar por la alternancia de sensaciones placenteras y displacenteras. Pero “O”, además, quiere sustraerse a la acción del tiempo, cuando no invertir su marcha, respecto a una temporalidad vivida no como un límite, sino como algo destinado a proveer significación. El resultado es una suspensión de la continuidad existencial del sujeto, un sujeto incapaz de habitar dentro del tiempo y de ocuparlo para sí; es decir, para el placer. Cuando el yo siente que todo se desmorona y su apetito desfallece, se produce el vacío. Y el sujeto es incapaz de reemplazarlo por objeto de deseo alguno. El aburrimiento es así como un tiempo que corre sin correr. El sujeto acepta e incluso, como vemos en “O”, fuerza el cambio al monocromatismo y se adapta a él, completando así el círculo vicioso que caracteriza a una depresión muda, inaudible que se cierra sobre sí misma fuera del tiempo. A la larga, la consecuencia de todo esto no es otra que la cristalización de una cierta ‘normalidad’ divorciada de una verdadera conexión témporo-afectiva, una realidad desubjetivada, disecada en los afectos.
Paulatinamente, sin embargo, el discurso de “O” se irá poblando de quejas. Quejas por no recibir suficiente atención por parte de sus educadores, quejas por el comportamiento de su hermano y de sus compañeros, con los que rivaliza cada vez más, quejas por los profesores del colegio, pero, sobre todo, quejas de su madre, de una madre inconsistente e imprevisible que no sabe si aparecerá o no cada viernes para recogerlo y pasar juntos el fin de semana, y cuando lo recoge, el aburrimiento, metidos en la habitación alquilada todo el día viendo la televisión, y además está su carácter, impredecible e inestable, desde la agitación hasta la apatía:
“Nunca sabes cómo va a estar… Mi madre ni siquiera ahorra. Yo le digo que ahorre para poder alquilar un piso y que yo pueda salir de la residencia, pero ella no ahorra”
La única entrevista que tuve oportunidad de mantener con la madre fue bastante elocuente acerca de la carga de odio con que inviste esta mujer a su hijo:
“ Mi hijo me odia porque me dice que yo pasé de él. No me llevo bien con él. Reconozco que no le hablo bien, me pone muy nerviosa. La verdad es que nunca le he dado ninguna explicación de por qué lo dejé en Marruecos. Me da miedo hacerme cargo de “O” porque nos peleamos siempre como perros. A veces pienso que para qué existió, que Dios me perdone, pero no lo soporto. Ahora lo que hago es ignorarle para controlarme mientras él habla y habla. Es la única forma de controlarme. Nunca lo escucho”
La indiferencia forzada de la madre para controlar su agresividad hacia el hijo ¿no adquiere también la forma de un ‘como sí’, de un estar ahí sin estar? Como si yo hubiera quedado también inicialmente contraidentificado con el objeto interno madre por quien el niño ya no espera ser escuchado, sino que se limita a reproducir en la transferencia la negatividad de un vínculo imposible, en el que tanto sujeto como objeto se representan inaccesibles.
Pero “O”, como su madre declara, comienza a expresar su odio, insinuándose una evolución, pues el chico dócil y conformista se ha vuelto obstinado y reivindicativo, alternando ahora esos periodos de apatía con otros en los que da rienda suelta a la rabia, acometiendo con furia contra profesores y educadores, lo que le acarreará no pocos castigos que, lejos de aplacarle, aumentarán su indignación.
Aparecerán también las primeras manifestaciones depresivas de “O” en forma de dolores abdominales, cefaleas, insomnio y desórdenes intestinales que motivan frecuentes visitas al médico durante un tiempo.
Durante el segundo año de tratamiento, “O” comienza a soñar, reseñándolo en la sesión con su ya habitual fastidio:
«Ahora estoy harto de soñar pero tengo casi siempre el mismo sueño».
Dos son en realidad los sueños que se repiten. En uno de ellos, se encuentra caminando por un paisaje helado en el que no hay nada. No ocurre nada tampoco en el sueño salvo ese caminar sin rumbo. Sin embargo, dos variantes culminan siempre la escena: unas veces, el caminar es sumamente penoso, como si se le trabaran los pies y los moviera con mucha dificultad hasta hacerse imposible avanzar; y otras veces, una sensación de vértigo le hace estar a punto de perder el equilibrio y caer, despertándose todavía con vértigo.
En el otro sueño, “O” está en la casa en la que vivía con su madre y hermanos antes de ir a la residencia. Cuando sale o entra de la casa, siempre hay una niña al lado del portal llorando intensamente
, “pero yo no le hago ni caso” , añade también con forzada indiferencia, repitiendo el yo la misma consigna que la madre empleaba para silenciar la carga afectiva hacia el hijo.
La actividad onírica retorna bajo la modalidad de sueños traumáticos marcados por la repetición, como manifestación de una situación irresoluble en la que el sujeto está atrapado. Atrapamiento reflejado en el primer sueño en ese recorrer una y otra vez un paisaje onírico helado en el que tiempo y espacio se anudan en una circularidad que recluye al sujeto en un aislamiento del que sólo le libera esa angustia sentida por el cuerpo que se traba al caminar o que está a punto de caer por sensación de vértigo, como un afecto fosilizado que remite al niño al tiempo de la pérdida de la madre y que le lleva a un despertar afectado.
Que el sueño traumático representa un intento de lo onírico de absorber el trauma regresando en el tiempo y transformando, a base de repeticiones angustiosas, la huella en recuerdo, podría corroborarlo el segundo de los sueños de “O”, el de la niña que llora en soledad en la puerta de la casa, de no ser porque aquí la negación de la angustia es absoluta. Negada dos veces, en el inconsciente del soñante y en la consciencia del sujeto que lo relata remarcando su indiferencia, conjura la amenaza de dejar entrever que el desvalimiento de su hermana, como doble de sí mismo, no representa sino su propio desvalimiento, la huella de un pasado remoto en el que él era quien lloraba por la pérdida de su madre. Pero el yo, no reconociendo a su hermana, no se reconoce a sí mismo en este sueño de angustia sin angustia.
El sueño comienza a hacerse discurso del trauma, soporte por fin en el que el trauma parece comenzar a escribirse en lenguaje onírico, pero la ausencia de afecto impide terminar de proporcionarle legitimidad psíquica, ya que es el afecto, tanto en el sueño como en la vigilia, lo que confiere veracidad a la realidad, y en el sueño traumático, lo que hace presente el pasado.
De esta forma, a pesar de que la aparición de estos sueños ya manifiesta el comienzo de un cierto levantamiento de la represión, la vuelta de la actividad onírica todavía está lastrada por esa represión masiva que neutraliza los afectos y convierte los sueños en algo banal de caprichosa insistencia ante la indiferencia de un sujeto que no ve en ellos más que una fuente de malestar, un hartazgo sin sentido.
Prueba de este inicio de recuperación de la función onírica, son el tipo de sueños que seguirán a continuación:
“Sueño muchas veces que voy al instituto y no pasa nada, no hay ni peleas, todo el mundo hace sus cosas y no pasa nada. ¡Yo no sé para qué sueño eso!”
Sueños de trabajo en los que una realidad insulsa se reproduce de forma literal sin apenas participación de los procesos primarios -ni desplazamiento ni condensación-, sólo mera continuidad onírica de una realidad banal en la que la percepción parece despojada de proyección, como un negativo de la psicosis, pero preámbulo, al fin y al cabo, de lo que ya se anticipa en la transferencia como retorno de lo reprimido, pues los afectos comienzan a poblar una relación transferencial que ahora se abre al placer de la ironía y del sentido del humor, creando por momentos una cierta complicidad.
Si la transferencia es un equivalente diurno del sueño, la aparición a las pocas semanas del siguiente sueño con su padre bien puede reflejar cómo se reeditó también en lo transferencial el fracaso de la dupla narcisista homosexual, en la que tanto el padre como yo somos inaccesibles:
“Yo estoy tumbado en una cama y mi padre en otra. Intento levantarme e ir hacia él, pero no consigo moverme”
Lo onírico parece ir reimpregnando la realidad psíquica, rescatando huellas del pasado que se actualizan en un sueño que reproduce por fin la angustia del abandono:
“Estoy encerrado con Erica en una casa grande, muy grande, tan grande como una ciudad. No podemos salir y yo quiero llamar a mi madre para que venga a buscarnos. Cojo un teléfono, pero no recuerdo el número de mi madre y me debo confundir porque al que acabo llamando es a mi padre. Le pregunto el teléfono de mi madre, pero él dice cosas raras, dice tonterías y, en lugar de números, me dice letras sin sentido”
Una casa demasiado grande para dar cobijo es como una madre demasiado dispersa para contener. Imagen del desamparo de los dos hermanos en un encerramiento en el que lo claustrofóbico es lo agorafóbico y lo agorafóbico, lo claustrofóbico, reflejando una falta de envoltura que modela un sujeto sin asilo al que el espacio, como el tiempo, asedia.
¿Cómo puede uno estar encerrado en una ciudad, a no ser que esa ciudad simbolice toda la existencia cotidiana de una vida que pasa a la espera de que alguien llegue, la circularidad de un espacio que se desdobla y en el que no se halla refugio ni adentro ni afuera?
Sueño que testimonia también aquella pérdida de memoria que no fue sino pérdida de la representación materna y que ahora es pérdida de un número de teléfono transferido, en demanda inútil, a un padre incoherente del que nada cabe esperar.
Cercano al tercer año de tratamiento, “O”, a punto de cumplir los 15, sueña ya con normalidad y la pujanza de su adolescencia se deja notar en primer lugar en la dura repulsa de su padre:
“No se puede tener un padre peor, lo único peor sería que tu propio padre te matara”
Una expulsión del instituto y varias peleas en la residencia, una irritabilidad en aumento y un acrecentamiento de ansiedades paranoides en las que la proyección resurge con fuerza, esbozan ahora el perfil de lo que parece un adolescente difícil, como si el afecto en forma de odio se infiltrara bruscamente en sus investiduras, reavivándolas y violentando sus relaciones de objeto, y quizá también buscando los límites, hasta ahora inexplorados, de sus vínculos.
Con motivo de un nuevo ingreso psiquiátrico de la madre, se queja de que nadie quiere contarle la verdad acerca de ella, mostrando interés por primera vez en conocer su historia: la relación con el padre, el por qué de su abandono, el nacimiento inesperado de su hermano, el ingreso en prisión de la madre y sus intentos de suicidio… Y tengo la oportunidad, también por vez primera, de ofrecerle una construcción de su historia. Al terminar aquella sesión, “O” dice:
“Sé que mi madre se quiere ir un tiempo a Bélgica con mi abuela. No me importa. Sólo quiero que se lleve a mi hermana. Prefiero que mi madre quiera más a mi hermana que a mí y se ocupe de ella porque lleva toda su vida en una institución”
Y en la siguiente sesión, repentinamente:
“¿Sabes?, ahora ya no me preocupa el tiempo porque no espero nada. No me importa que pase
rápido o no”
Declaración ya de un depresivo aún enmascarado en el actuar adolescente, pero que, cercano ya a los 16, límite del tiempo de su estancia en la residencia, comienza a esbozar un deseo o dos: hacer un módulo de mecánica y, sobre todo, no volver con su madre, sino optar por un piso protegido de los que Servicios Sociales dispone para adolescentes. Límite también, por tanto, de un tiempo que parece abrirse al futuro y marcar el progreso de una subjetividad hasta ahora meramente adaptativa, en la que lo real permanecía completamente aislado de lo imaginario, que se ocultaba, como en una especie de antipsicosis. Progreso en el que el sueño se muestra como único hilo conductor capaz de romper el círculo vicioso en el que se halla atrapado el sujeto, reactivando la actividad imaginaria, y lo onírico comienza por impregnar la transferencia para luego ir expandiéndose, mediante la proyección, en todo lo relacional; tránsito, en definitiva, de una depresión muda a otra audible.